La noche triste de Cataluña

Mientras el Consejo de la Generalidad estaba redactando su documento subversivo -que nadie ha encontrado después- se celebran dos importantes conferencias entre Barcelona y Madrid. A eso de las seis de la tarde, Manuel Azaña llama a Giral y a Amós Salvador, a quienes con medias palabras pone al corriente de todo. La idea de Azaña y sus amigos era que el ex presidente del Consejo saliera de Cataluña, pero algún emisario de la Generalidad se lo desaconseja.

Poco antes de las ocho de la tarde (alguna fuente dice que poco después de las seis) Azaña abandona por fin el Hotel Colón y busca refugio en casa de su amigo el doctor, Santiago Gubern, que ocupaba un cargo importante en la Administración catalana y estaba muy relacionado con los prohombres de la revuelta. Mientras Azaña comunica sus temores a sus amigos de Madrid pero no al Gobierno, claro (ni al Presidente de la República), Batet conversa también probablemente por teletipo con el jefe del Gobierno, Alejandro Lerroux. Los enlaces del viejo demagogo en Barcelona funcionaban a toda máquina y Lerroux advierte a Batet que Azaña se encuentra en esos mismos momentos «redactando un manifiesto sedicioso». Evidentemente era falso, pero todas las apariencias condenaban al ex presidente cogido en la «ratonera», como él mismo reconocía. Varios cronistas sitúan, aproximadamente, a esta hora las entrevistas Azaña-Lluhí y, lo que es más grave, Batet-Companys, esta vez en la Casa deis Canonges contigua a la Generalidad.

Ambas entrevistas son muy dudosas y seguramente se trata de versiones desfasadas de las que tuvieron lugar horas antes y de las cuales se conoce la hora exacta. Según estos cronistas, Batet se muestra seco y breve: comunica a Companys que ha ordenado el desarme de los Mozos de Escuadra y que la artillería pesada está ya está subiendo a Montjuich. Esta conversación in extremis de dos de los tres grandes protagonistas de la noche quizá se celebró solamente por teléfono; pero parece bastante más probable que la segunda de Azaña con Lluhí. El cualquier caso, sí está comprobado un nuevo discurse de Companys emitido por radio hacia las 18.30: exhorta a la serenidad y la disciplina y termina su breve perorata con un grito «Per Catalunya, per la República i per la Llibertat».

Exactamente a esa misma hora, el comandante militar de Lérida advierte a Batet que está a punto de proclamarse una República catalana; es posible que semejante aviso fuese la ocasión para la segunda entrevista Batet-Companys, porque desde las 18,30 a las 19,30 carecemos por completo de noticias sobre el curso de los acontecimientos y se trata, por desgracia, de la hora realmente decisiva del octubre catalán.

Cuando volvemos a enhebrar la sucesión cronológica son, pues, las 19.30, momento en que el comandante Herrero, ayudante de Batet, ordena telefónicamente al comandante Pérez Farrás que se presente en la División. El presidente Companys se lo prohíbe, con lo que realiza el primer acto de rebeldía contra la autoridad centra1. En vista de ello Batet mantiene una nueva conversación por teletipo con el jefe del Gobierno, Lerroux, quien insiste en los rumores de que Azaña está implicado en la revuelta ya inminente y se halla redactando un manifiesto «que se supone tendrá carácter sedicioso». Lerroux y Batet hablan naturalmente de declarar el estado de guerra, pero antes de que se decida al declaración, muy poco después de dar las ocho, Batet pide permiso a Lerroux para interrumpir la conversación, ya que parecen estar en el aire nuevos y gravísimos acontecimientos. Queda, pues, la comunicación con Madrid –que se mantiene desde el teletipo de la Delegación del Gobierno en Cataluña– abierta, pero momentáneamente silenciosa.

Mientras tanto una reunión trascendental tiene lugar en el despacho oficial del conseller de Gobernación. Dencás hace esfuerzos inauditos para mantener el control de la Guardia Civil de cara a la revuelta que ya se inicia y para ello reúne hasta las 20,30 al general jefe y al coronel del 19° Tercio. Pero todo es inútil. Los dos militares se muestran dispuestos a reprimir cualquier movimiento extremista, pero se niegan en redondo a secundar una rebelión de la propia Generalidad. Al retirarse manifiestan con toda lealtad que reclamarán órdenes de la División y del Gobierno. Dencás, que volcado en estas negociaciones esenciales se ha perdido la escena de la Plaza de San Jaime, sabe, aun antes de concluir ésta, que ha fracasado sin remisión. El resto de la noche no le quedarán más que palabras.

La Plaza de San Jaime -en la que se encuentran los edificios de la Generalidad y el Ayuntamiento– pasa ahora a ocupar el primer plano de los sucesos del 6 de octubre, así como el histórico. Entre los datos del Proceso de la Generalidad y las observaciones de testigos presenciales y cronistas podemos establecer con bastante exactitud los hechos, tras eliminar las inevitables discrepancias.

Al dar la segunda serie de campanadas de las 20 horas, el Gobierno de la Generalidad y el presidente del Parlamento, Casanovas, que también había firmado el documento-proclama, salen al balcón principal (falta como vimos, el conseller Dencás, que ya estaba el Gobernación), donde son aclamados por una multitud considerable, pero notablemente menor a la que se esperaba, como nota un testigo excepcional, Amadeu Hurtado.

La multitud se había formado a partir de pequeños grupos (algunos blandían armas heterogéneas) que no acababan de soldarse totalmente. Companys no puede hablar durante cinco o diez minutos, por las aclamaciones de los presentes en la plaza. Quizá por eso anota Aymamí que se inició exactamente a las 20.20 horas. La histórica proclama fue la siguiente:

«Catalans:

»Les forces monarquitzants i feixistes que d’un temps ençà pretenen trair la República , han aconseguit el seu objectiu i han assaltat el Poder .

»Els partits i els homes que han fet públiques manifestacions contra les minvades llibertats de la nostra terra, els nuclis polítics que prediquen constantment l’odi i la guerra a Catalunya, constitueixen avui el suport de les actuals institucions.

»Els fets que s’han produït donen a tots els ciutadans la clara sensació que la República, en els seus fonamentals postulats democràtics, es troba en gravíssim perill.

»Totes les forces autènticament republicanes d’Espanya i els sectors socialistes avançats, sense distinció ni excepció, s’han alçat en armes contra l’audaç temptativa feixista.

»La Catalunya liberal, democràtica, republicana, no pot estar absent de la protesta que triomfa arreu del país, ni pot silenciar la seva veu de solidaritat amb els seus germans que en terra hispana lluiten fins a morir per la llibertat i el dret. Catalunya enarbora la seva bandera, crida a tots al compliment del deure i a l’obediència deguda al Govern de la Generalitat, que des d’aquest moment trenca tota relació amb les institucions falsejades .

»En aquesta hora solemne, en nom del poble i del Parlament, el Govern que presideixo assumeix totes les facultats del Poder a Catalunya, proclama l’Estat Català a la República Federal Espanyola, i en establir i fortificar la relació amb els dirigents de la protesta general contra el feixisme, els invita a establir a Catalunya el Govern provisional de la República, que trobarà en el nostre poble català el més generós impuls de fraternitat en el comú anhel d’edificar una República Federal lliure i magnífica.

»El Govern de Catalunya estarà en tot moment en contacte amb el poble. Aspirem a establir a Catalunya el reducte indestructible de les essències de la República. Convido a tots els catalans a l’obediència al Govern ja que ningú desacate les seves ordres, amb l’entusiasme i la disciplina del poble ens sentim forts i invencibles. Mantindrem a ratlla qui sigui, però cal que cadascú es contingui subjectant-se a la disciplina i a la consigna dels dirigents. El Govern, des d’aquest moment, obrarà amb energia inexorable perquè ningú tracti de pertorbar ni pugui comprometre els patriòtics objectius de la seva actitud.

»Catalans! L’hora es greu i gloriosa. L’esperit del Presidente Macià, restaurador de la Generalitat, ens acompanya. Cadascú al seu lloc i Catalunya i la República en el cor de tots.

»Visca la República i visca la Llibertat.»[22]

Ángel Ossorio recuerda en el proceso que al terminar la frase clave los aplausos ahogan al orador, qiuen repite: «de la República Federa Espanyola».

Cuando los aplausos lo permiten, el conseller Ventura Gasso1 pronuncia la alocución siguiente, que 10 mismo que la anterior se graba fonográficamente y se envía de inmediato a Radio Barcelona para ser transmitida¡ hasta la saciedad durante la noche:

«Catalans!: Ja heu sentit l’Honorable president de la Generalitat, Lluís Companys. Les seves paraules tenen el ressò històric que ens recorda que ell és el digne successor de l’immortal Francesc Macià i fidel continuador de la seva història de gestes glorioses i de sacrificis exemplars al servei de Catalunya, de la República i de la llibertat .

»Assistiu a les forces del Govern de Catalunya a imposar l’ordre, que avui més que mai és indispensable. Defenseu-lo amb paraules i amb actes, si és que hi ha necessitat, contra qualsevol agressió, costi el que costi i vingui d’on vingui.

»Aquest moviment en defensa de la República del 14 d’abril triomfa a totes les terres d’Espanya .

»La nostra Catalunya és immortal. La nostra Catalunya és invencible, però convé que tots estigueu alerta per seguir cada moment la veu i les ordres del Govern de Catalunya .

»Visca Catalunya! Visca la República Federal!».[23]

Terminadas las arengas empiezan a notarse graves diferencias con el programa previsto como repetición exacta del 14 de abril; las gentes abandonan casi inmediatamente la plaza y, en vez de bailar sardanas en las calles, se dirigen preocupadas a sus domicilios.

Una vez acalladas las felicitaciones de sus correligionarios, Companys trata de encontrar un cauce normal por vía política, ya que casi inmediatamente se percibe que la reacción popular no va a ser capaz de solucionar el difícil problema.

Se dan órdenes para comunicar el documento por teletipo al Presidente de la República. El propio Companys llama por teléfono al capitán general de la región, Batet –que como todos los catalanes había oído perfectamente los discursos por radio– y le notifica oficialmente los hechos. El general exige una comunicación escrita y pide el plazo de una hora para definir su actitud. Entonces vuelve inmediatamente a los teletipos de la delegación del Gobierno y, tras comunicar a Lerroux lo sucedido, recibe la orden de declarar el estado de guerra en toda Cataluña.

A las 20.30, aproximadamente (es posible que fuese algo más tarde, hacia las 21, aunque ésa es la hora citada en el proceso), el emisario de Companys, Juan Tauler, director general de Trabajo, entrega a Batet la siguiente orden del presidente[24]:

«Govern de la Generalitat de Catalunya.

Excm. senyor Doménec Batet, General de Catalunya.

Excm. senyor:

Com a President del Govern de Catalunya, requereixo V. E. perqué amb la força que comanda es posi a les meves ordres per a servir la República Federal que acabo de proclamar».

Palau de la Generalitat, 6 d’octubre de 1934.

Lluis Companys.

Algunos cronistas afirman que la respuesta de Batet fue entregar al emisario la declaración del estado de guerra. Esto, que resulta muy espectacular, no parece nada probable. Sin duda los piquetes para la declaración del bando (una compañía en total) salieron de Capitanía (a donde había regresado Batet inmediatamente tras su conversación por teletipo con Madrid) casi tras los pasos de Tauler, entre 20.30 y 21.

Cuando Tauler llega al Palacio de la Generalidad repite a Companys que Batet se ha limitado a recibir la notificación y que está pensando qué actitud tomar. Los consejeros y sus fieles ignoran por completo la declaración del estado de guerra cuando, tras la llegada de Tauler, se ponen a cenar allí mismo mientras siguen esperando la respuesta del «general de Cataluña».

Mientras tanto la gran mayoría de los ayuntamientos de Cataluña, controlados generalmente por la Esquerra, se suman a la protesta; en el proceso de la Generalidad se hablará de un 70 por ciento. Se producen disturbios en muchos lugares: Manresa, Granollers, Villanueva y Geltrú (donde se proclama la «República Socialista Ibérica»), Tarragona y Reus.

En Lérida los rebeldes ocupan la ciudad y no se rinden hasta después de hacerlo Companys. Gerona se ve también perturbada por las repercusiones del pronunciamiento de Barcelona.

Pero a pesar de los esfuerzos de Dencás, la inmensa mayoría de las fuerzas hasta el momento dependientes de Orden Público –Guardia Civil y Asalto–, se ponen con sus jefes, a disposición del general Batet y acatan la declaración del estado de guerra. A la vez, hacia las 20,30, Dencás y Badía se enfundan los arreos mussolinianos que tenían previstos para la circunstancia: camisa oliva, pantalón caqui, brazalete multicolor, copiosas insignias y llameante casco de acero. A eso de las 22.20 cuando el Consejo de la Generalidad aguardaba aún la respuesta de Batet, el capitán Escofet –¿por qué él?– preside un pleno extraordinario en el contiguo Ayuntamiento, en el que actúa de secretario el alcalde Josep María Pi i Sunyer. Por veintidós votos contra ocho lo regidores se adhieren a la proclamación; los ocho discrepantes son los concejales de la Lliga, por los que habla uno de los más injustamente olvidados héroes de la noche: Durán y Ventosa.

Todos los votantes, incluso los opuestos a la adhesión, permanecen en el edificio municipal a la espera de los acontecimientos, si bien a las 22.40 se levantaba oficialmente la sesión. Poco antes, a las 22.30, Miquel Badía abandona con su grupo el Palacio de Gobernación para ocupar posiciones «estratégicas» en una terraza de la Vía Layetana. Desde allí presenciaría los sucesos el general en jefe de las milicias catalanas.

Ya hemos visto que los piquetes para la declaración del estado de guerra salen de la División un cuarto de hora después de terminados los discursos en la Plaza de San Jaime. Sin embargo, como apunta certeramente el profesor Luis Jiménez de Asúa en el proceso, en el bando se decía que tendría efectos legales desde las 20 horas, con 1o que se le daba un carácter retroactivo no excesivamente jurídico que entregaba toda la escena de la proclamación a la jurisdicción militar.

El primer choque armado realmente importante entre las tropas del Gobierno y los revoltosos tiene lugar frente al CADCI, situado en la rambla de Santa Mónica, donde el piquete militar que extendía la proclamación del estado de guerra fue hostilizado por los miembros del Partit Catalá Proletari, quienes, acaudillados por, Jaume Compte, habían tomado allí posiciones, según sabemos, un par de días antes. Batet ordena inmediatamente que se reduzca la resistencia del CADCI; la artillería bombardea la fachada del edificio con el apoyo de la compañía encargada de la proclamación del estado de guerra. En el curso del ataque muere un soldado; a eso de las cuatro de la mañana, tras desesperar de los refuerzos que durante todo el asalto les había prometido Dencás, los defensores se retiran tras contestar a las soflamas de Gobernación de la única manera posible:

«Sou uns fills de puta».

Al entrar los primeros asaltantes en el edificio descubren allí los cadáveres de Jaume Compte, el famoso terrorista de Garraf, y Manuel G. Alba, intelectual del grupo.

Los cañonazos contra el CADCI son el resorte que hace terminar sin postre la cena de los rebeldes de la Generalidad, a quienes, inexplicablemente, no les había llegado la noticia de la proclamación del estado de guerra. Nadie puede aún comprender cómo se obstinaban burocráticamente en esperar la respuesta oficial del jefe de la IV División a su proclama sediciosa, que el general Batet considera innecesaria, ya que la está dando con la acción.

A eso de las 9.30 el comandante, Fernández Unzué recibe orden de formar inmediatamente una columna y marchar sobre la Plaza de San Jaime.(como todo el mundo seguía llamando a la oficialmente denominada Plaza de la República). La columna Unzué –cincuenta artilleros que sirven y dan protección a dos piezas ligeras– sale del cuartel de Atarazanas a eso de las 22.10; se presenta ante su objetivo una media hora después, cuando Companys y sus consejeros aún no se han repuesto de la impresión causada por el bombardeo dirigido contra el CADCI. Mientras tanto, Pérez Farrás organiza la defensa del Palacio: distribuye el centenar largo de Mozos de Escuadra de que dispone y los coloca a las órdenes del capitán Escofet, encargado de la defensa de la parte superior del edificio, y del capitán López Gatell, al mando del piso principal. Farrás se sitúa con una sección de Mozos junto a la puerta del Palacio.

Poco después de las 10.30 (ésta es la hora más probable, ya que necesariamente debería haber terminado la sesión del Ayuntamiento) la columna Unzué hace su aparición a la entrada de la calle de San Jaime, mientras los Mozos de Escuadra situados a la puerta de la Generalidad aplauden un instante a las tropas, que creen adictas. Se trata de la última intervención del fantasma del 14 de abril en la noche del 6 de octubre. Seguidos de cerca por algunos de sus respectivos soldados y Mozos, los comandantes Unzué y Farrás parlamentan.

El diálogo, que por las circunstancias se diría homérico, presenta algunos problemas históricos. En el proceso, Farrás afirma una y otra vez que se adelantó completamente solo; todos los demás testigos afirman que iba seguido de cerca por varios Mozos de Escuadra de la sección que guarnecía la puerta. Dura y tajante es la conversación entre los dos comandantes, terminada con invectivas, que se prolongarían lamentablemente en el proceso de 1935. Unzué manda a Farrás que franquee el paso a sus fuerzas; Farrás se niega. Una vez más insiste Unzué y cuando Farrás rubrica su negativa con un ¡Viva la República!, a la que también había invocado su oponente, parte una descarga de los Mozos de Escuadra contra el Ejército.

No está probado que el propio Farrás diese la orden de fuego, aunque todos los testimonios concuerdan en que la iniciativa partió de los rebeldes. Esto, desde luego, es más que suficiente para la esencia del suceso. Roto el fuego, el comandante de artillería Enrique Pérez Farrás, antes exaltado españolista, presunto asaltante del «Cucut», abofeteador de Marcelino Domingo cuando éste se hallaba preso por los sucesos de 1917, inclinado lacia el fascismo durante la dictadura y enemigo luego de ésta como tantos artilleros españoles, pronunciado junto a Sánchez Guerra y ahora brazo armado de los rebeldes catalanes, entra en el Palacio de la Generalidad con sus Mozos y ordena cerrar todos los huecos y defender enérgicamente al Gobierno catalán, a la vez que pide inmediatamente refuerzos al «generalísimo» Dencás.

Por su parte, el comandante Fernández Unzué no pierde el tiempo en organizar el ataque. Mientras emplaza su media batería casi en la entrada de la calle San Jaime, a menos de cien metros del objetivo, va recibiendo importantes refuerzos enviados por el general Batet. Una compañía de la Guardia Civil, compuesta como es gala del Instituto por excelentes tiradores, ocupa varias azoteas. Poco antes de las once de la noche llega otro refuerzo considerable: una compañía del regimiento de infantería número 10, de cuyo mando se ha hecho cargo el capitán de Estado Mayor Gonzalo Suárez Navarro (uno de los oficiales de Unzué desempeñaría un papel importante en acontecimiento futuros de la misma Barcelona, el capitán López Varela). Por su parte, dos grupos han hostigado a las tropas asaltantes en su camine hacia la Plaza de San Jaime: un fuerte contingente de elementos armados (tal vez los milicianos a las órdenes directas de Badía), en la Vía Layetana, y una sección de guardias de Asalto que, como única unidad fiel a las órdenes de Dencás, ocupaba las terrazas de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana. Muy pronto son silenciados ambos grupos.

El último refuerzo importante llega para Unzué a las doce en punto de la noche: se trata de una compañía de ametralladoras (la del regimiento de Infantería número 10), que a las órdenes del capitán Lizcano de la Rosa (otro hombre clave de 1936), emplaza sus piezas en los tejados que dominan la plaza y sus accesos. Las piezas de Unzué baten la fachada de la Generalidad con fuego intermitente y, según testigos, con proyectiles sin espoleta, lo que resulta comprensible, por la brevísima trayectoria de los disparos.

Por su parte, el general Batet no se limita a reforzar a los asaltantes de la Generalidad y a reducir los demás focos rebeldes de la urbe; está muy atento a la llegada de refuerzos exteriores para los rebeldes y, por medio de las guarniciones y las fuerzas de Orden Público de toda Cataluña, impide eficazmente la llegada, e incluso la salida, de los mismos. Uno de los muchos enigmas de la noche es que cuando algún grupo rebelde consigue burlar el bloqueo del general, como, por ejemplo, sucede en San Andrés, son los propios «escamots» de Estat Català quienes le impiden la entrada por orden de mismo Dencás, que clamaba en la radio por la ayuda armada de toda Cataluña.

Al llegar una columna de casi mil hombres de la plana del Llobregat –anarquistas seguros–, Dencás revela por radio que la entrada se está haciendo por la carretera de Can Tomás, donde les sorprenden los reflectores de la Aeronáutica Naval y las tropas que, a toda prisa, envía Batet al lugar, tan increíblemente revelado por el «generalísimo» enemigo.

Ésa es la única palabra que cabe emplear para describir, incluso tantos años más tarde, la actitud del conseller de Gobernación y principal animador y responsable de la revuelta: increíble. El uniformado doctor estaba en el cuartel general de Gobernación flanqueado por los comandantes rebeldes Arturo Menéndez y Pérez Salas; 11 sonar los primeros tiros ordena al comisario con Coll i Llach que ataque a las fuerzas de Batet.

En vista de que el comisario abandona inmediatamente su puesto, Dencás llama por teléfono a Companys, y el presidente envía al capitán Escofet, quien, de uniforme, trata de hacerse cargo dé la Comisaría de Orden Público. Todo en vano, porque los pocos oficiales y números que no se han puesto a las órdenes del jefe de la División se encuentran totalmente desfondaos y se niegan a acatar las órdenes de la Generalidad

El teniente coronel de Asalto, Ricart, es el único jefe del Cuerpo que sigue a los rebeldes; su fidelidad es tan obstinada como su derrotismo.

Los centros de la rebelión, aparte de otros focos menores y esporádicos, son, pues, durante la noche del 6 e octubre, los siguientes:

• La Plaza de San Jaime, punto neurálgico de la batalla, con la Generalidad y el Ayuntamiento;

• La Consejería de Gobernación, antiguo Gobierno Civil;

• El edificio del CADCI en la rambla de Santa Mónica, aislado y reducido como ya vimos;

• La terraza de la Vía Layetana, donde tenía establecido su cuartel general el «general en jefe» Badía. Este último centro desempeñó una acción tan insignificante que las tropas del Gobierno no se enteraron de su existencia como tal y s6lo pensaron que albergaba a unos «pacos» aislados.

Todos estos centros rebeldes estaban unidos por teléfono -que no dejó de funcionar ni fue cortado en toda la ;he- y en todos ellos se estaba pendiente de la radio, manejada exclusivamente por Dencás.

Una vez que las baterías ligeras entran en acción, los cañones del Gobierno prácticamente cesan su actividad contra los tres objetivos que estaban batiendo; Generalidad-Ayuntamiento, Gobernación y CADCI. Era poco después de la media noche y el silencio de la artillería fue el medio de que se valió Batet para intentar que sus paisanos rebeldes meditaran un poco sobre el atolladero en que se habían dejado meter. En Madrid, pendiente de la radio y de las noticias de Barcelona, se interpretó este silencio como lenidad por parte del jefe de la División y no como lo que en realidad era: una prueba suprema de prudencia y de sentido común en plena confusión. Por eso, a las dos de la madrugada, el general Franco, que como veremos dirigía ya la estrategia contrarrevolucionaria desde el Ministerio de la Guerra, reprende a Batet por su lentitud. El general de Cataluña responde con decisión y respeto que tiene la rebelión virtualmente vencida y que lo único que ahora le interesa es salvar vidas catalanas. Madrid comprende, pero sigue instando a precipitar el desenlace.

Es posible que la llamada del general Franco fuese la causa inmediata de que se reanudase brevemente el fuego de cañón contra la Generalidad. Pero a las tres de la madrugada los cañones callan de nuevo. Seguramente Batet, que ya había conseguido detener cualquier refuerzo significativo proveniente de otros puntos de Cataluña, estaba a la escucha de Radio Barcelona y se fue convenciendo de que la revolución se cocía en su propia salsa.

La actuación de Dencás en el micrófono fue, en efecto, tan delirante que se comprende una decisión no comentada por nadie, pero que evidentemente hubo de tomar el general: permitir que la radio facciosa siguiese funcionando toda la noche.

El teléfono de Gobernación recibía continuamente llamadas angustiosas de la Generalidad, del CADCI y de los destacamentos y «escamots» preparados para entrar en acción en toda la ciudad. A todos prometía Dencás el inmediato desencadenamiento de su ofensiva, mientras por la radio, entre repeticiones de los discursos de las ocho, músicas patrióticas y ristras de slogans, invocaba a los rabassaires, a las milicias de toda Cataluña, a los obreros, a todas las fuerzas vivas del país, para que acudiesen a la salvación de Barcelona. Pero en toda la noche no dijo una sola palabra para poner en movimiento a los dos mil hombres armados de que disponía; al revés, frenó continua y expresamente a los más exaltados que pretendían acudir en socorro de los edificios atacados por el Ejército.

Toda la noche se comportó Dencás, de hecho, como el mejor aliado de Batet. Y la pesadilla de su incoherente vocerío en la radio deshizo para muchos años la moral de,toda Cataluña. La excusa que trató de presentar a posteriori no hace más que confirmar el insoluble equívoco de su actuación nocturna:

«Per aixó vaig considerar que llançar-nos tot seguit a un atac general era anar a un desastre i que si érem derrotats, ja no comptávem amb forces de reserva. Vaig creure, dones, més oportú d’esperar les primeres hores del matí perqué la gent s’hauria anat habituant al maneig de les armes; a poc a poc s’hauria anat dissipant la nerviositat dels primers moments; amb la claroi del día s’haurien evitat confusions com les que s’havien produit durant la jornada; hom hauria pogut situar exactament l’emplaçament de l’enemic i la quantia de seu contingent; haurien tingut temps d’arribar els coningents de fora que teníem anunclats i aixo hauria aixecat l’entusiasme i la moral de la gent de la ciuat i encara hauria estat possible, tal vagada, d’enquadrar algunes forces de la policia que ens havien restat fidels i que es trobaven disperses.

»Per tot aixó vaig creure que durant la nit no era prudent de donar el pas decisiu i que durant la matinada seria possible de realitzar-lo en millors condicions[25].».

Es difícil acumular tantos dislates juntos.

La actuación del segundo condottiero separatista, Miquel Badía, no resulta mucho más gloriosa. Telefoneó cinco o seis veces a la Generalidad «desde una terraza de la Vía Layetana». Ante la extrañeza de sus sitiados interlocutores explica que para telefonear baja a un piso en el que, presentándose como quien es, exige el teléfono. En el otro extremo hay humor suficiente para responderle: «Bien pensado para un generalísimo». El tejado correspondía a la casa número 21 de la Vía Layetana. En otra de sus llamadas a la Generalidad, Badía dice disponer de 500 guardias civiles, pero muy pronto desilusiona a los sitiados comunicándoles que se le han I escapado para pasarse al general Batet. Nadie recuerda la hora exacta en que Badía decidió abandonar su puesto de combate» para esconderse del todo; parece que en el epílogo de la tragedia, a eso de las siete de mañana o algo más tarde.

En medio del último silencio de la noche, a eso de las tres y media de la madrugada, Pérez Farrás comunica personalmente a Dencás que puede resistir incluso varios días. Pero a las cuatro en punto Batet decide dar el último empujón y se reanuda con intensidad el hostigamiento de la tropa contra la Consejería de Gobernación. Muy poco después la batería de Unzué continuaba el ataque, esta vez con mayor densidad de fuego. Claro que no hay que pensar en un bombardeo en regla; durante toda la noche s6lo se dispararon en la Plaza de San Jaime 25 cañonazos (nueve granadas de metralla y el resto rompedoras). A las cinco de la mañana Dencás, que ha perdido por completo el control, empieza a hablar en castellano, invoca a la solidaridad de los obreros y al pueblo de toda España y termina su actuación radiofónica con el más inesperado de todos los gritos de aquella noche: un ¡Viva España! Eso equivale al final. Batet urge a Unzué para que precipite el desenlace. El comandante granea un poco más el fuego que ya había reanudado y dirige un par de rompedoras contra el Ayuntamiento que se rinde casi de inmediato por decisión del alcalde Pi i Sunyer. El «Viva España» de Dencás y la rendición del Ayuntamiento pesan demasiado sobre Lluis Companys, quien en una última conversación con Dencás le dice que todo está perdido.

El consejero de Gobernación se muestra de acuerdo y junto con Menéndez –el vencedor del 10 de agosto–, Pérez Salas –el futuro organizador del frente Sur en la Guerra Civil– y tres hombres más, desaparece de la escena –y de la Historia– por un pasadizo subterráneo construido al efecto y que conecta el edificio de Gobernación con el alcantarillado de Barcelona. Los comentaristas catalanes se enzarzaron en una curiosa disputa acerca da la naturaleza del conducto utilizado por Dencás; mientras los escasos defensores del líder totalitario hablaban de «foradada», sus innumerables críticos lo denominaban «claveguera», bastante más realista. Es lo de menos. Por camino seguro y húmedo Dencás y su grupo emergen en la Barceloneta.

El día 13 el «generalísimo» se esconde en Sans. Consigue llegar a la frontera el 17 o el 18. Buenos amigos le facilitan el paso y logra seguir hasta Perpignan, donde la Gendarmerie Nationale lo detiene y escolta hasta la prisión de la Santé, en París. El mejor comentario sobre tan largo y accidentado periplo se debe a Pere Foix, quien se limita a exclamar: «Quin viatge!»

Cuando Unzué ve flamear la bandera blanca en un balcón del Ayuntamiento dirige sus cañones a la Generalidad. Quince minutos dura el bombardeo, que ahora casi puede considerarse «intensivo» en comparación con los intermitentes metrallazos de la pasada noche. Son las seis casi en punto de la mañana cuando un trapo blanco se enarbola desde el balcón principal del Palacio, el de tantas horas históricas. Momentos antes Companys había marcado el número de Capitanía y se había entregado telefónicamente a Batet.

El general acepta la rendición, pero exige una prueba: la declaración de Companys por radio. Inmediatamente Companys encarga a uno de los presentes que repita ante el micrófono, en catalán y castellano, su declaración final. Pérez Farrás se niega a entregarse y preconiza la resistencia a ultranza. El Mozo que enarbolaba la bandera blanca cae herido por una ráfaga. Pérez Farrás, pistola en mano, se lanza a cerrar el paso de las tropas que, a la orden de Batet, forzaban ya la puerta del vestíbulo.

Companys se impone con decisión y ya no se derramará más sangre. Son las bajas de la noche: un capitán, un sargento, un cabo y un artillero muertos; veintiséis heridos entre las tropas del Gobierno y un número de bajas no revelado, pero mucho menor, entre los defensores. Mientras de Gobernación salen, sin ser molestados, los decepcionados milicianos de Dencás, en grupos de dos o tres, el comandante Fernández Unzué irrumpe el primero en el despacho presidencial de la Generalidad y constituye a todos los presentes prisioneros de la República. Companys, con decisión y nobleza, insiste en declararse el único culpable. Unzué ni siquiera le mira cuando toma el micrófono y pronuncia las palabras ron:as y solemnes:

«Catalanes, buenos catalanes: Aquí, comandante jefe de las fuerzas de ocupación del Palacio de la Generalidad.»

Eran las seis y cuarto de la mañana del domingo 7 de octubre de 1934.

Mientras la radio ofrecía a toda España las primicias de la noche triste, un extraño cortejo se alinea, bajo los fusiles de la Guardia Civil, en la plaza de San Jaime: el Gobierno de la Generalidad en pleno (menos el conseller evadido), con su presidente; el presidente del Parla mento catalán, los concejales que votaron la adhesión. Companys (junto al alcalde Pi i Sunyer, que, noblemente, manifestó a Fernández Unzué la actitud de los regidores de la Lliga) avanzan lentamente en dos filas por las calles desiertas y atónitas de Barcelona hacia Capitanía. Desde lo alto de su inocuo tejado, Miquel Badía les ve pasar en silencio, Vía Layetana abajo. Algunos militares que contemplan el viacrucis gritan «¡Viva España!».

Un pelotón de Infantería, al mando de un sargento, colabora con la Guardia Civil en la conducción de los presos. Es todavía temprano cuando Barcelona va convenciéndose de que todo ha sido verdad, no una insufrible pesadilla. Los detenidos son llevados a la presencia del capitán general de Cataluña, Batet, que estrecha la mano de Companys y le dirige por toda salutación otra :fe estas exclamaciones cuyo densísimo secreto guarda sólo la lengua catalana:

«Quina nit!».

Entonces Batet reprocha a sus antiguos amigos lo que han hecho. El presidente de la Generalidad, Companys, le cortá respetuoso y decidido: «No es hora de discursos, sino de cumplir con el deber de cada uno».

El juez instructor designado por el Gobierno, general , I Pozas, toma declaración sumaria a los detenidos, que . son trasladados inmediatamente al vapor «Uruguay», requisado para servir de prisión. Los jefes militares y oficiales prisioneros –Farrás, Escofet, Ricart– estaban ya en Montjuich, donde fueron trasladados en automóvil. La Policía, el Ejército y la Guardia Civil rivalizaban en descubrir el escondite del que todavía se consideraba desde Madrid como el mayor culpable: Manuel Azaña.

El domingo, radiante y penoso, avanza con lentitud desesperante. Al anochecer, 24 horas justas después de la proclama rebelde, Radio Barcelona difunde el auténtico final de la tragedia. Al micrófono, el general Domingo Batet pronuncia esta oración que los historiadores de la derecha se atreven a llamar «desmañada y triste», sin captar su humanidad, su sentido político, y su nobleza:

«Catalanes y españoles, breve ha sido la jornada de esta noche. Esta misma Radio Barcelona, que durante toda la noche ha estado dando noticias falsas, os dice ahora, por mi boca, la verdad. Después de mucho rato de tiroteo entre las fuerzas de la República y los elementos adictos a la Generalidad, que pudo emplear otros procedimientos en defensa de ideales que no deben apoyarse en la fuerza, el Gobierno de la Generalidad telefoneó al Estado Mayor de la División, diciendo que comprendía era inútil continuar la resistencia y ofreciendo rendirse. Como los rebeldes me habían aislado se empleó algún tiempo en dar a la fuerza de mi mando la órdenes oportunas, y por eso la lucha ha continuado más tiempo del necesario. Es lastimoso lo ocurrido. Yo 1o siento como catalán, primero, y como español, después.

»En un régimen de democracia, que tiene abiertos todos los caminos para todas las aspiraciones que se encuadren en el Derecho, ¿qué necesidad tenían de acudir a la violencia, de traer tan graves trastornos a la región que ellos dicen amar, y que yo amo más que ellos?

»Mis labios, que no se han manchado nunca con la mentira, os dirán ahora la verdad.

»Nosotros somos dueños absolutos de la situación. Claro es que, como ocurre después de las guerras civiles, quedan partidas sueltas por los campos, andan por las azoteas los que pudiéramos llamar «pacos», que disparan para sembrar la alarma, quizá, más que por herir. Pero esos «pacos» vivirán lo que vosotros queráis que vivan, pues en cuanto se señale por esta Comandancia la presencia de ellos en una casa, acudirá la fuerza pública a someterlos.

»El presidente del Consejo me ha encargado que felicite en su nombre, por su comportamiento, a la guarnición de Barcelona. Yo, que les he visto de cerca, puedo hacerlo con más justicia que nadie, y decir que con jefes y oficiales que tienen este concepto de la disciplina y del mando, y con soldados que saben obedecer como los nuestros, el Derecho y la democracia subsistirán siempre, porque somos nosotros los que los defendemos, y no los que con estas palabras siempre en la boca se alían con los enemigos del orden y de la sociedad.

»Y para terminar, llevemos nuestro corazón en lo alto de la Patria y digamos que por ella, por Cataluña, por la República, estamos dispuestos a entregar no ya nuestra vida, sino lo que es más importante, nuestro sacrificio de cada día» [26].

Esa misma mañana Batet había nombrado al coronel de Intendencia Jiménez Arenas para hacerse cargo interinamente de todos los servicios de la Generalidad. Cuando los catalanes se asombraban de ver a un coronel del Ejército español al frente de los restos náufragos de su Gobierno autónomo, no faltaban malintencionados que recordasen que, al fin y al cabo, don Francisco Macià había sido también, aunque separado del servicio, coronel del ejército.

Eran las once de la noche del 7 de octubre cuando una bandera de la Legión y unas compañías de Cazadores de África, enviadas por el general Franco, suben por las Ramblas cantando «el novio de la muerte» y marcando su paso inconfundible con un estribillo que llenaba de dolor y vergüenza a todos los catalanes, incluso a los que jamás pensaron en rebelarse: «¿Dónde están los rabassaires?».

Al día siguiente, 8 de octubre, cuando la atención de todos se centraba en la auténtica liquidación de la autonomía que se estaba montando desde el mismo Palacio de la Generalidad, un grupo de guardias de Asalto detiene al diputado a Cortes don Manuel Azaña en casa de doctor Gubern.

En la mañana del 9 la Federación local de la CNT ordena la vuelta al trabajo a todos sus afiliados; la orden se transmite por «radio Batet» como solía llamarse a la emisora de Barcelona por aquellos días aciagos. En la proclama rojinegra se lee expresamente «radiada desde la IV División». De los entusiasmos de la Alianza Obrera no quedaba el menor rastro, a pesar de que las espadas seguían en alto por Asturias; el mismo día 9 toda Barcelona estaba trabajando y con apariencia normal. Los «pacos», que Batet tanto temiera, no creyeron conveniente salir a los tejados.

Duro ha de ser el juicio de la historia sobre la intentona del 6 de octubre, por más que las casi inminentes jornadas de febrero y julio de 1936 pareciesen reivindicarlo un instante con luz prestada. Uno de los protagonistas, José Dencás, lo califica al año siguiente como «el primer movíment armat que ha tingut lloc a Catalunya, del 1714 ençà en defensa de les seves llibertats». Admite Dencás el fracaso, pero lo cree «decisivo y positivo»: como el de Macià en Prats de Molló, como el del 10 de agosto.

Los catalanistas quedaron aplastados por la vergüenza de la noche triste, pero, lo mismo que Amadeo Hurtado, trataron luego de buscar valores metafísicos en lo que humanamente parecía insalvable. Cierto que los juicios de la Historia dependen muchas veces de insospechadas revisiones en espiral, y que pueden encontrarse símbolos en las peores derrotas. Pero prescindiendo de su significado futuro, el 6 de octubre fue una acumulación tan enorme de torpezas, imprevisiones y errores que difícilmente podrá considerarse jamás si no es como lo que en realidad fue: una pesadilla y una vergüenza para Cataluña. El acendrado patriotismo y la prudencia congénita no permitió que los catalanes empleasen la palabra «traición» para referirse a los sucesos del 6 de octubre.

Tras la amnistía del Frente Popular, todos los agonistas vencidos –Dencás el primero– tuvieron ocasión de justificarse en el revivido Parlamento de Cataluña. Sesiones sensacionales y sensacionalistas que por centrarse en la polémica personal apenas nos dan nueva luz. La República Federal, hic et nunc, era un desahogo utópico. Si Cataluña había conquistado un nuevo símbolo, el precio era demasiado alto: la desconfianza del resto de España para muchos decenios y la conciencia evidente del propio ridículo.

El 19 de julio repitió actores, balcones y evocaciones; pero era ya un plano muy distinto en el que no jugaba lo que tanto se derrochó el 6 de octubre antes de las ocho de la noche: la ilusión. Es muy posible que la apatía y la voluntaria marginación colectiva de la Cataluña en la Guerra Civil (para no hablar de la entusiasta colaboración pro nacional de innumerables catalanes de las dos zonas) tenga sus raíces más hondas en el tremendo socavó moral del 6 de octubre. Desde esa fecha proyecta sus reflejos trágicos sobre la España desangrada de 1936 la justísima Laureada que en 1934 ganó un fiel general catalán y que, para desgracia de España, no pudo revalidarse dos años más tarde. Pero es ya hora de que la implacable historia rinda un homenaje explícito entusiasta al hombre que en 1934, quizá para siempre, salvó para España a una de sus partes más vital e históricamente esenciales: don Domingo Batet Mestres, general de Cataluña.

Jaume Miravitlles nos presta una de sus certeras intuiciones[27] para cerrar este epígrafe: «El peligro de aquella noche es que una generación llegó a dudar de misma».