Cuando se habla de la Iglesia suele limitarse la discusión al episcopado, al clero y a las obras dependientes directamente de ellos. Ni la historia eclesiástica ni la historia general pueden aceptar semejante restricción. La Iglesia no está formada solamente por la jerarquía y el clero; la Iglesia está integrada por todo el conjunto de los fieles. Por eso el siguiente paso en nuestra discusión sobre los hombres de la Iglesia tiene que dirigirse al análisis de la situación eclesial de los católicos españoles.
El primer Anuario de la Iglesia Española, publicado en 1953, que establece sensibles diferencias para el número de habitantes y el número de católicos en Francia y en Italia, repite orgullosamente la cifra para el caso español. En cierto sentido no le falta razón. Los 24 millones de españoles en los años treinta eran casi exactamente 24 millones de bautizados. Con notoria exageración propagandística, los protestantes actuales reclaman una cifra soñada para sus efectivos: «Los treinta mil». El hecho de que en otras publicaciones «evangélicas» se hable de diez mil puede ser un indicio de lo poco seguras que son aquí las estadísticas.
Los protestantes españoles de los años treinta –seguramente no rebasaban la segunda de esas cifras– pertenecían más o menos a cuatro grupos: los presbiterianos (Iglesia Evangélica española), los bautistas, los Hermanos de Plymouth y los anglicanos de la Iglesia Española Reformada Episcopal. El centenar y pico de pequeños templos repartidos por el país dependían de la propaganda británica (es muy curiosa la concentración de los Hermanos de Plymouth en Galicia, zona española muy apetecida siempre desde las islas) o de los fervores finaciero-misionales de las sectas americanas, deseosas de evangelizar a los veinticuatro millones de paganos españoles.
A veces las comunidades protestantes surgían en agradables rincones veraniegos, como las de Piedralaves y Sotillo de la Adrada, en el valle del Tiétar, en el que se dice residía nada menos que un obispo. Es natural que Gibraltar fuera desde siempre un centro de irradiación protestante; alrededor de alguna embajada surgían núcleos en Madrid. En las zonas industriales. menos sometidas al control de los párrocos, aparecían con cierta relativa fuerza, como en el cinturón textil de Barcelona. Pero los protestantes de los años treinta en España eran agresivos; respondían a la propaganda católica con folletos y libros tan poco leídos y tan poco cristianos como los de la que entonces era su «enemiga tradicional». Pero a despecho de todas las propagandas, los protestantes españoles de los años treinta son para la Historia un simple grupo anecdótico.
Desde el momento en que Manuel Azaña pronunció, en un contexto histórico que hemos comentado, su famosa frase «España ha dejado de ser católica», la Iglesia española se rasgó una y otra vez las vestiduras ante el recuerdo de tal tesis. Y, sin embargo, eminentes miembros de la Iglesia española publican durante la República alegatos mucho más directos y mucho más duros, pero desde dentro, y para remediar, no para aniquilar.
Así el canónigo Arboleya Martínez proclamaba en 1934 que se había cumplido su profecía de principios de siglo:
«En la apertura del curso académico de 1900 a 1901 un joven profesor del Seminario Conciliar de Oviedo leyó un discurso cuyo contenido resume este sencillo razonamiento: En una democracia deben gobernar, y tarde o temprano acaban por apoderarse del Gobierno, los más numerosos, que son en toda sociedad culta los trabajadores; España, querámoslo o no, para bien o para mal, de hecho, es una democracia; luego llegará un día, y no tardando mucho, en que se gobierne a nuestra nación como los trabajadores quieran que sea gobernada; por tanto, España dejará de ser oficial y acaso prácticamente católica si permitimos que las clases obreras caigan en la apostasía a que las arrastra el socialismo.
»¿Para qué hablar ahora del recibimiento hostil otorgado a semejante voz de alarma? Un editor generoso, el señor Cuesta, de Valladolid, pretendió extender por toda España el mencionado discurso; pero no interesó el tema, y el folleto, aunque ampliamente combativo, circuló, no diré que fue leído, entre quienes lo recibieron del autor. Han transcurrido desde entonces justamente 33 años, y el autor de aquel inútil aldabonazo viene hoy a esta tribuna a estudiar el hecho ya consumado de la la apostasía popular que anunciara como irremediable si no se ponían los medios conducente a evitarla».[23]
Aún más intencionadas son las frases de otro insigne eclesiástico, Francisco Peiró, en 1936:
«Las masas trabajadoras, en su gran mayoría, no son ya católicas. Hay personas de buena fe, desde luego, que movidas por la mágica influencia de la frase tradicional de que España es una nación católica, se resisten a creer en esa descristianización.
»Pero yo tengo escrito, en otro lugar, que en esta materia solemos padecer el espejismo siguiente: el de no advertir el fenómeno de que las prácticas religiosas subsisten en el alma mucho tiempo después de haber desaparecido de ella la fe, y porque vemos a muchas personas que conservan algunas prácticas religiosas externas, aunque realizadas de una manera mecánica y rutinaria, creemos que en esas almas subsiste todavía la fe, pero no subsisten más que las prácticas religiosas; la fe ha desaparecido»[24].
Peiró es un hombre que conoce perfectamente el valor de la estadística y con ella corrobora su valiosa experiencia personal:
«Tomemos cualquier pueblo de las provincias del centro de España: Cuenca o Guadalajara, por ejemplo; es decir, tomemos varios, porque son bastantes los pueblos de las diócesis de Cuenca, de Toledo, de Madrid y de Ciudad Real en que, de mil habitantes, asisten a la Misa de precepto y cumplen con Pascua 50, esto es, un 5 por 100; y pueblos hay en que el cura dice la Misa sólo para él. Con un 10 por 100 de personas que practican y un 90 por 100 de personas alejadas por completo de sus deberes religiosos, hay una nube de poblaciones rurales del centro y del mediodía de España».
En cuanto a las masas obreras urbanas, Peiró registra los datos siguientes:
«En las grandes ciudades, como Bilbao, Sevilla, Madrid, Barcelona, donde existe una considerable masa obrera industrial, es donde se encuentran grandes contingentes de población en pleno paganismo.
»Tenemos como tipo una parroquia de Madrid: la de San Ramón, de Vallecas. En esta parroquia, de una feligresía de 80.000 almas, se registra lo siguiente: un 7 por 100 cumple con el precepto de la Misa, incluyendo en este número 3.000 niños que asisten a las escuelas parroquiales; cumple con Pascua un 6 por 100; un 10 por 100 muere con sacramentos. Hay un 20 por 100 de matrimonios civiles; los concubinatos son innumerables. Un 25 por 100 de niños no se bautizan. Un 40 por 100 de los que van a casarse no saben el Padrenuestro. Un 90 por 100 de los niños que asisten a las escuelas parroquiales, luego, pasada la edad escolar, ni confiesan, ni van a Misa. Y eso, teniendo en cuenta que esta parroquia hace el bien a manos llenas y tiene numerosas obras de contacto, como una parroquia de las mejor dotadas, aun fuera de España.
»Y no es mejor la situación de la parroquia de Tetuán, ni la de San Millán, ni la de San Miguel, ni la de las Peñuelas.
»La de San Millán: 29.000 almas de feligresía, 10 por 100 oyen Misa de precepto, 10 por 100 cumplen con Pascua, 40 por 100 mueren sin sacramentos. Las Peñuelas: 32.000 almas de feligresía. Un 12 por 100 oye Misa de precepto. Un 16 por 100 cumple con Pascua. Un 25 por 100 muere sin sacramentos».
Las masas obreras españolas, pues, estaban en gran parte perdidas para la Iglesia, cuya fuerza popular descansaba en amplias zonas rurales. En los pequeños pueblos de Castilla y León el párroco controlaba casi toda la vida social y mantenía vivo el depósito secular de fe y tradición religiosa que contra lo que puede creerse no se limitaba a formalismos exteriores, sino que brotaba de un arraigado y consciente espíritu cristiano. El futuro mapa de la Guerra Civil no debe engañarnos y hacernos trazar divisorias demasiado acusadas. Los ambientes rurales de Levante y Cataluña eran también por lo genera! profundamente cristianos; no así los de Andalucía y Extremadura, en los que el absurdo desequilibrio social se hacía intolerable y excluía casi por completo la influencia de la Iglesia. Las clases medias y la pequeña burguesía eran, en parte, bastión de la Iglesia y, en parte, vivero hereditario del progresismo provinciano, una de cuyas características era el anticlericalismo. Las clases elevadas, por desgracia para la Iglesia, se creían profundamente católicas; su fe era sincera, pero no se demostraba en absoluto en las obras. Todavía en 1968 se ha podido escribir: «El noventa por ciento del tiempo de los sacerdotes se invierte en la atención del treinta y dos por ciento de los cristianos» (ABC, 12 de octubre de 1968).
No tenían, por tanto, demasiada razón los detractores de Azaña en reprocharle en exclusiva una tesis que era compartida por algunos de los más ilustres observadores contemporáneos pertenecientes a los propios cuadros de la Iglesia. Esos observadores se preocupaban de analizar las causas de la apostasía de las masas y llegaban a conclusiones sumamente interesantes, diametralmente opuestas a las de Azaña.
Para Arboleya esas causas eran «supuestas» o ficticias y verdaderas. Entre las ficticias enumera la ignorancia religiosa (muchos obreros han sido educados en la doctrina de la Iglesia; concretamente en Asturias han recibido instrucción religiosa casi el 90 por 100), la influencia de los caudillos socialistas, la prensa adversa y los sindicatos. Reconoce Arboleya esta influencia, pero cree que ha triunfado más por la desidia de los católicos que por la eficacia intrínseca de la propaganda contraria.
Las verdaderas causas de la apostasía son, para Arboleya, la miserable situación del proletariado, la falta de sentido social en la prensa católica, la funesta actividad de los católicos «antisociales» y el reaccionarismo patronal vinculado a la religión: «Muchos de ellos, alardeando siempre de su religiosidad ante los obreros, aunque encerrando a Dios en el Oratorio particular y dejando el resto de la casa y sobre todo la caja de caudales en perpetuo laicismo, como dice el P. Guitton con palabras de Goyau, y procurando dejarse ser dirigidos por respetables religiosos, han rechazado siempre la dirección de la Iglesia en las cuestiones económico-sociales relacionadas con la moral y no merecieron jamás las bendiciones de la Iglesia por el trato que daban a sus trabajadores. Éstos, sin embargo, y no podía ser de otro modo, creyeron que sus amos obraban así precisamente por ser católicos, obedientes a las direcciones del más puro catolicismo; y suponiendo una colaboración abominable confundieron en una misma hostilidad a la Iglesia y a los patronos. La defensa excesivamente ardorosa y simplista que en todo caso hicimos de esos capitalistas contribuyó muy eficazmente a que concluyeran las masas proletarias: —Ved cómo la Iglesia católica es la gran aliada de nuestros explotadores…».
Un historiador científico, el profesor José María Jover, coincide con los observadores citados y amplía certeramente el diagnóstico:
«El hecho es éste: el sentimiento de solidaridad social fue general en la inmensa mayoría de las comarcas de esta España provinciana y campesina por esencia, sobre todo en los medios rurales y aldeanos, de donde sacara Fernán Caballero la magnífica estampa de un don Martín Ladrón de Guevara. Ahora bien, mi intento de hoy estriba en subrayar la aparición y desarrollo de una conciencia obrera, de una conciencia de clase. Y esta conciencia obrera sólo aparece netamente diferenciada por definición, en nuestro XIX, allí donde el sentimiento de solidaridad entre los distintos grupos sociales se cuartea; en las grandes poblaciones de incipiente gran industria, cito por ejemplo no único.
»Y precisamente en aquellos medios de solidaridad social escindida, las clases acomodadas que conservaban su fe monopolizaron el catolicismo militante, que quedó sin pescadores, sin el taller de José el Carpintero, sin predominio de la caridad sobre la liturgia, sin la elementalidad y sencillez que hubiera llegado fácilmente a la mentalidad de los trabajadores. Como más tarde había de notar el padre Peiró, los viejos sermonarios heredados del XVIII, las novenas, el aburguesamiento formal de las manifestaciones del culto, mantuvieron alejados del catolicismo activo a los más extensos sectores del pueblo español. El obrero no repudia esencias, sino formas; las formas que chocan con su estilo de vida.
»La paradoja resultante es dramática y sangrienta: una religión que habla preferentemente a los humildes y a los desheredados, cuyo estilo de vida está, sin duda, más cerca del proletario que del burgués, es rechazada por la naciente conciencia de una clase trabajadora, previamente descristianizada, en virtud de un postulado que se le presenta como obvio: a la Iglesia van los ricos y las mujeres. En una palabra: la nueva “clase ascendente” reacciona a su manera ante el aburguesamiento de la parroquia de gran capital; de una parroquia en la que imperan los cánones sociales y estéticos de aquella burguesía hogareña que tiene por núcleo el hogar y por clave a la mujer».
Para Peiró, que también discute las verdaderas y falsas razones para la apostasía, la clave del proceso está en la debilitación del espíritu cristiano. Es evidente que los católicos españoles de los años treinta no marchaban por la vida, en general, de forma acorde con su fe. Esa fe se convertía cada vez más en un patrimonio personal, familiar, tradicional, que no parecía aportar soluciones para los problemas de la sociedad moderna ni se insertaba en las nuevas coordenadas: la ciencia, la cultura, la técnica, el desarrollo social.
En cambio, resultaba mucho más fácil la postura abiertamente contraria, precisamente porque exageraba la alienación religiosa y la interpretaba con una bandera tradicionalmente fácil y demagógica: el anticlericalismo. No debe extrañarnos esta unión de dos conceptos aparentemente antagónicos: anticlericalismo y tradición, La tradición anticlerical española se remonta vigorosamente hasta la época ilustrada y prolifera por todas partes en el siglo XIX, donde se convierte en bandera del progresismo que éste transmite a sus herederos liberales de la Restauración. Típica resonancia decimonónica es esta moda anticlerical, perfectamente detectada por Menéndez y Pelayo:
«Cuanto hacemos es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes vemos aclamado. Somos incrédulos por moda y por parecer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando nos ponemos a racionalistas o positivistas, lo hacemos pésimamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo estrafalario y en lo grotesco. No hay doctrina que arraigue aquí; todas nacen y mueren entre cuatro paredes, sin más efecto que avivar estériles y enervadoras vanidades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedantescas. Con la continua propaganda irreligiosa. el espíritu católico, vivo en la muchedumbre de los campos, desfallece en las ciudades, y aunque no sean muchos los librepensadores españoles, bien puede afirmarse de ellos que son de la peor casta de impíos que se conoce en el mundo, porque el español que ha dejado de ser católico es incapaz de creer en cosa ninguna, como no sea en la omnipotencia de un cierto sentido común y práctico, las más de las veces burdo, egoísta y groserísimo. De esta escuela utilitaria suelen salir los aventureros políticos y económicos, los arbitristas y regeneradores de la Hacienda y los salteadores literarios de la baja prensa, que en España, como en todas partes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún, aumento de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces que estamos en Europa y que seguimos, aunque a remolque, el movimiento general».[25]
La documentación es copiosísima. La completamos en un próximo Episodio.