Manuel Azaña, presentado por sus idólatras como arquetipo de liberal y demócrata, había negado tres columnas de la democracia desde el 14 de abril de 1931 hasta su caída el 8 de septiembre de 1933. Había negado tres libertades fundamentales –la de asociación, la religiosa y la de enseñanza– en la Constitución, así como en la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, de la que era máximo responsable.
Pero en esas tres negaciones a libertades básicas podría salvarse superficial y formalmente la democracia; ya que tales negaciones se habían aprobado por mayoría en unas Cortes que, para la mayor parte de los españoles, eran democráticas porque habían emanado de unas elecciones democráticas, las de 28 de junio de 1931. La verdad es que después de lo sucedido entre el 12 y el 14 de abril de 1931 me planteo, desde la Historia, muy graves reparos a que la implantación de la República hubiera sido realmente democrática; pero concedámoslo a efectos dialécticos para cargarnos de razón en lo esencial. Ya, según la estricta definición de democracia –pacto, al menos implícito, para la convivencia y elecciones democráticas correctas–, tanto Azaña, como los demás responsables de la Constitución de 1931, violaron la democracia porque hicieron una Constitución de media España contra la otra media, como se iba a demostrar en las elecciones de 1933.
Pero una vez más restrinjamos el concepto de democracia al acatamiento ante unas elecciones limpias; todo el mundo está de acuerdo en que las elecciones de noviembre de 1933, que presidió de manera impecable el Gobierno dirigido por Diego Martínez Barrio fueron limpias; nadie protestó públicamente por los resultados. Rechazarlos, no acatar las elecciones, exigir que se considerasen nulas sí que es una negación formal y directa de la democracia. Pues bien, eso es exactamente lo que hizo don Manuel Azaña, como vamos a demostrar.
Una nueva prueba de la limpieza de esas elecciones fue que la Ley Electoral por la que se rigieron fue dictada por Azaña el 27 de junio de 1933, con criterios semejantes a la que se había utilizado para las elecciones a Cortes Constituyentes en 1931. Dichos criterios eran muy parecidos en cuanto a las circunscripciones provinciales; para que se pudiera establecer una circunscripción se elevaba el número necesario de habitantes de la ciudad a 150.000. La modificación más importante, que provenía de la Constitución, era el estreno del voto femenino que, según muchos observadores, favoreció a las derechas porque el porcentaje de católicos practicantes era notablemente más alto entre las mujeres que entre los hombres, En las elecciones de 1931 habían votado en masa los anarcosindicalistas, esperanzados con la República: en las de 1933 se abstuvieron en masa, desencantados y hostiles a la República.
La incidencia de estos dos factores, que Azaña no vio, iba a resultar decisiva. Además, el sistema de primas a las mayorías que regía en todas las elecciones republicanas para facilitar la formación de gobiernos estables, favoreció a las izquierdas en 1931 e iba a favorecer a las derechas en 1933. Las derechas estaban desmanteladas y desorganizadas en 1931; se habían reorganizado profundamente en 1933. Azaña, gran esperanza de la República en 1931, se había gastado y quemado en 1933. La lucha de agresión contra la Iglesia había perjudicado gravemente a ésta, pero políticamente había dañado muchísimo a Azaña, lo mismo que su forma agresiva de presentar las reformas militares. Y, lo quisiera Azaña o no, las elecciones de 1933 iban a ser las elecciones de Casas Viejas, después de una ofensiva parlamentaria e informativa contra él cuyos efectos se habían notado ya en los continuos desastres políticos que había sufrido a lo largo del año 1933 y que ahora desembocarían en la prueba electoral suprema.
Las derechas acudían relativamente unidas a las elecciones; las izquierdas, desmoralizadas y desunidas (hasta se había roto la conjunción republicano-socialista que había sido políticamente columna vertebral del primer bienio). El 9 de octubre de 1933 se crea una comisión ejecutiva electoral para todas las fuerzas de derecha, en la que figuraban la CEDA, la TYRE y el Bloque Agrario.
Son precisamente los agrarios, que tenían amplia experiencia parlamentaria, los más empeñados en la coordinación del conjunto. La comisión elabora un programa común claro y conciso: revisión de la legislación «laica y socializante»; reivindicación del campo y atención a sus problemas; amnistía para todos los delitos políticos, es decir, liberación del general Sanjurjo y sus colaboradores, regreso de los exiliados, como Calvo Sotelo, recuperación de sus carreras para los militares separados del servicio, como el general Mola. Las coaliciones electorales de la derecha se articularon con cierta flexibilidad.
En Madrid, Gil Robles quiso combinar fuerzas con los radicales de Lerroux pero no lo consiguió; les dejó solos y en cambio formó candidatura con los monárquicos; el resultado fue una gran victoria socialista con Besteiro al frente. En otras muchas provincias concurrieron juntos la CEDA y los radicales, es decir, los moderados de la derecha y la izquierda; ésa fue la clave de la victoria. Ante el general asombro, la CEDA desplegó una organización y unos medios de propaganda electoral que mostraban claramente la eficacia de su estructura y su alta moral de victoria. Por primera vez se incorporaban en España a la propaganda política las nuevas técnicas de la comunicación moderna. En la campaña de las derechas no se mencionaba a la República, aunque tampoco se decía nada contra ella.
Un símbolo del desconcierto de los republicanos es que la antaño ilusionada Agrupación al Servicio de la República se había disuelto antes de las elecciones. El Partido Radical, despreciado por Azaña en diciembre de 1931, iba a pagarle ahora con la misma moneda y fue el único que se salvó de la quema republicana precisamente por su posición contra Azaña. Sus coaliciones locales con la CEDA preanunciaban ya la gran coalición posterior a la victoria.
En 1932, previendo la ruptura con los socialistas, Azaña había intentado unir a todas las fuerzas republicanas en una coalición estable, pero desde la primavera de 1933 casi ningún partido republicano quería aparecer junto al hombre de Casas Viejas. En junio de 1933 el diputado Félix Gordón Ordás sorprendía a la Cámara con su famoso «Discurso de las seis horas» . que empleó en dirigir una crítica demoledora contra Azaña.
El Partido Radical-Socialista, firme colaborador de la política de Azaña, se escinde, se disgrega; Ángel Galarza, hasta entonces republicano, se pasa a los socialistas. Gordón Ordás apunta que la hostilidad creciente del PSOE contra el Partido Radical echó a las huestes de Lerroux en brazos de la derecha católica; en aquellos momentos críticos (lo mismo que hoy), el resentimiento funcionaba como motor de los cambios políticos. Y para colmo este momento de las vísperas electorales es el que elige Juan March para fugarse de la cárcel de Alcalá acompañado por dos de sus guardianes. Era la traca final en el largo proceso de desprestigio y frustración del primer bienio republicano.
Sin un solo incidente se celebra la primera vuelta de las elecciones generales el 19 de noviembre de 1933 y el 3 de diciembre, la segunda. Los electores inscritos, gracias a la aportación femenina, suben a casi trece millones. Durante la campaña sí hubo algunas estridencias: tanto el líder socialista Francisco Largo Caballero como el monárquico José Calvo Sotelo advierten que no piensan acatar los resultados electorales pero tales desplantes no marcaron la tónica general. De ese censo de inscritos votaron efectivamente 8,7 millones, lo que suponía un 32,5 por ciento de abstenciones, cifra ligeramente superior a la de junio de 1931.
Si prescindimos de las naturales discrepancias entre los analistas, que no son significativas, las derechas y el centro (el centro era el Partido Radical) consiguieron algo más de cinco millones de votos; las izquierdas burguesas (republicanos) y proletarias (socialistas y comunistas) quedan lejos de los tres millones. Sometidas estas cifras directas a la alquimia electoral, la composición del nuevo Congreso, según José María Gil Robles, que me parece la fuente más fiable, es la siguiente:
CEDA, 115 diputados (el grupo parlamentario más numeroso con diferencia). Republicanos radicales de Lerroux, 79 escaños. Socialistas, descalabro con 55. Agrarios, 29. Liberales demócratas, 9. Tradicionalistas, 21, una gran victoria. Esquerra Republicana de Cataluña, 23 (serio retroceso). Lliga de Cataluña, 27 (franca recuperación). Republicanos conservadores (Alcalá Zamora, Maura y compañía), 14. Monárquicos de Renovación Española, 14 (sólo hubo un diputado monárquico en 1931). Nacionalistas vascos, 12, buen resultado. Izquierda Republicana (Azaña), 10, tremendo retroceso. Independientes, 8. Independientes de derecha, 4. Progresistas, 3. Republicanos independientes, 2. Partido Nacionalista Español (formación del doctor Albiñana, de extrema derecha), uno; comunistas, uno en Málaga (el doctor Bolívar). Liberales monárquicos, uno. Sin calificar, 7. El partido de Azaña no se llamaba aún Izquierda Republicana, que sería su nombre posterior.
El total de diputados era 473; la mayoría absoluta se obtenía con 237, que Gil Robles no podía obtener ni sumando a sus diputados todos los demás de la derecha. Necesitaba, además de los agrarios que tenía seguros, la gran fuerza parlamentaria del Partido Radical. Los demás republicanos y los socialistas no podían acercarse a la mayoría absoluta en ningún caso.
La coalición parlamentaria entre la CEDA, los agrarios y los radicales estaba cantada, aunque a la derecha monárquica le sonase a deserción, que no lo era; Lerroux era un moderado de centro, aunque su Partido Radical (y el propio Lerroux) tenían bien merecida fama de corruptos, «que se llevaban hasta la moqueta de los ministerios». Al llamar a consulta a José María Gil Robles, Alcalá Zamora no le ofreció el poder, al que tenía pleno derecho por encabezar la minoría más numerosa de la Cámara.
Pero la izquierda en bloque pensaba que la CEDA no era fiel a la República y Gil Robles, acomplejado por esa creencia del enemigo, no quiso forzar su designación. Hoy nos parece absurdo, pero en 1933 la actitud de Gil Robles era comprensible; tampoco el Partido Radical se hubiera incorporado a una mayoría presidida por un dirigente católico. Pareció más prudente ir poco a poco y Gil Robles decidió apoyar a un Gobierno Lerroux en el que no incluyó ministro alguno de la CEDA (esto es menos comprensible), aunque sí a un diputado agrario y católico tan notorio como el señor Cid. La mayoría de los ministros pertenecían al Partido Radical, entre ellos don Diego Martínez Barrio en Guerra desde fin de año; entonces pasó a Gobernación y el notario Diego Hidalgo le sustituyó en Guerra. Gil Robles, árbitro del Parlamento, decidió forzar prudentemente a Lerroux y a sus radicales para que, a cambio de disfrutar del poder, desmontasen todo lo posible la obra de Azaña y lo consiguió.
Aunque no hubiera asumido el poder, el triunfo de Gil Robles y la CEDA había sido inmenso, tanto como la derrota de Azaña, el gran vencido, junto con los socialistas, en las elecciones de 1933. Azaña veía que sus dos principales enemigos ocupaban ahora la palancas decisivas del poder. José María Gil Robles, a quien Ortega llamaba «joven atleta victorioso», era el representante de esa profunda España católica que Azaña había declarado inexistente. Gil Robles era el anti-Azaña; tan buen jurista como Azaña, tan buen orador como Azaña, mejor político que Azaña, dispuesto a destruir la obra de Azaña y sustituirlo con los logros de una administración ejemplar cuando pudiera asumirla.
El otro gran enemigo, Lerroux, a quien Azaña había despreciado, ahora ocupaba su puesto al frente del Gobierno. Era demasiado para Azaña, que reaccionó de manera increíble: sin aceptar la realidad ni las reglas elementales del juego democrático.
Esta tesis la ha expuesto brillante y convincentemente el profesor Carlos Seco Serrano en un artículo admirable, El mito Azaña[1]. Dedica el artículo, sin nombrarlo, a José María Aznar. «Estamos cayendo –dice- en el mito azañista promocionado por unos cuantos que pretenden afirmar su propia credibilidad democrática arrimándose a la imagen de quien un día se consideró a sí mismo encarnación pura de la democracia. Va haciéndose tarea urgente desvelar la realidad de lo que fue en la práctica el azañismo –y de lo que fue la España republicana en la España de los años treinta: una democracia traicionada por sus propios valedores–. Azaña, como teorizante del regeneracionismo republicano, no dudó en confundir la República con su propia versión de la República. En esa pretendida infalibilidad excluyente radicó el hundimiento de la democracia.»
Luego confirma el profesor Seco una opinión muy extendida acerca de la importancia del resentimiento de Azaña en su comportamiento posterior. «Hay que buscar, sin duda –afirma–, en el resentimiento que estas frustraciones dejaron en él las razones de sus juicios, notoriamente injustos, sobre muchos de sus contemporáneos más ilustres en uno y otro campo –el de la literatura y el de la política–». Critica especialmente en Azaña su injusto desprecio por José Ortega y Gasset y elogia a Azaña por la incorporación del socialismo a la convivencia política de la República.
Por desgracia, sigue, esa comprensión no se aplicó a otros campos políticos muy importantes. «Y sin embargo –continúa Seco- es aquí, en el programa del “regeneracionismo republicano”, donde hemos de ver la clave fundamental de las contradicciones internas en las que naufragó el régimen. Si la virtud esencial de la Restauración canovista se había basado en un transaccionismo capaz de lograr la integración nacional mediante una conciliación civilizada, la nueva síntesis azañista, que se basaba en un acuerdo entre la izquierda jacobina y la socialdemocracia, implicaba un designio de ruptura radical tanto con la derecha posibilista como con el republicanismo centrista. Esa ruptura la proclamaba Azaña como exigencia irrenunciable…
«Azaña -continúa Seco- llevó su intransigencia, a la hora de la verdad, hasta negar prácticamente la democracia de la que se creía máxima encarnación». Ocurrió esto, en 1933, cuando en unas elecciones efectuadas con absoluta pulcritud por Diego Martínez Barrio, presidente del Gobierno y hombre de intachable ideología izquierdista, triunfaron las formaciones de centro y de derecha que pilotaban respectivamente Lerroux y Gil Robles.
La reacción de Azaña resulta inconcebible: se apresuró a entrevistarse con Martínez Barrio para exigir nada menos que esto: dar por no realizadas las elecciones –disolver la nueva Cámara antes de que se reuniese–, formar un nuevo Gobierno de izquierdas rabiosas que ofreciera garantías y llevar a cabo un nuevo proceso electoral que debía restablecer la antigua mayoría.
Se trataba de un pucherazo de tal magnitud que jamás lo hubiera intentado, con todas sus corruptelas electorales, el antiguo régimen. Martínez Barrio se negó, -con determinación que honra a su propia lealtad democrática– y también lo hizo el presidente de la República, Alcalá Zamora.
¿Habremos tenido todos la suerte de que el señor Aznar lea este artículo del profesor Seco? Creo que le sería muy útil para reducir a sus justos límites su idolatría azañista. Algunas veces, por desgracia, me veo obligado a discrepar del ilustre profesor a propósito de otros puntos, por ejemplo en su extraña tesis actual de considerar a España como nación de naciones, término que en mi opinión es anticonstitucional y no significa nada; o cuando imita a Azaña en la desacertada selección de algún colaborador. Pero con la misma sinceridad con que le manifiesto esas discrepancias me identifico ahora con la lúcida tesis que nos acaba de exponer porque nos describe al Azaña auténtico, fuera de toda mitología. Y no será la última vez que recurramos en estos Episodios a un artículo tan clarividente.