Tengo la teoría de que las reacciones violentas de las masas varían según la nacionalidad. En Inglaterra, las masas suelen atacar y saquear en primer lugar las tiendas de comestibles. Las masas en Alemania suelen buscar a algún judío para que sea su chivo expiatorio. En Francia las masas se dirigen invariablemente hacia sus adversarios políticos, con los que se enzarzan en batallas campales. En España, en cambio, las multitudes se dirigen hacia las iglesias con objeto de saquearlas o quemarlas. Visto desde esta perspectiva, no resulta nada sorprendente que el primer conflicto con el que tuvo que enfrentarse el gobierno de la República fuera el de la quema de iglesias y conventos.
La luna de miel de la República duró apenas un mes. Durante ese tiempo los republicanos se dedicaron a cantar las alabanzas de la «pacífica revolución» española, tan distinta en ese sentido de la reciente revolución rusa, y los monárquicos, a publicar en las páginas centrales de ABC grandes reportajes y entrevistas con el rey exiliado.
Tan perfecto era el idilio, que los monárquicos se dedicaron a organizarse políticamente, algo que no habían hecho durante la monarquía. Hubo un mitin monárquico en Madrid en el que se interpretó la Marcha Real. Alguien debió de oírlo desde la calle y la gente se fue concentrando alrededor del edificio a la espera de que salieran los participantes. Cuando salieron, la muchedumbre les increpó y se produjeron enfrentamientos y carreras. A continuación, los manifestantes se dirigieron al edificio de ABC, donde fueron recibidos por disparos que quitaron la vida a dos personas. La breve luna de miel había concluido.
Y es que, para el hombre de la calle, la República era algo más que el cambio de una bandera por otra, de una administración por otra. Para el hombre de la calle, la llegada de la República significaba el fin de la era feudal en España; el fin de la hegemonía de la Iglesia, el Ejército, la Corona y la oligarquía sobre el resto de los españoles. La multitud había vuelto a cargar sobre el edificio del ABC y la policía se vio obligada a disparar al aire. Yo me encontraba en la primera fila de la manifestación y, al oír los disparos, me tiré bajo un seto, con tan mala suerte que los pantalones se me rasgaron en la alambrada que lo rodeaba. ¡Fue así como me convertí en el primer sans coulotte de la nueva República!
Madrid estaba al rojo vivo. El lunes 10 de mayo había sido convocada una huelga general por los anarquistas en protesta por los sucesos del ABC. Pronto, varias iglesias ardían en el centro de Madrid. Frente a las iglesias se congregaron grandes masas para disfrutar del espectáculo. La policía había desaparecido como por ensalmo y un grupo de bomberos contemplaban impotentes un incendio porque la multitud les impedía llegar hasta las bocas de agua. Me subí a un taxi. «¿Quiere usted que le lleve a dar una vuelta por el Madrid en llamas? Hago el recorrido completo por solo diez pesetas», me dijo el taxista.
El gobierno reaccionó tarde y mal ante los sucesos de aquel día. Había muchas divisiones en su seno: desde Manuel Azaña, quien más tarde afirmaría haber preferido que se quemaran todas las iglesias de España a que se derramara la sangre de un solo republicano, hasta el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, que había pedido a la policía que disparara sobre la multitud para tratar de mantener el orden. Pero el orden solo logró restablecerse al atardecer, cuando fue declarado el estado de sitio y el ejército ocupó posiciones frente a las iglesias. En otras ciudades se habían producido disturbios semejantes o peores. En Málaga la multitud había saqueados templos y conventos hasta dejar muy pocos en pie. En total, unos ochenta edificios religiosos (iglesias, conventos, monasterios, etc.) ardieron en esos días terribles del mes de mayo.
Lo peor de todo fue que, al parecer, los republicanos aprendieron muy poco de aquellos días de mayo. No comprendieron que la única forma de impedir este tipo de acciones en el futuro era destituir a todas aquellas personas que todavía ejercían el poder de forma feudal y provocaban las iras de la multitud. La Iglesia católica, en cambio, aprendió la lección. Se dio cuenta al fin de que si quería defender su patrimonio y sus bienes, solo podía hacerlo desde dentro de la República, y no desde fuera. A partir de los sucesos de mayo, la Iglesia se puso en movimiento para reconquistar el poder dentro de la República.
Los acontecimientos de aquel mes de mayo me produjeron una fuerte impresión personal. Yo era católico practicante desde los seis años, y desde entonces no había dejado de ir a misa un solo domingo. Incluso había pertenecido, de niño, a una sociedad llamada «los caballeros del Santísimo Sacramento», lo que me obligaba a comulgar por lo menos una vez a la semana. Y es que en mi país no parecía haber conflicto entre las creencias religiosas y las ideas políticas. En aquellos días del mes de mayo yo vivía este conflicto por primera vez en toda su intensidad.
Por un lado, me horrorizaba presenciar la quema de iglesias y conventos y, sobre todo, la indiferencia de la gente de la calle ante estos sucesos. Pero me horrorizaba aún más oír a los católicos criticar a la República y todo lo que ella significaba. Yo había celebrado la llegada de la República porque estaba convencido de que iba a mejorar las condiciones de vida de la clase obrera española. Había viajado a lo largo y lo ancho de la geografía española y me escandalizaba la miseria en la que vivían los campesinos españoles y la brutalidad con que los trataba la policía y la Guardia Civil. La proclamación de la República significaba para mí el primer paso para poner remedio a aquella situación tan desesesperada. Los católicos que más protestaban eran, pensaba yo, los responsables de que aquellas masas de obreros y campesinos vivieran en la miseria.
Me había llegado la hora de tomar una decisión. Dejé de ir a misa los domingos, supongo que porque no me sentía a gusto compartiendo el mismo banco en una iglesia con gente a la que despreciaba. Alguien puede suponer que me había dejado influir por el agnosticismo que se respiraba en círculos republicanos. Creo que no es el caso, porque desde entonces voy a la iglesia y a misa con frecuencia, tomo la comunión y hace poco me casé en una iglesia. Pero sigo oponiéndome al uso de la Santa Cruz para encubrir lo que no son más que intereses materiales. Y me alegra comprobar que, en los últimos años, la prensa católica inglesa ha denunciado siempre a Franco, poniéndose siempre del lado de la República.
La Iglesia española, que había perdido fuerza y poder en el siglo XIX con la desamortización de Mendizábal, se había recuperado a lo largo del siglo XX y al iniciarse la República contaba con más de treinta mil sacerdotes, ochenta mil monjas y frailes, y miles de edificios de su propiedad esparcidos por todo el territorio nacional. Volvía a ser una institución importante en España pero una institución sin vida, sin un mensaje espiritual claro que llegara a las masas. Se ocupaba de la enseñanza, sí, pero solo de las clases medias y altas que tenían el suficiente poder adquisitivo para mandar a sus hijos a colegios de pago católicos. En los colegios públicos del Estado, donde se hacinaban los niños de las clases bajas, no se veía ningún sacerdote, pero no porque no se enseñara religión, sino porque a los sacerdotes no les interesaba… Estoy hablando, naturalmente, en términos generales, ya que había órdenes religiosas que tenían escuelas para niños pobres. Pero el espectáculo que ofrecía la Iglesia en España cuando yo llegué a este país era más bien desolador.
Después de la Gran Guerra, una serie de países europeos como Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia y otros decidieron estrenar Constitución. Hoy en día todas esas constituciones son papel mojado y sus autores, si no han sido asesinados, están exiliados o pasando una temporadita de «vacaciones» en Dachau… Pero en el año 1931, cuando se acababa de inaugurar un nuevo Estado, no quedaba más remedio que elaborar su Constitución. Debo decir que aquello, además, sintonizaba admirablemente con el carácter español. Durante meses, la elaboración de la Constitución excluía toda acción, de manera que los legisladores podían pasarse horas, días o semanas discutiendo tal o cual artículo a sabiendas de que todas aquellas propuestas no se realizarían sino en un lejano y distante futuro…
Mi país ha sobrevivido muy bien durante siglos sin Constitución alguna, amparándose simplemente en documentos tan antiguos como la Carta Magna, el Bill of Rights o el Dominions Bill… No quiero con esto decir que esté en contra de las constituciones. Sería tanto como negar la necesidad de un plano para un edificio que va a ser construido. Lo que ocurre es que los cambios en la estructura misma del Estado son tan rápidos que hoy día apenas da tiempo a elaborar una Constitución sin que quede ya obsoleta antes de estrenarse. Estamos viviendo una época de cambios tan profundos, dramáticos y frecuentes, que los políticos ya no pueden permitirse el lujo de pensar en el futuro, sino de elaborar nuevas estrategias a día de hoy o de mañana. Los políticos no pueden ser ahora arquitectos que diseñan el futuro de una nación, sino más bien generales en campaña cuyos planes responden día a día a los movimientos del enemigo…
¿Qué quiero decir con todo esto? Que mientras los políticos españoles se reunían en las Cortes para debatir acalorada y apasionadamente cada uno de los 121 artículos de la nueva Constitución durante tres larguísimos meses, las fuerzas de la reacción empleaban ese tiempo para organizarse de nuevo. En realidad, nada había cambiado desde el 14 de abril: los grandes terratenientes seguían disfrutando de todas sus propiedades; la Guardia Civil seguía inspirando el mismo terror que antes; ninguno de los cuatrocientos generales con los que contaba el Ejército había perdido su empleo, la Iglesia continuaba igual, con la única baja del cardenal Segura, que había sido expulsado del país, la policía era la misma que antes. Solo el monarca parecía estar ausente del país, pero nadie te aseguraba que no estuviera en algún balneario de vacaciones.
El primer gobierno de la República tampoco parecía dispuesto a tomar la iniciativa. En las nuevas Cortes se había elegido a cuatrocientos setenta y tres diputados, de los cuales trescientos sesenta pertenecían a la coalición de republicanos y socialistas. Por primera vez desde 1890, se habían celebrado unas elecciones en España sin contar con una maquinaria política que las encauzara. Los distritos electorales ya no eran los municipios, sino las provincias, y ello había contribuido a desbaratar el antiguo sistema de control de las elecciones por parte de los caciques locales. El feudalismo que controlaba los municipios aún no controlaba las provincias. Después de los disturbios del mes de mayo, el gobierno había cerrado muchos periódicos de la derecha y abolido los partidos o grupos que se denominaran «monárquicos». Podría entenderse que las fuerzas de la derecha concurrieron a las elecciones con un pequeño handicap. Pero los católicos no tardaron en organizar su partido de Acción Popular. Este partido se proclamaba «neutral» en cuanto a la forma de Estado (monarquía o república) e insistía en que, en aquellos momentos, lo importante era ocuparse de «los grandes problemas de España». Al viejo feudalismo le habían salido nuevos criados.
A pesar de todo esto, puede afirmarse que las elecciones fueron de una transparencia y una pureza casi virginales si se las compara con cualquier otra elección celebrada anteriormente en la península Ibérica. Por primera vez en España, el pueblo podía votar libremente a quien quisiera y las excepciones que aún se produjeron (el amo que aún controlaba el voto de sus campesinos, la oficina donde estaba «mal visto» el voto de izquierdas, etc.) no hacían sino confirmar la novedad de este caso.
Antes de celebrarse las elecciones, el Gobierno había encomendado la tarea de redactar una nueva Constitución al abogado Angel Osorio y Gallardo. Don Ángel se había descrito a sí mismo como «un monárquico sin rey», y al caer la monarquía había dicho en público que en su casa «hasta el gato es republicano». Tuve ocasión de entrevistarle y, desde luego, con su barba a lo Eduardo VIII, componía una bella estampa. Fue una de las entrevistas más extrañas de mi vida, porque don Ángel insistió en que no podía pronunciar palabra alguna para la prensa, de manera que yo hube de escribirle las preguntas mientras él me daba las respuestas también por escrito, y así nos pasamos un buen rato, como dos aplicados colegiales. Acabada la silenciosa entrevista, don Ángel se mostró extremadamente dicharachero, hablando del tiempo, las islas Británicas y temas semejantes…
Don Ángel Osorio y otros abogados de su cuerda habían elaborado un proyecto de Constitución tan parecida a la monárquica de 1876 que, francamente, no entendía por qué se habían tomado tanto trabajo. Cuando las Cortes emanadas de las nuevas elecciones leyeron el proyecto elaborado por don Ángel y sus amigos, lo rechazaron de inmediato y encargaron la redacción de un nuevo proyecto a Luis Jiménez de Asúa, un abogado más joven, miembro del Partido Socialista. Se trataba de redactar un proyecto de Constitución acorde con las nuevas ideas de nuestro siglo, un siglo al que una parte de los españoles parecían haber renunciado a pertenecer.
Y mientras tanto las Cortes desperdiciaban un tiempo precioso polemizando sobre Alfonso XIII, sobre sus responsabilidades en el golpe de Primo de Rivera, sobre posibles sobornos que el rey habría recibido de compañías extranjeras por las obras públicas realizadas durante la Dictadura, olvidándose de que agua pasada no mueve molino… El Estado se había hecho cargo del patrimonio real, pero esto solo suponía nuevas y onerosas obligaciones para el gobierno, que de ahora en adelante se vería en la obligación de mantener y conservar dicho patrimonio. La República debió seguir el ejemplo de Alemania, que no expropió al káiser, obligándole así a correr con los gastos de mantenimiento de sus propiedades.
Otro de los asuntos que se discutieron en estas Cortes Constituyentes fue la elección de dos diputados que habrían de jugar un papel importante en la República. Me refiero a José María Gil Robles, que salió elegido por Salamanca, y José Calvo Sotelo, por Galicia. Parece ser que las elecciones no fueron nada claras, particularmente la de Calvo Sotelo, que prefirió quedarse en París y estuvo ausente de España durante todo el proceso electoral. Sin embargo, las Cortes dieron las elecciones por buenas.
Y así se sucedían los debates, que yo escuchaba desde el mullido banco rojo de la galería de prensa. Las interminables discusiones me enseñaron mucho sobre España, pero beneficiaron muy poco a la República. El presidente de las Cortes era Julián Besteiro, catedrático y socialista moderado. A mí, el señor Besteiro me parecía más liberal que socialista. Allí, sentado en su nueva cátedra parlamentaria, se mostraba como lo que era: un ser benigno y tolerante para con los «débiles»…, en este caso los poderes feudales que habían expoliado al país durante siglos.
El borrador de la nueva Constitución que Jiménez de Asúa presentó a las Cortes tenía un poco de todo, desde la Constitución de Weimar hasta la soviética de 1924; desde el Estatuto de la Revolución Mexicana a la nueva Constitución austríaca… Como era de esperar, los problemas empezaron en cuanto se empezó a discutir el artículo primero. Se trataba de definir en este artículo lo que era la nueva República española. Quizá en aquellos momentos lo más honesto hubiera sido describirla como una monarquía sin rey, pero había que buscar un título más atractivo. Los socialistas querían que se definiera como una República de trabajadores. Los catalanes querían que se mencionara el tema autonómico. Los republicanos se oponían a la «República de trabajadores» alegando que esta definición les separaría definitivamente de países amigos como Francia e Inglaterra. José Ortega y Gasset argumentaba que la República debía decidirse entre un centralismo y un federalismo pleno. El llamado «filósofo de la República» opinaba que una autonomía solo para Cataluña crearía un desequilibrio en todo el Estado español.
Toda esta pirotecnia verbal sobre el artículo primero de la nueva Constitución concluyó con una fórmula que pareció ser del gusto de todos. El nuevo régimen español sería una República «integral de trabajadores de todas las clases». Todavía no sé lo que es una República «integral». Se trataba de salir del paso como fuera. En el tema autonómico se rechazó la fórmula federalista y se optó porque cada región a petición propia pudiera tener poder sobre sus asuntos internos, propiciando la creación de Cortes regionales. Cataluña fue la primera en beneficiarse de la nueva Constitución. Se había mostrado unida en su empeño autonómico ante los ataques de la prensa de derechas de toda España, que acusaba a los catalanes de querer desmembrar el país. Era un triunfo de la sensatez de la clase media, a la que pertenecían la gran mayoría de los diputados. Solo doce de cuatrocientos setenta y tres diputados se definían a sí mismos como «trabajadores manuales» y, de estos, la mayoría eran líderes sindicales y no habían ejercido un trabajo físico desde hacía bastantes años.
Otro de los temas candentes era el del voto femenino. Los socialistas estaban a favor del voto para la mujer; los republicanos, en contra, porque consideraban que el voto femenino era reaccionario por naturaleza, tal como se había demostrado en las últimas elecciones de Alemania y Gran Bretaña. Desde luego, no les faltaba razón, y más aún en España, donde las mujeres de clase media solían ser muy conservadoras en todo lo que se refería a la cuestión social. Pero los socialistas no cejaron en su empeño hasta conseguir el voto para la mujer.
El tema de la nacionalización causaba escalofríos a ciertos políticos con solo nombrarlo. Aquí, como en otros asuntos, se llegó a una fórmula de compromiso, dictaminando que se llegaría a la expropiación de empresas únicamente en casos de absoluta necesidad y después de negociación con las partes afectadas. Los socialistas se consolaban diciendo que eso era el primer paso hacia una futura socialización del Estado, y que en ningún caso significaba una traición a su programa revolucionario. En aquellos momentos, todo en España se dejaba para «mañana». Como me decía el hijo de un banquero español en la barra de Chicote una noche: «Eso es justamente lo que queremos, que todo se aplace, que todo quede para "mañana"… Lo que los socialistas no saben es que "mañana" estarán encerrados en chirona». Habría sido aleccionador para algunos diputados de las vecinas Cortes pasarse de cuando en cuando por la barra de Chicote para enterarse de lo que pensaban hacer con ellos ciertos señoritos madrileños, con la ayuda de algún oficial que también se dejaba caer por allí… Cuando uno, en los pasillos de las Cortes, les hablaba de la posibilidad de un golpe, ellos se reían…
Las relaciones entre Alcalá Zamora y el resto del gobierno, que nunca habían sido buenas, llegaron hasta la ruptura. Parecían ya muy lejanos los días en que socialistas y republicanos, encerrados juntos en la Cárcel Modelo de Madrid, elaboraban un ambicioso programa de gobierno que comprendía amplias nacionalizaciones, separación de Iglesia y Estado, Seguridad Social, etc. Don Niceto había empezado a distanciarse de sus colegas al insistir en la creación de una cámara alta o Senado, lo cual, en aquellos momentos, habría entorpecido aún más la actividad legislativa del gobierno. Pero la chispa que desencadenó la primera crisis de gobierno fue el debate sobre la cuestión religiosa. Las Cortes se pronunciaron a favor de la disolución de la Compañía de Jesús, la abolición del sueldo estatal a los sacerdotes… Un Alcalá Zamora iracundo se levantó de su asiento en el banco del gobierno en las Cortes para protestar contra el artículo que defendían sus propios compañeros de gobierno, antes de abandonar el hemiciclo amenazando con no volver jamás…
La ira de Alcalá Zamora era, hasta cierto punto, comprensible porque se trataba de un católico ferviente. Pero, entonces, ¿para qué había defendido un programa revolucionario en la prisión de Madrid? ¿De qué servía cambiar una monarquía por una república si no podían tocarse las sacrosantas instituciones de la España feudal? Nadie ponía en duda la fe católica del señor Zamora, pero sí, quizá, su fe republicana. En todo caso, su dimisión había creado una situación especial. Al no existir todavía la figura de jefe de Estado, el señor Zamora no tenía a quién presentar su dimisión. Los miembros del gobierno habían prometido permanecer en sus puestos hasta que se aprobara la nueva Constitución. Fue el presidente de las Cortes, Besteiro, el encargado de suplir este vacío de poder. Y fue Besteiro quien encargó al ministro de la Guerra, Manuel Azaña, que se hiciera cargo también de la presidencia del gobierno. Un encendido alegato de Azaña en contra de la Compañía de Jesús había ayudado/ sin duda, a promocionar la figura de este intelectual madrileño.
Pero es que, además, Azaña no había perdido el tiempo en los seis meses que permaneció al frente del Ministerio de la Guerra, al conceder licencia a ocho mil oficiales para retirarse con el sueldo íntegro. La medida de Azaña tenía su lógica en un Ejército como el español, que contaba con un enorme excedente de oficiales. Pero quienes se acogieron a dicha medida eran, en la mayoría de los casos, personas sin una clara vocación militar, muchos de ellos simpatizantes con las ideas republicanas, que se encontraban a disgusto en el seno del Ejército español. En cambio, los Goded, Cavalcanti, Sanjurjo o Franco, es decir, los militares vocacionales que constituían un serio peligro para la supervivencia misma de la República, permanecieron en sus puestos, con lo cual el impacto político de la medida era bastante dudoso.
La crisis de gobierno me pilló, como casi todos los grandes acontecimientos que tuvieron lugar en España, en una estación de tren. Había estado pasando unas vacaciones fuera de Madrid. Primero en Valencia, donde conocí a un tipo estupendo, un canónigo de la catedral. Me llevó de acá para allá para que lo viera todo. Comimos con cuatro sacerdotes que parecían campesinos y devoraban enormes cantidades de carne. El canónigo trataba de explicarles que la República era la nueva forma de gobierno en España y que lo mejor que podían hacer era adaptarse a ella. Ellos se reían y me decían que el canónigo era un buen hombre, pero algo simple, y que en realidad no se enteraba de lo que estaba ocurriendo en España. Después me fui a Palma de Mallorca y me dediqué a visitar su maravillosa catedral y a bañarme desnudo en las playas de Pollensa, en compañía de un funcionario del Estado y dos chicas americanas, pero todo fue muy inocente.
Así que la crisis de gobierno me pilló en el tren camino de Madrid, sin un céntimo en el bolsillo pero feliz. Viajaba entonces siempre en tercera clase, y no solo por cuestión de dinero. Ir en primera significaba encontrarme con tipos envarados y encorbatados que no hacían más que disculparse, como españoles, del espectáculo que ofrecía la República. Los de tercera, en cambio, solían hablar bien de la República e incluso presumían de ella ante un extranjero como yo. Un sargento de la Guardia Civil sentado junto a mí proclamaba en voz alta: «En este país no basta con quitarles a los curas y a las monjas sus propiedades…, ¡es preciso destruirlas para que no las ocupen de nuevo más adelante!». Afirmación un tanto sorprendente viniendo de quien venía… Sería, como mi amigo el canónigo de Valencia, uno entre mil de su clase. Era un tipo bien parecido y se dedicó durante todo el viaje a cortejar a una joven actriz que se desplazaba con su compañía a Zaragoza. En un compartimento de tercera en España, la conversación suele ser muy animada y se cuentan historias que harían sonrojar a un camionero inglés, pero aquí todo el mundo se ríe. En doce horas de viaje en un compartimento de tercera se aprende más sobre España que en doce meses viviendo en Madrid.
Al llegar a Madrid me enteré de que los jesuítas habían sido expropiados, pero no expulsados del país. En realidad, muchos de ellos continuaron viviendo en España, organizando retiros espirituales, etc. La expropiación significaba que perdían algunos magníficos edificios, pero en cambio dejaba intactas sus reservas monetarias porque estaban todas a nombre de terceras personas. Además de esta medida, se tomó la decisión de suspender el pago estatal a los sacerdotes a partir del siguiente mes de diciembre. Todo ello me parecía, como católico, un programa muy moderado, porque en realidad dejaba prácticamente intacta la fuerza y el poder de la Iglesia católica en España. La única medida decisiva que había de tomar el Estado contra la Iglesia —me refiero a la ley que prohibiría a las órdenes religiosas enseñar en España— aún no había sido adoptada. Pero, a pesar de su moderación, las medidas del gobierno tuvieron la virtud de enfurecer a Gil Robles y a sus amigos, que se marcharon de las Cortes para no volver hasta que la nueva Constitución fuera aprobada.
Una tarde a finales de noviembre, un grupo de socialistas y republicanos se encaminaron hacia el domicilio de Alcalá Zamora. Iban a pedirle que se convirtiera en el primer presidente de la República española. La elección de Alcalá Zamora podría parecer sorprendente después de lo ocurrido unos meses antes. Sin duda, se debía a que en aquellos momentos no había ninguna figura en el panorama político español de sobresaliente personalidad o prestigio. Quizá Julián Besteiro hubiera sido un candidato más idóneo, pero el hecho de ser socialista podría dar una imagen equivocada de la República española a los ojos de los otros países occidentales.
Yo estaba en las Cortes el día en que Alcalá Zamora prestó juramento como primer presidente de la República. Sentada a mi lado se encontraba una mujer delgada, de pelo blanco y aire distinguido, la esposa del nuevo presidente. La habían metido allí, arrinconada en la galería de prensa… Los diplomáticos extranjeros habían traído a sus mujeres a la ceremonia. Me fijé en la princesa Bibiesco, hija de lord Oxford y esposa del embajador rumano en Madrid, sentada junto a su marido en la galería del cuerpo diplomático. A la mujer del presidente, en cambio, la habían escondido en la galería de prensa. Y lo peor fue cuando nos dirigimos con ella al Palacio Real. Una ujier le prohibió la entrada y tuvo que buscar a un oficial que acreditara su personalidad.
Cuando, por fin, conseguimos acceder a los balcones del Palacio, contemplamos el desfile de tropas. Pasaba ante nosotros el cuerpo de la Guardia Civil, con su uniforme de gala, y la multitud que se arremolinaba ante las puertas del Palacio mostraba división de opiniones. Mientras unos vitoreaban frenéticamente, otros prorrumpían en grandes abucheos… ¿No podrían llegar a entenderse nunca los españoles?, pensaba, algo deprimido por aquel espectáculo. Soplaba un viento frío cuando salimos del Palacio, y mientras caminaba entre una multitud de gente pobremente vestida me preguntaba qué necesidad había tenido la República de usar el Palacio Real para sus actos oficiales… La respuesta a mi pregunta quizá la tuviera el propio Alcalá Zamora, que, sin duda, había alcanzado en aquel día la ilusión de su vida: ocupar, aunque solo fuera por unas horas, el Palacio Real como jefe del nuevo Estado.
En todo caso, estaba claro que la clase media había regresado al poder en aquella España republicana. Tanto Azaña como Alcalá Zamora eran abogados de profesión, como manda la tradición de que un joven español de clase media estudie Derecho, sea cual sea su vocación o su futura dedicación profesional… Eso explica por qué hay tantos excelentes oradores en España y tan pocos científicos…
Ninguno de estos dos líderes tenía ribete revolucionario alguno. Pertenecían, como digo, a aquella clase media que había gobernado España a lo largo del reinado de Alfonso XIII y que, con la llegada de Primo de Rivera, se había sentido expulsada del poder. La República era, por tanto, la forma en que la clase media recuperaba el poder político perdido.
Se trataba ahora de observar su reacción ante los poderes feudales que la acechaban. Alcalá Zamora había tenido al menos la decencia de expresar su posición con meridiana claridad: al luchar contra el artículo 26 de la nueva Constitución, era evidente que quería que el catolicismo conservara la hegemonía social, los privilegios y las ventajas que desde siempre había tenido en España.
La posición de Azaña, en cambio, no estaba tan claramente definida. Como ministro de la Guerra, había conseguido reducir el número de oficiales en el Ejército español y ahora abanderaba el artículo 26, precisamente el atacado por Alcalá Zamora. Estaba claro que Azaña se mostraba dispuesto a plantar cara a los poderes feudales, pero no lo estaba tanto si aquel enfrentamiento iba a ser a muerte o solo a primera sangre…
El problema de la clase media española era que no tenía la fuerza suficiente como para gobernar el país en solitario. En Inglaterra Cromwell y en Francia la Revolución habían acabado con los privilegios feudales, pero en España la burguesía no tenía la fuerza suficiente como para establecer su propio programa político. En aquellos momentos Azaña y Alcalá Zamora podían representar el poder político, pero las riendas del auténtico poder estaban en manos de los grandes terratenientes, de la Iglesia católica y del Ejército. Gobernaba la clase media pero dependía de una oligarquía sin la cual le era imposible gobernar: ese era el dilema de la burguesía en aquella época. Naturalmente, había una solución: la burguesía podría haberse aliado con los sindicatos obreros y haberse enfrentado a los poderes del feudalismo, pero aquello no se les había pasado ni por el forro de su imaginación.
Otra solución al problema podía haber venido de los propios poderes feudales, si estos se hubieran mostrado dispuestos a hacer concesiones. Si, por ejemplo, los grandes terratenientes hubieran accedido a donar al Estado una parte de sus propiedades, o los obispos a disminuir el número de sacerdotes, o el Ejército a someterse a un plan de reducción y modernización de sus efectivos. En otras palabras, podían haber colaborado con la clase media en la reconstrucción y modernización del país. Pero, naturalmente, eso habría sido como pedirle peras al olmo. Sin embargo, ahora sabemos ya que hubiera sido justamente el camino a seguir para evitar el derramamiento de sangre que se produciría unos años más tarde.
Y esta guerra de España —la que ya ha sido— desgraciadamente no nos advierte de la que está por venir. Si seiscientos líderes europeos (políticos, economistas, grandes empresarios, humanistas) se reunieran en algún lugar y tuvieran las manos libres, podrían rediseñar nuestro Viejo Continente: grandes proyectos de regadío, extensión y potenciación de la red ferroviaria, investigación y utilización de los últimos descubrimientos científicos, cooperación y desarrollo industrial. El problema es que en estos momentos ya nadie tiene las manos libres. Los empresarios ingleses pondrían el grito en el cielo si se les ofreciera colaborar con los alemanes, pero no solo los empresarios, sino el hombre de la calle; preocupado por no perder su puesto de trabajo, consideraría cualquier colaboración con Alemania un caso de alta traición.
Y así seguimos, ciegos a todo diálogo, a cualquier tipo de colaboración, hasta que estas aguas que bajan tan turbias revienten el dique de contención y Europa toda se vea anegada en la más terrible batalla que jamás haya presenciado y nos encontremos un día, casi sin saber cómo ocurrió, con nuestras ciudades en ruinas, nuestros hijos respirando el gas letal y nuestros campos devastados por la guerra. Así que, ¿de qué sirve criticar la ceguera de la oligarquía española si esa misma ceguera es la que nos llevará pronto a nuestra propia destrucción? Sería como advertir la paja en el ojo ajeno sin percatarse de la viga en el propio. Continúo con mis reflexiones sobre la República española y que sea lo que Dios quiera…
El presidente de la República española es natural de Priego, en la provincia de Córdoba. Pertenece a la clase media rural, diferente, en sus aspiraciones, a la ciudadana… Su padre era propietario de grandes fincas de olivos y trigo. Nació nuestro presidente en el año 1870, estudió Derecho en la Universidad y entró en la política en el año 1907 de la mano del conde de Romanones. Tienen los andaluces la misma fama que nosotros atribuimos a los irlandeses, es decir, una excelente labia, y esta cualidad ayudó enormemente al joven Alcalá Zamora en su labor como diputado en Cortes, que en 1916 había conseguido ya una cartera ministerial, la de Fomento. Sus diferencias con Romanones sobre la guerra de Marruecos y la autonomía de Cataluña le apartaron durante unos años de la primera línea política, pero en 1923 fue nombrado ministro de la Guerra, con aspiraciones a convertirse en presidente de gobierno.
Se comprenderá ahora lo que señalaba antes: la dictadura de Primo de Rivera puso freno a la carrera profesional de todos aquellos políticos de clase media que no cejaron hasta verle destituido. Se mencionó su nombre en el complot para derribar a Primo —llamado «Sueño de una Noche de Verano»— que tan caro costó al propio Romanones… Pertenecía Alcalá Zamora al Partido Liberal, siempre se mantuvo dentro de las directrices del partido y destacó más por su facilidad de palabra que por sus ideas.
El señor Zamora era, desde luego, un político difícil de seguir para un reportero extranjero como yo. Sus discursos eran torrentes de oratoria y, en plena disquisición sobre la cuestión social, intercalaba metáforas sobre las verdes praderas de Galicia o las montañas nevadas de los Pirineos, que tenían muy difícil traducción a mi idioma. En una ocasión tuve que traducir uno de sus discursos para una emisora de radio inglesa. Como no me enteré de una palabra de lo que había dicho, decidí utilizar el texto de uno de sus discursos anteriores y, que yo sepa, nadie se dio cuenta del cambio… Pero lo que más me molestaba de él era su tremenda vanidad personal, como si identificara la República con su propia persona. En las fechas anteriores al 14 de abril y en los primeros días de la República me había parecido una persona interesante con gran sentido del tacto y cierto atractivo personal. Pero cuando sus propios compañeros de gobierno le empezaron a llevar la contraria en temas como las relaciones con la Iglesia y la creación de una cámara alta, salió a relucir un engreimiento y una petulancia que antes no le había detectado. No habla inglés, pero su francés resulta aceptable.
Persona muy distinta es don Manuel Azaña. Su rostro amplio y bonachón, su mirada inquisitiva, sus amplias espaldas, su sobresaliente panza, me parecen el vivo retrato de nuestro Mr. Pickwick. Su padre se dedicaba a fabricar jabón y tenía grandes propiedades en Alcalá de Henares, donde nació don Manuel. Como todo joven de la clase media española, Manuel Azaña pasó por un colegio religioso antes de matricularse en la Facultad de Derecho de Madrid. Nos cuenta en uno de sus libros que a los quince años ya había abjurado de su fe católica. La muerte de su padre y la quiebra de los negocios familiares forzaron al joven Manuel a buscar empleo en Madrid. Después de aprobar brillantemente unas oposiciones, se convirtió en funcionario público, y muy pronto se adaptó a la vida que todo buen funcionario lleva en Madrid: levantarse a las diez, llegar al despacho a las once, comida a las dos, y después de la siesta al café, y de allí al Ateneo para leer o para seguir discutiendo…, volver a casa a las nueve para la cena, y después de cenar, de nuevo al café o al teatro, para retirarse a la una o las dos de la mañana… Azaña fue elegido secretario del Ateneo de Madrid, lugar de reunión de jóvenes inquietos muy diferente al tranquilo y conservador Ateneo londinense.
En el año 1928, solterón empedernido, sorprendió a todos sus conocidos casándose con Dolores Rivas Cherif, hermana de uno de sus mejores amigos. Por esa época, Azaña se había granjeado la amistad de don José Giral, catedrático de la Universidad de Madrid, y junto con otros amigos habían fundado el partido de Acción Republicana. Durante el levantamiento de Jaca hubo de huir a Francia, pero al cabo de pocas semanas estaba de nuevo en Madrid. Cuando fue nombrado ministro de la Guerra en el primer gobierno de la República, los madrileños pensaban que se trataba de un chiste. Que el secretario del Ateneo de Madrid se pusiera al frente de los ejércitos españoles parecía un episodio de ciencia-ficción…
Pero los militares españoles se equivocaron si pensaban que habrían de vérselas con un joven diletante que vivía en las nubes de la literatura. Ante su sorpresa se encontraron con un hombre que sabía muy bien lo que quería, que podía ladrar y hasta morder… Después de pensionar, como ya he dicho, a buen número de oficiales, se dedicó a reestructurar el Ejército español, tratando de modernizar su equipo y armamento. Ya en el primer desfile que se celebró en tiempos de la República, el público comentaba admirativamente el aspecto marcial de las tropas españolas…
Posiblemente la clave de su personalidad estriba en su falta total de ambición. En ocasiones parecía un observador de la vida política española, como si contemplara todo desde otro planeta. Es posible que si hubiera dedicado todo su ingenio a destruir los poderes feudales que regían aún el destino de España, lo habría conseguido. Pero, tanto como al feudalismo, Manuel Azaña temía el poder de la clase obrera. Por eso se dedicaba a trabajar laboriosamente el espacio político que había entre estas dos clases, por eso se aplicaba a elaborar una República de las clases medias. Lo que no sabía Manuel Azaña es que ese espacio del centro se iba achicando y que acabaría desapareciendo bajo sus pies.
Ya por aquellos días, un panfleto semanal llamado Grada y Justicia alcanzaba enormes tiradas. Estaba repleto de caricaturas grotescas de Azaña y sus amigos. Se hacían innumerables chistes sobre las cosas que le pueden ocurrir a un hombre que se casa, por primera vez, a los cuarenta y ocho años… Yo me negaba a creer que ese panfleto vulgar lo publicara la misma editorial católica que sacaba El Debate. Pero así me lo confirmó uno de los que trabajan en la editorial, que tuvo al menos el buen gusto de decir que estaba totalmente avergonzado de ello y que había pedido a los editores que retiraran del mercado dicha publicación. Pero, en fin, la consigna en aquellos días en los círculos reaccionarios era la de desacreditar la figura de Azaña y, como no encontraban medios legítimos para hacerlo, se dedicaban a sacar esos infames bodrios…
Pero en realidad no hacía falta que las fuerzas de la reacción atacaran a los líderes republicanos, porque ellos mismos se hacían su propia guerra. Alejandro Lerroux acababa de retirarse, con sus noventa diputados, de la coalición republicano-socialista… Las clases medias de España comenzaban a derrotarse a sí mismas.