Los pueblos de España se integran dentro del paisaje. Su silueta forma parte de la naturaleza misma. Tienen el mismo aspecto que hace siglos. La civilización moderna parece no haberlos tocado. Quizá por eso mismo son lugares tan incómodos para vivir hoy en día. He pasado muchas noches en estos pueblos perdidos de la España mesetaria. Y no me he hospedado en ninguna posada, sino en la casa de algún labriego. Si es invierno, te despiertas con la garganta reseca por el frío y la humedad. Si es verano, te despiertan los mosquitos y otros insectos que pululan en el aire. El suelo de la habitación suele ser de tierra. No hay cristal en las ventanas, que, más que cerrar, se atrancan con la madera. El desayuno familiar consiste en una sopa grasienta hecha de harina que por aquí llaman «gachas». A veces, en honor a algún extranjero, sacan un pedazo de pan negro y un poco de leche de oveja. Con tan escaso alimento, el labriego sale a trabajar las tierras, que suelen encontrarse a bastante distancia del pueblo, y no vuelve hasta el anochecer. Las tierras por lo general no pertenecen al labrador, sino que las tiene en arriendo y paga una cantidad anual por ellas. El campesino posee un burro y a veces, con suerte, una mula. Su arado es de los tiempos de Julio César. No suele tener dinero para comprar fertilizantes para sus tierras y el agua de riego de la que dispone es muy escasa. La falta de bosques y la erosión de las tierras hacen que las condiciones de trabajo para los agricultores sean a menudo precarias, por no decir imposibles. Se me dirá que las mismas condiciones de atraso e indigencia pueden encontrarse en ciertas zonas rurales de mi propio país. No digo que no, pero la diferencia está en que mientras en Inglaterra son la excepción, en España constituyen la regla. Estos campesinos tristes, pobres y subalimentados son, hoy por hoy, mayoría en España.
Casas Viejas es uno de esos pueblos. Se encuentra situado en la carretera que conduce a Cádiz desde Medina Sidonia. No es más que un pequeño pueblo de campesinos y pastores, pero su nombre se ha convertido en uno de los grandes motivos de debate en la República. Casas Viejas ejemplifica lo que puede ocurrir cuando de las palabras no se pasa a los hechos y la Ley de Reforma Agraria no deja de ser una bella entelequia…
La primera vez que oí el nombre de Casas Viejas fue en una noche heladora del mes de febrero de 1933, cuando me levanté a regañadientes de la cama para contestar al teléfono que no dejaba de sonar. Un periodista español me decía que en un lugar llamado Casas Viejas habían muerto dieciocho personas en un choque con la policía. «¿Cuántos heridos ha habido?», le pregunté yo de manera rutinaria. «Ninguno», fue la contestación. Aquello me pareció muy extraño. Parece casi imposible matar a dieciocho personas sin herir a una sola. Para tranquilizarme, me dije a mí mismo que se trataría de un error, así que mandé una breve noticia por teléfono a Londres, sin dejarme llevar por ese demonio que todos los periodistas llevamos dentro, que me urgía a vestirme, coger un coche y marchar hacia el lugar sin pérdida de tiempo.
En Casas Viejas acababa de producirse el primer levantamiento anarquista en un pueblo español. Esta diminuta localidad andaluza fue la única en toda España en secundar la llamada a la huelga general proclamada por los anarquistas. Ellos solos se levantaron contra todo el Estado español. Los campesinos del pueblo rodearon los barracones de la guardia civil y mataron a uno de ellos. La Guardia Civil a su vez disparó y mató a varios campesinos. El gobierno, temiendo quizá que la revuelta de Casas Viejas se propagara a otros pueblos, mandó a una compañía de la Guardia de Asalto desde Madrid al mando del capitán Rojas. En total, unos sesenta hombres y tres oficiales. En Medina Sidonia se les unieron un destacamento de guardias civiles y juntos marcharon hacia Casas Viejas. Después de rescatar a los guardias civiles que se hallaban cercados en su propio cuartel, se dirigieron hacia una casa del pueblo donde un grupo de campesinos se había hecho fuerte. La policía incendió la casa con unos bidones de gasolina y varios campesinos murieron en su interior al ser atrapados por las llamas. Y lo peor estaba aún por llegar. Lo que ocurrió a continuación fue de una barbarie sin precedentes, sobre todo teniendo en cuenta que Casas Viejas era un lugar aislado y que la revuelta no se había propagado a otros lugares. El capitán Rojas ordenó a sus guardias que fueran de casa en casa y cogieran a cualquier campesino que pudiera haber participado en la revuelta. A todos los sospechosos se los llevaron a la casa que había sido incendiada y que pertenecía a un campesino apodado Seisdedos, y allí, junto a las ruinas humeantes, los fusiló a todos sin previo interrogatorio. El propio capitán Rojas les dio el tiro de gracia.
La reacción de las fuerzas de la izquierda y la derecha no se hizo esperar: los anarquistas acusaron al gobierno de brutalidad policial sin precedentes, y los conservadores profetizaron que la revolución estaba ya en marcha… El gobierno tuvo, al menos, el buen juicio de admitir su culpabilidad y nombrar de inmediato una comisión parlamentaria para investigar el asunto, cosa digna de reseñar en un país muy poco aficionado a las comisiones de investigación (¡dos años después, cuando los terribles sucesos de Asturias, el gobierno de Gil Robles se cuidó muy mucho de nombrar comisión de investigación alguna!).
Pero, fuera de esta comisión, la pasividad del gobierno ante los sucesos de Casas Viejas fue realmente alarmante. Casares Quiroga, a la sazón ministro de Gobernación, era un gallego poco amigo de tomar decisión alguna; su subsecretario, Carlos Esplá, era todavía más ineficiente que su jefe y tenía bajo sus órdenes a Arturo Menéndez, inepto jefe de policía… Solo esta cadena de absoluta pasividad y total ineptitud puede explicar por qué se estaban produciendo en España los sucesos más graves desde la proclamación de la República sin que el gobierno moviera un dedo para castigar aquella barbarie…
Con Carlos Esplá había tenido yo anteriormente un encontronazo. La Guardia Civil de Palma había arrestado a cuatro ciudadanos americanos por estar borrachos y por «agresión a la fuerza armada». Me interesé por ellos y fui a ver a Esplá para saber en qué había consistido dicha agresión. Resulta que un guardia civil había agredido en un bar a un americano que estaba borracho y la mujer que le acompañaba había propinado una bofetada al guardia civil agresor. Por culpa de aquel «cachete a la autoridad», los americanos fueron encerrados durante varios meses en la prisión de Palma por orden del señor Esplá, horrorizado por tamaña agresión… ¡Evidentemente, la barbarie de la Guardia Civil en Casas Viejas le debió de parecer al señor Esplá pecata minuta comparada con aquella bofetada que había recibido «su» guardia en Mallorca!
Poco tiempo después de Casas Viejas, se produjo un suceso parecido en Extremadura, en la localidad de Castilblanco. Un grupo de campesinos hambrientos fue arrestado por la Guardia Civil por recoger bellotas para comérselas en una finca que no les pertenecía. Resulta que la bellota es un fruto sagrado en Extremadura: sirve para dar de comer a los cerdos. Los campesinos airados atacaron a la Guardia Civil y mataron a cuatro de ellos. No solo los mataron, sino que a continuación los despedazaron. Aquello podía haber acabado en otro Casas Viejas de no ser por el buen juicio de un oficial que llegó con un cuerpo de refuerzo, pero prohibió a sus hombres hacer uso de las armas. Fueron arrestadas sesenta personas y se salvaron muchas vidas.
Flotaba por España un aire de tristeza en aquel año de 1933, como si la nave de la República hubiera emprendido un rumbo fijo y no estuviera dispuesta a variarlo, por más que tormentas, nieblas e icebergs de diversa consideración amenazaran su existencia misma. Tomemos como ejemplo el Tribunal de Garantías Constitucionales que el propio Azaña había incluido en el texto constitucional como «salvaguarda» de sus valores. Componían este tribunal veinticinco miembros elegidos entre el estamento universitario, el Colegio de Abogados, los municipios y las propias Cortes, que escogían a su presidente. Por una extraña combinación de circunstancias, el Tribunal resultó ser una de las instituciones más reaccionarias de la República, al poder abortar cualquier ley aprobada por las Cortes. De poco le servía tener como presidente a un hombre del partido de Azaña, si estaba maniatado por el resto de los miembros del Tribunal. Quizá la República no fuera algo así como una nave, sino más bien como un automóvil que intentara avanzar con el freno de mano puesto.
¡Y qué decir de esa otra utopía de un Estado laico en el que la enseñanza estaría en manos de aquel! ¡Fue el caos más total y absoluto! Porque, efectivamente, la ley que prohibía la enseñanza a las órdenes religiosas se aprobó antes del verano, pero, como no se confiscaron sus propiedades, el Estado se enfrentó a la imposible tarea de conseguir profesores y colegios para medio millón de niños que se habían quedado en la calle… ¡Y el nuevo curso estaba a la vuelta de la esquina! Las únicas escuelas que la República podía confiscar eran las de la disuelta orden de los jesuítas… Pero ya se sabe que hecha la ley, hecha la trampa. Recuerdo el caso de una iglesia y convento de los jesuítas en la Gran Vía que habían resultado dañados en los sucesos de mayo de 1931. Cuando el Estado trató de hacerse con la propiedad de los edificios y del terreno, resultó que pertenecían a un ciudadano americano que vivía en Nueva York y que presentó los papeles que así lo acreditaban en regla… Y lo mismo sucedía con muchas otras escuelas que pertenecían a la Iglesia, aunque se emplearan otras argucias: Gil Robles y Martínez de Velasco se habían puesto al frente de empresas que controlaban las antiguas escuelas religiosas, laicas sobre el papel, pero religiosas en todo lo demás. Así fue como —¡oh, paradoja de las paradojas!— las antiguas escuelas religiosas se convirtieron en floreciente negocio para la propia Iglesia: los nuevos directores eran laicos, pero la enseñanza estaba en manos de los frailes, curas y monjas que actuaban «a título personal» y además cobraban una miseria, mientras que las clases media y alta seguían pagando elevadas matrículas por enviar a sus hijos a aquellas escuelas… ¡El negocio para la propia Iglesia no podía ser más provechoso!
Y, mientras, el Estado veía cómo todos esos hipotéticos alumnos se esfumaban como por ensalmo… Pero, en ese sentido, la Iglesia casi le estaba haciendo un favor: ¿de dónde iba a sacar el Estado los diez mil maestros y las tres o cuatro mil escuelas que precisaba para iniciar el nuevo curso escolar? Para acabar de rematar la faena, las elecciones que se celebraron a final de año se encargaron de asegurar que aquella bella utopía de una enseñanza laica en España nunca se hiciera realidad.
Pero, antes de hablar de estas nuevas elecciones, es preciso que les cuente a mis británicos lectores los intríngulis del sistema electoral español diseñado por la República. Como soy consciente de que a esos lectores lo mismo les pillo arrebujados junto a la chimenea y con un buen brandy en la mano que en las apreturas del tren de las ocho y cuarto de la mañana a Londres, procuraré ser lo más breve posible. La idea de la República era hacer una ley electoral que garantizara una mayoría estable en las Cortes, así como una minoría representativa. Para conseguir esto, estableció la ciudad o la provincia como distrito electoral. Cada cincuenta mil personas en cada una de estas circunscripciones elige un diputado a Cortes. En Madrid se eligen diecisiete diputados. En cambio, una pequeña provincia española puede estar representada por solo cinco o seis diputados. Esto propicia las grandes coaliciones, porque ninguno de los partidos tendría recursos suficientes para hacer propaganda electoral en un territorio tan extenso como a veces es una provincia. Y las minorías también se benefician, porque los votantes solo pueden votar a cuatro de cada cinco candidatos que figuran en una determinada papeleta. En la provincia de Granada, por ejemplo, donde se eligen quince diputados, el votante únicamente puede votar a doce. Se evita de esta forma el alud de votos a un solo partido y se potencia la existencia, al menos, de minorías dentro de la Cámara.
En definitiva, lo que la República trató de evitar fueron aquellos diminutos distritos electorales que existieron con la monarquía y que permitían al «amo» de cada distrito ejercer su «autoridad». Y en este sentido, la nueva Ley Electoral de la República puso fin a décadas de «caciquismo» y significó uno de los pocos triunfos sobre aquella España feudal que todavía existía y que en muy poco tiempo daría nuevas —y alarmantes— señales de vida…
En efecto, a principios de octubre de 1933 la coalición republicano-socialista (todavía no se hablaba entonces de Frente Popular) se había venido abajo. La izquierda estaba dividida porque los republicanos pensaban que podían ir solos a las siguientes elecciones sin entender que por ese camino marchaban hacia su ocaso. La derecha también estaba dividida. Los sectores más inteligentes de la Iglesia —sobre todo los jesuítas— todavía pensaban en hacerse con el poder de forma democrática y habían conseguido grandes cantidades de dinero para poder concurrir a las elecciones con posibilidades de éxito. Los sectores más reaccionarios habían descartado desde hacía tiempo toda posibilidad de entendimiento con una República democrática y se presentaban a las elecciones apoyando abiertamente el retorno de la monarquía y secretamente la aparición de algún duce que les condujera hacia su propia utopía.
Hasta los partidos obreros estaban divididos. Indignados por los sucesos de Casas Viejas, de los que hacían responsable al propio Partido Socialista, los anarquistas propugnaban la abstención para aquellas elecciones. ¡Bonita manera de luchar contra el feudalismo y la reacción! Aquellas decenas de miles de votos que se perdieron por culpa de los anarquistas llevarían a la derecha en volandas al triunfo.
Lo que yo recuerdo de las elecciones de octubre de 1933 fue la masiva presencia de sacerdotes, monjas y frailes en los colegios electorales. Parece ser que por especial dispensa del Vaticano hasta las monjas de clausura pudieron salir de los conventos para depositar sus votos. Recuerdo que la gente las abucheaba por las calles, pero ellas permanecían imperturbables en su desfile hacia los colegios electorales. Afortunadamente, la policía había tomado las calles de Madrid en aquella jornada electoral, de manera que no se produjeron los incidentes que cabría haber esperado.
El resultado de aquellas elecciones fue el colapso total y absoluto de todos los partidos republicanos, con la excepción del partido del señor Lerroux, si es que podemos considerar al partido de Lerroux como verdaderamente republicano. El derrumbe más significativo fue el del propio Manuel Azaña y su Acción Republicana: de cuarenta diputados había pasado a tener solo ocho, y el propio Azaña se hubiera quedado sin escaño de no ser por la gentileza de su amigo Julián Zugazagoitia, editor de El Socialista, que le cedió el suyo.
El triunfador —además de Alejandro Lerroux— había sido José María Gil Robles al frente de la CEDA, el partido de la Iglesia católica. ¡Había que ver ahora al llamado Emperador del Paralelo, azote en otro tiempo de la Iglesia y los curas, andando del bracete de Gil Robles y, por tanto, de toda la Curia romana! Porque si en la primera vuelta la colaboración entre Lerroux y Robles había sido tentativa, en la segunda fue ya descarada, y en algunos lugares, como en Córdoba, los candidatos de la CEDA habían dejado de lado a los monárquicos para aliarse con los republicanos de Lerroux en listas únicas. ABC podía muy bien rasgarse las vestiduras por la forma en que los católicos de la CEDA habían prescindido de los monárquicos, pero los resultados a la vista estaban: entre Gil Robles y Lerroux sumaban más de doscientos diputados, y si a estos añadimos los cuarenta del Partido Agrario, resulta que tenían una holgada mayoría en un hemiciclo de cuatrocientos cuarenta y tres escaños. Todo ello sin contar con los sesenta y tantos diputados monárquicos —alfonsinos y carlistas— que habían sido elegidos.
El único partido de la izquierda que se había salvado de aquel naufragio era el Socialista, que había conseguido sesenta y cinco diputados. Cataluña había sido el único lugar que defendía mayoritariamente los ideales republicanos, y Esquerra Republicana se convirtió en el partido más votado, enviando treinta diputados a Madrid para defender lo que quedaba de la maltrecha República.