Para entender la personalidad política de José María Gil Robles hay que remontarse al año 1915 y a la adquisición del periódico El Debate, encabezado por Angel Herrera. Don Angel era funcionario del Estado, pero tenía un hermano jesuíta y el capital para la adquisición del periódico provenía de un grupo financiero de Bilbao fuertemente vinculado a círculos católicos. Parece ser que el obispo de Madrid intervino también en la operación. En poco tiempo, el periódico se convirtió en uno de los de mayor tirada en España, beneficiado sin duda por el aumento de circulación durante la guerra mundial. Poco tiempo después de su aparición, El Debate comenzó a recibir sanción eclesiástica y se convirtió así en el portavoz de la Iglesia en España.
En los últimos años del reinado de don Alfonso, El Debate, inspirándose directamente en fuentes vaticanas, comenzó a mostrar posiciones críticas respecto al monarca. Sin duda, el nuncio en España, monseñor Tedeschini, había hecho ver al cardenal Pacelli (el futuro Pío XII) la necesidad por parte de la Iglesia de acercarse a una República que se adivinaba próxima. Y así, ante la sorpresa y el desconcierto de muchos católicos españoles, Angel Herrera comenzó a publicar editoriales en contra de don Alfonso. Escribía, desde luego, con todo respeto, diciendo, por ejemplo, que «había que apoyar a la autoridad establecida, aunque ello fuera en contra de la conciencia de muchos católicos». Era una manera elegante de decir que si Alfonso XIII caía, los católicos no harían nada por ayudarle a levantarse. Naturalmente aquello había supuesto un golpe muy duro para el propio rey, que gustaba de llamarse a sí mismo «el Rey Católico». Y quizá fuera eso lo que el Vaticano le reprochaba: el Papa hubiera preferido una postura menos beligerante del rey, de manera que si la monarquía caía en España no arrastrara a la propia Iglesia en su caída.
Estos editoriales de Ángel Herrera enfurecían a muchos católicos españoles, entre ellos al primado de España, el cardenal Pedro Segura. Este contestaba a Ángel Herrera a través de las columnas del periódico tradicionalista El Siglo Futuro (debería haberse llamado El Siglo XVI) tachando a El Debate de periódico libertino. En más de una ocasión trató el cardenal Segura de que el Vaticano le retirara la licencia eclesiástica.
El cardenal Segura sufría, según tengo entendido, problemas de hígado. Ello explicaría, sin duda, su carácter colérico, sus arrebatos, que le llevaban del fanatismo intransigente a la ascesis más pura. Personalidad tan singular había impresionado al rey, que le había sacado de una oscura diócesis de Extremadura para convertirle en arzobispo de Burgos y, finalmente, en cardenal primado de España en cuestión de seis años, todo un récord para una carrera eclesiástica. Sin duda, el monarca pensaba que Segura era la luz más resplandeciente de la Iglesia española en aquella época, pero poner a un fanático como Segura al frente de la Iglesia española en aquellos difíciles años treinta era como soltar a un toro en plena cacharrería… Sin duda, el Vaticano se alegró de su expulsión de España en los primeros días de la República, y no tuvo inconveniente en aceptar su dimisión como cardenal primado, un acto de censura que rara vez ejercía la Iglesia contra sus prelados más ilustres.
Desaparecía así el escollo más importante para que el Vaticano pudiera ejercer su política en España, a través de Angel Herrera y sus amigos. En los primeros días de la República, se organizaron bajo el lema de Acción Nacional, una agrupación política que no se definía en cuanto a la forma de Estado, para poder atraer así a los monárquicos. La Acción Nacional pasó a llamarse Acción Popular y, finalmente, CEDA, es decir, Confederación Española de Derechas Autónomas.
Herrera era, desde luego, la eminencia gris de esta organización y continuaba ejerciendo su magisterio desde las páginas de El Debate, pero don Angel era de los pocos políticos que conocía muy bien sus propias limitaciones. Demasiado tímido y retraído para convertirse en el líder político que necesitaba su partido, escogió a un joven de Salamanca llamado José María Gil Robles, y su elección no pudo ser más acertada. Brillante en su oratoria, corrosivo en los debates, excelente ejecutivo, infatigable trabajador, perfecto conocedor de la política y sus pasiones, Gil Robles era el animal político que Herrera necesitaba para llevar a cabo sus planes. Muchos de mis colegas piensan que Robles es una persona arrogante y engreída. No estoy de acuerdo. Pienso que si Gil Robles hubiera nacido en un medio distinto, si sus ideas y su formación política hubieran sido diferentes, podría haberse convertido en el gran líder que la República tanto había necesitado pero nunca había tenido.
Mi primer encuentro con Gil Robles se produjo en 1933, aunque con anterioridad había tenido ocasión de escucharle en las Cortes. De estatura mediana, con una cierta barriga, la cabeza en forma de pera coronada por una incipiente calvicie, su aspecto físico no delataba una personalidad que emanaba dinamismo y vigor. Hacía dos años que Herrera le había dado carta blanca en el partido, y desde entonces don José María no se había tomado un minuto de descanso. Recorriendo España incansablemente de uno a otro extremo de su geografía, Gil Robles había conseguido convertir el puñado de hombres que en 1931 constituyeron Acción Nacional en una gigantesca organización política que se nutría de grupos regionales como el Partido Regional Valenciano, el Partido Regional de la Mancha, el Partido de Navarra… Gil Robles, a pesar de su juventud, tenía una considerable experiencia política, ya que había intentado organizar un partido cristiano-socialista, junto a Herrera y Ossorio y Gallardo, y, aunque su intento había fracasado, había hecho innumerables contactos que ahora le servían para estructurar su nuevo partido, la CEDA.
En muchas ocasiones traté de averiguar la fuerza real de la CEDA en aquellos años de la República. En una ocasión se me dijo que en Madrid contaban con doce mil militantes, que no son muchos en una ciudad de casi un millón de habitantes. Pero de lo que no cabe duda es del poder real de convocatoria de ese partido, tal como quedó demostrado en las elecciones de 1933, y la atracción que tuvo para el gran capital, incluso con aquellas personas con pocas o ninguna simpatía hacia la República como el conde de Romanones o Juan March, que engrosaron generosamente las arcas de la CEDA.
A todo esto, El Debate se había convertido en el rotativo más moderno de Europa, con una capacidad de tirada e impresión superiores a cualquier otro periódico europeo, y en España competía con ABC para situarse en cabeza de la prensa española. Tenía corresponsales en las más importantes capitales europeas (Roma, París, Berlín), y por medio de una agencia de noticias, Logos, controlaba la prensa provincial de media España. Acababan de sacar un periódico vespertino, YA, que también había tenido una excelente acogida.
Pensaba en todas estas cosas un día mientras esperaba noticias de la campaña de Gil Robles sentado delante de su despacho. El Debate compartía ahora con el cuartel general de la CEDA un moderno edificio de seis plantas. En la entrada, unos jóvenes que llevaban como distintivo la insignia del yugo y las flechas ejercían un estricto control de las personas que pasaban al interior. Pero, aun así, los pasillos del edificio estaban llenos de gente de todas las clases sociales, aunque predominaran las mujeres y los hombres elegantemente vestidos, que solían lucir un recortado bigotito. Aquella misma mañana había estado visitando la casa del pueblo de una organización socialista y todo era muy distinto, no tanto en el atuendo de las personas, sino en el ambiente mismo del edificio, como si la casa de los socialistas tuviera vida y esta, en cambio, con su aspecto artificial y moderno, tuviera algo de irreal y fantasmagórico. Pero no cabía duda de que los «fantasmas» que poblaban aquel edificio estaban, de momento, ganando la partida.
Echemos ahora un vistazo a su socio de gobierno, el fundador del llamado Partido Radical, Alejandro Lerroux. Como Alcalá Zamora, Lerroux también era de Córdoba, donde había nacido en 1868. A principios de siglo trabajaba como periodista en Madrid y unos años después fundaba en Barcelona el Partido Radical. Este partido buscaba el voto de los cientos de miles de trabajadores del sur de España que habían llegado a Barcelona con la revolución industrial de fines del siglo pasado y no se sentían representados por los partidos catalanistas que imperaban en la ciudad.
Lerroux se había convertido en una de las figuras más populares de la Ciudad Condal. Había establecido su feudo en uno de los barrios más populares de la ciudad, en la falda de Montjuich, y se le había otorgado el título de Emperador del Paralelo, el nombre de la avenida que atraviesa esta zona, famosa por sus teatros y su vida nocturna. Era conocida su figura, ataviada con las alpargatas que llevaban los trabajadores, paseándose por las calles de estos barrios. Tenía, como ya hemos señalado, un gran poder de convocatoria entre los emigrantes que se consideraban excluidos tanto por los partidos políticos catalanes como por los propios sindicatos anarquistas, demasiado revolucionarios para algunos en sus propuestas. Lerroux y sus ideales republicanos sintonizaban perfectamente con aquellos emigrantes, que se volcaron en su favor en las elecciones municipales de la ciudad, triunfando sobre los partidos catalanistas que ostentaban el poder.
Pero su éxito electoral significó el fracaso de su política, porque muy pronto la administración de la ciudad cayó en manos de mafias que cobraban dinero para los radicales de Lerroux de empresarios, constructores y demás estamentos de la ciudad. A su vez, corrió la voz de que los gobiernos monárquicos de Madrid favorecían a aquellos «republicanos» de Lerroux para impedir que los partidos catalanistas gobernaran en Barcelona. Poco a poco, sus simpatizantes, desencantados por todos estos escándalos fueron alejándose del Partido Radical. Pero su caída no se produjo hasta 1907, en las famosas «elecciones limpias» de Antonio Maura. En esas elecciones no se produjo ninguna interferencia o desvío de votos a favor de Lerroux, como había ocurrido anteriormente, de manera que triunfaron de nuevo los partidos catalanistas. El propio rey se quejó de la «limpieza» de aquellas elecciones: «Volvieron a las Cortes muchos amigos del gobierno…, pero también muchos enemigos del régimen».
Al perder su inmunidad parlamentaria, Lerroux fue perseguido por el fiscal general del Estado por los artículos que había publicado en la prensa en los últimos años y tuvo que huir a Francia. En la guerra de 1914, Lerroux hizo campaña desde Francia por medio de declaraciones y artículos en la prensa para que España se uniera a los Aliados. Poco se sabe de él hasta que reaparece en España con la caída de la monarquía, tal como veremos a continuación.
Las elecciones de 1933 habían complicado sobremanera el panorama político español. Y no porque hubiera ganado la derecha, sino porque el partido más importante, la CEDA de Gil Robles, no se declaraba abiertamente a favor de la República. En sus declaraciones decía «aceptar» por el momento la República, pero propugnaba, para un futuro, un estado corporativo semejante a los que en aquellos momentos había en Italia o en Alemania. Las juventudes del partido, conocidas como las JAP (Juventudes de Acción Popular), iban aún más lejos y aseguraban que aquella «democracia decadente» representada por la República española debía ser «barrida del mapa». En aquellas extrañas circunstancias, ¿qué es lo que debía hacer el presidente de la República, Alcalá Zamora? En teoría, su obligación era invitar a Gil Robles a su residencia para pedirle que formara gobierno. Pero Gil Robles seguía negándose a declararse abiertamente «republicano» y Alcalá Zamora se negaba a recibirle en Palacio…
Por otra parte, también hay que entender las presiones a las que los miembros de la CEDA se veían sometidos en aquellos momentos. Sus aliados políticos, los partidos monárquicos, consideraban las elecciones de 1933 como un plebiscito en el que el pueblo español había rechazado, por mayoría, la República como forma de Estado y había llegado el momento de que el Ejército, apoyado por los partidos de derecha, se hiciera con el control del país. Pero el partido de Gil Robles tampoco se dejaba arredrar por aquellas presiones. Su estrategia pasaba por convertir a Lerroux en jefe de gobierno, proporcionándole el apoyo de la CEDA en tanto siguiera las directrices de este partido, que le retiraría su apoyo y le dejaría caer en el momento en que se desviara. Los partidos monárquicos acabaron por aceptar a regañadientes la estrategia de la CEDA. Alcalá Zamora invitó a Lerroux a formar gobierno y la crisis quedaba, al menos por el momento, solventada.
La República acababa de superar su momento de máxima debilidad. Con la derrota de los partidos de izquierda, que eran sus máximos valedores, un simple golpe de Estado de algún general hubiera acabado con el régimen. Pero los católicos querían hacerlo con cautela y pensaban que el régimen podía ir cambiando y modificándose gradualmente. No contaban, sin embargo, con que la izquierda acabaría reorganizándose y uniéndose y ya no les concedería una nueva oportunidad de hacer una reforma del Estado desde las urnas.