España ante las convulsiones de Europa

«No queríamos oscilaciones demasiado bruscas», dice Gil Robles treinta y tres años después, en sus Memorias, para explicar la prudencia, tal vez excesiva, con que dirigió la política de centro-derecha desde noviembre de 1933 a octubre de 1934. Parece que estaba preocupado por la magnitud de su victoria y sentía un acomplejamiento muy propio de las derechas cuando llegan al poder (con excepción, dígase en su honor, de José María Aznar, que ha mostrado en 1996 una extraordinaria capacidad de pragmatismo, reorientación y decisión después de su victoria insuficiente); en cambio, las izquierdas –como habían hecho en 1931 y harían después, tanto en 1936 como con el triunfo socialista de 1982– utilizan el poder inmediatamente, con toda energía.

La crítica unánime de las izquierdas y los republicanos contra las derechas victoriosas a partir de noviembre de 1933 consistía en negar la lealtad republicana de Gil Robles y sus partidarios, lo mismo que ahora, cuando se escriben estas líneas, Felipe González, el líder en la etapa de la corrupción y la arbitrariedad, ataca a Aznar y sus partidarios repitiendo que no son demócratas, lo cual es una acusación impúdica.

Gil Robles había aceptado las reglas del juego democrático y se movía en el campo de la Constitución, con el ánimo, eso sí, de reformarla, lo cual era perfectamente constitucional. Gil Robles reconoce que el 90 por ciento de los afiliados a Acción Popular, empezando por él mismo, eran «decididamente monárquicos»[2]. Pero nunca intentó un golpe de Estado para cambiar el régimen; ¿tenían derecho los republicanos a cambiarles las ideas?

Desde el campo monárquico del Bloque Nacional y en ABC se criticaba acerbamente a Gil Robles por su alianza con los radicales; el partido católico contra el partido masónico. Pero las relaciones entre los dos partidos no dependían del sectarismo, sino del pragmatismo, y los radicales de Lerroux habían evolucionado muchísimo hacia posiciones templadas de convivencia con la propia Iglesia.

En tan delicado terreno no hubo problemas; Gil Robles congeló, con el apoyo de Lerroux, los peores efectos de la legislación anticlerical del bienio Azaña, lo mismo que fue capaz de reconducir la política militar de Azaña y los excesos de la reforma agraria en las expropiaciones por venganza política.

El bienio de centro-derecha, calificado tenazmente por las izquierdas excluyentes como «bienio negro», discurre en~e noviembre de 1933 y diciembre de 1935 y se divide casi exactamente en dos mitades. Durante el primer año –hasta octubre de 1934–, gobiernan los radicales con algún agrario y algún representante de grupos moderados, con el apoyo parlamentario de la CEDA.

A comienzos de octubre de 1934, Gil Robles decide que entren en el Gobierno varios ministros de la CEDA, a lo que tenía pleno derecho y, una vez sofocada la antidemocrática Revolución de Octubre, que se organizó para negarle ese derecho, la nueva situación duró lo que restaba de 1934 y todo el año 1935 hasta diciembre, cuando ya se hicieron imprescindibles nuevas elecciones que serían las últimas de la República. Tal vez una de las razones que explican la indecisión de la derecha católica en la República, una vez derrotado Azaña en 1933, es que el Vaticano no tenía entonces las ideas muy claras sobre el sistema político que prefería.

El corporativismo, que era su última recomendación, estaba degenerando en dictadura tanto en Portugal como en Austria. Los viejos recelos de la Iglesia contra el liberalismo no se habían despejado todavía, ni mucho menos, y la aceptación plena del régimen democrático por la Iglesia no se produciría hasta 1944 con Pío XII, cuando ya se cantaba la derrota del fascismo y el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. En 1933 el Vaticano mantenía su política de concesiones al fascismo italiano y aunque para España seguía aconsejando una forma de corporativismo, no proponía a los católicos españoles una línea política concreta.

El Gobierno de Alejandro Lerroux funcionaba con aparente tranquilidad, pero con graves ruidos de fondo: las agitaciones de los anarco-sindicalistas y la orientación, cada vez más firme, de los socialistas hacia un horizonte revolucionario para que no les sucediera como a sus compañeros de Alemania y de Austria, perseguidos por gobiernos autoritarios. Cambiaban de vez en cuando algunos ministros, por motivos casi siempre personales.

El 28 de febrero dimitió como ministro de la Gobernación (lo había sido antes de la Guerra) Diego Martínez Barrio, que como gran maestre del Gran Oriente se encontraba muy incómodo con la alianza del Partido Radical y la CEDA; por lo que se iba orientando hacia posiciones más de izquierda aunque exigiesen una escisión del Partido Radical. Le sucedió Rafael Salazar Alonso, político radical, enérgico y decidido a terminar con los desórdenes públicos de anarcosindicalistas y socialistas; y en una de estas pequeñas crisis fue llamado a la cartera de Instrucción Pública Salvador de Madariaga, que nos ha dejado un amargo testimonio sobre la situación de la enseñanza en la República.

El 28 de marzo de 1934, Alejandro Lerroux se ve obligado a dimitir por las dificultades que le pone el vengativo don Niceto Alcalá Zamora a la Ley de Amnistía que la CEDA imponía a los radicales; y le sustituye Ricardo Samper, un radical valenciano que no acierta a prever la tormenta política que socialistas y catalanistas de izquierda estaban preparando para el otoño. Por otra parte, Gil Robles presionaba cada vez más a los radicales, que dependían de la CEDA para seguir gobernando. Les arranca, además de la amnistía que dejó en libertad al general Sanjurjo (inmediatamente, marchó a Estoril con la idea de preparar un segundo intento de derrocar a la República sin los fallos del Diez de agosto), y la devolución de su escaño a José Calvo Sotelo y de su carrera militar al general Mola, nada menos que una ley de Haberes del Clero. que provocó la desesperación de Manuel Azaña.

Los anarco-sindicalistas habían dado la bienvenida a la situación de centro-derecha con una huelga salvaje que reventó e1 8 de diciembre de 1933 en Aragón, bajo las órdenes del mítico Buenaventura Durruti y una joven promesa, el albañil Cipriano Mera. Cataluña y Aragón, especialmente Barcelona y Zaragoza, se confirman como las plazas fuertes del anarquismo, que gracias a Mera empieza a hacer notables progresos también en Madrid, desde donde los dirigentes podían comunicar mejor con los demás núcleos situados en Andalucía (sobre todo Sevilla), en Valencia yen Asturias.

El 11 de mayo de 1934 el sindicato socialista de Artes Gráficas intenta cerrar indefinidamente los dos grandes diarios del centro-derecha, ABC y El Debate, pero la solidaridad de periodistas y obreros, con el apoyo de jóvenes de Renovación y de Acción Popular, frustra el intento. Una espléndida cosecha de cereales alivia en la primavera de 1934 la penuria económica de la República, pero provoca acciones revolucionarias en cadena por parte del sindicato socialista Trabajadores de la Tierra y e1 enérgico ministro de la Gobernación, Rafael Salazar Alonso, reprime con eficacia a los revolucionarios y la cosecha se puede recoger sin novedad.

El ministro amplía en más de dos mil hombres las plantillas de la Guardia Civil y las Secciones de Vanguardia del Cuerpo de Seguridad, más conocidos como Guardia de Asalto. Me ha preocupado siempre que estas actuaciones políticas decididas por parte de algunos gobernantes o parlamentarios se convirtieran durante la Guerra Civil en sentencias de muerte; por esta intervención de 1934 fue asesinado Salazar Alonso, como Melquíades Álvarez por su oposición a la Revolución de Octubre, como Companys, en el bando opuesto, por su actitud que ahora describiremos durante el mismo año.

A partir del año 1934. los acontecimientos de Europa empiezan a influir de forma decisiva en la vida política española. Esa influencia se ejerce a través de la opinión pública y también por la atención creciente que los grandes partidos políticos españoles prestan a los sucesos y los cambios exteriores. Todo dependía, en el fondo, del continuado éxito nacional, político y económico, del régimen fascista de Mussolini en Italia y del espectacular comienzo del Gobierno autoritario de Adolfo Hitler en Alemania desde fines de enero de 1933. Para el joven lector de hoy, el fascismo es un fracaso, una abominación y un insulto.

Para innumerables españoles y europeos de 1933/1934, el fascismo y el nacionalsocialismo suponían una esperanza y una ilusión nueva, con un poderoso atractivo nacionalista, capaz de terminar con el marxismo y el comunismo y de movilizar las energías latentes de muchas naciones deprimidas. Lo más inexplicable es que el comunismo era también un totalitarismo no menos abominable e inhumano; y, sin embargo, el comunismo, después de su terrible fracaso por implosión en 1989, todavía mantiene hoy, de forma más o menos encubierta y disimulada, una intensa presencia en el mundo de la comunicación, de la cultura y de la historia. Esa desigualdad de trato entre los dos totalitarismos supone una aberración intolerable, contra la que merece la pena luchar cuanto sea necesario.

A principios de febrero de 1934, el canciller católico de Austria, Engelbert Dollfuss, había aplastado al potente socialismo austríaco en la calles de Viena y el impulso para la unificación de Austria y Alemania, primordial objetivo del austríaco Hitler, ganaba cada vez más partidarios en la antigua cabecera del Imperio danubiano. Casi la vez chocaban en la plaza de la Concordia de París la extrema izquierda y la extrema derecha francesas; los socialistas españoles contemplaban estos acontecimientos cada vez con mayor aprensión y pronto empezaron a llamar a Gil Robles «el pequeño Dollfuss» con notoria injusticia; porque el líder católico no fue jamás fascista ni se inclinó un ápice hacia el nacionalsocialismo.

Pero las Juventudes de Acción Popular, era inevitable, sintieron en 1934 con mucha fuerza el tirón totalitario (lo mismo que los socialistas, que habían colaborado democráticamente con los republicanos durante el bienio Azaña, sentían y manifestaban en 1934 el tirón revolucionario). No venían de Europa en aquella época vientos de concordia y libertad, sino impulsos de totalitarismo y enfrentamiento.

Entre el auge de los fascismos y la posición indecisa y ambigua de las grandes democracias occidentales hay que situar la trayectoria de la Unión Soviética a mediados de los años treinta. Stalin había asegurado ya su dictadura férrea y guiaba a la URSS a través del Segundo Plan Quinquenal (1933-1937), en el que seguía siendo prioritaria la creación de la gran industria pesada pero se postulaba ya una cierta apertura al consumo y una reorganización total de la producción agrícola, que había sufrido el gran fracaso del Primer Plan. Stalin necesitaba ante todo ganar tiempo para fortalecer la economía desordenada de la URSS e impedir que las potencias occidentales se unieran frente a lo que todo el mundo llamaba «el peligro comunista», aunque casi nadie acertaba a definirlo.

Por una parte la Internacional Comunista trataba de fortalecer en todas partes el auge y la consolidación de los partidos comunistas como líderes del proletariado; por otra, Stalin necesitaba desesperadamente dividir a los occidentales en un campo democrático y un campo fascista, que un día pudieran enfrentarse entre sí a beneficio de la Unión Soviética. Por todo ello, lo que más necesitaba Stalin en 1934 era tiempo.

En enero de 1934 y en pleno Congreso XVII del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Stalin decía: «Ni antes nos habíamos orientado hacia Alemaia ni ahora nos orientamos a Francia. En el pasado y en el presente estamos orientados hacia la URSS. Y si los intereses de la URSS exigen un acercamiento a este u otro país, con tal que ese país no esté interesado en violar la paz, lo haremos sin la menor duda».[3] Es decir que Stalin identifica la revolución mundial con la causa de la Patria soviética; la Internacional Comunista es el instrumento principal de la política exterior y la estrategia soviética, que se configuran con una orientación imperialista mediante el establecimiento en todos los países del mundo de fuertes partidos comunistas concebidos como plataformas de ese imperialismo obsesivo.

Ahora que conocemos el trágico final de la Internacional comunista y el Imperio soviético y vemos cómo la Federación Rusa se ha convertido en el «imperio de las mafias» nos parece mentira que a lo largo de los años treinta la idea comunista internacional pudiera desplegarse en Oriente y en Occidente con tan terrible fuerza de decisión y de idealismo, conquistase núcleos intelectuales en Francia, en las Universidades británicas y en la alta Administración de los Estados Unidos; pero el hecho es que el atroz desencanto de la democracia liberal entre los vacíos de la crisis de 1929 se llenaba por todas partes con el ideal comunista, que acabó por arraigar, con fuerza inusitada en la propia España, donde hasta 1934 el Partido Comunista era un fantasma anémico pero, justo en ese año, empezó su gran despegue hacia el poder. Para la historia de España en los años treinta resulta de importancia capital la trayectoria de la Comintern que se encuadra en sus dos últimos congresos, el VI, celebrado en 1928 y el VII, en pleno verano de 1935.

El VI Congreso de la Comintern equivale a un tremendo paso a la izquierda; la programación general de la dictadura del proletariado a escala universal, aunque siempre procediendo por núcleos nacionales. La condena del socialismo clásico de la Segunda Internacional, prácticamente desmantelada al no haber sido capaz de impedir el estallido de la Gran Guerra, se convierte desde 1928 el anatema dogmático y los socialdemócratas son designados Como «socialfascistas».

Pero esta política de monolitismo comunista se saldará con un tremendo fracaso; los partidos comunistas de Francia, Italia, Yugoslavia y Checoslovaquia se hunden. Obsesionado con la amenaza de una resurrección de la Internacional Socialista que pueda disputarle el dominio del proletariado mundial, Stalin no se da cuenta hasta 1934 de que el verdadero peligro contra la URSS no venía ya del socialismo sino del fascismo, otro movimiento totalitario cuya imitación se extendía por todas partes ante los vacíos y los traumas de la crisis económica mundial.

En 1928 Stalin había propuesto a la Comintern la política de «Frente Unido por la base», que consistía en robar sus militantes a los partidos proletarios no comunistas, y sobre todo a los partidos socialistas, sin atender para nada a sus dirigentes. Pero en 1934 va a lanzar una nueva consigna, la del «Frente Unido por arriba», llamado en los países latinos «Frente Único»: la colaboración comunista con los partidos socialdemócratas y sus dirigentes e incluso con los gobiernos democráticos en los que el socialismo estuviera ya bien arraigado, como en Francia y en España, así como en los partidos que malvivían en el exilio de Italia y Alemania.

Del Frente Único a lo que desde 1935 se llamó Frente Popular no había más que un paso. El Frente Único se convierte de proyecto en realidad en las luchas callejeras de febrero de 1934 en Francia y en Austria, cuando socialistas y comunistas unidos luchan sangrientamente contra la derecha autoritaria; y el mismo esquema, al que se adelantó en España Francisco Largo Caballero con sus Alianzas Obreras de 1934, se aplicó en España durante la Revolución de Octubre de 1934.

Con la estrategia de Frente Único desde 1934 y de Frente Popular desde 1935, la Internacional Comunista pretende ante todo el aislamiento de los países fascistas, cuya característica más patente era la represión total del comunismo y del socialismo. Esta política sería definida a el público por la Comintern como «la lucha contra el fascismo y la guerra». Es decir, contra los enemigos de la URSS como potencia mundial.

Éstas eran, por tanto, las lecciones que los líderes españoles podían extraer de sus observaciones sobre Europa para buscar inspiración política capaz de adaptarse a las necesidades de España: el imperio de la violencia, el desprestigio y acobardamiento de la de la democracia, la conciencia triunfalista de los totalitarismos rojos y negros. No supieron deducir otra lección evidente: la desgarrada Europa, que sentía ya en su subconsciente los tirones hegemónicos de otros continentes, hasta entonces subordinados, estaba encerrada en sus fronteras y tan obsesivamente preocupada por sus problemas (por supuesto a escala particularista, egoísta y, cuando más, avasalladora) que sentía bien pocas tentaciones de ocuparse de una España que desde 150 años antes sólo contaba como escenario para viajes románticos individuales y curiosos.

Ningún país de Europa, ya fuese democrático, fascista o comunista, pretendía preparar seriamente en España una rebelión armada, como no fuera Mussolini, que envió a Navarra algunas cajas de pistolas (tal vez ni se enteró bien de ello) o el propio Manuel Azaña, por cuenta del cual algún amigo pudiente había comprado unas pocas armas para que algunos portugueses de la oposición dieran un susto a Oliveira Salazar. Pero nadie preparaba en serio en Europa un levantamiento de fondo en España, ni a favor del fascismo ni del comunismo. Calcúlese cuál sería el trauma de Europa -y tras ella, del mundo- cuando en julio de 1936 el centro de gravedad de la política europea y universal se trasladó bruscamente a las coordenadas de una amable ciudad desconocida: Madrid.