IV Sanjurjo

En la madrugada del 10 de agosto de 1932 me despertó el ruido de cohetes, bastante frecuentes en las cálidas noches de verano madrileñas.

Después de maldecir a los juerguistas que los disparaban a esas horas, y cuando ya comenzaba a conciliar otra vez el sueño, empezó a sonar el teléfono. No se trataba de cohetes, sino de disparos de artillería. La espada de Damocles que pendía desde el principio sobre la cabeza de la República parecía a punto de caer.

La algarada militar de Madrid tenía su origen en el levantamiento del general Sanjurjo en Sevilla. Sanjurjo respondía a la imagen que se tiene del militar español: de buena planta, amante del vino y de las mujeres, más sobrado de valentía que de inteligencia… Había sido director de la Guardia Civil y entonces era jefe de Carabineros, cuerpo que controlaba las fronteras españolas. Aunque en los primeros momentos había apoyado a la República, su conciencia parecía ahora dictarle lo contrario. Los motivos de este cambio de actitud parecían ser la autonomía catalana y el proyecto de ley de reforma agraria, a punto de ser aprobados por las Cortes. El Ejército se oponía a la autonomía catalana, y la Iglesia y los terratenientes, a la reforma agraria. El levantamiento de Sanjurjo respondía, por tanto, a la inquietud de toda la derecha española ante la situación política.

Pero el golpe de Sanjurjo resultó ser de salón, urdido más en reuniones y cenas de amigos que en los despachos de los cuarteles. El regimiento de caballería que se sublevó en Madrid fue rápidamente reducido por la propia policía, y en Sevilla el «reinado» de Sanjurjo resultó efímero… Durante veinticuatro horas se dedicó a lanzar proclamas y discursos en los que anunciaba que no pretendía acabar con la República, sino simplemente «purificarla». Pero al día siguiente había desaparecido de la ciudad; se dirigía en automóvil a la vecina frontera con Portugal. Fue arrestado antes de que pudiera cruzarla por uno de sus propios carabineros. En el juicio sumario que se celebró pocos días después fue condenado a muerte, pero a continuación indultado. Después del juicio cruzó al fin la frontera portuguesa para poder preparar desde allí, con más tranquilidad, a lo que parece, el golpe del 18 de julio de 1936. Pero de nuevo el destino se cruzó en su camino. Murió pocos días después de este segundo golpe en accidente de aviación.

El frustrado golpe de Sanjurjo había sido precedido por unas semanas de inusitada tensión en el seno de las fuerzas armadas. Durante unas maniobras militares cerca de Madrid, el general Goded, al arengar a la tropa, había gritado: «¡Viva el Ejército español! ¡Viva España!». En el cuarto de oficiales, un joven coronel llamado Manglada se encaró con el general, reprochándole no haber dado el «¡Viva la República!», tal como mandaban las ordenanzas. El general mandó arrestar al coronel por desacato a la autoridad. Finalmente, el ministro de la Guerra, Azaña, tomó cartas en el asunto dando la razón al joven coronel, con lo cual la trifulca militar se hizo de dominio público. Aquella tormenta en un vaso de agua solo venía a demostrar la extrema debilidad de la República ante el estamento militar. Porque ya de por sí era sorprendente que el general Goded, amigo personal del rey Alfonso XIII, fuera nombrado por el gobierno de la República inspector en jefe del Ejército. El gobierno había decidido contemporizar con el Ejército y los resultados a la vista estaban.

La única consecuencia positiva del golpe de Sanjurjo fue la creación de un cuerpo especial de la policía llamado Guardia de Asalto. La idea partió del primer jefe de policía de la República, Ángel Gallarza. Al principio, los guardias de asalto iban armados solamente con las porras reglamentarias, pero, a medida que los enfrentamientos con grupos anarquistas se iban haciendo más cruentos y aparecían agentes provocadores en las manifestaciones que desenfundaban sus pistolas, fue necesario armar a estos guardias, y en los últimos años de la República incluso usaban metralletas y tanquetas. Pero la importancia de la creación de este cuerpo de Guardia de Asalto residía en su significado político. La mayoría de sus miembros procedía de sindicatos obreros o de agrupaciones republicanas o socialistas. Por fin la República contaba con un cuerpo de fuerzas armadas cuya lealtad no podía ponerse en duda.

En el juicio contra los civiles que habían ayudado a Sanjurjo, se supo que Alejandro Lerroux había estado implicado directamente en el asunto. Había mantenido diversos contactos con el general y había pronunciado varios discursos en las Cortes vaticinando reacciones violentas si el gobierno persistía en sus objetivos políticos. Parece ser que el día del levantamiento de Sanjurjo, el líder populista partió precipitadamente hacia su residencia veraniega de San Rafael, en Segovia. No había pruebas para acusarle de nada, pero a partir de aquel momento quedaba claro que el que había sido líder popular, idolatrado por las masas, se había pasado al enemigo.

Sin juicio previo, el gobierno decidió castigar a varios centenares de personas que habían participado en la tentativa de Sanjurjo con el exilio a Villa Cisneros, en el Sáhara español. La mayoría eran civiles o soldados sin graduación, de manera que la medida apenas afectó al estamento militar. Sin embargo, recibió durísimas críticas tanto de la derecha como de la izquierda por haber exiliado a personas no sometidas antes a un juicio. Comprendo que la medida legalmente no se sostiene, pero desconozco qué otra cosa podía haber hecho el gobierno en aquellas circunstancias. Administrar justicia en España no era cosa de un día ni de dos: recuerdo que en mayo de 1936 asistí a un juicio contra unos anarquistas que habían quemado una iglesia en Lora del Río, Córdoba… ¡en 1931!

El gobierno se vio obligado a responder a esta tentativa de la derecha por hacerse con el poder decretando la confiscación de las fincas rurales de los grandes de España, conocidas como «bienes de señorío». Los bienes de señorío eran fincas que pertenecían a miembros de la nobleza desde épocas remotas, en muchos casos desde el tiempo de la Reconquista. Habían sido heredados por tradición de padres a hijos y, en la mayoría de los casos, ni siquiera existía un título de propiedad. Algunas de estas tierras fueron a parar a los municipios, que a partir de ese momento los empezaron a utilizar como tierras de pasto y labranza para la colectividad. Pero en muchos casos fueron vendidos por los interesados precipitadamente, y la medida ayudó a enriquecer a algunos desaprensivos.

El fracaso de la «sanjurjada» dio nuevos bríos a las Cortes españolas y en el mes de septiembre se aprobó el Estatuto de Autonomía para Cataluña, así como la Ley de Reforma Agraria. Naturalmente, una cosa era la aprobación de la ley en las Cortes y otra muy distinta su difícil (iba a decir imposible) cumplimiento. Se encomendó la tarea de negociar la venta de las tierras a los campesinos (los campesinos debían pagar una pequeña hipoteca a lo largo de treinta años para hacerse con la propiedad) a un maestro de escuela llamado Marcelino Domingo, y desde luego se necesitaba la paciencia de un maestro para una empresa semejante… Porque los terratenientes todavía no habían sido expropiados, sus tierras aún no habían sido confiscadas y aquella bella utopía amenazaba con nunca dejar de serlo.

Concluía 1932 con muchas palabras pero muy pocos hechos para fortalecer la fe en la República. Claro que peor estaban las cosas en el país vecino. Se me ocurrió hacer una visita a Portugal y vi un país repleto de miseria y caras tristes. Estudiantes con capas mugrientas, campesinos ataviados con una piel de oveja, hombres que transportaban sacos de carbón en sus cabezas como si todavía nos encontráramos en la era de la esclavitud. Un empleado de una compañía de tranvías inglesa me dijo que cada mañana obligaba a sus empleados a pasarse por la barbería de la compañía para que estuvieran medianamente presentables. Lisboa es, sin duda, una de las ciudades más bellas del mundo… pero también una de las más tristes.