Los efectivos de la Iglesia

Ha llegado el momento en que hemos de referirnos brevemente a los problemas político-sociales relacionados con la Iglesia en las etapas finales de la República española. Hablando con entera propiedad, todo el bienio derechista está dominado por los hombres de la Iglesia: Gil Robles y su equipo tienen detrás a la Iglesia española y a la Iglesia de Roma. Venideras monografías habrán de explorar el tema, difícil ante la inasequibilidad documental y testimonial con que la Iglesia suele encubrir sus altos designios a los historiadores que no desean hacer apologética. Pero para los propósitos esenciales de esta serie de Episodios resulta fundamental que tracemos aquí una serena aproximación a los problemas históricos que presenta la Iglesia de 1935 en España, dada la importancia trascendental que el problema eclesiástico va a adquirir durante la Guerra Civil.

En 1935 las setenta y dos diócesis españolas estaban agrupadas en nueve provincias eclesiásticas: Burgos, Granada, Santiago, Sevilla, Tarragona, Toledo, Valencia, Valladolid y Zaragoza. Al frente de cada una de estas provincias estaba un arzobispo, titular de la sede metropolitana. Las supremas jerarquías de la Iglesia española eran tres cardenales: el primado de Toledo, Dr. Gomá; el de Tarragona, Francisco Vidal y Barraquer, y el desterrado Pedro Segura, adscrito entonces a la Curia romana. Las diócesis correspondían grosso modo a la división provincial, con numerosas excepciones. Los sacerdotes seculares eran, inmediatamente antes de la Guerra Civil, casi treinta mil: la cifra más fidedigna es 29.902.

Las estadísticas para el número de religiosos son menos exactas; hemos de remontarnos a 1925 para registrar la última cifra segura, 11.436 profesos, agrupados en 42 órdenes y congregaciones. Las congregaciones femeninas eran 54. Éstos son los datos que parecen más aceptables a un especialista de la talla de Antonio Montero. Tal estadística presenta profundas discrepancias con la que Tuñón de Lara ha recogido de la encuesta realizada en 1931 por el Ministerio de Justicia: 35.000 sacerdotes, 36.569 religiosos y 8.396 monjas.

La discrepancia en el número de sacerdotes puede explicarse porque la cifra de Montero se refiere a los diocesanos, a la que habría que añadir cerca de siete mil sacerdotes religiosos. La enorme diferencia en el número global de los religiosos tal vez pueda atribuirse al elevado número de éstos que no eran profesos al confeccionarse la estadística y quizá también a la sustracción, en la cifra de Montero, del número de sacerdotes. Montero no presenta cifras para el número total de religiosas; Tuñón cree contar 8.396, cifra manifiestamente bajísima, ya que el Anuario de la Iglesia de 1953 suma 62.561, incluyendo, naturalmente, el aumento posterior a la Guerra Civil. Tuñón estima en 80.000 el número aproximado de miembros del clero secular y regular en 1931; esta cifra no concuerda con la suma de las estadísticas parciales aducidas por el mismo autor. Hay que tener muy en cuenta, para evitar errores en las extrapolaciones, que desde los comienzos de la dictadura hasta el final de la República disminuyeron sensiblemente los efectivos de uno y otro clero ante unas circunstancias nada propicias. El padre Peiró, en su resumen fundamental editado en 1936, cita el ejemplo de Sevilla: desde 1923 hasta 1935 se registraba un descenso de diez sacerdotes anuales. En el seminario sevillano los alumnos bajaron de 1933 a 1935 de 240 a 170.

En los años 1925-1935 Antonio Montero calcula un descenso de casi el 15 por 100 en los profesos religiosos. Con todos estos datos a la vista, parecen relativamente aproximadas las siguientes cifras para el clero _ secular y regular en vísperas de la Guerra Civil:

Sacerdotes diocesanos: cerca de 30.000.

Religiosos profesos: unos 10.000, de los que más de 6.000 eran sacerdotes.

Seminaristas: 3.000 o 4.000 (estudiantes con destino al clero secular).

Religiosos en formación, coadjutores, legos (no profesos): unos 20.000.

Religiosas: unas 40.000.

El número total de personas consagradas a la Iglesia pasaba, por tanto, de los 100.000; cifra bastante superior a la que totaliza Tuñón y no demasiado divergente, si se tiene en cuenta la disminución real y la disminución aparente por el retraso de las estadísticas, de la que registra el Censo General de la Población de 1930 en el epígrafe de «culto y clero»: 136.181. La dificultad de encontrar aproximaciones más exactas se debe a que varias diócesis no facilitaron al Ministerio de Justicia en 1931 las relaciones que se les exigían; que muchos datos y relaciones están disimulados en vista del clima persecutorio, y que bastantes religiosos, entre ellos todos los jesuitas en formación, se encontraban en el extranjero desde 1932.

La proporción de sacerdotes respecto al número de fieles era en España, aproximadamente, equivalente a la de Italia, es decir, entre 1/600 y 1/700; pero, en cambio, se notaban grandes diferencias en la distribución local del clero. En Francia y en Italia, para hablar de lo países que pueden resultar más ilustrativos, los sacerdotes, más concentrados, como en España, en los núcleos urbanos, ofrecen una distribución bastante más uniforme que en la España de los treinta. En la parroquia de Santa Bárbara, situada en plena zona residencial de Madrid había un sacerdote para 1.250 fieles; en la del Puente de Vallecas, situada a siete kilómetros y en uno de los suburbios más abandonados por la Iglesia, a cada sacerdote le correspondían 16.000 católicos. Pronto extraeremos las consecuencias de éste y otros datos reveladores.

La Iglesia española de los treinta era una Iglesia replegada sobre sí misma y sus problemas, lo que no constituía una excepción dentro de aquella España reconcentrada y cerrada sobre sí misma. Aquella Iglesia que durante los mejores siglos españoles se había volcado sobre todo el mundo destacaba en los frentes misionales de 1935 solamente a 1.792 prelados y misioneros, de los que eran sacerdotes solamente 860. la cifra global de misioneros franceses era -dos años antes– 8.795 y Holanda, un país pequeño que entonces no contaba con mayoría católica, alineaba en ese frente misional casi el doble de efectivos que España: 3.211 personas. Esta triste comparación –que se corrobora con la exigüidad de las contribuciones económicas españolas de los treinta a la obra misional de la Iglesia– es un indicio aparente de falta de vitalidad en la Iglesia española. Sólo aparente, como demostraría el torrente de martirio que pronto iba a brotar de ella.

La formación de los sacerdotes españoles era muy deficiente. Los seminarios se regían todavía por las normas de Trento, que imponían uno para cada diócesis; el plan de estudios, calcado sobre la vieja «Ratio studiorum» de los jesuitas, constaba de unos años de Humanidades mal comprendidas y peor enseñadas, tres años de repaso fosilizado a las viejas tesis escolásticas de los siglos XIII a XIX (las del XIII eran mejores) y cuatro años de una teología formalista, dogmática y extraterrestre. Todo este horrible currículo era ajeno a las raíces científicas de las propias ciencias sagradas y se regaba a diado con las más puras esencias de la alienación. La enorme proliferación de seminarios hacía descender a cotas rastreras el nivel del profesorado y de los estudios. Sólo algunos profesores se habían formado en los dos centros más importante; de la intelectualidad clerical española: la Universidad Pontificia de Comillas, regida en la costa de Santander por los jesuitas, y el Pontificio Colegio Español de Roma, encomendado a un interesante equipo docente sacerdotal: los operarios diocesanos, fundados un siglo antes, pero que en 1935 vieron confirmados sus estatutos y que, a pesar de no contar en esa fecha más que con cien miembros, dirigían con acierto varios seminarios españoles.

Estaba, pues, encomendada a la Compañía de Jesús la formación del porcentaje más escogido del clero español, pues los alumnos del Pontificio Colegio de San José, en Roma, cursaban sus estudios en la Universidad Gregoriana, máximo centro intelectual de los jesuitas. De Roma y de Comillas salían promociones de profesores y rectores de seminarios; el episcopado español se nutría, en no pequeña parte, con los alumnos de ambos centros. Por tanto, comprenderemos mejor la formación de la parte más selecta del clero español cuando tracemos la perspectiva histórica de los jesuitas en los años treinta. Por su categoría de universidad pontificia, Comillas no se cerró tras el decreto que suprimía las actividades de la orden en España. Y so capa de un patronato episcopal, el general de los jesuitas seguía siendo su gran canciller.

Ante la falta absoluta de base monográfica resulta sumamente difícil trazar aquí el panorama humano y socioeconómico del clero español en los años treinta. La dificultad aumenta porque, en general, los historiadores –no digamos los extranjeros- tienden a considerar ese panorama como si se tratase de un bloque lítico, con lo que pasan superficialmente por toda la hondura y toda la diversidad de los cuadros de la Iglesia española.