Los anarquistas ya habían dictado su condena contra a República centroderechista, y por cierto que con suprema puntualidad, en el putsch de diciembre de 1933. Pero son los socialistas quienes, liberados de la pesada colaboración gubernamental, y con los ojos obsesivamente fijos en la Europa convulsa, se disponen a anticiparse al fascismo, como ellos decían, y convertir para ello a 1934 en un año rojo. Desde las mismas elecciones de 1933 se filtraban noticias sobre su decisión; pero es a principios de febrero de 1934 cuando, en frase de Largo Caballero, proclaman abierta la etapa revolucionaria.
Se encarga de formular la declaración de guerra un dirigente socialista que la acepta –e incluso la organiza– por disciplina de partido y por miedo a quedarse solo en la moderación, aunque íntimamente estuviese en desacuerdo con la violenta situación que no veía cómo evitar: Indalecio Prieto, en el famoso discurso del cine Pardiñas, de Madrid, el 4 de febrero de 1934. Repite su declaración en el Parlamento: presenta la posición de su partido y de sus masas como justa réplica a las persecuciones reaccionarias y a la continua transgresión de la Constitución por las autoridades de la nueva República. Las derechas toman a broma las amenazas socialistas.
En el mismo mes de febrero de 1934 comienzan los contactos de socialistas y anarcosindicalistas para el montaje de la revolución. Pero la alianza resultaba muy difícil. En otros estudios hemos tratado con más detenimiento los contactos entre los diversos sectores del proletariado, cuyo primer efecto institucional fue la creación de las Alianzas Obreras.
La primera de estas Alianzas se forma en Barcelona, pero la única verdaderamente efectiva fue la asturiana, y esto gracias a la colaboración única de la CNT. Dos son los plenos nacionales de regiones que celebra el anarcosindicalismo español durante este año, tras el fracaso de diciembre de 1933. En el primero (Barcelona, 12 de febrero) se emplaza a la UGT a que manifieste sus propósitos revolucionarios y se le advierte así:
«Téngase en cuenta que al hablar de revolución no debe hacerse creyendo que se va a un simple cambio de poderes, como en el 14 de abril, sino a la supresión total del capitalismo y del Estado»[12].
En el segundo Pleno, el 23 de junio de 1934, la Federación Anarcosindicalista asturiana presenta el hecho consumado de su pacto regional con la UGT. La cláusula primera de este pacto era la siguiente:
«Los organismos firmantes de este pacto trabajarán de común acuerdo hasta conseguir el triunfo de la revolución social en España, estableciendo un régimen de igualdad económica, política y social fundado sobre los principios socialistas federalistas»[13].
Los elementos constitutivos de la Alianza Obrera asturiana, fundada muy poco después de la de Barcelona por la inspiración conjunta de Francisco Largo Caballero y Joaquín Maurín, son el Partido Socialista, la UGT, el sindicato minero asturiano (obediencia UGT), la Confederación Regional del Trabajo de Asturias, León y Palencia, la Izquierda Comunista (disidente) y el BOC (Bloque Obrero y Campesino, comunista disidente). El delegado para el comité regional de la Alianza Obrera es Manuel Grossi, joven (30 años) minero de Mieres, alma del BOC y de la Alianza Asturiana en la que, sin embargo, dominan los tres grupos socialistas, muy mayoritarios.
Observará el lector que en la lista de participantes en la Alianza no entran para nada los comunistas. Por entonces se celebraban en Madrid las conversaciones de socialistas y comunistas «pro Frente Único» –de las que nos ocuparemos en el libro siguiente– que acabaron en un previsible fracaso. En Asturias, además, la guerra entre socialistas y comunistas databa nada menos que de 1922 y nada hacía prever su terminación amistosa.
Las nacientes Alianzas Obreras, a pesar de que solamente cuentan en Asturias con la colaboración de la CNT, contribuyen significativamente al recrudecimiento del desorden público a medida que avanza 1934. Las grandes huelgas del año –aparte de la agrícola en junio– son la de metalúrgicos en Madrid, que dura dos meses, hasta que el ministro Estadella cede a la semana laboral de 44 horas, y la que, también durante dos. meses, paraliza la industria zaragozana. En esta huelga colaboran, de forma personal y en pequeños grupos, numerosos anarcosindicalistas.
En Asturias, la fiesta del 1 de mayo de 1934 adquiere neto color aliancista gracias a la presencia de Joaquín Maurín, el dirigente nacional del BOC. Julián Gómez «Gorkin», secretario de la Alianza Obrera en la zona levantina, no consigue más que agitaciones esporádicas; en cambio, la Alianza Obrera de Barcelona había acreditado su vigor en una huelga declarada a mediados de marzo, con la absoluta abstención de la CNT.
El máximo enemigo de los anarcosindicalistas –de quienes le molestaba su sigla nacional y antinacionalista– era el doctor Dencás, quien engloba en la misma persecución a todos los militantes de todos los movimientos obreros.