Revolución en Asturias: La explosión

La preparación revolucionaria asturiana era, desde el mes de febrero de 1934, el secreto peor guardado de la historia contemporánea española. El ruidoso affaire del «Turquesa» era indicio suficiente para concentrar sobre Asturias las sospechas del Gobierno, quien, sin duda, decidió las maniobras de otoño en las montañas de León para disuadir a los cabecillas del eventual foco de la revuelta.

Ya en julio de 1934 el ministro Diego Hidalgo había ordenado que se enviasen fuera de la región todas las armas largas sobrantes en las guarniciones de los parques divisionarios y de Cuerpo de Ejército; había dispuesto también que se quitasen los cerrojos a los fusiles (excepto los imprescindibles) y se guardasen las piezas en otro edificio diferente. Según autorizado testimonio del ministro, se enteró (por desgracia ya tarde) de que el coronel director de la Fábrica de Armas de Oviedo, Jiménez Beraza, no cumplimentó esta orden. En vísperas de los acontecimientos, el mismo día 3 de octubre, dicho jefe recibe instrucciones del Gobierno a través del gobernador civil para que inutilice el armamento que pueda ser aprovechado por los eventuales rebeldes. Tampoco lo hace.

El día anterior ocurrió un hecho importante que pasó desapercibido para el Gobierno, lo que resulta perfectamente explicable, ya que la atención de todo el mundo se centraba en Madrid sobre la salida de la crisis provocada por Gil Robles para derribar premeditadamente al Gobierno Samper: el líder socialista asturiano Teodomiro Menéndez sale ocultamente de Madrid con las últimas instrucciones del Comité revolucionario central.

Teodomiro Menéndez era fiel seguidor de Prieto y como su jefe, se había opuesto a la solución violenta de la crisis del partido y de la República. Nacido en Oviedo el 25 de julio de 1879 tenía una larga historia tanto administrativa como revolucionaria. Once consejos de guerra y seis condenas a muerte pesaban ya en esa historia que se inicia en los primeros años del siglo.

En 1934 era uno de los más antiguos supervivientes de la vieja guardia del PSOE, aureolado con la antigua confianza, casi predilección, del fundador. Organizador sindical de los ferroviarios astur-leoneses –otra de las columnas del socialismo español– desencadenó la huelga del Sindicato Norte en 1917 y mantuvo la rebeldía asturiana durante varias semanas cuando el movimiento había fracasado ya en toda España tras el papirotazo amistoso de Leopoldo Matos (o su delegado) en Barcelona. Subsecretario de Obras Públicas desde el 8 de enero de 1932, aceptó la decisión extremista de Largo Caballero en 1934 de muy mala gana y por salvar la cohesión del partido y de la UGT, pero una vez decidido, actuó en primera línea revolucionaria. Aun así no intervino en el asunto del «Turquesa», en el que tan curiosa participación tuvo su jefe, Prieto, y durante el curso de la revuelta asturiana trató de suavizar en lo posible las aristas de la tragedia.

Hombre de gran prestigio en Oviedo, era prácticamente un concejal nato de la capital asturiana y en ese puesto trabajó con notable altruismo y eficacia, lo mismo que en la Subsecretaría de Obras Públicas. Amigo de toda la vida de Melquiades Álvarez, los sucesos de 1934 rompieron una colaboración tan asturiana y tan fecunda. Hombre rudo, penetrante, honrado a carta cabal, de voz estentórea y profundo humanismo, era de los socialistas que creían en Dios sin intermediarios y que trabajaban por su pueblo con entrega y competencia; lo conocí en Madrid al final de su vida; junto a él se pasaban las horas sin sentir.

Teodomiro Menéndez era para la Asturias revolucionaria de 1934 el enlace histórico y popular con los recuerdos todavía vivos de 1917; a su influjo se debió, sin duda, el relativo éxito de la coordinación administrativa y política de los rebeldes. Pero alguien de personalidad tan humana y comprensiva no era el jefe más indicado para una revolución como aquélla y por eso el papel auténtico de Teodomiro Menéndez fue, en Oviedo, más bien de retaguardia y más aparente que real.

El jefe supremo teórico de la revolución –a veces se refirió a sí mismo como «generalísimo» y creía hablar m serio– era otro jerarca socialista que, antes y después de la revuelta, figuró en las líneas relativamente moderadas del prietismo, pero que en octubre no tuvo una actuación acorde con ese calificativo: Ramón González Peña.

Para el grueso de las fuerzas revolucionarias tenía la ventaja de haber sido largos años el hombre de Mieres el segundo fiel del fundador del Sindicato Minero, Manuel Llaneza. Intermedio de tres hermanos célebres en la militancia socialista (Alfredo y Manuel se llamaban los otros dos), tenía 46 años en 1934 y su prestigio en el sindicato asturiano lo llevó a la organización de otros dos enclaves socialistas en el Sur: las cuencas de Peñarroya y Riotinto. En ésta continuaba cuando al advenimiento de la República fue elegido diputado a Cortes por Huelva, de donde regresó a Asturias como presidente de la Diputación.

En 1933 había resultado elegido «por las minorías asturianas». Clásica estampa del minero, fuerte, autoritario, su decisión era a veces precipitación alocada y, en realidad, le faltaban las principales cualidades del jefe revolucionario, aunque era un excelente organizador en tiempos de paz. Un Teodomiro Menéndez no habría forzado jamás las arcas del Banco de España.

El tercero de los líderes revolucionarios, de mayor nota es Belarmino Tomás Álvarez, el prudente liquidador de la revuelta. Era gijonés (nació en 1892), pero en octubre todo el mundo lo miraba como el hombre de Langreo, donde se había formado como minero y como socialista. Por designación del patriarca Manuel Llaneza, desempeñó con acierto la dirección de 1a famosa mina colectivizada «San Vicente». En 1927 sufrió un resonante atentado de un minero comunista y llegó a presidente del Sindicato Minero. De su habilidad negociadora y como compromisario sólo cabe decir que «el hombre de Langreo» era respetado y querido en el mismo Mieres.

Amador Fernández, diputado a las Constituyentes y, a pesar de ello, organizador de la indisciplinada huelga del Sindicato Minero en 1933, era ferviente besteirista y aunque fue seducido por Prieto para la organización del affaire «Turquesa» no participó muy activamente en la revolución de 1934. Era también, ante todo, un administrador y tal vez en calidad de tal franqueó a González Peña en el lamentable desvalijamiento del Banco de España ovetense. «Amadorín», el pequeño minero del alto Nalón, había sido gerente de Avance, cargo desempeñado con eficacia. Unía a su talento administrativo una audacia proverbial que lo condujo a innumerables aventuras.

Pero el hombre que llevó al gran diario socialista a la cumbre de su influjo –esa cumbre era precisamente octubre de 1934– era el ex redactor de La Voz, Javier Bueno. El periódico había sido fundado en 1931 con fondos del Sindicato Minero, que era su propietario, pero por vía de publicidad y por otros medios ocultos recibía sustanciosas ayudas de grupos burgueses, cuyas intenciones, para el ingenuo observador, resultan por lo menos confusas.

No faltaba razón a José Calvo Sote1o para afirmar en la sesión de Cortes de 6 de noviembre de 1934: «Avance es el verdadero gestor moral de la revolución asturiana», conclusión que corroboraba con datos irrebatibles[28].

El día 4 de octubre crece ostensiblemente la tensión en Asturias y los líderes revolucionarios están colgados de la radio para conocer al instante la temida nueva de la irrupción derechista en el Poder. El general López Ochoa, con su excelente crónica militar de la campaña, cita ya varias acciones subversivas abiertas en esta fecha. El general, que todavía no había llegado al lugar de los hechos, adelanta al menos en veinticuatro horas su por otra parte bien cuidada cronología.

El único suceso significativo del 4 de octubre no fue advertido más que por un capitán a la hora de pasar lista: había desertado del Regimiento número 3, de guarnición en Oviedo, el sargento Diego Vázquez, de ideología confusamente extremista y que no ejercía sobre su soldados la menor influencia, como lo demuestra que ninguno de ellos lo acompañase, entonces ni luego, en la deserción. Vázquez era un pobre hombre al que la venganza represiva quiso convertir a posteriori en un especie de monstruo decisivo y que durante la revuelta se limitó a corretear por todas partes sin apenas eficacia militar.

Mucho más importante, tanto en 1934 como en 1936, fue la actuación de otro sargento, aunque en la primera de estas fechas estaba retirado del servicio activo. Francisco Martínez Dutor, funcionario de la Diputación asturiana, tenía un fuerte instinto militar, muy superior en intuición y eficacia a lo que prometía su modesta experiencia castrense. Se ganó la confianza de González Peña cuando éste desempeñó la presidencia de la Corporación y fue designado en toda regla como jefe de Estado Mayor de la revolución. El abogado defensor de González Peña diría después, con toda razón, que el verdadero jefe militar de octubre no fue el «generalísimo» y menos el «general en jefe» Belarmino, sino el oscuro ex sargento, que huyó a la Unión Soviética y volvería a desempeñar un papel considerable en el ataque contra Oviedo durante la Guerra Civil.

Este era, por tanto, el comité directivo de la revuelta: jefe supremo, Ramón González Peña; asesor técnico militar, Francisco Martínez Dutor; jefes en el recinto ovetense que se pensaba capturar, como casi sucedió de hecho, Teodomiro Menéndez, Juan Ambou, Graciano Antuña (delegado socialista en el pacto con la CNT), el concejal Bonifacio Martín, coordinador, y Amador Fernández.

La institucionalización revolucionaria estaba al cargo de tres comités: político, de guerra y administrativo. Del comité de guerra dependía el ejército revolucionario, formado a base de grupos o células de 15 individuos (otras veces 30) al mando de un jefe de grupo. El objetivo previsto estaba perfectamente claro: dominar inmediatamente el triángulo central inferior, y con la capital revolucionaria en Mieres, apoderarse de Oviedo. Gijón debería también caer en seguida mediante un ataque basado en los barrios obreros para confluir a su vez sobre la capital de Asturias.

Los comités estaban dominados en cantidad y calidad de jefes por el socialismo; era considerable, aunque relativamente innominada, la participación anarquista (que no dio a octubre ni un solo jefe importante y recordado, excepto tal vez, el líder de Gijón José María Martínez) y francamente minoritaria (en la etapa inicial) la comunista, con sólo dos dirigentes destacados: Juan Ambou y el disidente Manuel Grossi.

En cambio los comunistas pudieron alzarse con un brillante símbolo propagandístico: Aída Lafuente. El ejército rojo llegó a contar, según el informe oficial del Gobierno, con treinta mil hombres en marcha; la cifra no es exagerada para todo el teatro de operaciones, pero no se trataba, por supuesto, de un ejército organizado, sino de un conjunto de columnas formadas más bien por bandas que por unidades militares entrenadas. La dureza de la mina tenía acostumbrados a aquellos hombres al desprecio de la vida; su fracaso militar no ha de achacarse a falta de valor sino a que su disciplina sindical no se apoyaba en una adecuada tradición militar. Los anarquistas, bien lo demuestra el ejemplo de Gijón, fueron una masa ingobernable y militarmente inútil, como era de prever.

El reconocido valor de los mineros y los obreros de las cuencas se desvirtuaba a veces con actos que ellos creían de valor y eran, en realidad, de estéril majeza. La estrategia revolucionaria era primitiva, como hemos visto, y su táctica consistía en una secuencia de fáciles oportunismos que a veces degeneraban en lo sentimental. El fuerte del ejército rojo asturiano era la logística, como correspondía a esos excelentes administradores socialistas que lo encuadraban. Los combatientes estaban dotados de gran movilidad, se relevaban perfectamente y eran abastecidos por milicianas que cumplieron muy bien su cometido.

Frente a enemigo tan amenazador y ruidoso (dada su marcada debilidad por la espectacular e ineficaz dinamita en cartuchos de voladura), las fuerzas del orden eran numéricamente bien inferiores. El ministro de la Guerra dio oficialmente la cifra de 1.664 hombres para la guarnición de toda Asturias, el 4 de octubre, concentrados entre Oviedo y Gijón.

Estos soldados se licenciaban en gran número muy poco después de noviembre, lo que disminuía sus ya pequeñas ansias combativas. Todo se agravaba con el hecho de que la República no se distinguió precisamente, hasta 1934 inclusive, por la intensidad del entrenamiento que daba a sus defensores. De eficacia mucho más previsible eran las fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto, que completaban la cifra anterior hasta un total de 2.550 hombres del orden.

Por desgracia para la República los jefes principales de estas fuerzas (que dígase lo que se quiera no eran exiguas, como bien pronto iba a demostrar la heroica marcha de Eduardo López Ochoa) hizo que se encontrasen pésimamente mandadas. Aquello acabó en una hecatombe de coroneles. Sobre todo porque el más importante de todos ellos, el comandante militar de Oviedo, Alfredo Navarro, no estuvo nunca a la altura de su misión y fue por ello condenado en Consejo de guerra meses más tarde. El coronel de la Fábrica de Armas, señor Jiménez Beraza, tampoco tuvo actuación más brillante, como el coronel de Trubia, y el coronel de la Guardia Civil de Oviedo…

El espectáculo de la discusión sobre el mando en el cuartel de Pelayo, donde estaba concentrada la parte más importante de la guarnición, resulta bochornoso para el ejército de la República; ninguno de los jefes superiores quería asumir el mando que jerárquicamente les correspondía. Un grupo selecto de comandantes y capitanes (Vallespín y Juste Iraola en el Pelayo; Arnott, de Asalto, y, sobretodo, Gerardo Caballero, en el Gobierno Civil), secundados por una excelente oficialidad, evitaron el hundimiento de la guarnición. Uno de ellos, Arnott, tuvo la idea de trasladar al cuartel de Santa Clara y luego al de Pelayo las municiones decomisadas en el alijo del «Turquesa», con lo que Indalecio Prieto se convirtió, a la postre, en proveedor del Ejército.

La razón que Belarmino Tomás dio para acelerar la capitulación del ejército rojo –falta de municiones– era auténtica, pero la culpa fue del absurdo derroche que se hizo de un material muy abundante.

En Gijón el panorama era bien diferente; con una guarnición notablemente menor, el Gobierno contó desde los primeros instantes con un enérgico y eficiente comandante militar, el teniente coronel de Ingenieros don Domingo Moriones Larraga, marqués de Oroquieta, hombre de convicciones republicanas tan acrisoladas como su larga tradición familiar liberal y sus dotes de organización y mando.

Es muy importante volver a subrayar que, a pesar de la insistente propaganda subversiva en los cuarteles antes y durante la revuelta, no hubo en toda la guarnición de Asturias ni un solo desertor (a pesar de algunos jefes tan remisos), y en cuanto la tropa estuvo bien mandada reaccionó como cabía esperar de soldados españoles. Semejante fracaso en los mandos más elevados e importantes puede ser, sin duda, buen reflejo de la desmoralización que por entonces cundía en el Ejército (y que no se había iniciado exclusivamente, pero sí agudizado, en las primeras etapas de la República). No estaba clara la eficacia militar de los jefes designados por el Gobierno Azaña y mantenidos en su mayor parte por el inexperto Diego Hidalgo.

Otro síntoma significativo en la revolución de Asturias reveló el estado de ánimo del Ejército: el Gobierno confiaba en que los oficiales retirados o con licencia se presentasen inmediata y espontáneamente a los comandantes respectivos; pero el ministro de la Guerra se quejaría amargamente de que no fue así en muchos casos. Otros, en cambio, resultaron providenciales, como los comandantes Juan Vigón, Alonso Vega y Marín de Bernardo, inesperados y considerables refuerzos para las columnas Solchaga y López Ochoa.

Al anochecer del 4 de octubre toda Asturias estaba enterada de la «provocación» derechista. Los condicionamientos de ocho meses de propaganda proyectada y realizada con pasión, sí, pero con una intuición sociológica que no puede calificarse de casual, habían automatizado de tal forma la relación entre el nombre de Gil Robles –los etimológicamente horrendos sonetos electorales de Rafael Alberti– y la explosión revolucionaria, que ésta sólo podía ser en Asturias cuestión de horas. Y así fue. No se trató de una explosión metafórica; hay que haberse ensordecido con las «bombas imperiales» de de San Timoteo o del Carmín para imaginar cómo debió retumbar aquella gigantesca traca que a las cero horas del 5 de Octubre –la hora de las explosiones festivas– puso en pie de guerra a todo el concejo de Mieres. De valle en valle repercutía y se renovaba el zambombazo; el de Langreo, único comparable al inicial, estalló a las tres en punto de la madrugada. Hasta la atemorizada capital llegaban los ecos ominosos, reflejados una y otra vez por el Naranco.

Toda Asturias sabía que aquélla era la señal. Y los socialistas de Mieres se dispusieron a conquistar la capitalidad revolucionaria que se habían asignado. La ciudad del Caudal, con sus 42.000 habitantes de entonces se vio inmediatamente controlada por la mayor parte de los 1.100 obreros de Su gran factoría y de los 7.800 mineros de su zona.

A la una de la madrugada se emprende el asalto al cuartel de la Guardia Civil, que cae tras dura resistencia. Lo mismo sucede en los cuarteles de la Rebollada y Santullano. Antes del mediodía están controladas todas las fuerzas gubernamentales que guarnecen el concejo (unos cuarenta hombres en total). El ataque se extiende aguas arriba del Caudal y durante la mañana cae también el cuartel de Pola de Lena. Ya es Mieres la capital roja tantos meses soñada.

Un cronista autorizado y entusiasta de la revolución, Joaquín Maurín, apostilla: «Se forma rápidamente el ejército rojo.» El párroco de Valdecuna es una de las primeras víctimas de la revolución.

A las tres en punto, como dijimos, la segunda gran explosión de la noche sacude a los tres concejos del valle: Langreo, San Martín del Rey Aurelio y Laviana.

La estadística de entonces para esta zona recoge 11.163 .obreros y mineros, de los que casi dos mil se concentran en las factorías de la Duro Felguera. Belarmino Tomás, señor del valle, ordena a sus huestes la reducción de los cuarteles. Caen muy pronto los de Barredos y Laviana, los de El Entrego y Sotrondio. Los prisioneros, a los que se agregan varios paisanos, son conducidos a la cárcel de Laviana, en la que, sin excepciones, fueron muy bien tratados.

A las 3.30 los revolucionarios langreanos atacan el cuartel de la Guardia Civil en Ciaño, a tres kilómetros de Sama. Anima la defensa doña Julia Freigedo, esposa del cabo comandante Dionisio López Fernández. Los asaltantes incendian el cuartel y allí caen con las armas en la mano los tres últimos defensores: un guardia, el cabo y su mujer. Recogidos por los revolucionarios, empiezan a vagar hambrientos por las callejas de un pueblo asturiano los primeros huérfanos de la Guardia Civil.

La escena se repite innumerables veces durante el día. A las cuatro se desencadena el ataque general sobre todos los cuarteles de todas las cuencas mineras. Poco a poco van cayendo en este día hasta veintitrés. En el valle hullero de Turón cae durante la mañana el cuartel de la Rabaldana. Cuando a eso de las siete la ola revolucionaria llega a los cuarteles del valle del Aller, el jefe de línea, teniente Torréns, aconseja a todos la rendición y es obedecido. Así comienza su actuación de octubre uno de los más extraños personajes de la escena revolucionaria. En Moreda, localidad del mismo valle, es atacado el local del Sindicato Católico Obrero de Mineros Españoles, defendido bravamente por los 26 hombres de Vicente Madera Peña. Consiguen resistir todo el día y pueden huir después de anochecer.

Otro nombre, luego muy difundido trágicamente, aparece este mismo día en el cuartel de Carbayín, situado entre La Felguera y Pola de Siero, que no puede ser socorrido por el destacamento del capitán Díez de la Lastra, obligado a retirarse.

En cambio, a las cuatro de la mañana ha fracasado silenciosamente el plan revolucionario para la toma de Oviedo por sorpresa. El «generalísimo» González Peña en persona manda una columna que llega por tren hasta el túnel de San Lázaro, donde deberían salirle al encuentro los conjurados de la capital; pero en vista de que no acuden a la cita el tren tiene que retroceder a Caldas, y González Peña, después de una larga caminata, organiza la columna que acampa en el barrio de Panîceres, a unos tres kilómetros del centro, en dirección NO, camino de Buenavista, desde donde proyectan intentar el ataque al día siguiente. Este retraso será fatal para los revolucionarios; González Peña hubiese, sin duda, cogido totalmente desprevenidos a los habitantes y a la guarnición de Oviedo; su entrada por San Lázaro estaba asegurada. ya que esta barriada proletaria meridional era totalmente adicta a su causa.