La heroica penetración de López Ochoa

En Mieres se había establecido sólidamente la capitalidad revolucionaria. El partido comunista cambia sus dos representantes en el comité provincial porque la designación de los primeros había sido espontánea. La primera proclama del comité provincial decreta la abolición del dinero. El comité de La Felguera, dominado por los anarquistas, va mas lejos y declara abolida, además, la propiedad privada.

Durante el curso de la mañana los revolucionarios acaban con toda la resistencia organizada en la zona. A las nueve de la mañana vuela el cuartel de Carbayín; muere uno de los defensores y los demás son hechos prisioneros. Los cuatro supervivientes del puesto de Pola de Siero consiguen huir al monte. Los revolucionarios ocupan el pueblo y vuelan con dinamita la iglesia parroquial.

En Mieres asaltan el convento de los Pasionistas, que huyen; en la desbandada son asesinados dos jóvenes estudiantes.

Durante este día no suceden demasiadas cosas en la zona costera. En Avilés se establece el cuartel general revolucionario en el barrio de Sabugo, sin mas consecuencias por el momento que la toma de la fábrica de gas y electricidad. En Gijón los revolucionarios de Cimadevilla intentan algunas descubiertas, pero son fácilmente rechazados por los destacamentos de Moriones; en vista de ello, levantan barricadas en su propio barrio. A eso de las ocho se recibe en Gijón la llamada del Ministerio de la Guerra autorizando la distribución de armas entre la población civil. Moriones causa al ministro –que hace personalmente la llamada– una excelente impresión; domina la situación y comunica su optimismo.

En cambio, el comandante militar de Oviedo, que recibe la última llamada a esa misma hora, se muestra notablemente mal informado; según él, la fábrica de armas de la Vega no corre peligro alguno y con Trubia no ha habido novedad. Con este informe, cursado a las nueve de la noche, se interrumpe la comunicación directa entre Madrid y Oviedo.

El optimismo del comandante militar sitiado pudo. tal vez, engañar al ministro, pero no a su asesor especial. general Franco, que llevaba ya varias horas convencido de que la defensa de Asturias se conducía con poco realismo. Quizá por eso, y ante las órdenes del Ministerio, a eso de las nueve de la mañana de este día 6 la columna de León, que ha descendido de Pajares, llega a Puente de los Fierros, en la misma base del puerto. A las 9.30 la columna sale para Campomanes, pero ante el hostigamiento enemigo no consigue entrar en el pueblo hasta las 12, momento en que toma su mando el comandante militar de León, general don Carlos Bosch. Esta formada la columna por el Regimiento número 36 y una sección del l2, todos transportados en camiones. Campomanes esta desierto.

El general ordena inmediatamente el avance, sin advertir que la carretera de Madrid se encajona cada vez mas, junto al río Lena, en un valle escarpado desde donde puede ser batida por todas partes. A eso de las 15 horas, Bosch tiene que detenerse en Vega del Rey, donde el encajonamiento se agudiza hasta adquirir casi caracteres de emboscada. El pueblo se domina a tiro de piedra desde todas partes, sobre todo desde la ermita de Santa Cristina de Lena, maravilla del arte asturiano, que es inmediatamente ocupada por los mineros del valle, bien mandados por el eficiente comité de Pola. Bosch recibe el refuerzo del batallón ciclista de Palencia, que llega desmontado a Vega del Rey; pero al caer la noche la columna se ve prácticamente copada por los revolucionarios, lo mismo que el destacamento de Campomanes. Al dejarse coger en la ratonera del valle del Lena, Bosch ha cometido el peor de los errores militares de la campaña asturiana.

En la madrugada del 6, Franco ordena al primer batallón del Regimiento número 12 que salga de Lugo para dirigirse a Oviedo, y a Ribadeo. Ordena también que sea transportado por mar a Avilés un batallón del Regimiento 29, de guarnición en El Ferrol. Ante la poca eficacia que muestra la base aérea de León en sus misiones de observación y ataque, Franco destituye fulminante mente al jefe de la base, comandante Ricardo de la Puente Bahamonde, primo carnal suyo. A las doce de la mañana se reúne en Madrid el Consejo de Ministros. Impresionado por la primera jornada de trabajo del general, Diego Hidalgo propone el nombramiento de Franco como general en jefe de las tropas contrarrevolucionarias de Asturias. La idea no cae bien en la mayoría del Gobierno, aunque es defendida calurosamente por los ministros de la CEDA.

El día anterior Gil Robles había celebrado una reunión de trabajo con «sus» ministros, y en ella se decidió proponer a Franco como jefe del Estado Mayor Central; Gil Robles llega a atribuirse incluso la urgente búsqueda del general para que de una forma u otra dirija las operaciones. El jefe cedista se apunta, indudablemente, iniciativas que tal vez se le ocurrieron de forma simultánea a él, pero que fueron concebidas y realizadas por el ministro radical Hidalgo.

En vista de la oposición de la mayoría del Gobierno, Hidalgo se contenta con mantener a Franco en su puesto asesor y accede al nombramiento de general en jefe para Asturias del que ya era Inspector general del Cuerpo de Ejército al que correspondía aquella zona, don Eduardo López Ochoa. Enemigo de la dictadura, conspirador contra ella y por la República, primer capitán general de la Cataluña republicana, a vueltas también con el Gobierno Azaña, el general pertenecía a una logia de Barcelona en la que se le conocía con el sobrenombre de «Rectitud» y estaba radicalmente enemistado con todos los jefes africanos, en especial con el propio Franco y con el teniente coronel Yagüe. Sin embargo era un militar capaz, inteligente y arrojado, cuya designación para el mando en jefe de Asturias fue singular acierto: su nombre era para los revolucionarios garantía de moderación y demostraba una ausencia total del sectarismo derechista contra el que aparentemente se habían levantado.

El nuevo general en jefe no pierde el tiempo. A la una en punto de la tarde, avisado por el subsecretario, general Castelló, acude al despacho del ministro de la Guerra, donde, junto a este y el propio Castelló, se reúne con Franco, el nominal jefe del Estado Mayor Central Masquelet y el ministro de la Gobernación, Vaquero. Le dicen que no se tiene confianza en el comandante militar de Oviedo; se le ordena tomar el mando de aquella plaza. López Ochoa corta la discusión que se entabla inmediatamente sobre la forma concreta de ejecutar esas órdenes y manifiesta que sale para Lugo, y que llegará a su destino sin lugar a dudas. Son las 14 horas cuando el ministro de la Guerra despide al general en jefe con unas extraordinarias palabras:

«Vaya usted con Dios, general, y vaya tranquilo, pues su hijita Libertad (nacida hacía dos meses) no se quedará sin padre, pase lo que pase».

A las 16.00 López Ochoa despega de Getafe y a las 18 aterriza en León. Saltando por aquellas infernales carreteras se presenta a las nueve de la noche en Lugo, donde acelera la salida de la columna, ordenada ya desde Madrid y todavía no cumplimentada. A eso de las doce de la noche se le informa de que la columna ha salido ya y decide incorporarse a ella inmediatamente. Al avanzar en su coche solitario por la oscura carretera que lleva a Ribadeo se va dando cuenta de que la información sobre la salida de la columna ha sido falsa. El general en jefe ha perdido a su ejército. Entonces, en las afueras de la bellísima ciudad gallega limítrofe con Asturias, decide parar y esperar. Allí, cada vez más intranquilo, pasa gran parte de la madrugada.

El domingo 7 de octubre de 1934 es uno de los sesenta días de sol radiante de que Asturias goza en todo el año. Tras las discusiones con el Comité comunista de Mieres, Dutor ha logrado emplazar algunos cañones en el Naranco y con ellos abre el fuego sobre la ciudad a las 2.30 de la madrugada. Los jefes y oficiales de Trubia, prisioneros, se niegan a ceder ante las amenazas, y las piezas son manejadas por inexpertos, por lo que los primeros impactos caen en las líneas propias. Corregido el tiro, el primer objetivo enemigo alcanzado es la torre de la catedral. A las cuatro de la madrugada el dirigente comunista Juan Ambou, único miembro del PCE que consigue leve notoriedad en la rebelión asturiana, intenta tomar el depósito de máquinas del Norte, apoyado por la artillería, que dispara a cero.

El ataque se inicia a las cuatro de la mañana y el destacamento del depósito recibe orden de retirarse a la estación, lo que hace con una máquina y varios vagones. En vista de que la situación se hace cada vez más difícil, la compañía de la estación se repliega sobre la calle Uría y por ella pasa al Sector central, donde queda como refuerzo. Durante todo el día afluyen a Oviedo nuevas oleadas de combatientes. A eso de las nueve de la mañana se generaliza el ataque a todos los sectores de la defensa. Los revolucionarios entran en el convento de Santo Domingo, donde se les entregan siete seminaristas escondidos. Se les ordena salir de dos en dos y a 170 metros de la puerta caen todos; sólo vivirá uno de ellos, herido grave. Otro grupo entra en el convento de monjas carmelitas, que no sufren daño alguno.

Al arreciar los impactos sobre la torre de la catedral, el comandante Gerardo Caballero ordena la ocupación del templo con 19 hombres y la instalación en la torre de un observatorio, que prestó servicios inapreciables durante toda la defensa. Los revolucionarios, que ocupan el contiguo palacio episcopal, fracasan en su intento de dominar la catedral y su torre. En cambio consiguen cercar la Comandancia de carabineros, quienes, al quedarse sin municiones, deciden intentar una salida que termina en desastre.

Los carabineros que no resultan muertos son conducidos a Mieres, donde se les trata bien, excepto al teniente coronel Andrés Luengo y al comandante Norberto Muñoz, fusilados en Turón. El teniente Plaza, puesto al frente del destacamento de la catedral, instala ametralladoras en la torre con las que hostiga al enemigo. A las cuatro de la tarde se desencadena un nuevo ataque general cuyos objetivos principales son la cárcel, los cuarteles de la Guardia Civil y Pelayo y la Fábrica de Armas. La energía del director de la prisión consigue mantener el orden entre la población penal.

En la ciudad se producen varios desmanes, no fáciles de identificar con acciones de guerra. Don Graciano González Blanco, cura ecónomo de San Esteban de las Cruces, es apresado en su parroquia y conducido a Mieres, donde se le fusila. Los revolucionarios toman la casa 76 de la calle de Uría, e irrumpen en el domicilio del magistrado jubilado del Supremo don Adolfo Suárez. Al responderles su nombre le matan de un tiro que hiere también a su esposa, doña Sira Manteola, que intenta desviar el arma.

Al ir cayendo la tarde el capitán Arnott organiza un recorrido patriótico de la fuerza por las calles de Oviedo. Los vivas a España y a la República son coreados por la población. No se hace esperar la reacción roja: queda cortada la luz de la ciudad. Todavía más grave es el abandono de la fábrica militar de explosivos de la Manjoya por el destacamento que la guarnecía. Un enorme depósito de dinamita empieza a fluir hacia las filas revolucionarias.

En Gijón se nota que la crisis ha pasado ya y los revolucionarios tienen que contentarse con la defensiva. Ese día arriba al Musel el crucero «Libertad», que desembarca el 71 batallón del regimiento ferrolano 29 enviado por Franco. La unidad viene al mando del comandante Enrique Cerrada; no pudo desembarcar en Avilés porque los revolucionarios locales habían impedido el paso de las lanchas del «Libertad» con el hundimiento del transporte «Agadir». Moriones sigue manteniendo enérgicamente el control de Gijón. Dos marineros desertan y conducen una manifestación ante el barco, pero el crucero reacciona con dureza y los alborotadores se dispersan.

El «Libertad» dispara con los antiaéreos contra el barrio rebelde, al que ilumina con sus reflectores cuando cae la noche. El resplandor eriza muchas crestas asturianas y anima extraordinariamente a los partidarios del Gobierno.

Mientras tanto, las dos columnas que Madrid había enviado contra Oviedo corren muy diversa suerte durante este día. En la madrugada los revolucionarios del valle de Lena, reforzados desde Mieres, atacan por todos los puntos a la columna cercada del general Bosch.

El comandante militar de León no consigue restablecer el enlace con Campomanes ni proseguir su avance hacia Pola de Lena. La artillería de la columna, que quedó en Campomanes, bombardea la ermita prodigiosa de Santa Cristina; seguramente los artilleros ignoraban el atentado artístico que estaban cometiendo.

No sucedía lo mismo en las cercanías de Ribadeo, donde López Ochoa conseguía al fin ponerse en contacto con su columna perdida a las siete de la mañana. La tropa, un batallón de 360 hombres, había marchado lenta y holgada, en treinta camiones, que daban a la columna un aspecto mucho más imponente del que, en realidad, ofrecían sus escasos efectivos: tres compañías y media de fusiles, una de ametralladoras y un mortero, con sólo diez cajas de munición de reserva. Reprende el general con dureza al hasta entonces jefe de la columna, comandante Manso, y trata de levantar la decaída moral de la tropa. Recorre en un par de horas los 70 kilómetros entre Ribadeo y Luarca, reposta abundantemente de combustible en la capital del occidente astur y llega, bien entrada la mañana, a Salas, por un tramo de la carretera occidental mucho más difícil que el de la costa.

Allí encuentra los primeros obstáculos artificiales; alcantarillas medio voladas y, sobre todo, continuas talas de árboles. Pero solamente tarda cuatro horas en recorrer los 22 kilómetros que separan Salas de Grado, la importante villa del centro asturiano.

A la entrada del desfiladero de Peñaflor que conduce a Trubia el comandante Manso se enfrenta valientemente con el enemigo, que espera a la columna en los imposibles obstáculos que se tienden entre Grado y Trubia. A pesar de que la distancia a Oviedo es tentadora, el general, que ignora lo ocurrido a su colega de León, intuye con enorme acierto que el camino más corto para Oviedo no es la línea recta. Algo le hacen sospechar los ecos del cañoneo que le llegan a través de los montes, pero lo que acaba de decidirle es el recuerdo de los desastres napoleónicos en aquellos mismos desfiladeros asturianos.

Con tan saludable recuerdo decide dar un descanso a la tropa, bien merecido tras la durísima etapa Lugo-Grado, y, por su parte, trata de engañar personalmente a los numerosos escuchas enemigos, jactándose de que al día siguiente tomaría Trubia y llegaría a Oviedo. Aloja entonces a la tropa, que pernocta en Grado, e incorpora a su columna a un valioso refuerzo: el comandante de Ingenieros Marín de Bernardo, quien tocado con un gorro de oficial y vestido de mono va a ser elemento decisivo los días siguientes.

Mientras tanto, los mineros de Laciana (León) entran en Asturias y se atrincheran cerca del límite, en el concejo de Cangas de Narcea. Salen contra ellos treinta guardias civiles al mando del teniente Eugenio García Gumilla, jefe de línea de Tineo. j

En la clara noche del 7 de octubre, una cosa parece evidente: la única fuerza gubernamental que alimenta una leve esperanza es la exigua columna de López Ochoa. Pero en Madrid se ha perdido su rastro y el general Franco prepara el envío de refuerzos más importantes.

A los revolucionarios de Mieres, en cambio, les preocupaba otro problema bien diferente: el aumento general del pillaje, practicado por crecientes bandas de desalmados que seguían a las tropas rojas. Rateros, prostitutas y mendigos imponían el desconcierto en las zonas recién conquistadas por la revolución; aunque un observador tan fidedigno como Manuel Grossi afirma que las mujeres públicas abrazaron con sinceridad la causa revolucionaria, sin duda con loable olvido de sus intereses materiales.

En Mieres, Turón y La Felguera se adaptan talleres para la fabricación de cartuchos y blindaje. Al caer la tarde el Comité provincial de Mieres celebra una extraordinaria reunión en la que se discute la concentración de fuerzas en Campomanes para «iniciar la marcha sobre Madrid». En la misma reunión se decide no utilizar la radio conquistada en Oviedo por una razón peregrina: Si funciona la emisora, los revolucionarios del resto de España creerán triunfantes a los mineros y dejarán de prestarles apoyo. De hecho la radio de Oviedo no funcionó durante toda la revuelta, aunque tal vez la causa sea más comprensible y sencilla: la falta de técnicos entre los rojos.

Se discute también el trato a los prisioneros, sobre el que Manuel Grossi, jefe comunista del BOC mierense, afirma: «Y con el enemigo, la mujer se muestra cie veces más cruel que el hombre. Poner los prisioneros a su disposición era extraordinariamente peligroso para ellos»[29]. Tan alarmante confesión no era una disquisición teórica sobre la naturaleza femenina, sino el fruto de una experiencia terrible. La reunión del Comité Central termina con la votación en contra de la «Marcha sobre Madrid»; las malas noticias de Barcelona «que parecían verdaderas», según uno de los asistentes, desaniman a los jerarcas revolucionarios. Ganaron éstos el día anterior la primera batalla de Asturias, la de la cuesta de Manzaneda; pero la segunda, la más decisiva quizá de todas a escala nacional, la ganó en Mieres aquella tarde del 7 de octubre el general Domingo Batet.

El día 8 de octubre va a agravarse considerablemente la situación gubernamental en dos puntos esenciales de Asturias: los que ya se conocían entre los revolucionarios como «frente de Oviedo» y «frente de Campomanes». A la una de la madrugada los cañones del Naranco disparan desordenadamente contra todos los reductos leales, sumidos en la oscuridad. El cuartel de la Guardia Civil sufre varios ataques nocturnos; de madrugada se trasladan las familias al contiguo cuartel de Pelayo. A las siete de la mañana, restablecida la eficacia del aeródromo de León, 18 aviones de reconocimiento y 12 de bombardeo atacan los focos rebeldes en los arrabales de Oviedo.

El efecto sicológico producido por la presencia de los aparatos es mucho mayor que su eficacia real; en igual medida se eleva la moral de los defensores y de la población civil. Los vuelos de la aviación gubernamental son la prueba mejor de que la revolución ha fracasado en el resto de España.

De madrugada empiezan a aparecer en los vehículos revolucionarios las enormes letras UHP, emblema del Frente Unico: Unión de Hermanos Proletarios. Algún observador de Oviedo interpreta «Unión Hispana Proletaria». Con la excusa de que los guardias estaban desmoralizados por la ausencia de sus familias, el coronel de la Guardia Civil, Díaz Carmena, decide replegar sus fuerzas sobre el próximo cuartel de Pelayo, lo que ejecuta sin la debida orden superior. El cuartel de la Benemérita cae inmediatamente en poder de los rebeldes, que hostigan desde la nueva posición al cuartel principal.

Por decisión tan poco acorde con el espíritu del Cuerpo, el coronel Díaz Carmena fue condenado el 15 de febrero siguiente a reclusión perpetua y el teniente coronel Moreno Molina a cuatro años de prisión correccional. Sobre las doce de la mañana, los revolucionarios, entre cuyos jefes de grupo figura el sargento Vázquez, asaltan la Fábrica de Armas de la Vega. Los cien hombres que defienden la Fábrica, al mando del director, el coronel Jiménez Beraza, se desmoralizan. Uno de los jefes es el comandante Ramírez de Arellano, quien observa atónito los impactos de sus propios cañones probados contra él.

Un incógnito héroe minero de 17 años Se rodea de un cinturón de cartuchos de dinamita y los va prendiendo uno a uno con el cigarro a la vista de los defensores, hasta que cae acribillado. A eso de las tres de la tarde los revolucionarios emplazan el cañón Schneider de 15,5 en la Cabaña, contra el cuartel de Pelayo. A las 20.00, cuando todo ataque había remitido, el coronel Jiménez Beraza ordena inexplicablemente el abandono de la posición y el repliegue sobre el cuartel. Aún más extraño es que en la retirada las tropas abandonan el gran depósito de armas al enemigo, que no se entera esa noche de la huida. La evacuación de la fábrica resultó incomprensible para el ministro de la Guerra y para el Consejo, que condenó el 12 de febrero de 1935 al coronel Jiménez Beraza a la pena de cadena perpetua.

Con la pérdida de los dos reductos, el cuartel de Pelayo queda aislado. Las tropas que se replegaron sobre él no eran las más propicias para levantar la moral de los sitiados. Los coroneles y el teniente coronel discuten con los comandantes, pero no para asumir el mando, sino para declinarlo. Tan bochornosa escena concluye con la decisión del comandante Vallespín, quien consigue levantar algo el espíritu de la numerosa tropa sitiada, pero no hasta el punto de intentar romper el cerco. Envalentonados con sus éxitos en el sector de Pelayo, los rojos incendian la Delegación de Hacienda, el palacio de Santo Domingo y el palacio episcopal, este último en vista de que no consiguen apoderarse desde él de la catedral contigua.

El incendio del palacio se propaga a las casas de la calle de Santa Ana. Los defensores de la catedral ordenan salir a los vecinos y les prometen protección. Los revolucionarios, mandados por un deficiente mental, Jesús Argüelles (a) «el Pichilatu», organizan la salida de los vecinos mientras las tropas del Gobierno se abstienen de intervenir. Cuando los vecinos comienzan a salir, los del «Pichilatu» disparan sobre ellos, matando a ocho. La tragedia y el crimen –uno de los más odiosos de la revolución– quedaron probados en las Actas del Consejo de Guerra de 29 de diciembre de 1934, que condenó a muerte al «Pichilatu», ejecutado el 1 de febrero de 1935.

El crimen de la calle de Santa Ana no fue, por desgracia, el único que se cometió en Oviedo el 8 de octubre. En el mercado de San Lázaro los revolucionarios fusilan al vicario general de la diócesis, Juan Puerta, y al canónigo Aurelio Gago. En Oviedo la situación se agrava pero en Gijón mejora considerablemente. El teniente coronel Moriones toma por asalto el barrio obrero de Cimadevilla, bombardeado insistentemente por el crucero «Libertad». El batallón del Ferrol inicia su avance hacia Oviedo desde la ciudad portuaria. En Grado, el general López Ochoa engaña a los mineros que le esperan en la carretera de Trubia y, gracias a la niebla, consigue situarse a media tarde en las afueras de Avilés. Desciende del puerto de Pajares una fuerza de Artillería al mando del comandante Moyano. Consiguen llegar a Campomanes y antes de la noche restablecen precariamente el enlace con el jefe de la columna.

A las cinco de la mañana el teniente García Gumilla, a quien dejamos preparándose contra la irrupción de los mineros leoneses sobre las montañas occidentales, avanza sobre el puerto de Leitariegos y consigue que los mineros de León desistan de profundizar más en Asturias. Entonces vuelve a Salas y por allí se une a las tropas del Instituto que seguían guarneciendo la zona costera occidental, con base en Luarca. El vital enlace con Galicia seguía, pues, asegurado.

Éxitos y fracasos van alternándose en las informaciones que recibe el Comité provincial revolucionario de Mieres. El problema más grave para el ejército rojo es la falta de municiones, no porque éstas fueran inicialmente escasas, sino por el absurdo derroche que Se hace de ellas. El testimonio de Manuel Grossi es terminante:

«Muchos camaradas, al verse con un arma en la mano, disparaban a tontas y a locas, derrochando miles de proyectiles inútilmente. Con las municiones gastadas durante la revolución asturiana se hubiese podido emprender la conquista de toda la Península»[30]. Éste y otros problemas hacen que se constituya un nuevo Comité de Guerra para descargar al «Comité Central de la Revolución», pomposo nombre utilizado por el club de jerarcas miereño. En la propia capital roja continúan las atrocidades inútiles: cerca de Bazuelo son asesinados los jesuitas Emiliano Martínez y Arconada. Empiezan las primeras divergencias serias entre los revolucionarios: los comunistas inician su labor disgregadora y monopolística.

La insistencia del general Franco consigue que durante el día 8 embarque en Ceuta, a bordo del crucero «Cervantes», la Sexta Bandera de la Legión, al mando del comandante Antonio Alcubilla. El batallón de Cazadores de África número 8, con el teniente coronel López Bravo, embarca en el crucero «Almirante Cervera». A las once de la noche, también en Ceuta, embarcan en el transporte «Capitán Segura» la Quinta Bandera de la Legión (comandante Gonzalo Remajos) y el Tabor de Regulares de Ceuta (comandante Ruiz Marcel). Fueron sonadas las declaraciones hechas por el jefe del batallón de Cazadores antes de embarcar, entre un grupo de amigos: «Estos no tirarán contra sus hermanos.» El general De Benito informa por radio al ministro de la Guerra, quien durante toda la noche lanza radios para localizar al «Segura», donde se le había informado equivocadamente que viajaba el teniente coronel. Cuando el «Cervantes» recala en El Ferrol se deshace el equívoco y López Bravo tiene que desembarcar. Sus palabras no habían trascendido a la tropa.

Cuando en la madrugada del 9 de octubre, a eso de las seis, los grupos de asalto revolucionarios inician el ataque a la Fábrica de Armas, reciben la gran sorpresa de que su objetivo está abandonado. Con explicable regocijo comprueban el botín: 21.115 fusiles y mosquetones, 198 ametralladoras, 281 fusiles ametralladores Trapote, todo en condiciones de uso inmediato. Vázquez distribuye el armamento, para el que no se encuentran allí las municiones esperadas, que como dijimos se habían trasladado, con gran acierto, a los sótanos del cuartel de Pelayo.

De todas formas la gran noticia circula por toda Asturias e impulsa la presentación de nuevos voluntarios. En vista de que la niebla no permite durante todo el día la actividad de la aviación, los revolucionarios redoblan sus ataques contra los reductos de Oviedo. Muy pronto caen en sus manos el Banco de España, la Diputación, el Banco Herrero, el Hotel Inglés. Todo el sector del cuartel de Santa Clara se viene abajo y los guardias de Asalto incendian el teatro Campoamor para no ser dominados desde él. Se pierde también la Telefónica, pero la catedral resiste enconadamente.

Animados por éxitos tan importantes, los rojos envían un ultimátum al Gobierno Civil: «Si las fuerzas no se rinden serán quemadas dentro del edificio». Tras la toma del Hotel Inglés los huéspedes quedaron detenidos. El catedrático Alfredo Mendizábal protesta ante Teodomiro Menéndez, encargado de la custodia de los prisioneros, quien ordena la liberación inmediata de los huéspedes. Entonces los revolucionarios caen en una pasmosa contradicción.

El más importante de sus comités dicta en Mieres un bando contra el pillaje y el merodeo; pero en los sótanos del Banco de España de Oviedo el más importante de sus líderes, el diputado Ramón González Peña, decide dedicarse al pillaje y al merodeo y vuela las grandes arcas fuertes, en las que se hace con un botín de 18,4 millones de pesetas en billetes, que entonces representaban una fortuna inmensa. Hasta se olvida de recoger, en su apresuramiento, cuatro millones que deja tirados junto a las cajas violadas.

Es uno de los robos más importantes en la historia del Partido Socialista, aunque se vería superado ampliamente por varios latrocinios perpetrados por los socialistas españoles durante la época corrupta de 1983 a 1996. La prensa española prodigó después las descripciones más crueles (y merecidas) del glorioso «generalísimo» de la Revolución de Asturias huyendo de monte en monte, con sus compinches y él mismo cargados con los sacos de dinero.

Poco a poco va mejorando la situación en todos los frentes excepto en Oviedo, asediado por un ejército minero que ahora rebosa de armas ligeras y pesadas, artillería y ametralladoras, más cantidades enormes de dinamita. En Gijón el teniente coronel Moriones, cada vez más reforzado por unidades de la Escuadra, ordena por fin la movilización de militares retirados, de complemento y reserva, a la vez que arma a los voluntarios civiles con el material recogido en Cimadevilla.

El Sector oriental asturiano, relativamente tranquilo, se agita durante este día 9, cuando los revolucionarios intentan apoderarse de Villaviciosa. El teniente de la Guardia Civil, Martínez García, responde con las armas del enemigo: organiza un pelotón de dinamiteros con tricornio y dispersa a los sorprendidos atacantes. Estos, formados en su mayoría por destacamentos enviados desde la cuenca minera, deciden remontar el Sella y tomar Arriondas, donde muere en combate el teniente Domingo. Asume el mando también allí el teniente Martínez García, quien cambia nuevamente de táctica y por medio de un despliegue de guerrillas consigue dispersar al enemigo.

Cuando la columna López Ochoa abandona Grado los revolucionarios de Trubia se apoderan de la villa y proclaman el día 8:

«Sólo falta para el triunfo total que vayamos creando los Cuerpos del ejército proletario disciplinadamente, obedeciendo ciegamente los mandos de los jefes superiores del ejército rojo.»

La proclama termina con un «Viva el Gobierno Obrero y Campesino», lo que denota inequívocamente que la preponderancia comunista en el Comité de Trubia se había extendido hasta el nuevo satélite de Grado. Nada de esto preocupaba al audaz López Ochoa, quien tras el descanso de la noche en Avilés, y con la moral de su breve tropa completamente restablecida, libera a los 80 prisioneros cogidos sin armas y retiene solamente A los 24 más peligrosos. Envía dos de ellos al jefe rebelde de Avilés, con la amenaza de ejecutar a los demás prisioneros y a todos los que capture si no se rinden inmediatamente.

Pero la fama del general en jefe ha sido suficiente para que los emisarios no encuentren a nadie. López Ochoa entra triunfalmente en Avilés y se reúne en el Ayuntamiento con los regidores y la Guardia Civil que aguantaron tan duro cerco. A las once de la mañana sale la columna para Oviedo. Supera graves obstáculos, entre ellos un puente hundido y las habituales talas masivas. La marcha es lenta y tienen que pernoctar en la Iglesia de Solís de Corbera. No sin ironía comenta López Ochoa la nueva jornada tranquila del batallón ferrolano, inmovilizado en Veranes, donde vuelve a pernoctar sin que nadie parezca darse cuenta de su existencia.

El «Segura», que había hecho escala en Cádiz, arriba a Vigo, donde transborda sus fuerzas al «Cervantes». Las tropas de África ya están a punto de llegar al Musel.

El Comité central de Mieres había difundido ese día los dos bandos ya reseñados, contra el pillaje y por la formación definitiva del ejército rojo. Pero el desvalijamiento del Banco de España en Oviedo parece indicar claramente que los jerarcas empezaban a desesperar del éxito final de su empresa, sobre todo ante las noticias cada vez más abrumadoras sobre el fracaso nacional de la revolución. Desde este día se acentúa el carácter autónomo, casi cantonal, de los comités locales, que prescinden cada vez más de las orientaciones de Mieres. Por una emisora de extracorta instalada en Turón se transmite una y otra vez el UHP; pero casi nadie se entera de la existencia de esa emisora. El desaliento no ha llegado aún a las masas, pero se perfila en la falta de iniciativa de los jerarcas rojos.

En la noche del 9 los sitiados de Oviedo contemplan cómo al aclarar la niebla se iluminan de nuevo las laderas y las cimas del Naranco. Ya todo el mundo sabe que son los reflectores de la Escuadra y renace algo la moral, cada vez más quebrantada. Falta hacía, porque el día siguiente estaba destinado a ser el decisivo.

En las primeras horas de la mañana del 10 de octubre la aviación deja caer sobre la ciudad unas octavillas firmadas por López Ochoa en las que se invita a la rendición de forma mesurada. El pueblo de Oviedo se anima aún más, pero los revolucionarios no acaban de creer en las informaciones del general, ya famoso por sus ardides de guerra.

Durante todo el día intentan el esfuerzo supremo y se vuelcan sobre el que adivinan como punto más débil de la defensa, el cuartel de Pelayo, donde los defensores cada vez más abatidos, defienden como pueden sus muros y dentro de ellos un contingente de mujeres y niños. La aviación trata arriesgadamente de lanzar socorros a los reductos más amenazados y ametrallar a los atacantes. Cada vez más incendios iluminan la noche de la ciudad. Pero el 10 de octubre ha terminado la actividad revolucionaria en Gijón y las tropas de África empiezan inmediatamente a desembarcar. Las malas noticias llegan a Mieres, donde González Peña, bien forrado, propone la retirada. Resulta cada vez más fácil adivinar la descomposición interna de los revolucionarios. Manuel Grossi se empeña en demostrarnos la eficacia con que hasta el último momento funciona el Comité de Pola de Lena mediante la siguiente prueba definitiva:

«Si bien en Mieres, Sama y otros puntos se sacrifica algún que otro cerdo o vaca pertenecientes a elementos obreros, en Pola de Lena todas las reses sacrificadas son propiedad de la clase pudiente.» Tal vez las malas noticias de la guerra provocan este día 10 una oleada de crímenes. En la Ablaña es asesinado el párroco de la Rebolleda mientras cavaba su fosa; y éste es también el día de la tragedia de Turón, reconocida por los propios cronistas rojos que intentan inútilmente desviarse de la responsabilidad. En el pueblo minero son fusiladas once personas: dos jefes de Carabineros, ocho hermanos de la Doctrina Cristiana y un pasionista.

Por la noche caen fusilados en el cementerio de Olioniego el párroco don Joaquín del Valle y Villa junto a don Emilio Valenciano, de 80 años de edad. También es asesinado el Olavide, administrador de la fábrica de dinamita de La Manjoya.

A pesar del inminente desmoronamiento de la tensión revolucionaria, el general Bosch sigue todo el día cercado en Vega del Rey. Al anochecer entran en Campomanes, desde León, dos batallones del Regimiento 35. Pero no se intenta ninguna acción ofensiva de importancia.

A las seis de la mañana el general Eduardo López Ochoa inicia su movimiento más audaz; atacar con su exigua columna al grueso del ejército enemigo desplegado alrededor de Oviedo. Aún no sabe nada de la llegada del ejército de África al Musel, cuando a las seis de la mañana empieza el avance. La tropa va eliminando los habituales obstáculos, cada vez con mayor maestría. A las ocho llega a Llanera de Lugones, donde libera un puesto cercado de la Guardia Civil. En ese momento el general se encuentra tan sólo a nueve kilómetros de Oviedo. Una densa niebla le hace frenar el avance. Deja en Llanera dos compañías con la orden de socorrer a Avilés en caso necesario.

La Guardia Civil liberada le entrega al jerarca rojo y concejal socialista de Oviedo Bonifacio Martín, al que habían sorprendido la víspera durante una audaz salida del cuartel. Ordena, al fin, el general la salida de su columna –compuesta ahora por 180 hombres– y con un nuevo ardid de guerra, terriblemente cruel, coloca a los prisioneros en vanguardia. Se entabla fuerte batalla en la Corredoria que, más que un pueblo, es ya un barrio a dos kilómetros de Oviedo. En la lucha cae muerto Bonifacio Martín con otro prisionero, víctimas de las balas de sus compañeros. Recibe el general un considerable apoyo aéreo, pero no puede pasar esa noche de la Corredoria y decide pernoctar allí para intentar romper el cerco de Oviedo al día siguiente.

El general López Ochoa, jefe experto y heroico en el campo de batalla, intenta agravar a posteriori la situación de Oviedo el día 11 para destacar lo oportuno del socorro. Sin embargo, el día crítico de Oviedo había sido el 10. El 11 persistía la gravedad, agudizada por la desmoralización de los defensores del cuartel de Pelayo; pero la desmoralización crecía también entre los asaltantes. No obstante a las cinco de la mañana rompen otra vez el fuego los cañones del Naranco, que destrozan el chalet de don Melquiades Álvarez. El comandante Caballero incendia el convento de las Agustinas para desalojar de él a los revolucionarios.

En un intento de mejorar sus posiciones, entran los rojos en el convento de las Esclavas sin hacerles el menor daño. Aurelio de Llano señala para las ocho de este día la voladura de la Cámara Santa; pero creemos que la fecha debe de ser anterior. La aviación apoya a los sitiados. Una bomba cae en la plaza del Ayuntamiento, donde mata a 12 revolucionarios y hiere a 27. Durante la revolución, en el Hospital de Oviedo, controlado por Teodomiro Menéndez, se practicaron de 40 a 50 intervenciones diarias. Se operaba, además, en numerosos hospitalillos, dentro y fuera de Oviedo. A las ocho de la mañana el Sargento Vázquez imita al general López Ochoa y ataca el cuartel de Pelayo con un grupo de prisioneros en vanguardia. Los asaltantes intentan un último esfuerzo y en la calle Uría los guardias de Asalto tienen que replegarse casa por casa del número 8 al 13. El ataque de Vázquez con los prisioneros ha terminado de desmoralizar a los 900 hombres que pueblan el gran cuartel.

Sin embargo, la liberación estaba cerca. En la Corredoria, a las seis de la mañana, López Ochoa, ya preparado para el asalto definitivo, dispersa un ataque enemigo con un grupo de dinamiteros-soldados al mando del comandante Marín de Bernardo. A las nueve y media de la mañana entran en combate las dos compañías de Lugones con el comandante Manso al frente. Dos horas más de batalla dejan libre el camino de Oviedo. A la entrada de la ciudad tres aviones abastecen de cartuchos a la columna. López Ochoa libera a los prisioneros cogidos sin armas, pero retiene a otros 30. Los camiones aceleran y la columna les sigue a paso ligero. Dejemos al propio general la descripción del momento estelar de su vida:

«Los jefes (del Pelayo) han tenido, este día y la víspera, varias reuniones que, aunque no con carácter oficial, han trascendido entre la oficialidad, que no se siente mandada ni dirigida, y en ellas se ha hablado de rendición, mientras por otra parte se han impedido bajo severas prohibiciones iniciativas de más de un oficial, entre las que destaca la de salir con fuerzas para enlazar con la columna que en la Corredoria ha habido noticias de que ha llegado.

»En tales momentos, y cuando la presión es más fuerte y la tensión de espíritu más considerable, a la caída de la tarde, entre la confusión de gritos y el tiroteo, se ve avanzar desde las ventanas altas del cuartel una columna de camiones, que por la carretera de Gijón, a toda marcha, se dirige hacia las puertas de la verja, donde existía una avanzadilla que se había retirado al interior del edificio, hace dos días. Al propio tiempo, los rebeldes procedentes del casco de la población, avanzan por la misma calle en sentido contrario, dando grandes gritos de ¡Viva el comunismo! Los del cuartel vacilan, no dándose exacta cuenta de lo que ocurre, pues creen que es una añagaza y que las fuerzas que se aproximan en los camiones son también enemigas y, por último, rompen fuego sobre ambos costados. Los camiones se han detenido a corta distancia del cuartel en la calle adyacente, y se escuchan fuertes voces de los rebeldes que gritan: ¡No tirar, hermanos!, acompañadas de algún disparo suelto y, por último, se oyen nuevos disparos más nutridos, a la vez que se escuchan toques de cometa, entre los que destaca el de ¡alto el fuego! y la contraseña de un regimiento. Ello provoca un vivo tiroteo por parte de los rebeldes, y nuevamente los vítores al comunismo, que son al fin apagados por el crepitar violento de una ametralladora que obliga a huir a aquéllos a la desbandada.

»De nuevo resuena la cometa tocando por la parte de los camiones ¡alto el fuego!, y se va apagando éste, mientras se alejan los revoltosos, cesando en su griterío. Se oyen las voces de un sargento, que arrastrándose ha conseguido llegar cerca de la puerta, y que parlamenta con los del cuartel, dándose a conocer como del Batallón número 12, pidiendo se abran las puertas para que pueda entrar la columna de socorro. A ellas han acudido, por fin, un pequeño grupo de soldados con dos oficiales, uno de los cuales se ha visto obligado a romper el candado que las cerraba a fuerza de balazos, pues la llave no aparece. Se abren por fin las puertas y por ellas se precipita a la carrera, primero una sección, y luego el resto de la compañía, mezclándose con los soldados que han acudido. El oficial que manda este grupo y que se halla con un fusil en la mano y el casco de guerra pregunta a gritos quién manda la fuerza, siendo contestado por los soldados de la primera sección “¡Nuestro general! ¡El general López Ochoa!”

»El oficial, que es un capitán de la Guardia Civil, se precipita entre mis brazos vitoreando a España. Las demás compañías del batallón van entrando sucesivamente, mezclándose con los del 3, que descienden en tropel al patio, dando entusiastas vivas a España y a la República, que se mezclan con los de ¡Viva nuestro general!; ¡Viva el general López Ochoa!, que gritan los del 12.

»El momento es altamente emocionante, pues el fuego ha cesado como por encanto y el enemigo ha desaparecido. ¡El cuartel está salvado!».

La entrada del general en jefe fue realmente la culminación de una larga y heroica marcha. Su valor personal se mostró, en el momento cumbre de la entrada en Oviedo, acorde con la leyenda que ya circulaba por todo el país. El valiente comandante Vallespín, que había mantenido la resistencia del cuartel de Pelayo, exclamó al ver al general en jefe disponiendo la entrada: «¡Que burro!» López Ochoa, que no tenía sentido del humor, le reprendió severamente. El general había cumplido su promesa del Ministerio de la Guerra. Con su presencia en Oviedo, y respaldado por la entrada inminente del ejército de África, la revolución estaba virtualmente vencida.

Porque a las 6.30 de la mañana de ese mismo día ll de octubre la columna Yagüe salía de Gijón para Oviedo. Sus casi dos mil hombres marchaban distribuidos de la forma siguiente: en vanguardia el comandante Alcubilla con dos escuadrones de Caballería y su bandera del Tercio. El grueso lo formaban el batallón de Cazadores número 8, ahora al mando del comandante Castillo, con una batería y la Sanidad. La vanguardia despeja el campo en breve combate a 15 kilómetros de Oviedo. A las tres y media de la tarde Yagüe llega a la Corredoria y fortifica para pasar la noche, ya que el autogiro le informa equivocadamente que la gran columna de camiones era enemiga.

Por fin, este mismo día 11 de octubre, un convoy de socorro consigue llegar desde Campomanes a Vega del Rey. Ha terminado el poco creíble copo del general Bosch, pero no ocurre nada más. Un tren blindado de Mieres tiene que retirarse. Los jefes de grupo del «frente de Campomanes» celebran una reunión plenaria y comunican a Mieres que si no se les mandan municiones se retiran. Se les envían algunas y con ellas al sargento Vázquez, con el pomposo nombramiento de «jefe militar del frente de Campomanes». Instala en Pola de Lena su puesto de mando, pero no puede frenar el creciente desánimo de sus tropas.

Esa misma noche comienza la desbandada de los comités. El central de Mieres decide la retirada estratégica. Los comunistas se van apoderando cada vez más de la dirección del movimiento. González Peña huye de noche hacia los montes de León; el Banco de España ofrece 250.000 pesetas por informes sobre su paradero. Triste mutis del generalísimo de la revolución, degradado a bandolero vulgar (durante la Guerra Civil será ministro de justicia: la República acorralada parece seleccionar semejante cargo con criterio masoquista). El Comité de Grado, aventajado discípulo del jefe supremo, roba 75.000 pesetas de los bancos locales y huye. Los comunistas montan inmediatamente otro, aún más suyo. en cuya proclamación se lee: «Las fuerzas del ejército de la derrotada República del 14 de abril se baten en retirada.» Decían mucho más de lo que sabían.

FIN