Una profecía de José Antonio
Primo de Rivera

El principal problema histórico que plantea la fase previa de la Revolución de Octubre es la duda sobre si hubo o no una conjura de todos los participantes o si cada uno de éstos actuó por su cuenta de forma más o menos autónoma. Salvador de Madariaga habla francamente de una «coalición catalanosocialista fraguada durante el verano». Los historiadores antirrepublicanos exhiben enérgicamente el llamado «pacto de Santiago», celebrado en Compostela el día de la fiesta del Apóstol, 25 de julio, entre los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos.

Cierto que en aquel verano de la Asamblea de parlamentados en Zumárraga menudearon las visitas y las devoluciones de visitas entre Cataluña y Vasconia. Telesforo Monzón y el propio José Antonio de Aguirre estaban en Barcelona en fechas críticas. Llegó a fundarse una especie de federación parlamentaria de grupos autonomistas, la «GALEUZCA», para forzar desde la periferia española un federalismo progresivo a todo el país, Pero estas actividades, por avanzadas y sospechosas que parezcan, eran políticas, no subversivas. Los nacionalistas vascos desaprobaron expresamente la actividad levantisca de los catalanes y publicaron su condena a raíz de los hechos[16]. Rafael Salazar Alonso declararía en el proceso contra la Generalidad:

Para mí no tiene duda que el movimiento de los ayuntamientos vascos era una pieza en la obra revolucionaria. Tengo de ello la absoluta seguridad». Y presenta como prueba la comunicación radiofónica entre separatistas vascos y catalanes durante el mes de septiembre.

Un análisis más detallado de los hechos parece descartar la hipótesis de la conjura. Toda la izquierda, eso sí, estaba más o menos preparada para reaccionar de forma violenta ante la ocupación efectiva del poder por la CEDA. Con vistas a esta reacción se establecieron y mantuvieron contactos personales e informativos. Los socialistas preparaban su movimiento con carácter exclusivamente proletario y como expresa repulsa a su colaboración con la burguesía durante el bienio Azaña; ante esta su evidente actitud no resulta fácil imaginar cooperación, ni siquiera una coordinación revolucionaria con los portavoces de la protesta pequeño-burguesa.

Los socialistas asistían, sí, a las asambleas de parlamentarios nacionalistas, pero más bien en busca de información que en comunidad de propósitos revolucionarios.

El pacto de Santiago fue expresamente negado por el señor Companys en el proceso de la Generalidad; el suspenso Presidente demostró sobradas veces en ese proceso que le sobraba valor para admitir todos los cargos reales que se le hacían. No es extraño que Salazar Alonso creyese detectar conjuras donde a lo sumo no había sino complicidades desacordes. Los movimientos antigubernamentales, vistos desde Madrid, adquieren siempre un perfil planificado y convergente. La derecha, por otra parte, poseía ya por entonces una cierta tradición conspiradora que proyectaba con facilidad sobre sus enemigos de la izquierda.

La propaganda derechista alimentaba la actitud recelosa de sus adeptos; uno de los libros de las famosas «ediciones antisectarias» se dedicó precisamente a la Revolución de Octubre. Sea cual sea la opinión del historiador ante el problema de la conjura, todo el mundo conviene en que el elemento revolucionario más peligroso, el anarcosindicalismo, quedó, con la citada excepción asturiana, fuera del proyectado movimiento.

La CNT-FAI no interviene en octubre porque ha quedado agotada en su colaboración más o menos informal en las huelgas del campo y de la industria; porque se ha negado a ingresar corporativamente en las Alianzas Obreras; porque teme la reacción del Gobierno; por su enemiga jurada contra la Esquerra y, sobre todo, porque esta revolución la han planeado los demás. La ausencia de tan poderoso aliado va a privar a octubre de fermentos y de masas.

Ante estas consideraciones que al Gobierno afluían en forma de confusos y hondos temores, se comprende toda la importancia de la carta que José Antonio Primo de Rivera dirige, el 24 de septiembre de 1934, al general Francisco Franco Bahamonde[17]. Con su intuición en libertad, adivina Primo de de Rivera que Franco va a ser decisivo en los acontecimientos que se preparan. El planteamiento de esta carta excluye la hipótesis de la conjura universal: «El alzamiento socialista va a ir acompañado de la separación, probablemente irremediable, de Cataluña.» Varios párrafos de la carta revelan una asombrosa penetración. Asturias: «¿Es mucho pensar que en lugar determinado el equipo atacante pueda superar en número y armamento a las fuerzas defensoras del orden?» Cataluña: «El Estado español ha entregado a la Generalidad casi todos los instrumentos de defensa y le ha dejado mano libre para preparar los de ataque.»

Para los entusiastas de la teoría de la conjura, el gran sospechoso desde el mismo momento de su caída, era don Manuel Azaña. Según éste, en sus

Memorias de la Pobleta (y la noticia se toma de unas Memorias del Preidente escritas en la zona republicana), Martínez Barrio revela a Alcalá Zamora que Azaña es el jefe de la proyectada revolución –en febrero de 1934– y don Niceto lo cree a pies juntillas. Cuando en 1937 Azaña reprocha esa «revelación» a Martínez Barrio, éste se escabulle con su clásica habilidad.

Al día siguiente de cesar Azaña como jefe de Gobierno, en septiembre de 1933, parte de su antigua escolta se dedica al espionaje en contra suya. A fines de julio de 1934 Azaña se dirige a Cataluña para descansar. La Policía que le vigila envía a Madrid informe tras informe; sabe muy bien lo que los gobernantes desean oír, y se lo sirve de mil amores. En parte por la popularidad del ex presidente entre la izquierda catalana, en parte por su irresistible propensión a mantenerse en el primer plano del interés político, ya que no del Gobierno, las vacaciones de Azaña son más parecidas a una campaña electoral que a un bien merecido descanso. Recorre las provincias de Barcelona y Gerona entre interminables reuniones, conversaciones y homenajes. A primeros de septiembre regresa a Madrid.

Poco sabemos sobre las actividades de Manuel Azaña durante septiembre de 1934. En sus apologías posteriores parece sugerirnos que durante ese mes –lo mismo que durante su excursión catalana del verano– trató de actuar como sedante en medio de la efervescencia revolucionaria. Su campaña para la «recuperación de la República» no incluía la violencia como sistema; Azaña sabía bien que la violencia encubriría a los extremistas

Es posible que su viaje por Cataluña le proporcionase ideas claras sobre los todavía confusos propósitos de la Generalidad; el juicio que entonces formula sobre el doctor Dencás es sumamente certero. Pero la acreditada intuición del ex presidente no debía permitirle demasiadas ilusiones. Es muy posible que a lo largo de septiembre sintiese Azaña por primera vez que sus aliados le desbordaban por todas partes, que trataban de utilizarle para sus fines particularistas. Salvador de Madariaga escenifica una trágica conversación entre Azaña y Largo Caballero durante el viaje de fin de mes a Barcelona con motivo del entierro de Jaime Carner; en ella, Largo Caballero manifiesta a Azaña que solamente el hecho de hablar con él compromete su prestigio revolucionario.

Tal conversación no tuvo lugar el 27 de septiembre porque Largo Caballero no hizo ese viaje a Barcelona. Pero bien pudo haberse celebrado durante el ominoso septiembre madrileño. Nada tuvo que ver Azaña en la conspiración socialista. Desde enero de 1934 había mantenido, sí, varias conversaciones con socialistas y catalanistas en las que se trató, naturalmente, de las posibilidades revolucionarias.

De enero a marzo, Azaña notaba a Companys «muy cambiado» y partidario, en la segunda fecha, de la «democracia expeditiva». Gran interés ofrece la conversación de Azaña el 14 de julio con Largo Caballero y el conseller Lluhí; la tozudez del líder revolucionario impide toda solución constructiva. Es durante su descanso catalán, según varias fuentes fidedignas, cuando Azaña recibe otra visita de Largo Caballero. Es muy posible que Azaña tratase de frenar la marcha hacia la revolución y es seguro que no figuró entre sus promotores; pero su conocimiento directo de los proyectos revolucionarios hace difícil eximirle de la sospecha de complicidad o al menos de connivencia.

Con sus exageradas y absurdas acusaciones, las derechas, empeñadas en convertirle en máximo responsable directo, borraron las posibilidades de acusarle por graves indicios racionales. Y es que en septiembre de 1934 Azaña seguía siendo el hombre de Casas Viejas; sólo la pereza mental y el sectarismo de la derecha española –perfectamente unificada en este fácil sector– volverían a colocarle al frente de la izquierda, reagrupada tras la catástrofe de octubre.

El 26 de septiembre de 1934 fallece en Barcelona, vencido al fin por el cáncer, el brillante ex ministro de Hacienda Jaime Carner. Azaña piensa salir inmediatamente para Barcelona, pero ha de retrasar el viaje hasta la noche siguiente para celebrar varias reuniones, entre as que destaca una con Diego Martínez Barrio y Felipe Sánchez Román para discutir la situación política.

Al anunciar Azaña su propósito de viajar a Barcelona sus amigos lo aprueban; la inminente posibilidad de un Gobierno derechista puede acarrear, según ellos, peligro para el ex presidente. No se nos ha concretado ese peligro, pero algunas sugerencias apuntan la posibilidad de una vendetta militar o el temor de Azaña ante la eliminación en San Sebastián del ex director general de Seguridad Manuel Andrés Casaus (de Acción Republicana), en una represalia falangista.

El caso es que la noche del 27 de septiembre Manuel Azaña sale para Barcelona por tren. Le acompañan 'Íos compañeros de Gobierno del fallecido: Prieto, de los Ríos, Domingo, Casares.

Lástima que ninguno de los viajeros nos haya transmitido íntegramente sus recuerdos de aquella noche. Azaña discute con los socialistas las posibilidades revolucionarias; ellos le advierten con toda franqueza de que su partido iba a prescindir de los republicanos en el desarrollo y en las consecuencias de la revolución. El día 28, después del entierro de Carner, un nutrido grupo de políticos catalanistas, socialistas y republicanos, se reúnen en el restaurante de la Font del Lleó. El presidente del Parlamento catalán, Casanovas, invita a Azaña, Nicoláu, Pi y Sunyer, Prieto, Domingo, de los Ríos, Casares, Barcia, Barcia, Bello, Ruiz del Toro.

Resulta aún hoy dramático leer la ampliación memorialista de lo que ya había contado Azaña en Mi rebelión en Barcelona; insiste inútilmente en frenar la estampida revolucionaria. El fúnebre ágape se va disolviendo por grupos y esa misma noche casi todos los viajeros regresan a Madrid. Por consejo de catalanes y socialistas, Azaña decide permanecer unos días más en Barcelona, ya totalmente desbordado por los que se dicen sus amigos.