Debemos hablar ahora con cierta detención acerca del grupo eclesiástico de vanguardia en la España de los años treinta, a través del cual podremos vislumbrar el camino para comprender algunos problemas históricos esenciales de la Iglesia española en aquellos tiempos y en los posteriores: nos referimos a la asistencia hispánica de la Compaña de Jesús. Al autor de estos Episodios ha tocado en suerte, por vocación y por sentido del deber histórico, detectar, investigar y exponer la acción profunda de los jesuitas, que ha sido y sigue siendo causa fundamental de las convulsiones de la Iglesia en el siglo XX. Este descubrimiento y esta denuncia le ha valido al autor de estos Episodios graves disgustos y ataques que nunca habría esperado de su actividad normal como historiador y escritor. Ahora ve el autor que tal vez esa actividad, muy superior a sus fuerzas, no ha sido precisamente una actividad normal y que las desviaciones y peligros que ha denunciado eran todavía mucho más graves de lo que parecía a simple vista.
No debe extrañar que ataquemos este tema precisamente, dentro de nuestro análisis de 1935, cuando te6ricamente las actividades de la Compañía estaban interrumpidas en España desde tres años antes. La interrupción era solamente parcial y teórica. La República, como vimos, no expulsó a los jesuitas; la limitación de actividades derivada del no reconocimiento de la orden y de la incautación de sus propiedades visibles tuvo en realidad efectos mucho menos decisivos que la auténtica expulsión del siglo XVIII. La propaganda anticlerical se había cebado de tal forma sobre los jesuitas que los interesados en esa propaganda se llegaron a creer toda su mitología y por eso su desencanto fue enorme en pudieron comprobar por sus propios medios tal antológico desacuerdo con la realidad.
La asistencia española de la Compañía de Jesús contaba en el momento de la «disolución» republicana de 1932 con unos tres mil miembros divididos en cuatro provincias: Castilla, Aragón (incluida Cataluña), Toledo (incluido Madrid) y Andalucía. Dado el gran número de «coadjutores temporales» (llamados «legos» en otras órdenes más clásicas) y de estudiantes en período de formación, los sacerdotes jesuitas en activo apenas rebasaban los mil en toda España. Menos de la mitad de ellos pertenecían a la categoría superior de la orden, formada por los profesos de cuatro votos solemnes. Resulta difícil comprender cómo la naciente República española pudo sentir tal temor ante el millar escaso de religiosos a los que tanta influencia se atribuía.
La parte más selecta de ese millar escaso de sacerdotes se ocupaba en la formación de sus estudiantes, mucho más prolongada de lo que era habitual en las demás órdenes y congregaciones. La formación de un sacerdote jesuita en los años treinta consistía en dos años de noviciado, tres de estudios humanísticos, tres de filosofía y cuatro de teología. Entre estas dos últimas etapas se intercalaban de dos a cuatro años de magisterio en los colegios de la orden y la carrera terminaba con un año de intenso retiro espiritual y preparación pastoral.
De nivel mucho más elevado que el conseguido en los seminarios y casas de estudios de otras órdenes, la formación jesuítica estaba entonces en parecida situación de vetustez y alienación, aunque no se mantenía en sus aulas (como sucedía, v. g., entre los dominicos) el culto idolátrico y cerril a la escolástica tomista del siglo XIII impuesto, velis nolis, por las encíclicas de León XIII, ni menos la supersticiosa aquiescencia de los profesores franciscanos hacia su admirable y excéntrico doctor Duns Scoto. Tras un currículo tan esterilizador y prolongado no tiene nada de extraño que la contribución de los jesuitas españoles a la cultura del siglo XX sea, en la época que historiamos, importante, pero debida a un esfuerzo personal capaz de superar los vacíos formativos que les desconectaban de la realidad moderna.
La leyenda sobre las riquezas de los jesuitas constituye uno de los grandes éxitos sectoriales de la propaganda anticlerical en la España contemporánea. Las cifras totalizadas por los servicios de incautación de la República (que en casi total porcentaje correspondían a templos y otros bienes igualmente improductivos) fueron tan exiguas que los perseguidores, para justificar de alguna manera sus espejismos, afirmaron –y siguen afirmando– que «existe la certeza moral de que alguna congregación era propietaria de títulos nobiliarios y hasta de que tenía testaferros en consejos de administración, pero la falta de pruebas –casi imposible de hallar en este dominio– nos impide cualquier afirmación sobre el particular» (Tuñón de Lara).
La «congregación, aquí aludida con tan escasa precisión canónica (los historiadores suelen emplear casi siempre al revés los términos de «congregación» y «orden») es indudablemente la Compañía de Jesús, y no se comprende cómo un historiador exige pruebas procesales para trazar su aproximación histórica. Naturalmente que la Compañía de Jesús –como casi todas las corporaciones eclesiásticas–, escarmentada de la desamortización, trató de montar en parte sus finanzas en el terreno mobiliario. En cada provincia jesuítica, y a las órdenes directas del prepósito provincial, trabajaba un «procurador», que por lo general era un religioso bien relacionado en los medios financieros y muy competente como administrador.
Ante la experiencia de las vicisitudes persecutorias y, sobre todo, después de las amenazas de la política liberal a principios de siglo, los jesuitas –y en menor grado otras entidades eclesiásticas– disimularon la titularidad de su patrimonio mobiliario y hasta de algunas partes del inmobiliario; los «testaferros» utilizados no eran solamente seglares adictos en cuerpo y alma a la Compañía –de los que el más notorio era el banquero Valentín Ruiz Senén–, sino incluso algunos miembros de la orden, como el admirable Hermano Ricardo Peña, que cumplía a la perfección su voto de pobreza a pesar de que nominalmente era no solamente uno de los hombres .s ricos de España, sino hasta duque de Pastrana. La 1, en efecto, había legado a la Compañía de Jesús su cuantiosa fortuna y hasta su título que fue detentado secretamente por el buen Hermano Peña hasta su cesión .. una rama de la aristocracia española. Recientemente un investigador jesuita ha estudiado la incautación de los bienes de la orden por la República en un interesante libro publicado por la editorial Trotta, vinculada a medios . progresistas de la orden ignaciana.
En valor absoluto, las cifras de patrimonio mobiliario inmobiliario de los jesuitas eran capaces sin duda de hacer la fortuna de una o varias familias; pero si se considera que con la rentabilidad «segura», es decir, nada brillante, de ese patrimonio había que atender el mantenimiento y formación de casi dos terceras partes de miembros «improductivos» de la orden, aparte del sostenimiento de innumerables obras antieconómicas, es fácil de comprender que los «procuradores» pasasen gravísimos apuros para cerrar sin pérdidas sus balances anuales. El tremendo poder económico de la Compañía de Jesús era, pues, un deleznable mito que se inserta con n el poco brillante panorama de las finanzas de la Iglesia española, resumida así por un autor nada sospechoso.
«Según las estadísticas del Ministerio de Justicia, en 1931 la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y bienes era de 76 millones de pesetas, y su valor comprobado, de 85 millones. Pero como este valor había sido establecido a base de amillaramientos bastante imprecisos, los peritos calculaban que el valor total de esos bienes ascendía a 129 millones, a lo cual había que añadir el de los patronatos dependientes de la Corona (cuyo interés al tres por ciento representaba un capital de 667 millones) y los títulos de renta al tres por ciento concedidos a la Iglesia en «compensación» de las amortizaciones del siglo anterior. Por lo que se refiere a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931, que se refería a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones de pesetas en fincas urbanas y de 112 millones en las rurales, según los cálculos del catastro».[21]
Por tanto, y a pesar de algunas excepciones superficiales o sectoriales, tienen pleno valor histórico las palabras del arzobispo de Madrid en 1966: «La Iglesia española de 1936, como la de 1931, como la de 1966, como la de hace ochenta años, no es rica».[22]
La disolución oficial supuso, naturalmente, un gravísimo quebranto para los jesuitas españoles. Sus estudiantes, entre los que, como ya sucediera en el siglo XVIII, apenas hubo deserciones, fueron instalándose en varias casas de Francia, Bélgica e Italia, lo que a la larga repercutió favorablemente en su formación. Los colegios de segunda enseñanza mantuvieron por lo general una próspera vida clandestina y a veces resurgieron a pocos metros de los edificios incautados por la República, como el «Didaskalion» de Madrid, en el paseo de Rosales. La escuela técnica del ICAI continuó sus actividades en Bélgica. Las residencias para el trabajo pastoral se fueron reagrupando en pisos que pronto fueron tan frecuentados como los antiguos templos. Como es lógico, durante el bienio radical-cedista –cuyos gobernantes no se atrevieron a derogar la ley de disolución–, la inicial clandestinidad de esta situación se transformó casi en un cambio de domicilios.
No es extraño que el ambiente persecutorio de la República contribuyese a la desorientación apostólica de la Compañía de Jesús en España. Sus bases de acción pastoral eran de tres tipos: los colegios, las residencias y los centros de enseñanza superior. Estos últimos eran cuatro: la Universidad Pontificia de Comillas, destinada a la formación del clero selecto; la Universidad Comercial de Deusto, el ICAI de Madrid y el Instituto Químico de Sarriá. Todas estas obras de envergadura universitaria –aunque no gozaban del reconocimiento estatal– se debieron a la iniciativa particular de algunos jesuitas –los padres López, Ayala y Vitoria entre ellos– y no a la estrategia de la orden, que por entonces descansaba en la tradición del siglo XVIII y carecía de planificación y aun de directrices generales de altura.
Los centros superiores estaban bien orientados, bien dirigidos y muy acreditados en las diócesis y empresas que requerían los servicios de promociones enteras. En cambio, los colegios –de enseñanza primaria y media– nacían orientados entre las exigencias del triste bachillerato español y los recuerdos fósiles de la Ratio Studiorum. Muchas instituciones docentes de la Compañía de Jesús eran por supuesto clasistas y rentables; cada una de ellas había de sufragar un canon destinado al mantenimiento de los estudiantes de la orden y a las necesidades comunes de la misma. La enseñanza profesional, dedicada en buena parte a clases modestas, se complementaba con las numerosas becas dedicadas al mismo fin en los colegios normales.
Las residencias agrupaban a pequeños grupos de sacerdotes dedicados de forma casi siempre individual a los «ministerios apostólicos» y a la dirección de diversas obras, entre las que se contaban algunas de caridad y algunas también de auténtico contenido social. Los «ministerios» eran variadísimos: «misiones apostólicas» por los pueblos, cuyo principal elemento de «conversión» era una adaptación de los ejercicios ignacianos; «congregaciones marianas», que captaban a a una parte considerable de la juventud y dirección espiritual. Las congregaciones y asociaciones regidas por los jesuitas gozaban de alto favor en las capas altas y medias y sus directores alcanzaban gran influencia social, como el padre Alfonso Torres.
Una actividad tan inocente y tan poco agresiva era, sin embargo, considerada por la República como peligrosísima y como alimentada por ingentes poderes financieros. La propaganda antijesuítica es la contrapartida de la propaganda antimasónica, en gran parte desencadenada por los ignacianos. Algunos ex alumnos de la Compañía, como Pérez de Ayala y Ortega y Gasset –«príncipes» en sus colegios respectivos–, formaban en la vanguardia de esa propaganda: Ayala con su sucia AMDG; Ortega, de forma mucho más sutil, negando toda beligerancia intelectual a sus antiguos maestros. La interpretación tradicional que éstos daban a su cuarto voto y a su idea de la obediencia militar ignaciana no les privaba de espíritu crítico, que es un prerrequisito para la vida científica y aun para la vida apostólica auténticamente profunda.
Ésta es una historia humana y solamente puede contar con datos humanos; por eso tal vez la pintura que aquí damos de los cuadros directivos de la Iglesia española de los años treinta puede resultar decepcionante e incompleta. Solamente con esta base resulta difícil explicar la suprema realidad que reflejó Paul Claudel en su célebre verso exagerado en la cifra, exacto en la calidad: «Seize mille martyrs et pas une apostasie»
Ni una sola apostasía en tres años de persecución desatada: ése es el balance de la Iglesia española en la Guerra Civil que, como decimos, no puede explicarse solamente por razones históricas. Hay que concluir que la Iglesia española de los años treinta escondía profundos tesoros de fe, de caridad, de hondura religiosa, de autenticidad y hasta de santidad individual para que su respuesta ante la gran prueba fuese tan unánime y tan asombrosa. Algunos nombres pueden explicarnos el milagro: Arintero, Rubio, Zorzano: un místico dominico, un apóstol jesuita y uno de los universitarios que por entonces hacían germinar al desconocido Opus Dei. Se registraban escándalos entre el clero rural y urbano, pero hay que comprender la situación de un sacerdote, aislado cultural y espiritualmente en un ambiente hostil para admirarse de que esos escándalos fuesen tan pocos y tan disculpables (los escándalos del clero urbano permanecían más ocultos). No acertó la Iglesia a ponerse a tono con los tiempos; las causas fueron la rutina, la desorientación universal, no sólo española, de la metodología apostólica, el reaccionarismo de la institución contra el que poco podían hacer los miembros. Mártires y penitentes, las casi ocho mil víctimas de 1936-39 dieron con su sangre testimonio de sus errores; pero sobre todo de su heroica autenticidad.