El episcopado español procedía casi en exclusiva del clero diocesano que entonces se llamaba secular. Algunas órdenes suministraban ocasionalmente algún obispo al país, pero tal medida era poco apreciada por el clero y el resto del episcopado. Los jesuitas, como se sabe, están constitucionalmente impedidos de aceptar una mitra, excepto en los países de misión. Durante los años treinta la mayoría de los obispos habían sido nombrados durante la Monarquía, que seguía gozando de uno de los privilegios llamados de Cruzada, pero que, en realidad, habían cristalizado en el regalismo: el de presentación. A pesar de que el favor regio –en este caso el favor de la camarilla regia y en menor grado la influencia del Gobierno– era el elemento decisivo para la designación de los obispos españoles, salta a la vista que el episcopado de los años treinta estaba formado por una cincuentena a de sacerdotes dignísimos, provenientes, en general, de familias profundamente cristianas, numerosas y modestas, que habían realizado con gran sacrificio y excelente aprovechamiento sus estudios (el porcentaje de cum laude españoles era muy superior en Roma al de cualquier otro país).
Eran, pues, los obispos españoles de la República eximios representantes del pueblo español, y tal vez, el régimen hubiese caminado por derroteros muy diferentes si se hubiese atenido a su promesa de nacer y permanecer como «República de Obispos». Rarísima era entre los miembros del episcopado la sangre azul y más rara aún la sangre dorada. En su conducta personal y en su devoción a la Iglesia, los obispos españoles eran de os conjuntos pastorales más destacados de toda la cristiandad.
Claro que los obispos de España estaban reclutados entre los sacerdotes españoles y el clero español de los : treinta era. en bastantes aspectos. retrógrado. encastillado en una tradición inoperante y, lo que es más grave, vinculado con exceso a las clases medias y elevadas. Tan triste situación era la herencia de muchos decenios y, en concreto, la herencia del siglo XIX. Desde la primera década de ese siglo la Iglesia, que hasta 1813 fue en España más popular que en toda su historia, iba vinculando irremediablemente su causa y sus caminos al absolutismo. al carlismo, a la reacción. Como el abismo cultural que separaba a la Iglesia de las nuevas corrientes del pensamiento y de la ciencia era cada vez más insalvable, y como hasta las ciencias sagradas se sumían cada vez más en la rutina y en toda una gama de complejos de inferioridad apologética, la Iglesia de Francisco Suárez y de los Estudios Reales de San Isidro se convirtió en el lamentable remedo de la Iglesia de Donoso Cortés y de Sardá-Salvany. La desamortización y la derrota carlista hundió las bases económicas de la Iglesia española que a través de la alianza con las corrientes moderadas fue consiguiendo un retorno a su Jasada influencia acelerado por los políticos de la Restauración, entre los que se contaban excelentes católicos que veían en la Iglesia, además de la forma externa de las convicciones íntimas, un valioso elemento de estabilización social.
La Iglesia no analizó suficientemente la irrupción proletaria en la vida social y política; las Internacionales . nacieron ateas y la Iglesia española, ni más ni menos reaccionaria que la Iglesia universal, enseñaba a leer en s escuelas a bastantes hijos de obreros que aplicarían esos conocimientos bebiéndose los invasores folletos de propaganda antirreligiosa. Durante todo el siglo XX la Iglesia de Cristo Rey luchó por consumar de nuevo la lanza entre el trono y el altar y la famosa consagración del Cerro de los Ángeles en 1919 pareció simbolizar también ese objetivo.
Sin embargo, no conviene exagerar en sentido negativo. El clero y las instituciones religiosas atendieron con amplio y profundo interés a las capas más humildes de la población, a quienes trataron de elevar con la enseñanza primaria y profesional así como con las formas más heroicas de beneficencia. Es una caricatura presentar a la Iglesia española como separada de las clases r humildes, a las que en buena parte pertenecían sus sacerdotes. Los revolucionarios conocían perfectamente la dimensión social de la Iglesia española y precisamente por eso arremetieron sádicamente contra ella.
No tiene nada de extraño que la Iglesia, alienada culturalmente y separada en parte de las nuevas masas que reclamaban un puesto al sol, se quedase totalmente sorprendida por el cambio de régimen en 1931. Fue una sorpresa relativa: muchos sacerdotes votaron a favor de la República. Es cierto que la Iglesia española se enteró tan poco como Azaña, su futuro enemigo oficial, de la crisis de 1917. Cuando el advenimiento de la República era inminente, la Iglesia española jerárquica no lo advirtió, pero para entonces el Vaticano contaba ya con bastante mayor experiencia y por . orden directa del Vaticano la Iglesia española decidió consagrar la intervención política como un medio normal de apostolado –de apostolado defensivo, acorralado, apologético– que era el de entonces. Ya sabemos en parte lo que sucedió.
La relativa falta de sincronización de la Iglesia española con las transformaciones socioeconómicas del siglo XX está clarividentemente reflejada en 1936 por el padre jesuita Francisco Peiró: «A tales cambios, que son indudables, parece que debía haber correspondido el ensayo de unas nuevas formas de apostolado o una prudente adaptación de lo existente, de acuerdo con las nuevas exigencias. Esas formas modernas de apostolado no han logrado instaurarse y la apostasía de esas masas ha tenido lugar sin ninguna fuerza de oposición que le contraríe».[20]
Éste es, pues, el panorama del clero diocesano de España durante la época republicana: de origen humilde y, cuando más, medio; proveniente de familias profundamente cristianas y casi siempre numerosas; muy bien formado (pese a una mala formación) en sus capas más selectas, y poco cultivado intelectualmente en su gran mayoría; ejemplar en su vida de austeridad y en sus virtudes personales, pero carente de sentido social y arruinado por el conformismo que le impulsa a dedicarse a las clases elevadas; no suficientemente próximo a los pobres y a los obreros, a los campesinos, es decir, a los preferidos por el mensaje evangélico; aunque sería grave injusticia afirmar que había abandonado a los pobres; sería falso en millones de casos.
Entre el clero diocesano y los religiosos existía una falta de coordinación casi total, agravada por una hostilidad por parte de los primeros que, advertida por los fieles, no dejaba de crear graves problemas de desunión. En teoría, todo católico dependía de una parroquia; las casas religiosas estaban incrustadas en las parroquias, a las que «robaban» fieles, y muchas veces los mejores fieles desde los puntos de vista social y económico. Sacerdotes y religiosos pugnaban por conquistar el favor de las clases elevadas en los distritos elegantes y profesionales de las grandes ciudades, mientras la creciente mies suburbana crecía peor atendida de lo precisado. Este desequilibrio fue advertido ya en la posguerra por un clarividente arzobispo de Madrid, monseñor Casimiro Morcillo, que tocó a rebato con su espléndido plan pastoral y logró la colaboración de todos, con lo que pudo cambiar el panorama religioso de la capital.
Aunque pueda parecer demasiada esquematización, los religiosos españoles de los años treinta –el panorama ha variado esencialmente después– se podían dividir en tres grupos sumamente heterogéneos. En primer lugar, los jesuitas y las demás congregaciones masculinas y femeninas, de vida «mixta», formadas desde el siglo XVI a su imagen y semejanza. En segundo lugar, las órdenes y congregaciones dedicadas exclusivamente a la vida contemplativa o a la caridad; estos miles de hombres y de mujeres ocultos, ignorados, cimentaban en su silencio y en su abnegación la fe secular de España y como no pertenecen a este mundo no pueden, para nuestra desgracia, ser objeto de una historia humana. Como tercer miembro de esta clasificación tan poco canónica, citaremos al grande y heterogéneo conjunto de «los frailes», miembros de órdenes clásicas dedicados también al estudio, la enseñanza y la vida «mixta».
Estos «frailes» clásicos, cuyas órdenes tanto contribuyeron en el siglo XVIII a la expulsión de los jesuitas por envidias y cerrilismos, mantenían durante los años treinta una vida lánguida y precaria. La orden española más numerosa era el conjunto de la familia franciscana, a la que la sublime utopía de su fundador, conservada y fosilizada, defiende de las acusaciones de irrealismo. Pero franciscanos, dominicos, etcétera, rivalizaban en retrogradismo cultural y cubrían sus virtudes personales –muchas veces excelsas– con un absoluto divorcio de las necesidades de los católicos españoles. Lejos estaban los tiempos en que la orden dominicana, por ejemplo, se colocaría en la vanguardia artística e intelectual de nuestro país.
En cuanto al grupo religioso –masculino y femenino- imitador de los jesuitas, hay que decir que a veces imitaban más bien los defectos y la fachada que el espíritu. Los religiosos de este grupo dedicados a la enseñanza se centraban casi exclusivamente en las clases elevadas. En los colegios de religiosas destinados a la aristocracia se dedicaba en ocasiones un destartalado anexo a las «niñas pobres» que entraban por la puerta de atrás y vestían uniforme de tela basta.
En tan repulsiva discriminación, la Iglesia no hacía más que seguir a nuestra egoísta sociedad, cuando hubiera debido sacudirla y enseñarla. Sin embargo, generalizar la descripción que acaba de sugerirse sería caricaturizar la realidad. Tales excesos eran la excepción y no la regla.