La atención del mundo se centraba ahora en la figura de Alfonso XIII. ¿Sobreviviría el rey a la caída de su dictador? En los primeros días de la Dictadura, el rey había hecho ostentosa exhibición de su estrecha relación con Primo. «¡Aquí está mi Mussolini!», le había dicho al presentárselo al rey Víctor Manuel de Italia. Pero la relación entre los dos se había agriado en los últimos años y los corrillos madrileños repetían una frase del dictador: «Los Borbones, a mí, no me la juegan».
El día de la caída de Primo, todos los viejos líderes políticos aguardaban impacientes la llamada de Palacio. Pero el rey no llamó a Sánchez Guerra, a Alcalá Zamora, ni siquiera al conde de Romanones, sino que buscó más cerca, en el Palacio mismo. Llamó al jefe de su Casa Militar, el general Dámaso Berenguer, y a una serie de amigos íntimos, entre ellos el duque de Alba. En otras palabras, el rey había decidido gobernar él mismo.
Nunca entenderé por qué, en este momento crucial de su vida política, don Alfonso, una vez más, volvió la espalda a la clase política. Lo había hecho ya en 1923, cuando dio su bendición al golpe de Estado del general Primo de Rivera. Y lo hacía de nuevo ahora, en un momento aún más delicado de la Historia de España. La reacción de los políticos no se hizo esperar. El señor Sánchez Guerra, del Partido Conservador, pronunció un discurso en el que comparaba al rey con un gusano. Don Niceto Alcalá Zamora, uno de los líderes del Partido Liberal, anunció su conversión al republicanismo. Los más discretos decían que era poco menos que suicida intentar liquidar los efectos de una dictadura sin contar con la ayuda de la clase política. Yo no digo que los políticos hubieran podido salvar a Alfonso XIII, pero sí que, con su apoyo, se hubiera podido encontrar alguna fórmula de transición, como la regencia. Pero no, el rey prefirió cerrar filas usando para ello las figuras de la vieja aristocracia. La aristocracia española es una de las instituciones más decrépitas que existen en este país.
Para acabarlo de arreglar, el rey escogió como presidente de gobierno al general Berenguer. Como alto comisionado de Marruecos, Berenguer había sido el responsable político del desastre de Annual, donde diez mil soldados españoles capitaneados por el general Silvestre habían sido masacrados por las tropas de Abd el-Krim en 1921. La Comisión Investigadora del desastre de Annual tenía que presentar sus conclusiones al parlamento español en el mes de octubre de 1923, pero el golpe de Estado de Primo de Rivera en el mes de septiembre lo impidió. Y justamente ahora, cuando la opinión pública hablaba de nuevo del desastre y de la extraña coincidencia del golpe de Primo que puso fin a la Comisión Investigadora, al rey no se le ocurre otra cosa que resucitar a Berenguer. Nunca tuvo don Alfonso muy en cuenta a la opinión pública española, pero en ese momento trascendental de su reinado, menos que nunca.
Basta recordar algunos momentos de la vida del monarca para entender hasta qué punto el rey había vivido de espaldas al país, a la opinión popular. Al rey le tocaron en suerte los treinta años más duros en la historia reciente de este país, cuando acababan de desaparecer los últimos vestigios del mayor imperio de todos los tiempos, un país que apenas se había incorporado a la revolución industrial que había revolucionado la economía de otras naciones europeas, un país, en definitiva, que seguía viviendo en la era feudal, a pesar de que el calendario señalaba que estábamos ya en los albores del siglo XX. Sería, por tanto, absurdo achacar a don Alfonso toda la responsabilidad de los sucesos producidos en los últimos años.
Pero pienso que es igualmente absurdo sostener lo contrario, es decir, exculpar a don Alfonso de toda responsabilidad. Por eso me parece interesante repasar algunos momentos de la biografía del rey antes de hacer balance de su reinado. Se ha dicho, por ejemplo, que recibió una educación esmerada, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias en las que accedió al trono: Alfonso era rey desde que nació, debido a la prematura muerte de su padre. Su madre, aquella pequeña mujer austríaca llamada María Cristina, se encargó de su educación y evidentemente no estuvo a la altura de las circunstancias. Lo rodeó de curas y de militares, es decir, de la España feudal, cuando lo que el país necesitaba era un monarca de nuestro tiempo. Eso sí, a aquella criatura se le dio un barniz moderno. Era bien conocida su afición por los automóviles y pasaba por ser un buen jugador de polo. Con aquella cáscara moderna se trataba de ocultar una personalidad profundamente reaccionaria y conservadora. Baste recordar el primer Consejo de Ministros al que asistió poco después de acceder al trono. Acababa de cumplir don Alfonso los dieciséis años, y supongo que a esa edad casi todo es disculpable.
De todas maneras, me imagino la cara de los ministros cuando vieron entrar al rey, en aquella primera cita con el gobierno del país, vestido con su uniforme militar. A aquellos hombres que procedían de la vida civil aquello les debió de parecer casi una provocación. Y lo primero que quiso dejar claro el joven rey fue que estaba allí no para escuchar, sino para ser escuchado. Se encaró con el general Weyler y le preguntó qué pretendía al cerrar algunas de las academias militares que había en España. El regreso de los cientos de oficiales que España tenía en las colonias había ocasionado un gran excedente de militares graduados sin destino, lo que había obligado al cierre temporal de algunas academias militares. Pero esas razones no las entendía el joven rey, que hablaba por boca de los estamentos más reaccionarios del Ejército. Hubo de intervenir Sagasta en aquella disputa entre el rey y Weyler, y propuso que se aceptara la propuesta del rey de que no se cerrara ninguna academia. Romanones señala en sus memorias la perplejidad de los ministros ante el talante del joven monarca.
Bajo su vigilante mirada, ningún político estaba a salvo. Después de su coronación, las Cortes permanecieron cerradas durante largo tiempo con la intención de obstruir un proyecto de ley del gobierno liberal de Canalejas que controlaba y restringía las actividades del clero y las órdenes religiosas. Canalejas presentó la dimisión, pero su sucesor, el conservador Antonio Maura, tampoco permaneció en el poder… Maura cometió la imprudencia de nombrar capitán general de Castilla al general Weyler, que, como antes hemos señalado, había tenido un duro enfrentamiento con el rey. Este se negó a firmar el nombramiento de Maura y propuso a otro general más de su gusto y del de la camarilla del Ejército que le apoyaba… Maura se vio obligado a presentar la dimisión.
En el año 1905 se produjo otro incidente con el Ejército. Un grupo de jóvenes oficiales destrozaron en Barcelona la redacción de la revista satírica Cu-Cut por un artículo que había publicado caricaturizando algunas actividades del Ejército. El capitán general de Cataluña se negó a castigar a dichos oficiales y, además, recibió felicitaciones de varias comandancias de toda España. Finalmente, el propio gobierno decidió intervenir para proceder contra los oficiales, pero el rey lo impidió y obligó a su presidente, el liberal Montero Ríos, a presentar su dimisión. Encargó de formar gobierno al dócil y ambicioso Moret, que no solo no castigó a los oficiales, sino que aprobó, como primera medida de su gobierno, un proyecto de ley que aplicaba la ley marcial y sometía a jurisdicción militar al autor de cualquier artículo o escrito publicado en la prensa española que atacara el «honor del Ejército» o «la unidad de la nación». He aquí cómo el rey había conseguido dar un giro de ciento ochenta grados a un acto de vandalismo, a un acto punible que, en lugar de ser castigado, era premiado.
De nada serviría seguir enumerando las continuas interferencias y tropelías del rey en la acción de sus gobiernos si no se comprendiera la relación que se había establecido entre estos y el monarca. El presidente del ejecutivo debía acudir cada día a Palacio para discutir y mantener informado al rey de las actividades del gobierno. Pero es que, además de sus encuentros con el presidente, el rey solía despachar una o dos veces por semana con cada uno de los ministros. Esto permitía al soberano todo tipo de intrigas a espaldas del propio presidente, y era el propio rey quien, en definitiva, movía los hilos del poder. Los hilos de aquella tramoya estaban en manos del más fiel guardián del sistema feudal, y mientras él gobernara no había peligro alguno de que algo cambiara en el país…
De cuando en cuando, había alguna luz entre tanta sombra. Sorprendentemente, el rey pidió clemencia al gobierno Maura, que había ratificado la pena de muerte dictada contra Francisco Ferrer después de los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona. A pesar de que Ferrer era un conocido anarquista catalán, no había ningún indicio que lo relacionara con el levantamiento que se produjo en 1909 en la Ciudad Condal a raíz del embarque de tropas a Marruecos. Incluso el Papa había pedido clemencia para Ferrer. El rey podía haber presionado a Maura para que lo indultara, pero no lo hizo… No se le ocurrió en esta ocasión intrigar a sus espaldas. Se limitó a hacer una sugerencia que no fue aceptada.
A partir de 1907, disminuyó la frecuencia de los cambios de gobierno, lo cual no era de extrañar porque se estaba produciendo un déficit de políticos en España para ocupar tantas carteras ministeriales, y no era cuestión de importarlos del extranjero. Después de la dimisión de Maura, Canalejas volvió a acceder al poder en 1911, dispuesto a llevar a cabo el programa político de los liberales: debate parlamentario y creación de una comisión de investigación sobre los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona, incluida la ejecución de Ferrer; proyecto de ley del «candado», que prohibía el establecimiento de nuevas órdenes religiosas en territorio español; censo de todas las comunidades religiosas en España en el que constaran los bienes muebles e inmuebles de dichas comunidades. Pero cada vez que Canalejas «topaba» con la Iglesia o con el Ejército ya sabía de antemano cuál sería el resultado… Hay que reconocerle al rey la maestría de manejar perfectamente los hilos de aquel entramado, de convertir a Canalejas, otrora fogoso liberal, en una marioneta más de su particular teatrillo de títeres. El verdadero Canalejas había muerto mucho antes de que aquel anarquista le disparara en plena Puerta del Sol madrileña.
Durante unos años después de la muerte de Canalejas, el rey pareció flirtear con personajes liberales o incluso intelectuales que se declaraban abiertamente republicanos. Personas como Gumersindo de Azcárate o Miguel de Unamuno comenzaron a visitar Palacio, dando así la impresión de que el rey podía evolucionar y cambiar su ideología. Pero pronto se pudo comprobar que aquello había sido flor de un día. En 1915 se celebró en España un congreso eucarístico y el rey obligó a todo su gobierno a asistir a la ceremonia de clausura en el propio Palacio Real. Unos meses más tarde se inauguró el monumento al Sagrado Corazón de Jesús en el cerro de los Angeles, el centro geográfico de España, y el propio rey pronunció el discurso en el que se consagraba España al Corazón de Jesús. Actos como aquellos no solo suponían el reconocimiento de que España era un país católico, sino la vinculación directa del poder político con la Iglesia, en unos momentos en que las clases populares cuestionaban el papel de esta en España.
Supongo que uno de los temas candentes del reinado de Alfonso XIII fue la neutralidad de España en la Gran Guerra. El rey había reflejado perfectamente su propia opinión y la del país en general cuando le comentó confidencialmente a Winston Churchill: «Aquí, los únicos que estamos a favor de los aliados somos el populacho y yo».
Por una vez, el rey se alineaba con las clases populares, los intelectuales y un gran sector de la clase media adscrita al pensamiento liberal. Pero, naturalmente, la Iglesia y el Ejército estaban del lado de las potencias del Eje, y así lo proclamaban a diario a través de los medios de comunicación.
La neutralidad en la guerra mundial proporcionó a España una gran ocasión para que el país se modernizase. A cambio del envío masivo de comida y armamento, el dinero comenzó a afluir a España, pero sin que aquel capital supusiera una inmediata modernización de la industria española o una mecanización del campo. El impulso para efectuar el cambio estaba allí, pero de nuevo las fuerzas de la reacción parecían dispuestas a que aquello no sucediera.
Antes incluso de que concluyera la Gran Guerra, se habían producido tensiones dentro del propio Ejército. Las Juntas de Defensa que aparecieron en Barcelona en el año 1917 debían entenderse como una especie de golpe militar dentro del propio Ejército, protagonizado por jóvenes oficiales que se sentían discriminados con respecto al trato de favor que recibían los oficiales destinados a Marruecos. El Ejército —o una parte de él— se había tomado la justicia por su mano y el gobierno del conde de Romanones tuvo que dimitir: «Queríamos defender el poder civil y comprobamos que no disponíamos de los medios para hacerlo», escribió años más tarde. Aquel enfrentamiento de diferentes facciones del propio Ejército de una forma abierta y en la superficie misma de la vida del país, suponía efectivamente el principio del fin del poder civil en España, tal como había sentenciado Romanones. Maura auguraba el fin de aquel «poder civil» al declarar: «El único remedio que puede haber ante esta situación es la entrega del poder a aquellos que no están dispuestos a tolerar que otros lo tengan». Las Juntas de Defensa de 1917 fueron la antesala del golpe de 1923, auspiciado por el propio rey.
Mientras tanto, en el territorio del Rif, en el norte de Marruecos, diez mil soldados españoles perdían la vida al ser conducidos hacia una ratonera por el líder rebelde Abd el-Krim. Parece que el general Silvestre, al mando de las tropas españolas, había recibido unos días antes del «desastre» un telegrama del rey en el que le animaba a seguir adelante con sus tropas y a no cejar en la persecución del líder rebelde por parte de todo soldado «que tenga lo que hay que tener». La arenga real contenida en aquel telegrama nunca fue desmentida por Palacio. Simplemente se dijo que se trataba de felicitar al general Silvestre por celebrarse el día del santo patrón de la caballería española, cuerpo al que pertenecía el general. Naturalmente, nunca se hizo público el texto exacto de aquel telegrama. En cualquier caso, el general no sobrevivió a la batalla, pero sí lo hizo su hijo, que era su ayudante de campo. Aquel joven oficial se disponía a declarar sobre el «desastre de Annual» ante una comisión investigadora de las Cortes justamente cuando se produjo el golpe de Primo de Rivera y la vida parlamentaria quedó durante años en estado de hibernación.
Hasta aquí este rapidísimo bosquejo de la vida y las actividades políticas de don Alfonso, basado en las notas que en estos momentos tengo a mano. Podríamos resumir diciendo que en los años anteriores a la dictadura militar (1902-1923) se formaron treinta y dos gobiernos, lo cual da idea de la inestabilidad política que caracterizó su reinado. Pienso, como ya he señalado al comienzo de esta breve reseña, que no lo tuvo fácil y que ni las circunstancias ni, muy a menudo, la calidad de las personas que lo rodearon hicieron nada fácil su labor… Pero creo también que usó su indudable talento para la intriga política siempre —o casi siempre— en sentido equivocado, es decir, favoreciendo a aquellas personas que representaban el feudalismo y la reacción. Su propia capacidad para la intriga ocasionó, además, otro daño irreparable para la política española: la fragmentación de los partidos. Al apoyar a diferentes personas en el mismo partido según conviniera a sus intereses, dividía y fraccionaba dicha formación política, y conseguía que sus miembros se vieran más como adversarios que como compañeros.
No quiero, desde luego, entrar en su vida personal. Pienso que bastante desgracia tenía con las enfermedades hereditarias de su propia familia. Creo también que su verdadera —y quizá única— afición fueron los coches, sobre todo los de carreras, y estoy convencido de que habría sido un excelente piloto de carreras si hubiera tenido ocasión de desarrollar esta vocación. No me parece que fuera persona de gran inteligencia, pero sí, desde luego, excepcionalmente listo y astuto, con una excelente memoria para acordarse de personas o de documentos que llegaban a sus manos. Cuando salió de Palacio en 1931, solo se encontraron álbumes militares y deportivos en sus habitaciones privadas, lo cual no dice mucho de su capacidad intelectual. Pero era, como ya he señalado, una persona con ciertos talentos y aptitudes que, en mi humilde opinión, malgastó a lo largo de su existencia. Al final de su vida política se quejó amargamente de que las Cortes ya no «funcionaban», cuando había sido precisamente él el máximo responsable de aquella parálisis de la democracia.
Pero volvamos otra vez a los acontecimientos que se estaban produciendo en el año 1930. En el mes de diciembre, mi periódico me envió a Jaca para presenciar la ejecución de dos oficiales que se habían declarado en rebeldía contra el gobierno de Berenguer. Afortunadamente no llegué más allá de Zaragoza, donde recibí instrucciones de regresar a Madrid, pues en la capital se estaban produciendo sucesos aún más importantes. Digo «afortunadamente» porque no es agradable ver a dos seres humanos ejecutados a sangre fría, sobre todo si estás convencido de que aquellas dos muertes no servirían de nada. Al contrario, la ejecución de los capitanes Fermín Galán y García Hernández habría de catapultarles a la leyenda y a la fama, convirtiéndolos en una suerte de mártires laicos y haciendo ya inevitable la proclamación de la República.
Desde la caída de Primo de Rivera, en el mes de enero, las fuerzas progresistas habían iniciado su ataque final contra el feudalismo, representado, ahora de forma bien tangible, por Alfonso XIII. En agosto de ese mismo año se reunían en San Sebastián para firmar el famoso pacto las más diversas facciones del republicanismo, desde viejos liberales como Alcalá Zamora hasta socialistas y comunistas. El objetivo del pacto, que en aquellos momentos se mantenía en secreto, era el acoso y derribo de la monarquía española. Tampoco faltaron a la cita algunos jóvenes oficiales, como el capitán Fermín Galán, que protagonizaría en diciembre la rebelión de Jaca.
Tan fervoroso partidario de la República era el capitán Galán que decidió alzarse dos días antes de lo convenido con sus compañeros de conspiración para evitar que estos pudieran retractarse. Galán no pertenecía a partido político alguno. Era simplemente un joven idealista que se rebelaba contra las injusticias de su tiempo. Le habían enviado a una guarnición fronteriza porque sospechaban de sus vinculaciones políticas. Tan segura se sentía España, que mandaba a sus fronteras a los oficiales sospechosos. Galán y García Hernández, los líderes de la conspiración, fueron fusilados un domingo por la tarde después de un consejo de guerra que tuvo lugar en la misma mañana. Eso iba contra el reglamento, que ordenaba que las ejecuciones tuvieran lugar al día siguiente y que impedía, en todo caso, que se ejecutara en domingo. Uno de mis contactos en la Telefónica de Zaragoza me informó de que el general Berenguer había llamado a la guarnición de Jaca varias veces durante la mañana y había hablado con uno de los oficiales encargados de la ejecución instándole a que la realizara cuanto antes. Digo esto porque, en los días que siguieron a las ejecuciones, la Casa Real trató de dar un viso de legalidad a la ejecución al asegurar que el rey se había limitado a dar el «visto bueno». Ahora sabemos que el asunto se debatió ampliamente en un Consejo de Ministros y que el duque de Alba se opuso a la ejecución. La insistencia de Berenguer decidió finalmente el asunto, y ya sabemos quién hablaba por boca del general.
¿Y cuál era el suceso tan importante que reclamaba mi atención en Madrid y me impedía llegar a Jaca? Un piloto llamado Ramón Franco (no confundir con su hermano Francisco Franco, director de la Academia Militar de Zaragoza por aquel entonces) había tomado el aeródromo militar de Cuatro Vientos, se había apoderado de un bombardero y había hecho varias pasadas sobre el Palacio Real. Más tarde, Ramón Franco declaró que en el último momento no se atrevió a bombardear el Palacio al ver a muchos niños jugando en sus alrededores… Parece ser que el general Berenguer había ordenado a la Fuerza Aérea perseguir a Franco, pero los aviadores que se encontraban en Cuatro Vientos habían desobedecido esta orden. Cuando finalmente algunos aviones salieron del aeródromo de Getafe, Ramón Franco, al que acompañaba el general Queipo de Llano, había puesto proa a la frontera de Portugal. De la misma manera que la muerte de Fermín Galán había dado alas a la República, el bombardeo del Palacio Real de Madrid habría tenido el efecto contrario, ya que inevitablemente habría decantado a la opinión pública del lado del bombardeado monarca y su familia.
La atención del país se centraba ahora en la Cárcel Modelo de Madrid. Tras el fracaso aparente de la conspiración republicana, líderes republicanos y socialistas fueron a parar a esa cárcel. Al ser arrestado en su domicilio, Alcalá Zamora insistió en oír misa en su parroquia antes de ser conducido a prisión, y así había aparecido en las portadas de los periódicos, demostrando su fino olfato político. Con imágenes como esa, de poco le servía a Berenguer proclamar que las conspiraciones republicanas’ estaban financiadas por el dinero de Moscú. El duque de Alba intentó demostrar la veracidad de las acusaciones monárquicas afirmando que un agente comunista había sido detenido en la frontera con dos millones de pesetas en los bolsillos. Un joven periodista inglés amigo mío le había señalado al duque que no era nada fácil llevar encima, de forma discreta, dos millones de pesetas, ya que suponía, en el mejor de los casos, ocultar en la ropa dos mil voluminosos billetes de mil pesetas. El duque, sin duda más acostumbrado a manejar la chequera que la billetera, quedó algo perplejo ante la observación.
Fui a la Cárcel Modelo para visitar a tanta celebridad como había encerrada aquellos días en su interior. En el locutorio de la cárcel pude contemplar a través de las rejas a un sonriente grupo de personalidades políticas que parecían saborear anticipadamente las mieles de su triunfo. Tan seguros estaban de sí mismos que, según me contaron, se hallaban ultimando ya sus planes de gobierno en la misma cárcel. Allí estaban Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Francisco Largo Caballero y Miguel Maura, entre otros. El que llevaba la voz cantante era Alcalá Zamora, si bien su pasado político podía poner en entredicho su recientemente adquirida fe en la democracia, la libertad y el progreso. La monarquía parecía herida de muerte, pero nadie se atrevía a vaticinar su caída, y menos aún la forma en la que se produciría.
En lo que se refiere a mi vida privada, los sucesos de Jaca tuvieron la gran virtud de sacarme del paro periodístico en el que me encontraba en aquellos momentos. Resulta que había perdido la corresponsalía del periódico londinense The Daily Chronicle, al ser este absorbido por The Daily News. Me había tenido que refugiar en la enseñanza del inglés como modus vivendi, y la verdad era que aquello de repetir a todas horas: Is this chair black?, para que el alumno te contestara No, the chair is white, no me iba. Me sirvió, sin embargo, para entrar en contacto con una serie de personas muy interesantes, como aquel coronel de la Guardia Civil que era escolta del rey y se empeñaba en desarrollar unas aptitudes lingüísticas que Dios no le había dado. Me sirvió también para conocer a una deliciosa alemanita con la que estuve saliendo unos meses. Lo único malo de mi romance con la teutona era que esta, en cuanto la besaba, se me desmayaba en los brazos, debido sin duda a la debilidad de su corazón, más que a mis proezas amatorias. Recuerdo que, en uno de estos trances, me dirigí con ella en brazos hacia lo que parecía ser una farmacia y resultó ser una funeraria… Para restablecerla de aquellas dolencias conocía un buen remedio: la llevaba a algún restaurante alemán, de los muchos y buenos que hay en Madrid, y le hacía servir una enorme ración de tarta de manzana con nata, y después… ¡como nueva!
La noche del 13 de abril me encontró haciendo guardia en las puertas del Palacio Real. Envuelto en un grueso gabán para protegerme del viento helado que bajaba del Guadarrama, pasé allí la que iba a ser la última noche de don Alfonso en España. Aunque parezca mentira, había solo dos periodistas: un pequeño reportero español y yo. Tampoco parecía registrarse ninguna actividad inusitada en el interior del edificio. De vez en cuando, muy de vez en cuando, se abrían los grandes portones para dejar pasar algún coche que entraba o salía. La noticia allí aquella noche no era lo que pasaba, sino justamente lo que no pasaba.
Alrededor de la medianoche, abrió la puerta uno de los mayordomos y tuve ocasión de conversar unos minutos con él. Le pregunté qué hacía la familia real. Me los imaginaba reunidos en cónclave, llamando a sus amigos y haciendo urgentes consultas. El mayordomo me contestó con voz reposada: «Sus majestades están asistiendo a la proyección de una película en la nueva sala cinematográfica del Palacio». Si me hubiera contestado que el rey y la reina jugaban a la pídola en camisón por los pasillos me habría sorprendido bastante menos. Las elecciones municipales del día anterior habían puesto en entredicho no solo al rey, sino a la institución misma de la monarquía. Camino del Palacio había pasado por la Puerta del Sol y había contemplado a las multitudes enardecidas gritando a favor de la República. La policía apenas se molestaba en reprimirlas. Algunos agentes habían bajado de los caballos y confraternizaban con la muchedumbre, intercambiando chistes y cigarrillos. La zona de Palacio estaba acordonada y solo se permitía el acceso a las personas que teníamos alguna misión que cumplir. Y así, mientras Madrid explotaba de júbilo, el Palacio Real, a pocos metros de distancia de la Puerta del Sol, estaba sumido en el silencio y aparecía triste y solitario, como si se encontrara a muchos kilómetros de distancia y ya no perteneciera a la realidad del país.
¿Dónde estaban aquella noche los cuatrocientos generales que dicen que hay en España? ¿Dónde se encontraban los doscientos grandes de España? ¿Y dónde el clero, los cardenales y obispos, de una España que me habían dicho que era «tan católica»? Esas eran las preguntas que yo me hacía, una y otra vez, mientras me paseaba aquella noche ante las puertas del Palacio. Muchos de ellos han lamentado desde entonces la caída de su rey, pero muy pocos hicieron algo por evitarlo, según pude comprobar esa noche mientras permanecía delante del edificio.
Fue en esa noche cuando don Alfonso constató la soledad en la que se encontraba. Y es que el que siembra vientos recoge tempestades. Don Alfonso no había movido un dedo para impedir la caída de Canalejas poco después de su acceso al trono. Y se había divertido enfureciendo a Maura para que un amigo suyo ocupara el puesto de capitán general de Castilla. O satisfaciendo todas las demandas del Ejército poco después de que un grupo de jóvenes oficiales devastara la redacción del periódico humorista catalán Cu-Cut… ¡Bonito premio! O cuando el pasatiempo favorito del monarca era intrigar con Romanones para echar a Moret, o, al contrario, intrigar con Moret para echar del gobierno a Romanones. Casi treinta años de intrigas políticas y ahora, para rematar la faena, se había quitado de encima a su duce con el mismo desenfado con el que se desprendía del gabán en días de calor… Esta noche tu pueblo mismo te está juzgando… ¿Y cómo te juzga? Volviéndote ostentosamente la espalda… Un pueblo tan agradecido como ha sido tradicionalmente el pueblo español está celebrando, a pocos metros de aquí, tu inminente caída… Hasta los políticos que tanto te necesitan hace ya bastante tiempo que te desprecian. Y me imagino que nunca habrías esperado que el Ejército, que te había ayudado a sofocar los tímidos intentos democráticos producidos a lo largo de tu reinado, te abandonara en esta hora de la verdad… Tan solo estabas, don Alfonso, en esa gélida noche del mes de abril, que únicamente un periodista español y un despistado periodista británico te acompañaban en las puertas de Palacio.
El día anterior, 12 de abril, se habían celebrado elecciones municipales en toda España. El rey había encargado a un grupo de políticos, encabezados por el conde de Romanones, la preparación de las elecciones. Al principio se había pensado en celebrar elecciones generales, pero el propio Romanones había desechado la idea, prefiriendo averiguar antes cómo soplaba el viento. No tardó en enterarse. Como dijo el almirante Aznar la mañana después de las elecciones a los periodistas que le interrogábamos: «¿Queréis mayor noticia que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?».
Aún hoy desconozco el resultado exacto de las elecciones del 12 de abril. Los únicos resultados que he visto publicados concedían unos sesenta mil escaños de concejal a los monárquicos y unos catorce mil a los republicanos. Así es que, desde un punto de vista aritmético, el triunfo había sido para la monarquía. Unos meses más tarde, me acerqué al Ministerio de la Gobernación para confirmar estos resultados. Me llevaron a los sótanos, y allí me mostraron centenares de paquetes que contenían los resultados telegrafiados desde cada uno de los ayuntamientos de España. Nadie se había molestado en abrirlos. Pregunté por qué no se había hecho y cuál era la razón por la que todavía no sabíamos el resultado final de aquellas elecciones que habían cambiado la historia del país. Me contestaron que harían falta muchos empleados para realizar el cómputo final y que no estaban disponibles. Me pregunto si aquellos sobres han sobrevivido a las bombas incendiarias del general Franco y si alguien en el futuro tendrá la paciencia de hacer ese recuento…
La coalición republicana había triunfado en casi todas las ciudades. También es verdad que había fracasado en la mayoría de los pueblos, porque los grandes terratenientes y los pequeños caciques controlaban aún a los campesinos y les exigían votar a la derecha. En algunos pueblos, ni siquiera las presiones de los caciques pudieron con las esperanzas que gran parte del campesinado depositaba en la República. Un amigo mío de Egea de los Caballeros, en Aragón, me describía las elecciones del 12 de abril en su pueblo: «Era impresionante ver cómo los campesinos, antes de depositar su voto, proclamaban en voz alta que votaban por la República. Los caciques tomaban nota de sus nombres, así como el cabo de la Guardia Civil. Seguro que si la República no hubiera triunfado, la mayoría de ellos se habría encontrado en la calle esa misma noche».
Incluso en los barrios burgueses de Madrid había triunfado la República, una evidencia más de la abrumadora falta de apoyo a la monarquía.
Se ha dicho muchas veces que las elecciones del 12 de abril eran de carácter municipal y no de carácter constitucional, y que, por tanto, no procedía un cambio de régimen. Desde un punto de vista legal, es posible que este argumento sea cierto. Pero desde un punto de vista práctico, el hecho de que esas elecciones fueran municipales facilitó mucho las cosas.
Si hubieran sido de carácter legislativo, se deberían haber seguido los plazos legales de disolución de las Cortes, preparación de elecciones, etc., y ello hubiera dado tiempo a que las fuerzas de la reacción y el feudalismo se prepararan y se organizaran. El factor más importante de las elecciones de abril fue la sorpresa, y gracias a esa sorpresa se pudo cambiar de régimen sin derramamiento de sangre.
En estos cambios, y en otras muchas cosas, iba yo pensando a mi regreso del Palacio Real en aquella larga noche del 13 de abril, aterido el cuerpo por los fríos aires del Guadarrama. Un policía me detuvo en la calle para pedirme fuego. Pegamos la hebra y el policía, al despedirse, me dijo: «Nada, ya verá usted como todo se arregla en cuanto nos libremos de ese mono que tenemos sentado en el trono… Mi mujer y yo tenemos un retrato de Galán y Hernández en nuestro dormitorio desde el día en que los fusilaron». Cuando un miembro de la policía armada española hablaba de aquella manera, era evidente que todo intento por parte del rey o el gobierno de tratar de reprimir las manifestaciones de fervor republicano que se estaban produciendo por doquier en España habría sido en vano. Ese mismo policía me había contado que un joven oficial de su cuerpo había ordenado a sus hombres cargar contra la multitud en la Puerta del Sol. Sus hombres no solo le habían desobedecido, sino que se habían permitido arrestarle y llevarle preso a su propio cuartel… Los acontecimientos del nuevo día prometían ser muy interesantes… Amanecía en Madrid el 14 de abril.
A primeras horas de la mañana entraba en Palacio el conde de Casa Valencia. El rey don Alfonso es de las pocas personas que conozco que se han hecho amigas íntimas de su propio dentista. El conde de Casa Valencia, de personalidad exuberante, había hecho una carrera meteórica a la sombra de Palacio, desde simple sacamuelas a dentista de su majestad, y a partir de ahí le habían llovido los honores: título nobiliario y, más recientemente, secretario de la fundación de la nueva Ciudad Universitaria madrileña, la institución con la que el rey había celebrado el veinticinco aniversario de su coronación. Tuve ocasión de hablar con el conde varias veces y le encontré un hombre afable y dicharachero que evidentemente disfrutaba de su situación y de la publicidad que se le daba.
En aquella mañana del 14 de abril, el conde de Casa Valencia era portador de malas noticias para su amigo el rey. Llevaba una carta del conde de Romanones en la que este comunicaba al monarca que sería conveniente «se ausentase del país durante algún tiempo».
La noche anterior hubiera podido parecer que el rey y su familia hacían una demostración de sangre fría al pasar la velada contemplando una película americana. Pero, a la luz de los acontecimientos que comenzaban a precipitarse aquella mañana, estaba claro que no era sangre fría, sino pura inconsciencia lo que había motivado la asistencia del rey y la reina a la sala cinematográfica la noche anterior. El rey era totalmente ajeno a la realidad de su país. Y ahora, demasiado tarde, trataba de reaccionar. Exigía la inmediata presencia de Romanones en Palacio.
No tardó en personarse el conde ante su majestad para darle cuenta de lo ocurrido en la reunión del Consejo de Ministros celebrada a primeras horas de la mañana. A ella había acudido el jefe de la Guardia Civil, el general Sanjurjo, para informar al gobierno de que, desde su punto de vista, era imposible reprimir las manifestaciones republicanas que se daban en toda España, y mucho menos impedir el acceso al poder de los concejales democráticamente elegidos por el pueblo. La Guardia Civil, según Sanjurjo, no debía ni podía intervenir en aquellos momentos. En el mismo sentido se expresó el general Berenguer, a la sazón ministro de la Guerra, que había tenido la prudencia de enviar, el día antes de las elecciones, una circular a todas las capitanías generales exigiendo se mantuvieran al margen de los acontecimientos que pudieran resultar de las elecciones «de carácter puramente político», como explicitó en su misiva. Un único ministro pidió la intervención del Ejército, don Juan de la Cierva, el «hombre de hierro» de la política española. Pero estaba solo frente a los otros ministros. ¿Cómo podían pedir la intervención del Ejército para anular unas elecciones que ellos mismos habían convocado?
No quedaba otra solución, según sugirió Romanones al monarca, que un entendimiento con los republicanos. La propuesta del rey, que Romanones transmitió a los republicanos, consistía en la inmediata celebración de nuevas elecciones para elegir unas Cortes Constituyentes, que se encargarían de redactar la Constitución deseada por el pueblo. El rey se comprometía a abandonar el país si el resultado de estas nuevas elecciones le era adverso.
Las negociaciones entre Romanones y los republicanos tuvieron lugar en el domicilio del prestigioso médico don Gregorio Marañón, antiguo amigo del rey y ahora simpatizante de las ideas republicanas. Allí fue donde el conde de Romanones se entrevistó con su adversario político que acababa de salir de la cárcel, Niceto Alcalá Zamora. Este rechazó la propuesta del rey y fue terminante con el conde. No podía haber un período neutral o constituyente. El monarca debía abandonar el país aquella misma tarde. De lo contrario, no respondía de lo que pudiera ocurrir cuando las masas trabajadoras acabaran su jornada.
El conde de Romanones transmitió el ultimátum de Alcalá Zamora al rey. Este aún trató de convencer a Romanones proponiendo una solución intermedia, la regencia de su primo el infante don Carlos, de reconocido talante liberal. El conde de Romanones expresó su opinión de que ya era demasiado tarde para cualquier solución que no significara la inmediata partida del rey de España. Se pasó entonces a discutir la manera en que debería realizarse. Se descartó la salida por Irún porque se habían registrado disturbios en San Sebastián. Se consideró la posibilidad de que el rey se marchara por la frontera portuguesa, pero finalmente se optó por utilizar la base naval de Cartagena, donde el rey se embarcaría en un buque de la Armada.
Una vez se hubo adoptado esta decisión, Romanones y el rey salieron a una antecámara donde les aguardaban algunos ministros, grandes de España y otras personalidades. Un joven oficial de caballería, el marqués de Cavalcanti, se adelantó para decirle: «¡Pongo mis tropas a disposición de su majestad para la defensa del trono!». El general Berenguer, que estaba a su lado, le increpó: «¡Demuéstreme usted que es capaz de controlar la situación sacando las tropas a la calle! ¡Demuéstremelo!». En ese momento parece ser que intervino el rey y con voz sosegada les dijo: «Caballeros, no hay necesidad de discutir este tema. Mi decisión está tomada. Abandonaré España esta misma noche». Finalmente se acordó que el rey saldría del Palacio aquella misma tarde y que la reina y los infantes se marcharían al día siguiente, para darles tiempo a preparar lo indispensable para el viaje. «No debe su majestad preocuparse por ellos —le dijo Romanones al rey—. Quedan en manos de españoles». Ala caída de la tarde, cinco o seis grandes automóviles salían del Palacio por la puerta del Campo del Moro y doce horas después don Alfonso estaba a bordo del crucero Jaime I rumbo a Marsella.
Se ha hablado mucho sobre esta salida tan precipitada del rey y algunos han llegado a acusarle de cobardía. Creo que la acusación es totalmente injusta. La permanencia del rey en Palacio no hacía sino poner en peligro no solo la vida de su familia y los servidores que estaban dentro, sino también la de muchos que estaban fuera. El rey comprendió perfectamente que el objeto de la ira popular era él y que, al quitarse de en medio, restaba intensidad a la virulencia callejera.
Se trataba, en todo caso, de que llegara a Cartagena de la manera más rápida y discreta posible. De hecho, se produjo un pequeño incidente cuando la comitiva real se paró para repostar en una gasolinera cerca de Murcia y el rey fue reconocido y, al parecer, abucheado. Por otra parte, que la reina abandonara a alguno de sus hijos y se marchara con su marido era impensable. Creo que los acontecimientos han venido a demostrar que el rey actuó de forma perfectamente correcta en este último acto de su vida política. Se marchó de la manera más rápida y discreta posible, y no cayó en la tentación de defender el trono con las armas, lo que hubiera ocasionado un innecesario derramamiento de sangre.
En aquellos momentos los acontecimientos fuera de Palacio se precipitaban. Los catalanes habían declarado, por su cuenta y riesgo, su propia República. Desde que, a primeras horas de la mañana, la localidad guipuzcoana de Eibar se había pronunciado a favor de la República, llegaban a Madrid cientos y cientos de telegramas de toda España sumándose a esa proclamación. A mediodía conseguí acceder al Ministerio de la Gobernación en la Puerta del Sol. Allí pude entrevistarme con el subsecretario, Mariano Marfil. Normalmente, el ministerio es un hervidero de funcionarios y policías, pero en aquella mañana del 14 de abril se asemejaba a una balsa de aceite. El subsecretario parecía un hombre perdido en una isla desierta. Muy pocos funcionarios habían acudido al trabajo aquella mañana. El ministro tampoco llegaba y el señor Marfil no tenía idea de cuándo llegaría. Los teléfonos sonaban y nadie contestaba. En aquel silencio sepulcral solo podía escucharse, con toda nitidez, la caída del antiguo régimen como fruta madura.
Al salir a la calle pude contemplar un extraño cortejo que venía por la calle de Alcalá hacia la Puerta del Sol. Aparentemente, un oficial del Ejército se había hecho con una bandera republicana y, subiéndose sobre un taxi, se dirigía a la Puerta del Sol ondeando los colores de la que iba a ser la nueva bandera de España. Una multitud se había congregado a su alrededor coreando enfervorizada las palabras «República» y «Libertad». A las cuatro de la tarde, la Puerta del Sol estaba de bote en bote. A esa misma hora el rey y su séquito discutían la mejor manera de abandonar el país mientras Alcalá Zamora y sus amigos se dirigían hacia el Ministerio de la Gobernación, aclamados por la muchedumbre. Cuando por fin pudo llegar a la puerta del ministerio gritó: «¡Abran en nombre de la República!». Los guardias obedecieron y Alcalá Zamora subió hasta la planta principal en volandas. Yo di un suspiro de alivio. El ministerio más importante había pasado a manos de la República sin que se derramara una sola gota de sangre.
Es difícil que mis compatriotas ingleses puedan hacerse una idea de lo que significaba en España el Ministerio de la Gobernación. Toda la maquinaria del Estado que controla la vida del país se regía desde este organismo: la temible Guardia Civil que patrullaba los caminos de España recibía sus órdenes desde aquí; la policía en las ciudades no movía un dedo sin el permiso del ministro; los gobernadores civiles que rigen cada provincia española hablaban a diario con el ministro; y en las elecciones que hubo durante la monarquía todo se preparaba desde aquí, se hacían listas de los diputados que se creía iban a ganar las elecciones… y los resultados finales variaban muy poco de los vaticinios realizados en el propio ministerio.
Quedaba aún por tomar otro bastión de la intransigencia y del feudalismo español: el Ministerio de la Guerra. Afortunadamente, el general Berenguer era hombre de palabra, poco amigo de aventuras. Fue Manuel Azaña, con ese rostro que tanto me recuerda a Mr. Pickwick, el encargado de hacerse cargo de ese ministerio… Y había que ver a Dámaso Berenguer, con cara de póquer, entregando el Ministerio de la Guerra nada menos que a Azaña, el presidente del Ateneo de Madrid, ese «antro» de perversión donde las ideas liberales habían encontrado, desde hacía ya bastantes años, su caldo de cultivo… ¡Si Torquemada levantara la cabeza!
Caía la noche y la multitud de madrileños había roto el cordón policial que rodeaba el Palacio Real y se dirigía a las puertas. El rey se encontraba ya lejos del lugar, enfilando, por las llanuras de la Mancha, la carretera que le conduciría a Cartagena. Un escuadrón de caballería se había situado delante de las puertas del Palacio. Los soldados parecían desconcertados ante la muchedumbre que les increpaba y no sabían muy bien qué hacer en aquellas circunstancias. Los gritos del gentío iban en aumento y en cualquier momento se podía pasar de las palabras a los hechos. Apareció entonces un automóvil. Iba conducido por el doctor Juan Negrín. Le acompañaban dos jóvenes artistas, el pintor Luis Quintanilla y el escultor Emilio Barral, que moriría en la defensa de Madrid algunos años más tarde. Se bajaron del automóvil y se encararon con los policías que guardaban las puertas del Palacio. El diálogo que sostuvieron con los policías fue, más o menos, el siguiente:
Dr. NEGRÍN (dirigiéndose a la multitud). —No hay razón para armar este escándalo. El rey se ha marchado, la República ha sido proclamada desde el Ministerio de la Gobernación y este edificio pertenece desde ahora al pueblo español.
VOZ DEL PUEBLO. —Puede ser que lo que usted dice sea verdad, pero no nos gusta la pinta de estos soldados de caballería con el sable desenvainado.
DR. NEGRÍN. —Eso se arregla en seguida (y dirigiéndose al escuadrón de caballería). Mi capitán…
CAPITÁN. —A sus órdenes, señor.
Dr. NEGRÍN. —Soy un representante del nuevo Consejo Municipal Republicano de Madrid. En su nombre, le pido que se retire con su escuadrón a una posición más alejada, al Patio de Armas, con objeto de tranquilizar a esta gente.
CAPITÁN. —Acato sus órdenes, señor. Mi escuadrón se retirará al momento.
Dr. NEGRÍN (a la muchedumbre). —¿Qué más queréis, amigos?
VOZ DEL PUEBLO. —Queremos que una bandera republicana ondee en el Palacio Real.
Dr. NEGRÍN. —Eso será más difícil, porque hemos dado órdenes de que ningún republicano entre en el Palacio hasta que no se haya marchado el último miembro de la familia real… Pero, en fin, veremos lo que se puede hacer… Quintanilla, tráeme una bandera republicana.
(Quintanilla se dirige hacia la multitud y, después de unos momentos de incertidumbre, aparece con una magnífica enseña tricolor).
Dr. Negrín. —Vamos a ver si hay algún voluntario que sepa trepar y coloque la bandera en el balcón central.
De esta forma tan sencilla se consiguió aplacar a las masas. Más tarde, alrededor de la medianoche, miembros de la Guardia Socialista, que llevaban un distintivo rojo en los brazos, tomaron posiciones frente al Palacio Real. Pero su presencia ya no era necesaria. A aquellas alturas de la noche, la multitud había adoptado un aire festivo y no se había producido ningún intento de agresión. Supongo que quienes se encontraban en el interior del Palacio mirarían con preocupación las evoluciones de la multitud que lo rodeaba, temiendo que en cualquier momento se desmandase. Pero, en realidad, el Palacio nunca estuvo en peligro de ser tomado por la multitud y, en cualquier caso, la Guardia Real se habría bastado para defenderlo de un ataque.
A la mañana siguiente, la reina Victoria Eugenia, sus dos hijas y sus tres hijos subían al expreso de Irún en la estación de El Escorial. Les despedían una multitud de amigos y criados. El tren llevaba en aquella solemne ocasión un maquinista singular, el duque de Zaragoza, personaje excéntrico, tan apto para conducir hábilmente la locomotora de un tren como para recitar de corrido los poemas de Lord Byron o Shelley. Conocía de antes al buen duque y en el andén de El Escorial, mientras la familia real española daba sus últimos adioses, le pregunté si era ese su último viaje oficial en una locomotora o pensaba llevar al presidente de la República también… Tengo entendido que el excéntrico duque tuvo ocasión de ser el maquinista de Alcalá Zamora en alguno de sus viajes oficiales.
Así fue como la reina Victoria Eugenia salió de España, conducida por un duque y despedida por un general, Sanjurjo, que, a pesar de haber sido confirmado por la República como capitán general de la Guardia Civil, acudió a despedir a su reina en la estación de El Escorial. El día que la reina Victoria Eugenia salió de España, el 15 de abril, fue proclamado festividad nacional. Los madrileños se habían echado a la calle y gritaban: «No se han marchado, ¡les hemos echado!». Algunos, vestidos con disfraces, caricaturizaban a la familia real y con sus desgarradores llantos y golpes de pecho parodiaban su despedida. Aquello parecía más un carnaval que una revolución. Solo tuve ocasión de presenciar un pequeño incidente. Trataba yo de cruzar la Puerta del Sol para subir por la calle de la Montera cuando vi que por esta bajaba un camión engalanado con las insignias de la hoz y el martillo, y en el que se representaban las virtudes de la Rusia soviética, acompañado de una veintena de chicos y chicas con el puño en alto y cantando La Internacional. Al llegar el cortejo a la Puerta del Sol se produjo un enorme abucheo. La gente les increpaba gritando: «¡Abajo el comunismo! ¡Queremos la fiesta en paz! ¡Bolcheviques, a Moscú!», y frases similares. Apareció, no sé muy bien de dónde, un destacamento de policía que se encargó de conducirles lejos de aquel lugar y, al punto, la alegría y el buen humor volvieron a hacer acto de presencia entre la muchedumbre.
Y es que, en aquel día, todo parecía color de rosa. Se había producido un cambio de rumbo radical en el Estado español, un viraje de ciento ochenta grados, y todo ello casi sin incidentes, sin apenas derramamiento de sangre… ¡Pobres españoles! ¡Qué ilusos eran, éramos, en aquella mañana del 15 de abril, celebrando la caída de un régimen, el fin del feudalismo en España! Y el feudalismo, que había dejado caer a don Alfonso porque ya no le era útil, seguía tan fuerte como antes…