Nadie me había preparado para mi encuentro con el aspecto desolador que ofrece la meseta castellana en noviembre, ni con la pobreza de sus campesinos, ni con el olor a aceite de oliva rancio que despedían las cantinas de las estaciones por las que íbamos pasando. A medida que el tren se acercaba a Madrid, en su lento discurrir desde la frontera de Irún, mi desazón iba en aumento.
He hablado con muchos viajeros que han experimentado la misma sensación al llegar a España por primera vez. Por mucho que nuestros maestros nos hablen de la aridez de la geografía española, lo que prevalece en nuestras mentes es la visión de una España romántica en la que unos amantes hablan de amor bajo los naranjos con un fondo musical de guitarras… Los alemanes se vuelven particularmente lacrimosos al hablar de España: das lande ube die zitronen bluehen. (¿Por qué será que los alemanes hablan de limoneros y nosotros de naranjos?). Lo cierto es que ante mí solo había un yermo, espléndido en su grandeza y en su colorido, eso sí, pero muy diferente a lo que yo había esperado encontrar.
Allí estaba yo, sentado en un vagón de tren en una tarde del mes de noviembre de 1929, con dos frailes gordos y algo malolientes en mi compartimento, lo que aumentaba aún más mi depresión. Porque como católico practicante me molestaban esos monjes sin afeitar que, además, no hacían esfuerzo alguno para entender mi pobre español. Algo había en ellos que chocaba con mi intolerancia anglosajona, que impedía conciliar un rostro seboso y mal afeitado con un profundo sentimiento religioso. Al llegar a Madrid, la llovizna y la densa niebla me trajeron recuerdos de mi infancia en los montes de Derbyshire. Algunos años más tarde me encontraría en ese mismo lugar, junto a la estación de Príncipe Pío, tirado en una trinchera mientras las balas y los obuses silbaban a mi alrededor, y el tiempo entonces carecería de importancia. Pero en esa tarde de 1929 yo era un inglés impaciente por descubrir Madrid y recuperar las ilusiones perdidas en aquel largo viaje.
Y la verdad es que no me costó mucho recobrarlas. Subiendo la cuesta de Príncipe Pío pude contemplar el Palacio Real, los soldados emplumados montando guardia en el exterior con sus uniformes azules y escarlata, vigilando la entrada a la residencia de Alfonso XIII, aquel rey que tantas veces había contemplado en las portadas de las revistas internacionales con cara de buena persona, de gobernante que quería lo mejor para su país, tan difícil de gobernar. Quizá España no fuera tan sórdida como la había imaginado durante el viaje… Diez minutos más tarde me encontraba en la habitación de un excelente hotel con teléfono y baño privado, desayuno y dos comidas, todo por el equivalente de diez chelines. Vivir en España podía tener sus encantos.
Allí estaba yo, un reportero inexperto de veintiún años, dispuesto a enviar, con toda la arrogancia de mi juventud, crónicas sobre un país que desconocía por completo. Mi única experiencia periodística consistía en mis dos años anteriores en París; una experiencia profesional y personalmente pobre. Ni siquiera la famosa libertad sexual del París de los años veinte había conseguido vencer mis prejuicios religiosos y me había ido de la capital francesa tan virgen como llegué. Había aprendido, eso sí, a informar sobre carreras de caballos y a boxear, gracias a las lecciones que había tomado en un gimnasio parisiense. Fueron conocimientos que jamás utilicé luego. Trabajaba mucho y comía cualquier cosa y eso no es bueno para la salud.
En España, por lo menos, me alimentaba mejor: dos buenas y abundantes comidas al día. La vida se ve de otra manera con el estómago lleno. Trabajaba menos y leía más, y sobre todo tenía tiempo para pasearme a mis anchas por Madrid. Felipe II, aquel rey que nos envió la Armada, cometió ese otro desaguisado que fue hacer de Madrid la capital de España. Escogió uno de los lugares más inhóspitos y desérticos de toda la península Ibérica. Él sabrá por qué lo hizo, pues no se lo explicó a nadie. El caso es que a día de hoy casi un millón de personas habitan en ese lugar tan poco habitable. Y resulta que en esta ciudad de un millón de habitantes la mayor fábrica tiene solamente setecientos obreros. Es decir, un millón de madrileños vive, en cierta manera, a costa del resto de la nación. Comparemos la población de Madrid con la de Washington D. C. (600 000 habitantes) o la de Canberra (40 000 habitantes) y tendremos una idea de la magnitud de la máquina burocrática instalada en la capital de España. Aquella burocracia creada por el propio Felipe II había crecido fuera de toda proporción. Para instalar un retrete nuevo en una pequeña escuela de la provincia de Cádiz había que solicitar el permiso en Madrid. Madrid me parecía una burocracia masiva e ineficaz que vivía a costa, y a espaldas, del resto del país. No es exagerado decir que en aquellos días Madrid chupaba la sangre de España, la misma sangre que, unos años más tarde, donaría tan generosamente en su defensa. Los grandes terratenientes iban a Madrid a gastarse el dinero ganado cultivando el trigo. Podían invertirlo en bloques de pisos o gastárselo alegremente en el juego o la prostitución, pero en cualquier caso el dinero volaba de su lugar de origen y obligaba a los campesinos a seguir el mismo camino: emigraban en masa a la capital en busca de cualquier empleo. Así es como Madrid sangraba a España en aquellos días, la misma sangre que, años después, como ya he señalado, entregaría con tanta generosidad.
No quiero decir con esto que me disguste Madrid. Al contrario, me encanta.
El centro de la ciudad tiene elegantes edificios de los siglos XVIII y XIX con algún pequeño rascacielos de nuestro siglo despuntando aquí y allí. En 1929 encontré una ciudad más moderna de lo que yo me había imaginado, con calefacción central en muchos edificios, ascensores, neveras eléctricas en los apartamentos y las demás comodidades que se pueden encontrar en una ciudad como Londres. Naturalmente, pienso que era un error y que ese dinero que se había invertido en modernizar Madrid debía haberse invertido en modernizar el campo español, en tractores y cosechadoras más que en pisos. Pero la verdad es que yo, en aquellos momentos, no estaba dispuesto a quejarme. Vivir en Madrid era, contra todo pronóstico, mucho más agradable que vivir en cualquier ciudad de provincias de Francia o Inglaterra.
Incluso, por extraño que pueda parecer, la prefería a París. Quizá tuviera que ver la altura —más de dos mil pies—, que proporciona al cuerpo una inusitada energía, o tal vez fuera cosa de la comida española, que siempre me ha parecido excelente, o quizá de mi recién descubierta pasión por la manzanilla, acompañada siempre de alguna tapa (que podía ser cualquier cosa, desde caracoles hasta callos), o del espectáculo de la vida en las calles de Madrid, esos constantes piropos de los hombres a las chicas que pasaban y que no hacían más que recordarme mis propias limitaciones en ese terreno. El caso es que Madrid me fascinaba, aunque en aquellos momentos no habría sido capaz de precisar por qué.
Una noche, bajando por la calle de Alcalá, un amigo me llamó la atención sobre un hombre envuelto en una capa que cruzaba la calle. Se apoyaba en un bastón, pero aún mantenía un cierto aire juvenil. Era Primo de Rivera. Siempre he sentido no haberlo podido entrevistar antes de su caída, pero estábamos viviendo los últimos días de su gobierno y el dictador ya no concedía entrevistas. De todas maneras, era aleccionador ver a aquel dictador paseándose por las calles de Madrid sin escolta. Me imagino que le seguiría algún policía de paisano, pero lo que yo recuerdo es la solitaria y algo melancólica figura de un madrileño bajando lentamente por la calle de Alcalá.
Que el dictador estaba acabado lo sabía todo el mundo menos el propio dictador. Poco antes de mi llegada a España, el rey había organizado una montería con el objeto de persuadir a Primo de Rivera para que abandonara el poder y así formar un nuevo gobierno en torno al duque de Alba. Pero Primo de Rivera se negaba a presentar la dimisión. No podía entender cómo el rey, que tanto le había apoyado, le retiraba ahora su confianza. Más que un dictador, Primo de Rivera me parecía entonces un dadivoso Papá Noel. Había embarcado a España en una política de grandes inversiones públicas que ahora no encontraba forma de pagar. Con la ayuda de Estados Unidos estaba intentando convertir a España en un país moderno, construyendo carreteras, líneas de ferrocarril, grandes embalses para la producción de energía eléctrica… Cuando los créditos internacionales comenzaron a flaquear, decidió nacionalizar las grandes compañías de petróleo.
El éxito del gobierno de Primo de Rivera había radicado justamente en la ductilidad de sus finanzas, libres de toda traba parlamentaria, y en la disponibilidad del dinero público. Y ahora que los créditos empezaban a flaquear, en los principios de la crisis económica mundial, era inevitable que sus enemigos (incluidos los magnates del petróleo) se le echaran encima. La clase política no le perdonaba que hubiese gastado billones de pesetas sin contar con ella, y la pequeña burguesía, que había conseguido una relativa prosperidad bajo su gobierno, buscaba ahora el acceso al poder político. Las viejas instituciones feudales que todavía gobernaban el país tampoco acababan de fiarse de la manera tan personal que Primo de Rivera tenía de gobernar. Ni el Ejército, ni la Iglesia, ni la propia Corona iban a derribar a Primo de Rivera, pero tampoco harían nada para mantenerlo en el poder. Hasta su protegido, el joven ministro de Hacienda, José Calvo Sotelo, parecía haberlo abandonado en sus últimas y amargas horas en España. Quizá no sea una comparación muy correcta, pero en aquellos momentos me parecía un toro al final de la corrida, estoqueado ya por el propio matador y rodeado de los peones que trataban de marearle (como se dice en España) con sus capas, esperando que él solo acabe derrumbándose… Era, desde luego, un espectáculo poco edificante ver al viejo «toro» dando cornadas al azar —vendiendo oro para tratar de detener la ya imparable caída de la peseta—, pensando que su derrumbe no era inevitable, sin darse cuenta de que en los «tendidos» el público comenzaba ya a impacientarse.
Volví a ver a Primo de Rivera en la estación del Norte de Madrid, en una fría mañana de marzo, cuando regresaba, ya cadáver, de su corto exilio en París, dos meses después de su caída. La sala de espera de la estación se había llenado de flores, y en el centro, rodeado de velas, yacía el viejo general en un catafalco envuelto en la bandera nacional. Arrodillado ante su cuerpo estaba el rey Alfonso XIII con su uniforme de gala, azul y escarlata. Desde la posición en que me encontraba podía ver su rostro. No había ni rastro de emoción en aquella cara, mejor dicho, en aquella máscara, la máscara de un hombre educado para ocultar sus propios sentimientos… Era la máscara de un hombre que pasaba por ser hábil en los asuntos de gobierno, listo y simpático en sus relaciones personales. Cuando el rey y sus ayudantes se marcharon al fin de aquella improvisada capilla, todos pudimos respirar con más desahogo.