Repetidas veces insiste Gil Robles en sus Memorias en el que, según él, era el principal objetivo de la CEDA en el poder: la reforma franca y absoluta de la Constitución de 1931. En este sentido llegó a formularse un proyecto de ley que se lee a las Cortes el 5 de julio de 1935, y que afectaba a 40 artículos. Pero la oposición constante del presidente de la República es, según Gil Robles, la causa del fracaso. Sin desdeñar esta aseveración –los celos de don Niceto, otro presunto reformista, eran capaces de todas las zancadillas y todas las obstrucciones–, tal vez hay que buscar el último fundamento del fracaso revisionista en el escaso entusiasmo de los radicales, forjadores de la Constitución y nada inclinados a las reformas teóricas mientras al solemne y demagógico amparo de los grandes textos pudiesen seguir encaramados en el poder y derivándolo a sus propios fines políticos y personales. Ésta es la realidad, a pesar de que –repitiéndose la táctica de la ley de haberes al clero– la propuesta de reforma constitucional fue presentada por los radicales, y en particular por el ministro Dualde. Pese a todos los reiterados propósitos de Gil Robles, la historia de 1935 no parece demasiado sobrecargada de inquietudes revisionistas. Allí lo que a unos y otros interesaba eran las soluciones de facto y cuanto más a corto plazo mejor.
El problema del orden público no resultó demasiado grave en la etapa de Gil Robles. Los métodos de Manuel Portela Valladares eran serenos y eficaces hasta el punto de que los adversarios del ministro atribuían el silencio de las masas a turbios pactos masónicos que el historiador no ve cómo podrían influir, digamos, sobre los anarquistas. A pesar de Octubre y durante gran parte de la etapa derechista, se mantuvo el estado de guerra o de alarma en numerosas provincias españolas, sobre toe en los gobiernos generales de Asturias y Cataluña. En Hoja del Lunes de 3 de marzo de 1969, se publicó un interesante resumen de las diecisiete suspensiones de garantías decretadas por la República
Al abandonar Portela su Gobierno General de Cataluña parece renacer la inquietud en la región, pero el 30 de junio se declara el estado de guerra y todo queda inmediatamente en calma. Al ser nombrado Portela ministro de la Gobernación, deja como suplente al frente de Cataluña a Juan Pich y Pon, uno de los hombres que más anécdotas han suministrado a la pequeña historia contemporánea española. De origen humilde, el simpático lerrouxista asumía las funciones de gobernador general sin abandonar el Ayuntamiento de Barcelona; ninguno de los diversos capitanes generales o presidentes de Cataluña acumuló nunca tamaño poder regional. Pich y Pon pasaría a la historia como arquetipo del nivel cultural y ético-político que la voz común hacía extensivo a los «jóvenes bárbaros» llegados a la madurez. Mientras colmaba de favores a sus amigos y resucitaba de manera increíble los antiguos entusiasmos populares de las capas inferiores barcelonesas en torno a la ajada tradición del radicalismo y en torno a su propia persona, daba los últimos toques a su bien redondeada fortuna personal –una de las más espectaculares de Cataluña– y seguía siendo para todos el hombre que como norma suprema de Gobierno había aconsejado «la norma de las tres M: Ministrasión, Ministrasión y Ministrasión».
Para que no cupiesen dudas respecto a su provisionalidad, muy pronto es confirmado definitivamente en el cargo por Madrid. Lerroux no puede hacerle ministro, pero el hábil gobernador-alcalde se conforma con la prometedora Subsecretaría de Comercio, con la que se le premia al empezar el verano. Desde fines de abril había constituido un Gobierno con hombres de su partido, de la Lliga y del nuevo sector de la CEDA catalana. Como sucesor del curioso Pich y Pon es designado un diputado «gilroblista» por Valencia: el futuro gran banquero Ignacio Villalonga Villalba, quien posteriormente ha aludido a su experiencia política como un fracaso y un espejismo vocacional.
No pensaba lo mismo el nuevo primer magistrado de Cataluña cuando el 25 de noviembre de 1935 tomaba posesión de su cargo con inusitada pompa, de la que pudo gozar bien poco; Portela Valladares, interesado en ganarse las simpatías de la Lliga, nombra para sustituir a Villalonga al conocido financiero Félix Escalas y alcalde de Barcelona a otro prestigioso abogado de la Lliga: Rámón Coll i Rodés. A pesar de las invectivas de Cambó, la vicaría catalana de Gil Robles progresó bastante durante 1935 y diezmó los cuadros de la Lliga, a la que arrebató algunos de sus hombres más combativos. Sólo al declinar la estrella de Gil Robles pareció revivir un poco la potencialidad de la Lliga, pero Francisco Cambó hacía bien en volver los ojos a su preclaro retiro adriático. Todo iba a parecer una efímera revivificación, ahogada en las avenidas del Frente Popular. Y a pesar de ciertas esperanzas y ciertas actividades más o menos superficiales la desilusión del 6 de octubre siguió cerniéndose sobre Cataluña durante todo el año 1935.
Con un ministro de Instrucción Pública dedicado a fiscalizar las trampas en los exámenes y otro ocupado en altos proyectos de reforma constitucional, bien puede comprenderse que el balance educativo del año Gil Robles no elevó considerablemente el ya escaso nivel en que lo había dejado la primera parte de la etapa radical-cedista. Los reductos anticlericales y pro-ILE del Ministerio de Instrucción cejaron en sus actividades abiertas durante 1935, pero mantuvieron su vida latente. Nada importante que señalar durante el año en materia de planes de enseñanza, construcción de escuelas, fomento de la investigación, etc. Puede ser un símbolo del anquilosamiento y la ineficacia del sistema el fracaso de un futuro premio Nobel, el doctor Severo Ochoa, que no consigue en este año ganar unas oposiciones para la cátedra de Santiago. No hace falta revelar la composición del poco clarividente tribunal.
En la primavera de 1935, y bajo la directa inspiración de Gil Robles, la coalición gubernamental intenta someter a las Cortes un nuevo proyecto de Ley de Prensa con amplitud a todo el campo de las comunicaciones sociales entonces conocidas: radiodifusión, discografía. La ley restringía la casi total libertad consagrada en la normativa vigente, pero no llegaba a la institución de la censura previa. Se trataba de crear un tribunal de la prensa para fomentar entre el levantisco estamento la poco conocida virtud de la responsabilidad. En el mes de junio, y ante la cerrada obstrucción de toda la izquierda, fracasó el proyecto de los hombres de El Debate.
Las dificultades principales que obstaculizaban la marcha de los proyectos derechistas eran dos: una de tipo institucional y otra de carácter oportunista. El problema institucional era la permanente hostilidad del presidente de la República cuyos celos y recelos no se disipaban nunca. El propio Gil Robles se encargaba de avivar esos recelos. Decenios más tarde puede proclamar con justicia: «Nunca juré fidelidad a la República». Lo peor de todo no era la actitud íntima del jefe de la CEDA, sino el aluvión de distingos y contradistingos que no se han aclarado hasta 1968.
A principios de 1935, el presidente de la República hunde el proyecto de reforma del Tribunal Supremo, proyecto con el que Gil Robles pretendía neutralizar la influencia del presidente en el alto dicasterio, cargado le amigos suyos. Todo contribuye a que las relaciones entre el presidente de la República y el jefe de la derecha se agríen cada vez más, hasta las anécdotas familiares. El hijo segundo del presidente, que cumplía en 1935 el servicio militar con la mínima graduación que concede el Ejército, trataba de hacerse grato a su novia de entonces, hija del líder socialista Largo Caballero, con inusitada reincidencia en faltas de indisciplina que, sin embargo, no rebasaban los límites de la gamberrada. Eran todavía más peligrosas las dificultades que surgían continuamente ante Gil Robles en la convivencia política con personajes tan poco afines como eran los radicales. Durante el año que historiamos trató Gil Robles de seguir utilizando a sus complacientes aliados con la secreta alegría de seguir desacreditando a los antiguos leones de la República; pero entre las masas del radicalismo, ajenas a los nuevos vientos de convivencia y a los pingües beneficios de los fautores de la convivencia, cundía el descontento y se notaban cada vez más acusados síntomas de descomposición.
Emiliano Iglesias, expulsado por las Cortes Constituyentes, reingresaba en las de 1933 como jefe de la minoría radical e incluso llegaría a vestir la casaca de embajador en 1935. El otro miembro importante de la coalición, el Partido Agrario, estaba regido por un hombre, Martínez de Velasco, que, según Gil Robles, «se empequeñecía ante las dificultades». El grupo, ciudadela de la reacción, estaba siempre a la disposición del presidente de la República, muy vinculado a su jefe por constante amistad.
Tal vez no pueda encontrarse mejor comentario a la labor de las Cortes de 1933 que la palmaria contradicción en que incurre el gran animador de esas Cortes cuando discute su eficacia.
Llevado por su explicable obsesión apologética, dice Gil Robles en la página 165 de su libro: «Las Cortes, hay que decirlo sin paliativos, apenas actuaron en esta etapa».
En cambio, piensa así en la página 279: «Me encontraba además totalmente absorbido por las tareas de la Cámara, que no obstante el marasmo que de cuando en cuando le acometía, realizó una labor muy intensa, aunque no quisieran reconocerlo sus apasionados detractores.»
Entre esos apasionados detractores se encuentra el Gil Robles de la página 165 de sus Memorias.