La CEDA fuerza su entrada en el gobierno

El primer día de octubre comienzan en Barcelona las provocaciones de los jóvenes de Estat Català a diversos establecimientos militares, casi siempre por medio de automóviles que pasan a toda velocidad ante la guardia de los cuarteles. Ese mismo día el general Domingo Batet, bien informado de la agudización del proceso revolucionario, ordena que jefes y oficiales pernocten en sus destinos y que en los Cuerpos armados se mantengan especiales retenes de vigilancia.

El 2 de octubre la Alianza Obrera intenta organizar una manifestación en Barcelona, a la vista de los inquietantes rumores que llegan de Madrid. Dencás disuelve con los guardias de Asalto el intento de manifestación. El día 3 Manuel Azaña visita la casa del Parlamento catalán y asiste durante un rato a la sesión de la Cámara, donde la Esquerra lo acoge con grandes aplausos.

El 1 de octubre, tras madura deliberación, y plenamente consciente de las consecuencias de su acto, José María Gil Robles, árbitro de las Cortes, derriba en pleno Parlamento al Gobierno radical de Samper.

Tras la esperada noticia, la primera gran sorpresa de octubre es la reacción del propio Samper en su órgano valenciano, El Pueblo, el día 2: «Frente a un período de opresión y de vergüenza no queda otro camino que el estallido revolucionario», dice el portavoz del defenestrado jefe de Gobierno, quien, a pesar de tan amargo comentario, iba a formar parte inmediatamente, como ministro de Estado, del Gobierno «de opresión y vergüenza». El mismo día 2 el Presidente de la República feliz en el río revuelto de sus interminables consultas llama por teléfono al hotel Colón de Barcelona, desde donde Azaña le lee su respuesta: el ex jefe del Gobierno se suma a quienes aconsejan, sin más, la disolución de las Cortes. Azaña, anuncia además, que piensa regresar a Madrid en de dos o tres días.

Sin embargo, la conversación decisiva de ese día es la que sostienen don Niceto y Gil Robles. El «joven atleta» quiere llevar las cosas hasta el fin y justifica el hundimiento de Samper con la exigencia de que la CEDA forme parte del Gobierno. Esta exigencia, perfectamente constitucional, derivada de la más pura ortodoxia democrática y perfecto eco de la exigencia de la izquierda tras su victoria en las elecciones a Constituyentes, la ha interpretado desde entonces la misma izquierda como una traición a la República y una intentona, por lo menos, prefascista.

Nadie mejor que Azaña ha expresado la antidemorática cerrazón de la izquierda ante este punto fundamental, clave de las diferencias irreconciliables tanto de los protagonista~ como de los historiadores. Según Azaña, la CEDA no tiene títulos políticos para ocupar el poder, ¡aunque tenga el suficiente número de representación parlamentaria![18]. Cree Azaña en el sufragio como base de la democracia en cuanto ese sufragio no se salga de la República; excluye a los monárquicos por definición. Pero incluso a Gil Robles, que no se declaraba monárquico (aunque lo fuese en el fondo de su alma); y también al partido de Gil Robles, que discrepaba abiertamente de los monárquicos, que había dado pruebas abundantes de respeto a las instituciones básicas de la República, se les niega el pan y la sal por muchos argumentos pseudodemocráticos que esgrima a su favor.

En este punto la Historia, que suele huir del compromiso, tiene fatalmente que comprometerse a favor de Gil Robles. Los argumentos que éste exhibe en sus Memorias son absolutamente convincentes frente a los medrosos silogismos de Azaña, y no digamos de los demás republicanos y de los sublevados de octubre. La teoría de Azaña echa por tierra toda su legitimación del 14 de abril; no es la ley de la democracia, sino la «ley del embudo». Esto lo tiene que ver cualquier observador que no esté tan apasionado como él o su conmovedor idólatra Juan Marichal.

Planteamos ahora otro de los grandes problemas de octubre: ¿Fue provocado conscientemente por las derechas el estallido revolucionario?

Rafael Salazar Alonso, nunca parco en palabras imprudentes, se atribuye expresamente el proyecto de la provocación. Su confesión es impresionante.

«Repetimos nuestro punto de vista al Consejo de Ministros, cuando en la Región autónoma se advertían síntomas subversivos; apelé a la conciencia de los ministros para ver si se atrevían a provocar la revolución, porque yo seguía pensando en que había que provocarla»[19].

Sin embargo la revolución no estalló por los deseos provocativos de Salazar Alonso –que ya no era ministro el 4 de octubre–, sino por la exigencia –justa y explicable exigencia– de Gil Robles en su conversación del de octubre con el Presidente de la República. Un observador tan sagaz como Jaume Miravitlles atribuye expresamente a Gil Robles el propósito provocador. Tras incontables declaraciones públicas, que hacían innecesarias las conjeturas basadas en informes secretos, también abundantes, a Gil Robles 1e constaba que la izquierda republicana y proletaria iba a reaccionar violentamente ante su toma del poder. Por otra parte, no ocultaba que las posibilidades revolucionarias eran en definitiva, débiles. Media nación lo había apoyado entusiásticamente el invierno anterior; la izquierda estaba desunida y las perspectivas revolucionarias muy debilitadas por el fracaso de la huelga de junio, el descubrimiento de los varios alijos de armas, el desgaste de la larga espera, la dimisión colectiva de los ayuntamientos vascos. Subsistían en lo esencial las condiciones de la victoria derechista de noviembre anterior: desunión de la izquierda, entusiasmo de la derecha. Los errores del año podían atribuirse cómodamente a la ineptitud de los radicales; la ilusión derechista de noviembre reverdecía a primeros de octubre. La derecha ya estaba curtida y preparada: ahora iba a ver el país lo que eran capaces de realizar los jóvenes cuadros de la CEDA, tras sus dos años largos de entrenamiento para el poder.

Los contactos previos informales con altos elementos militares parecían cubrir cualquier posibilidad de victoria revolucionaria; sin pactos expresos, la CEDA creía poder contar con el Ejército como cobertura in extremis. Casas Viejas seguía siendo una bandera. Tal vez era conveniente para la derecha que la izquierda acabase de aniquilarse en una algarada otoñal, a la que, para colmo de buenas perspectivas, parecía seguro que no se iban a sumar las masas rojinegras.

Aunque todas estas conjeturas pesaron, sin duda, en el ánimo de Gil Robles, parece altamente improbable que su decisión de ocupar el poder tuviese como finalidad inmediata la provocación de un estallido revolucionario. Semejante maquiavelismo no encaja en la trayectoria política del jefe de la CEDA.

Al acceder al poder, ese poder al que tenía el más democrático de los derechos, Gil Robles no pretendía provocar la revolución, aunque, eso sí, estaba decidido a no admitir el chantaje de la izquierda, expresado desde enero y febrero en todos los tonos y por todos los medios. Él había acudido limpiamente al terreno que se le había exigido; había ganado y ahora deseaba ejercitar el derecho conquistado a cuerpo limpio en las elecciones de noviembre. Las particulares teorías políticas de sus adversarios le tenían perfectamente sin cuidado. La historia iba a demostrar bien pronto que sus intenciones no eran fascistas.

El 3 de octubre Gil Robles se entrevista dos veces con Lerroux. El día 2 había quedado ya decidida la participación de la CEDA en el Gobierno; ahora se trataba de fijar cuantitativamente esa participación. Gil Robles exige tres carteras, lo que no resulta nada exagerado. Por fin, el 4 de octubre, tras una nueva consulta de Gil Robles en Palacio, a media tarde se constituye el Gobierno.

El fracasado y resentido ex presidente Samper mantenía en el Gobierno su representación radical-levantina como ministro de Estado, lo que demuestra, entre otras coas, el escaso interés que sentía la República de derechas por las relaciones internacionales. Permanecían en el Gobierno los señores Hidalgo (Guerra), Rocha (Marina) y Marraco (Hacienda), todos del Partido Radical, además del ministro de Instrucción, Filiberto Villalobos (liberal-demócrata) El ministro de Estado, señor Pita Romero, seguía en el Gobierno sin cartera, pero conservaba su embajada en el Vaticano. El señor Cid, agrario, dejaba la cartera de Comunicaciones y pasaba a Obras Públicas; otro radical, César Jalón, le sustituía en Comunicaciones. Desaparecía del Gobierno lo que, con inadecuación notoria, podría llamarse «ala izquierda» del anterior, los señores Guerra del Río, Cirilo del Río y Vicente Iranzo. Abandonaban también el Gobierno los ministros Vicente Cantos y Estadella. El diputado cordobés Eloy Vaquero sustituía a Rafael Salazar Alonso por «consejo» de su paisano don Niceto, al que accedió gustoso Lerroux. Vaquero había sido uno de los pocos diputados radicales que apoyara con verdadero entusiasmo a Franco en su pugna con Martínez Barrio. La designación del buen maestro de Córdoba para el ministerio clave fue una auténtica sorpresa. Hurtado recoge el chisme; cierto paisano del nuevo ministro telegrafía al pueblo: «Por el alma de mi madre te juro que han hecho a Eloy Vaquero ministro de la Gobernación». Pero la gran modificación se cifraba en el Ministerio sin cartera del jefe agrario, Martínez de Velasco, y, sobre todo, en los tres ministros de la CEDA: Oriol Anguera de Sojo (Trabajo), Rafael Aizpún (Justicia) y Manuel Giménez Fernández (Agricultura).

José María Gil Robles nos ha detallado las delicadas negociaciones que condujeron a la selección ministerial dentro de la CEDA. Oriol Anguera y Manuel Giménez Fernández eran inequívocamente republicanos~ el primero procedía incluso de la Esquerra antes de optar a la vicaría catalana de Gil Robles. Pero ni su destacada situación el 14 de abril, ni su Fiscalía de la República en el proceso contra los sublevados del 10 de agosto bastaban para acallar la indignación de la izquierda; en Cataluña se consideró el ascenso del tránsfuga como una provocación, El señor Giménez Fernández era aún una incógnita, que tan brillantemente se iba a despejar pocos meses más tarde. El señor Aizpún, hombre sin enemigos ni extremismos, parecía, eso sí, todo menos un republicano convencido. De todas maneras, la izquierda vivía poco propensa a establecer en octubre distingos personales. Aquéllos eran los hombres de Gil Robles, y eso era la tantas veces cantada señal para la revolución. Aquella misma mañana del 4 de octubre El Socialista lanza, en su ultimátum, la verdadera causa del movimiento: el acceso de la CEDA al poder.

Entre la algarabía de la jornada, que se ha transmitido a las fuentes históricas, parece que la lista del nuevo Gobierno fue comunicada por primera vez al público a las seis en punto de la tarde del 4 de octubre por el propio don Alejandro Lerroux. Con gesto muy de circunstancias, el veterano caudillo callejero no pudo evitar aludir al incalculable «sacrificio» que ofrecía otra vez a a República al presidir aquel Gobierno en el que convivía con personas tan distanciadas de su credo semisecular. Trató de tranquilizar a los republicanos prometiendo, con notoria imprudencia, que no «entraría a saco» en las autonomías regionales y que no consentiría ataques a la República. Advirtió además que las leyes obligaban también a los obreros, impresionado quizá por la nueva y provocativa declaración revolucionaria que ese mismo día acababa de lanzar El Socialista.

El Gobierno se había constituido al fin, tras una nueva visita de Gil Robles a Palacio, el mismo día 4. En cuanto se confirma la noticia, se reúnen en Madrid –probablemente en el estudio del pintor Luis Quintanilla, en Fernando el Católico, número 30– las Ejecutivas del PSOE y de la UGT; se dicta la orden de operaciones revolucionarias y se transmite la consigna a las agrupaciones socialistas locales de la UGT y Alianza Obrera de provincias por medio de telegramas y de emisarios especiales. Ese mismo día José Antonio Primo de Rivera, reunido con sus compañeros en Consejo nacional, ofrece al ministro de la Gobernación, Vaquero, el apoyo de sus jóvenes para atajar la revolución inminente, con la condición de que se les entregasen armas y se les permitiese marchar a la lucha encuadrados por sus jefes. El señor Vaquero no tomó en serio tan audaz ofrecimiento.

Uno de los principales animadores de las Alianzas, Joaquín Maurín, describe así la callada movilización proletaria del día 4:

«El jueves 4, silenciosamente, se procede en todas partes a una movilización de las fuerzas revolucionarias. Durante la tarde y la noche del jueves los trabajadores, con una rapidez pasmosa, ocupan los lugares estratégicos, colocan las tropas en orden de batalla y con el puño . en alto saludan al nacimiento del nuevo día.»

Pocos momentos de la Historia contemporánea española tan tensos como aquel anochecer del 4 de octubre, cuando por primera vez en todo el siglo XX el número de las personas dispuestas de verdad a llegar hasta el fin se cifraba en millares. En la sesión de Cortes del pasado 25 de enero, Margarita Nelken había lanzado su tremenda profecía de la violencia que reptaba bajo la noche del 4 de octubre:

«Aquellos hombres van hoy a la rebusca, como van las fieras; viven como fieras. Si algún día, tal vez no lejano, tenéis que enfrentaros con ellos en una lucha que quiero esperar leal, no os extrañe que si aquellos hombres a quienes obligáis a vivir como fieras, a buscar el alimento de sus hijos como lo pueden buscar las disputándolo a los animales, arriesgando con ello su vida como la arriesgan las fieras, no os extrañe, digo, si a esos hombres no les queda luego para luchar ningún sentimiento humano»[20].

La descripción de Margarita Nelken no cuadraba, por supuesto, con los hombres que se iban a levantar horas después de la tarde del 4, los burgueses de Cataluña y los fuertes mineros de Asturias. Pero la revolución tenía que apelar a los resortes más demagógicos de la propaganda para estallar con garantías de éxito. Una cita más grave es, sin duda, la de un abogado tan competente como Augusto Barcia, quien, en el proceso de la Generalidad declaraba, en efecto, el 27 de mayo de 1935, que la entrada de la CEDA en el poder equivalió a crear un estado de Guerra Civil. Responsabilidades aparte, al historiador de la España contemporánea le interesa, más que nada, dejar constancia de esta espantosa y real, por injusta que fuese, convicción de media España.

Hasta ahora la Revolución de Octubre –quizá por la solemne resonancia histórica de su mismo nombre– ha pertenecido a la historia de la propaganda y a la mucho más alusiva historia de los sobreentendidos. La considerable extensión de este libro trata ya de ser una primera prueba de la importancia que concedemos al tema como antecedente esencial y determinante de la Guerra Civil española. Tenemos la impresión de que en estas páginas apretadas y ansiosas se aborda por primera vez la Revolución de Octubre con criterio e intención histórica. Por supuesto que todas las historias cuentan con un capítulo o epígrafe titulado con las mismas palabras que el nuestro. Pero, que sepamos, se trata siempre de capítulos breves, fugaces, sugerentes más que analíticos, episódicos más que radicales. Si de las evidentes imperfecciones de esta primera síntesis coordinada surge la gran monografía que todos necesitamos, bendeciremos esas imperfecciones. Mientras tanto, y asegurados ya previamente el marco exterior y el múltiple marco interno de octubre, vamos a considerar por separado, aunque no sin una honda ilación interna, los cuatro movimientos del proceso revolucionario.