La radicalización de la Generalidad en 1934

Apenas había tomado posesión el Gobierno Lerroux, una vez que Don Diego Martínez Barrio hubo reprimido la erupción anarquista aragonesa a mediados de diciembre de 1933 los socialistas trataron de resolver su descalabro electoral con una marcha ciega y antidemocrática a la Revolución violenta. Con eso no hacen sino imitar a don Manuel Azaña, que exigió la anulación de las elecciones simplemente porque las había perdido, como sabemos; los socialistas fueron más allá, pretendiendo subvertir el resultado de las elecciones por medio de la violencia. ¿Es éste un régimen democrático, como se obstina en afirmar el historiador Javier Tusell?

Tras fracasar la huelga agraria organizada por el Sindicato Socialista de Trabajadores de la Tierra para impedir la recogida de la cosecha, España se mete en un verano, el de 1934, que muestra muchas analogías con el de 1917. Por todas partes afloran los intentos de unión de fuerzas burguesas (republicanos) y de fuerzas proletarias; fuerzas burguesas y fuerzas proletarias, que se oponen al Gobierno de centro-derecha con motivo de le: situación económica y de sus duras repercusiones sociales. La diferencia entre 1934 y 1917 es la actitud d Ejército, que en 1917 era el principal problema por su desunión y en 1934, con excepciones individuales, permaneció unido.

La muerte de don Francisco Maciá, el profeta romántico del catalanismo de izquierdas, el día de Navidad de 1933 había llevado a Lluís Companys a la presidencia del organismo autonómico catalán, la Generalidad.

No puede equipararse hoy el durísimo juicio que merece el nuevo rector de los destinos catalanes a su viejo enemigo de las Ramblas, don Alejandro Lerroux, pero no cabe ignorar los compromisos vinculantes del señor Companys con los anarcosindicalistas de la CNT, de quienes actuó como abogado defensor, y con algunos portavoces del extremismo separatista, Companys, sin el prestigio mítico y la personalidad quijotesca de su predecesor, ascendía a la primera magistratura catalana entre el recelo de casi todos y singularmente de los extremistas de la Esquerra, las gentes de Estat Català.

A la muerte de Macia, Lluís Companys es derrotado por el doctor Dencás, uno de los principales extremistas, para la presidencia de las juventudes de Estat Català y fracasa, por tanto, su empeño de integrar a la juventud dentro del Partido (un problema parecido al que se le presentaba a Gil Robles con la Juventud de Acción Popular, JAP. aunque el jefe de la derecha católica no llegó a perder el control de su movimiento juvenil). Companys intenta aplacar a sus émulos con un generoso reparto de cargos y toma la peligrosa decisión de situar a Dencás en la Consejería de Gobernación.

El remedio resultó peor que la enfermedad. Bajo la dependencia de esa consejería figuraba la comisaría general de orden público, cuya secretaría había desempañado en tiempos de Maciá un joven exaltado, Miquel Badía. Ahora Dencás le designó jefe interino de los servicios de Orden Público; impulsivo, inculto, su cualidad principal era un «infantilismo exhibicionista y espectacular» (Miravitlles), que sus partidarios fanáticos tomaban por valor heroico. Desde la consejería y la comisaría, los dirigentes de Estat Català consiguen una influencia considerable y llegan a controlar 62 de los 75 centros políticos de la Esquerra, partido que por entonces contaba con 50.000 afiliados.

El tándem Dencás-Badía va controlando los centros, pero no se preocupa de infundirles un nuevo sentido político porque carece casi por completo de ideas políticas como no sean las más elementales: separatismo y autoritarismo, que según testigos de la época suscitaron la atención del propio Mussolini: estos catalanistas de na izquierda elemental sintieron también el tirón del fascismo en métodos y hasta en indumentaria. La máxima ambición del grupo Dencás-Badía era apoderarse de la Generalidad, considerada como el máximo todos los centros de la Esquerra.

En sus posteriores apologías, Companys ha presentado sus radicalismos de 1934 como concesiones políticas de supervivencia ante el empuje radicalizante de Dencás-Badía. La conducta del nuevo Presidente en 1936-1939 priva de bastante fuerza dialéctica a esas explicaciones. Cuando Companys clamaba en la primavera de 1934 por la necesidad de «exaltar la nostra nacionalitat»[4] no necesitaba estímulo alguno. Discrepaba, sin duda, de su consejero de Gobernación en cuanto métodos, pero coincidía con él en los objetivos en mayor grado de lo que dejan entrever sus declaraciones defensivas.

El tándem Dencás-Badía –auténtico protagonista del Seis de Octubre, como reconocería en su momento el fiscal de la República al negarse a pedir la pena de muerte para el resto de los dirigentes catalanes detenidos– plantea al historiador un hirsuto conjunto de problemas. nacidos de la imposibilidad de explicar con cierta lógica la actuación de los dos amigos en la fecha señalada. Cuando, ante la actitud de Madrid en junio, se empieza a temer en Barcelona que el Gobierno se incaute de los servicios de Orden Público, Dencás comunica la orden de que no se permita a nadie la entrada en el palacio de la Generalidad sin exhibir un pase firmado por él mismo. ¿Quién era, en realidad, el doctor Josep Dencás i Puigdollers?

A pesar de que la palabra ya comportaba en los años treinta una fuerte carga pasional y deformativo-propagandística. es evidente que ningún sospechoso de fascismo cuenta con tantas acusaciones expresas en su contra como el fogoso jefe de las juventudes de Estat Català. Merece la pena repasar los testimonios de fuentes tan dispares:

•Margarita Nelken (dama socialista filocomunista): «El Estat Català, partido netamente fascista en su espíritu y hasta en su manejo, perseguía a los anarquistas tan duramente como lo había hecho la dictadura»[5].

•Joaquín Maurín (comunista independiente): «Companys era el viejo republicano para quien la República y la Generalidad constituían todo su ideal de pequeño burgués. Dencás era el aventurero, el «parvenu» que, maquiavélicamente, buscaba ser el centro de un movimiento que, partiendo de la democracia y de la clase trabajadora, fuera a parar a un nacionalsocialismo. Dencás, el jefe de la fracción de «Estat Català», turbio en sus propósitos, no podía ocultar sus intenciones deliberadamente fascistas. Todo su trabajo de organización y toda su actividad política tendían hacia un objetivo final: un fascismo catalán [6].

•Salvador de Madariaga (príncipe de los liberales): «… el doctor Dencás, médico de orígenes clericales y reaccionarios que aspiraba a obtener de la política el éxito que hasta entonces le había negado la medicina, y se disponía a explotar el catalanismo extremista como fin y la organización fascista corno medio con objeto de satisfacer su ambición»[7].

•José María Fontana (falangista catalán): «Ya hubo conatos de fascismo en el «Estat Català», con desfiles de camisas verdes y una organización paramilitar. Creo, además, que entre algunos de ellos y el fascismo existieron relaciones bastante estrechas»[8]. Evoca Fontana, a continuación, ciertas negociaciones entre Dencás –protegido por Mussolini durante la Guerra Civil española, tras su segunda héjira– y los fascistas italianos, por medio del «cavaliere bianco» Bossi. Jaume Miravitlles, (intelectual profundo, gran conocedor de su tierra y de sus hombres, converso al catalanismo en 1934 tras una conversación de media hora con Companys).

La acumulación de testimonios resulta reveladora, ante la pluralidad de las fuentes. De todos ellos parece deducirse que el fascismo de Dencás llegaba bastante más allá de lo metafórico. Los caracteres externos los tenía todos: camisas rituales. cascos de acero. violencia a flor de labios y de pistolas, grandes desfiles, encuadramiento en Sturmabteilungen, llamados castizamente «escamots» (parece que un escamot es un grupo de trece encamisados, aunque los exegetas catalanes no acaban de ponerse de acuerdo sobre el carácter individual o colectivo del nombre).

Cuando a falta de alguna condición más profunda nos disponíamos a concluir que el fascismo dencasiano fue en realidad una fachada superpuesta por la moda irresistible de los tiempos, recordamos los contactos con Italia y con el CAUR, (Comités de Acción para la Universalilad de Roma, intento fallido de internacional fascista) y los tratos con Mussolini. Era aquello un movimiento juvenil, pequeño-burgués típico, separatista declarado y exaltado; nadie sabrá nunca dónde confluían los secretos designios de sus jefes. En cualquier caso el fascismo dencasiano no es el único de raigambre izquierdista y límites separatistas que va a aparecer en Europa, pero sí una especie de precursor.

«S’ha dit que Dencás era feixista. Amícs íntims seus asseguren que era comunista. En realitat, no era ni una cosa ni l’altra. En una de les poques converses que hi vaig tenir, em digué coses que ajuden a situar-lo, és que tota política per triomfar, necesita moure forces joves, donar-los una mística, una disciplina i portar-les al terreny de l’acció. Io a Catalunya vull fer aixó. Vull fugir dels motllos vells –del republicanisme, no vull entrar als motllos– inédits a casa nostra, vells a altres paisos, de la dogmática marxista, per a formar un moviment polític jove i ardent sostingut al damunt de dos principis fonamentals: nacionalisme, socialisme». Era un «nacional-socialista» sincero.[9]

Una especie de reedición de 1917 se inicia en Cataluña el 11 de abril de 1934, cuando la Generalidad, consecuente con su planificación política agresiva, aprueba una nueva Ley de Contratos de Cultivo que favorece las aspiraciones de los «rabassaires» y pequeños arrendatarios. En Cataluña no se planteaba el problema agrícola con la virulencia acuciante de la España latifundista; la tierra estaba de antiguo mucho mejor repartida y mucho mejor trabajada. Entre los agricultores catalanes abundaban los pequeños y medios propietarios. Los «rabassaires» eran una especie de aparceros que adquirían un dominio útil de un viñedo por un ciclo vital de las cepas, a cambio de una prestación. La Ley de Contractes de Conreu, era, en el fondo y en la forma, bastante semejante a la que después defendió desde el Gobierno el señor Giménez Fernández; algo avanzada pero nada revolucionaria.

Según los catalanes, el contexto de la ley revelaba la insuficiencia del Estatuto; Companys pretendió con ella un doble fin. Primero: hacer un poco de reforma agraria, para mantener de paso su hegemonía política sobre la Unió de Rabassaires creada por él. Segundo y principal: ensanchar indirecta pero eficazmente la autonomía del Estatuto.

El momento no parecía bien escogido. La reacción de los propietarios catalanes estaba destinada a encontrar amplio eco en Madrid, con un Gobierno entregado a a plena reacción agraria en la primavera y el verano de 1934. (Luego esta actitud reaccionaria se situó en un plano de mayor preocupación social a la llegada del ministro de la CEDA Giménez Fernández). Para minimizar esta verdadera reacción económico-social, el Gobierno de Madrid se ampara en el formalismo político y hasta patriótico.

Ni en Barcelona ni en Madrid se hablaba claro sobre las verdaderas intenciones de cada parte. El 4 de mayo, y bajo la presión de los conservadores catalanes, el Gobierno interpone recurso ante el Tribunal de Garantías Constitucionales contra la Ley de la Generalidad. El 8 de junio –anotemos la fecha, trascendental–, el Tribunal dictamina que «el Parlamento de la Región autónoma carece de competencia para dictar la Ley sobre Contratos de Cultivo». Ya está el problema influyendo de lleno sobre el plano político.

Contraataca la Generalidad. Por un decreto del 12 le junio el Gobierno autónomo se autoriza a presentar a1 Parlamento catalán otro proyecto de Ley de Contratos de Cultivo exactamente igual al anulado por el Tribunal de Garantías; la presentación se hace el mismo día 12. En el Parlamento catalán defiende el proyecto el conseller Lluhí: según él, el Tribunal no ha actuado jurídica, sino políticamente; por eso la Generalidad presenta la misma ley. Companys habla a continuación en un tono histórico y heroico que ya no abandonaría en todo el verano. La Ley idéntica se aprueba ese miso día. No cabe desafío más abierto al poder de la República.

Es posible que los aficionados a la historia causalista se remonten al siglo XVII para no perderse antecedentes de la sublevación de la Generalidad en 1934, pero para quienes nos contentamos con una visión menos maximalista basta con señalar la fecha del fallo del Tribunal de Garantías –8 de junio– para contar con un punto de referencia muy claro en orden a la explicación del 6 de octubre.

El ambiente de Cataluña, relativamente tranquilo hasta entonces, se agita por doquier. Ya el 29 de abril habían desfilado más de cien mil hombres durante seis horas por las calles de Barcelona en apoyo a la Generalidad; inmediatamente después del 8 de junio se constituye el Front Nacional de Joventuts (organizador, Dencás), mientras la Agrupación Valencianista Republicana niega al presidente del Consejo, Samper, «el título de valenciano», En las Cortes se habían intercambiado, no siempre con ecuanimidad, puntos de vista bien diversos. Cambó defiende al Gobierno; Azaña, a la Generalidad. Interviene también, con competencia y acierto, el propio señor Samper, quien al frente del Ejecutivo pierde su prometedora claridad parlamentaria y trata la crisis con vacilación y debilidad.

La rebeldía está en el aire; pero el 3 de julio se zanja provisionalmente el problema mediante una propuesta que da por terminado el período legislativo tras ratificar la confianza al Gobierno para que solucione como mejor le parezca el pleito catalán. En esta sesión salen a relucir las pistolas; Gil Robles y Martínez Barrio intercambian algo más que invectivas.

Se entraba, pues, en un verano incierto y enconado. El ambiente en torno a la Generalidad parecía degenerar en rebeldía casi abierta; el Gobierno no se decidía a aventar las sospechas de claudicación. En vista de ello, el Instituto catalán de San Isidro, que bajo la presidencia de don José Cirera Voltá agrupaba a casi todo el sector patronal de la agricultura catalana, organizó contra la Generalidad de izquierdas una gran reunión en Madrid, que congregó a cerca de ocho mil agricultores de Cataluña.

La troika que ya arrastra a la Generalidad, aun sin conseguir el acuerdo interno, reacciona de forma típica; al día siguiente, 9 de septiembre, Miquel Badía detiene al fiscal de la Audiencia, señor Sancho, a la puerta del propio Palacio de justicia. Es demasiado y Badía tiene que dimitir, desaprobado por el pleno de la Generalidad.

El 11 de septiembre una enorme manifestación se reúne n torno a la estatua del líder simbólico de 1714, el conseller Casanova; la sede del Instituto de San Isidro ha ardido.

El 12, el Parlamento catalán aprueba el Reglamento de Cultivos, que insiste en el mantenimiento de la Ley anulada aun con la interposición de ciertas formas-pantalla. El asunto queda más o menos en tablas que a nadie contentan. El 25 de septiembre, Lluhí, conseller de justicia, manifiesta al Presidente de la Audiencia de Barcelona que, en vista de la actitud solidaria de los compañeros del fiscal Sancho, la Generalidad declara persona non grata a seis magistrados. El Gobierno rechaza la nota de Lluhí. Duro cambio de notas entre Companys y el jefe del Gobierno, Samper, que amenaza con prescindir de la Generalidad en sus comunicaciones futuras con las autoridades judiciales de Cataluña.

Durante todo el verano Lluís Companys anduvo sobrecargado por otras preocupaciones todavía más graves que la batalla de prestigio librada con Madrid. Debilitada su moral por los tirones proletarios –aunque la CNT no estuvo nunca próxima en Cataluña al ingreso en las Alianzas Obreras– y, sobre todo, por el auge de los extremistas dentro de la Esquerra, autorizados comentaristas catalanes de 1934 testifican su deseo de cortar por lo sano y escindir voluntariamente el partido para separar el foco virulento de las juventudes de Estat Català.

Alguien ha afirmado que la escisión estaba a punto de producirse al estallar la revolución. Muy grave debía de ver Companys el problema cuando se disponía a sacrificar así el ideal expresado en el testamento de Maciá: la unión contra todo evento de las izquierdas catalanas. Fueran cuales fueran sus verdaderos propósitos, el caso es que durante todo el verano Companys se vio desbordado por los grupos juveniles que decían interpretar la voluntad histórica de Cataluña. Después el 6 de octubre –no antes– resulta muy fácil comprobar tamaño error.

De todas maneras, los observadores que no conocían la tragedia íntima del Presidente de la Generalidad tampoco la adivinan en sus belicosas palabras pronunciadas el 30 de septiembre, en una concentración de rabassaires en Reus:

«Tots disposats a morir per la llibertat de Catalunya!»[10].

Al día siguiente, 1 de octubre, el jefe del Gobierno, Samper, declara ante las Cortes que el texto refundido de la Ley de Contratos de Cultivo y el reglamento aprobado por el Parlamento catalán con fuerza de ley se hallan dentro de los límites constitucionales. El pleito ha terminado, aunque el cierre ha sido en falso según todos los protagonistas, menos el confiado jefe del Gobierno, a quien solamente restaban horas en tal cargo.

Lo grave de la trayectoria política del nacionalismo vasco en el verano de 1934 no es su paralelismo con la del catalán, sino su presunta convergencia. El 22 de diciembre de 1933 se entregaron con toda solemnidad al Presidente de la República los primeros ejemplares del Estatuto del País Vasco, aprobados en el plebiscito que ya conocemos. El periódico de Indalecio Prieto criticaba los excesos de porcentajes aprobatorios, imposibles, según él, ante la abstención de las masas proletarias. Sin embargo –y siguen las analogías con 1917–, Prieto trata de no distanciarse por completo de sus rivales nacionalistas. En la reunión de Zumárraga, que tras varios intentos pudo al fin celebrarse el 2 de septiembre, Prieto aporta su apoyo expreso, pero el ministro de la Gobernación, Salazar Alonso, hace abortar la asamblea, a la que asistían representantes catalanes.

Durante este verano José Antonio de Aguirre, acorralado por los eficaces ataques de José María Oriol que tienden a repetir en Álava la escisión de Navarra, toma una decisión que a la larga resultaría gravísima para sus partidarios y para él mismo: decide la alianza con las izquierdas y el apartamiento definitivo de las derechas españolas. Por conseguir la autonomía, vía única hacia el separatismo que jamás disimularon, los nacionalistas vascos optan por la conjunción con sus enemigos de ideas y de clase.