Las graves noticias de las cuencas mineras y fabriles, ya que no el incógnito amago mortal de González Peña, motivaron que a eso de las ocho de la mañana, de acuerdo con Madrid, se declarase el estado de guerra en Oviedo y se cursasen instrucciones para extenderlo a toda la provincia. En su virtud, el gobernador civil, don Fernando Blanco, cede el mando al coronel Navarro, quien establece su cuartel general en el Gobierno Civil y organiza inmediatamente la defensa de la ciudad. Previendo justamente la tormenta, el gobernador civil se había adelantado a pedir refuerzos y ese mismo día llegan a Oviedo dos compañías del Batallón de Zapadores de Gijón y una compañía de Asalto desde Burgos.
A las nueve de la mañana entran en fuego los defensores de Oviedo. Mientras tropas del Ejército ocupan diversos puntos clave de la ciudad, la compañía de Asalto del capitán Arnott libra un combate en la cuesta de Manzaneda, muy cerca de la capital, en la carretera de Mieres. Una sección de Asalto había quedado horas antes en posición difícil al intentar socorrer el puesto sitiado de la Guardia Civil en Olloniego, al final de la cuesta. Arnott recoge a la sección (que procedía de Salamanca) y ante el ataque en tromba de las tropas de Mieres tiene que salir de Oviedo el comandante Caballero con dos compañías del Regimiento número 3 para proteger la retirada de todos. A eso de las doce termina la batalla y las tropas del Gobierno se retiran a Oviedo mientras los revolucionarios, siguiendo órdenes de Dutor, se concentran en las proximidades del cementerio del Salvador, con una moral elevadísima por su primera victoria en campo abierto.
Queda, por tanto, dibujada la tenaza que va a actuar al día siguiente: la columna de González Pena, que va engrosando en Paniceres con los revolucionarios de la zona N y NO de Oviedo y proyecta entrar en la ciudad por el NO, es decir, por Buenavista; y la columna de El Salvador, que recibe los mas importantes refuerzos de Mieres y las cuencas y tratará de entrar por San Lázaro, es decir, por el sur. Mientras tanto el coronel Navarro trata de organizar la defensa de la ciudad a base de sectores apoyados en los cuarteles: manda el de Santa Clara coronel Antonio Quintas Rodríguez; el de Pelayo, el comandante Benito Vallespín Cobién, que tiene como adjunto al comandante Emilio Juste Iraola; la Fabrica de Armas el coronel Ricardo Jiménez de Beraza y el de la Guardia Civil el coronel Juan Díaz Carmona. Existen otros puntos secundarios que recordaremos mas adelante.
No todos los cuarteles de las cuencas cayeron el día 5. El que ofreció resistencia mas dura fue, el de Sama, terriblemente asaltado por los revolucionarios pero bien reforzado por un grupo de guardias de Asalto llegados en el último instante desde Oviedo. El cura regente, don Venancio Prada, fue asesinado en su parroquia de la misma villa.
Los revolucionarios estaban convencidos de que la aviación republicana se pondría inmediatamente de su parte. No fue así. A las doce de la mañana nueve aparatos de la base de León hacen su primera incursión sobre Asturias. Aunque la misión era exclusivamente de reconocimiento, todo el mundo comprendió que la Aviación estaba con el Ejército y el Gobierno. El efecto moral en ambos bandos fue muy superior a las consecuencias materiales que cabía esperar.
A las catorce horas, el comandante militar de Gijón, teniente coronel Moriones, declara el estado de guerra y asume el mando de la plaza. Con las dos compañías de refuerzo enviadas a Oviedo le quedan 200 zapadores-minadores de su batallón numero 8; 52 guardias civiles, 28 de seguridad, y 24 carabineros: 304 hombres que van a ser suficientes para un jefe decidido. Varios militares retirados y bastantes paisanos de derechas le piden armas, pero no accede hasta recibir autorización expresa del Gobierno.
Otro notable jefe gubernamental, injustamente olvidado por apresurados historiadores, es el teniente de la Guardia Civil José Domingo, que defiende toda la zona oriental de Asturias con 110 hombres diseminados. Mil asaltantes se lanzan contra el cuartel de Nava, pero el teniente, que estaba allí, consigue forzar una salida con 20 guardias, y tras ser reforzado ligeramente pone en fuga a los revolucionarios. Cuando vuelve a distribuir a los guardias por los puestos, Nava cae otra vez en poder del enemigo, pero el teniente, a salvo, no le va a dejar punto de reposo.
Madrid, Oviedo y Mieres se dieron inmediatamente cuenta de la importancia que tenia el dominio de la ruta del puerto de Pajares, único camino posible para la extensión del conflicto o para su reducción más directa. El ejército de Mieres se ha alargado hasta Campomanes, muy cerca de la base del puerto divisorio, y asedia el cuartel. Por la tarde llegan al pueblo 35 guardias civiles de León, mandados por el teniente Alcor; pero sufren un inesperado ataque rojo en el que mueren el teniente y un tercio de su tropa. (Empleo este adjetivo, rojo, porque, por primera vez en España, se lo atribuyeron orgullosamente los revolucionarios).
El resto se retira monte arriba al anochecer, cuando ya se ha rendido el cuartel de Campomanes. Desde Ministerio, el general Masquelet y el ministro Hidalgo tratan de taponar como pueden las brechas cada vez más alarmantes que revela la deficientísima información recibida. A las 18.30 sale de León el Regimiento 36, con su teniente coronel a1 frente; dominan, tras fuerte lucha, el centro minero de Santa Lucia, en la vertiente sur de Pajares y con ello impiden de momento que el contagio revolucionario desborde la cordillera. A esa misma hora sale de Palencia el batallón ciclista que pernoctará todavía en tierra leonesa.
Mientras tanto en Oviedo, al atardecer, se entabla un tiroteo en la Plaza de la Escandalera y el cuartel de Santa Clara recibe su bautismo de fuego. Los rebeldes cortan el agua de la ciudad, que solamente cuenta con reservas para tres días.
La zona occidental de Asturias permanece tranquila; el jefe de línea de Luarca concentra allí todos los puestos. Pero hasta aquellos rincones tan poco propios para la guerra llegan ecos amenazadores: ya de noche cientos de revolucionarios atacaban a los seis guardias de Grado, bien mandados por el teniente Juan Domínguez, y con la moral muy elevada por doña María García, esposa de uno de los guardias, que no cesó el fuego en toda la noche.
Los atacantes tuvieron que retirarse al amanecer, sin duda para dirigirse a la próxima Trubia, donde a las once de la noche del 5 se habían reunido silenciosamente 300 obreros de la Fábrica de Armas en el contiguo prado de Villarín. Allí acordaron la toma de la fabrica al día siguiente.
Con tan grave amenaza termina el primer día de la revolución asturiana, justo a la hora en que el general Francisco Franco, sin tiempo para ponerse de uniforme, llega por fin al Ministerio de la Guerra con el nombramiento de asesor del ministro. Hidalgo había buscado durante todo el día al general, a quien sabia buen conocedor de Asturias y en quien tenía la mas absoluta confianza. Pasando sobre el menos decidido jefe del Estado Mayor Central, Masquelet, Franco fue no solamente el jefe virtual de Estado Mayor de la campaña, sino, hasta la llegada de López Ochoa a Oviedo, el auténtico general en jefe; hasta el final actuó como coordinador y cerebro de las operaciones.
Inmediatamente el joven general africano se instala en el propio despacho del ministro con su colaborador y pariente, Francisco Franco Salgado, y con dos marinos, uno de los cuales es Francisco Moreno Fernández. Los autores discrepan en la fecha de la entrada en funciones de Franco; pero el reciente testimonio de Crozier, bebido en muy altas fuentes, concuerda con el para nosotros decisivo de López Ochoa, quien no depende aquí de un simple recuerdo, sino de una fuerte vivencia personal. Franco se preocupa inmediatamente de establecer una comunicación constante por todos los medios disponibles –que no eran muchos– con Asturias; asegura, ante todo, las comunicaciones por mar y convence sin dificultad a Diego Hidalgo para que se envíen a Asturias tropas selectas de África.
Las razones son de gran peso: el peligro de subversión en otros puntos de España no permite mayores traslados intrapeninsulares; la calidad del enemigo es temible; la próxima licencia de la tropa no era, como ya` advertíamos, un estimulo para la moral de las guarniciones. Franco conocía a «sus» tropas de África, y ellas lo conocían a él.
Decidido el socorro africano, el Ministerio llama inmediatamente al teniente coronel Juan Yagüe Blanco, que descansaba en su villa natal, San Leonardo, y le ordena presentarse en Gijón para tomar allí el mando de los africanos. Un autogiro va a transportarle; es la primera aplicación bélica del invento de Juan de la Cierva.
Algún historiador extranjero y alguno español repiten con inocencia la broma comunista sobre la presencia africana en las tierras de Pelayo; quizá en vista de que nadie se acordó de criticar a las tropas berberiscas que pocos años antes hablan hollado el antiguo dominio de San Luis para atacar a unos cuantos viejos reinos cruzados (versión surrealista, pero auténtica, de un aspecto de la Primera Guerra Mundial). Dejemos el tema en sus justos limites humorísticos, que acentúan la nota cuando pensamos que los inventores de la contradicción no son precisamente herederos espirituales de los reconquistadores.
Con Franco al mando de la que ya se perfilaba como campaña, el ministro Hidalgo pudo dormir mas tranquilo aquella noche, lo mismo que accedió sin dificultades, en la siguiente, al descanso personal que desde Barcelona le sugería el general Domingo Batet. Las noticias seguían siendo malas, pero en el Ministerio había entrado de pronto la serenidad, la fe y, lo que una hora antes parecía imposible, la iniciativa.
El caudillo de la revolución, Ramón González Peña, tuvo que escuchar muchas imprecaciones durante la noche del 5 de octubre. Los miembros del Comité Revolucionario y hasta los simples soldados rojos le atribuían, no siempre con moderación, la responsabilidad por el ataque frustrado a Oviedo del día anterior. Peña se disculpaba con la pasividad de los trabajadores de la capital, que no hablan acudido a la cita. Pero en todo caso, y para acallar unas críticas que empezaban a ser amenazadoras, Ramón González Peña decide que el ataque definitivo se lance contra Oviedo en la madrugada del 6 de octubre.
Algo deben sospechar los ya prácticamente cercados defensores, porque justamente en esa madrugada una compañía de infantería ocupa la estación del Norte, el depósito de máquinas y la iglesia de San Pedro de los Arcos, todo ello en el sector de la ciudad del que arrancan las faldas del Naranco. Se refuerza a la vez cl destacamento que defiende la fábrica de explosivos de la Manjoya y la guardia de la cárcel provincial, que asciende ya a cincuenta hombres.
A las ocho en punto de la mañana inician su avance sobre la ciudad las dos columnas rojas. Dutor había ordenado un despliegue por guerrillas de tres fusileros y dos dinamiteros; cada grupo de treinta atacantes constaba, pues, de seis escuadras 0 guerrillas. El avance progresa lentamente y con grandes precauciones. La columna de San Lázaro es mas eficaz: formada en su casi totalidad por mineros, parte del cementerio y al filo del mediodía entabla un fuerte combate en el Caño del Águila, con muchas bajas por ambas partes.
Los defensores, poco acostumbrados al estruendo de la dinamita, se retiran con presteza y la columna minera irrumpe en la ciudad. Tratan de frenarla una compañía de Asalto, una de Zapadores y una sección de ametralladoras. Ante el peligro de verse arrollados, se retiran sobre la calle de Campomanes, donde se les protege desde las ventanas del cuartel de Carabineros. Los mineros amplían su base urbana y conquistan, casi sin oposición, el Ayuntamiento, que va a convertirse en el cuartel general de los revolucionarios dentro de la ciudad.
La columna de Paniceres se decide a entrar en acción cuando la de San Lázaro ha roto ya por completo el frente enemigo. Los hombres de González Peña, en parte aldeanos, se animan con el éxito minero, irrumpen por la barriada de Buenavista y conquistan el Hospital Provincial. Se extienden por el barrio y toman los conventos de las adoratrices, las carmelitas, las dominicas y las teresianas. Tratan bien a religiosas y alumnas: «Nosotros buscamos curas» se les oye decir. Por toda la comarca se extiende la noticia de la entrada en Oviedo; incluso se habla de conquista total. Durante la tarde, el capitán Arnott ve llegar por los montes «como romerías» de milicianos. Pero los hombres que desbordaban a la guarnición de Oviedo eran solamente unos 1.800, entre las dos columnas.
El sargento Diego Vázquez, simple jefe de grupo del ejército asaltante, intenta sin éxito la ocupación del cuartel de Carabineros. El comandante militar, al ver relativamente estacionada la situación tras el primer empuje enemigo, organiza la defensa en varios núcleos desde primeras horas de la tarde:
• Sector Naranco: Centro base, cuartel de Santa Clara. Estación del Norte, depósito de máquinas, San Pedro de los Arcos, calle Uría, Hotel Inglés, Banco de España y varios puestos en tomo al cuartel. El hombre mas animoso en este sector es el capitán de Asalto Juan Arnott. Jefe del sector: coronel Quintas, en Santa Clara, valeroso y clarividente.
• Sector Central: Centro base, Gobierno Civil, Telefónica, Banco Asturiano, Audiencia, Monte de Piedad. Observatorio en la torre de la catedral. Bajo el mando nominal del coronel Navarro, el hombre clave para este sector fue desde el primer momento el comandante Gerardo Caballero.
• Sector Pelayo. Centro base, cuartel de Pelayo. Fabrica de Armas de la Vega, enlaces entre ésta y el Gobierno Civil, por una parte; por otra, con el propio cuartel de Pelayo. El enlace entre los dos sectores se hace por una compañía de Zapadores tendida a lo largo de las calles Jovellanos y Gascuña. Núcleos aislados, pero tácticamente dependientes del cuartel de Pelayo, eran la cárcel y el cuartel de la Guardia Civil. Ante la renuncia de los jefes superiores, los verdaderos jefes de la defensa en este tercer sector fueron los comandantes Vallespín y Juste Iraola, La cárcel se defendió aisladamente.
Este dispositivo militar descansaba, sobre todo en el apoyo incondicional de la población civil de Oviedo. Bastantes trabajadores se incorporaron, sin demasiada eficacia por cierto, a las filas rojas. Pero la gran mayoría del pueblo ovetense estaba cou los defensores de su ciudad. En la última conferencia que, por la tarde, el ministro de la Guerra pudo celebrar con el comandante militar de Oviedo, le ordena «entregar las armas de la Fábrica a la población civil». El coronel no obedece la orden, aunque Gerardo Caballero armó por su cuenta a bastantes paisanos que incrementaron la guarnición de Santa Clara.
Una de las noticias mas graves del día –y que se extendió inmediatamente por Asturias– fue la ocupación de la fábrica de armas de Trubia por los revolucionarios, a quienes dejábamos la noche anterior planeando el asalto en un prado contiguo a la ciudad. Trubia se encuentra a 17 kilómetros de Oviedo, muy cerca de la carretera general Oviedo-Grado-Ribadeo y hundida en una depresión múltiple por la que el río de su nombre desagua en el Nalón. Los 1.400 obreros de la fábrica –la más importante que dependía del Consorcio de Industrias Militares– entran al trabajo con normalidad a la hora habitual, las ocho de la mañana. El destacamento militar de la factoría estaba al mando del coronel director don Félix García Pérez y constaba de 24 jefes y oficiales –que en su gran mayoría desempeñaban funciones técnicas– junto a 25 clases y soldados, en su mayoría asistentes de los anteriores. A las diez, los obreros, controlados por el único Comité asturiano de mayoría comunista, se rebelan simultáneamente.
Los oficiales intentan la resistencia aislada, pero al morir en lucha el comandante Francisco Hernández Pomares, tienen que rendirse. Los revolucionarios se apoderan de 29 cañones; un Schneider del 155, nueve Schneider del 105, uno del 7,5, 18 de 4 cm, tipo Ramírez de Arellano, y proyectiles a discreción. Los cañones Arellano resultaban particularmente prácticos para el momento: pesaban 190 kilos, con una frecuencia de tiro de 15 disparos por minuto y un alcance eficaz de cinco kilómetros. Estaban todavía sin verificar las pruebas finales.
Entre el botín de Trubia cayeron en poder de los revolucionarios 8.000 cascos de acero. El secretario del Comité retrasó la puesta en servicio de tan formidable armamento porque deseaba conservar la artillería para la defensa de «su» sector. A regañadientes entregó algunos cañones, que entraron en servicio al siguiente día, pero una buena parte de ellos quedo inactiva en el valle trubiano.
El 6 de octubre contempló el triunfo total de la revolución en las cuencas. A las cero horas cae en poder de los asaltantes el cuartel de La Felguera. Esto acucia a los de Sama, que hacia las 9 de la mañana atacan con tal energía que los guardias, a las órdenes del capitán Nart, no tienen otra solución que forzar la salida desesperada, que termina en una de las peores tragedias de toda la revolución. Los guardias caen inmediatamente prisioneros y en la calle de Pablo Iglesias son fusilados sin dilación alguna 22 de ellos. A los demás, tanto guardias civiles como de Asalto, se les fusila en donde se les coge.
Entre los días 6 y 7, en los que todavía se encuentra a algún superviviente, las tropas del Gobierno que guarnecían Sama registran 69 muertos, es decir, la casi totalidad de sus efectivos. Uno de ellos es el capitán Nart, asesinado cuando trataba de huir, gravemente herido. Algún autor revolucionario ha intentado justificar la tragedia con la historia de un parlamento violado por las fuerzas del orden. Varias proclamas comunican el advenimiento de la República soviética.