A lo largo de todo este tratado sobre la Revolución de Octubre hemos ido acumulando numerosos comentarios que la atención del lector hará ahora confluir para formar una base de enjuiciamiento sobre tema tan esencial para la comprensión de la Guerra Civil. Pero no conviene cerrar la discusión sin citar algunas opiniones muy interesantes para este enjuiciamiento.
Según Margarita Nelken, el reconocido fracaso de Octubre se debió en buena parte a la falta de autocrítica previa entre los revolucionarios. Subraya Margarita Nelken la obstrucción antirrevolucionaria de los «besteiristas» que, a pesar de la relativa anulación política de sus jefes, seguían incrustados en gran número dentro de las organizaciones locales del PSOE y de la UGT. Esta misma oposición «besteirista», junto a las secuelas de la huelga agraria de junio son, según Nelken, los determinantes de otro factor esencial para comprender el fracaso de Octubre a escala nacional e incluso a escala asturiana: la abstención masiva de los campesinos. Resulta importante retener estos dos rasgos antirrevolucionarios que detecta Margarita Nelken en Octubre y seguirán actuando en pruebas más decisivas y ya inminentes: la división del socialismo acerca de la acción directa revolucionaria y la escasa proclividad del campesinado español para alinearse en una revuelta social de carácter definitivo.
Ya hemos insinuado las consecuencias paralizantes que Octubre arrojaría sobre la marcha política de Cataluña. Salvador de Madariaga comenta desgarrada y certeramente: «La experiencia de la República es terminante: el catalanismo, aun siendo en los mejores catalanes hondamente español, cae con frecuencia en un separatismo políticamente reaccionario, negador de España y francamente marroquí».
La innecesaria y poco comprensible alusión a los problemas norteafricanos no empaña la desnuda verdad de la observación de Madariaga. El 6 de octubre tuvo mucho de revuelta decimonónica: Barcelona estaba acostumbrada a que los pronunciamientos en ella generados cambiasen los rumbos políticos de España. Hay incluso una fabulosa serie de coincidencias con otros 6 de octubre, como los de 1840, 1843, 1869 y 1873, pero el de 1934 se distingue de sus predecesores cronológicos en el carácter ya netamente centrífugo y en el tinte totalitario si no fascistoide que quisieron imprimirle sus más decididos fautores. Muchas cosas murieron en la noche catalana de Octubre, y entre ellas, por bastantes años, la simple posibilidad de algo tan catalán como es la ilusión.
Marcelino Domingo, el viejo revolucionario de 1917, es el autor de una de las más enérgicas y menos conocidas condenas del Octubre rojo:
«Y yo advertía, no sólo que la revolución violenta contribuía a reforzar la contrarrevolución, sino esto otro: que si se daba la lección de la legitimidad de la violencia por quienes más fervorosamente considerábamos legítimo el régimen republicano, habríamos abierto, en el siglo XX, con un precedente que dependía de nosotros, el período de las luchas que ensangrentaron y esterilizaron el siglo XIX y que terminaron, en definitiva, consolidando los principios y los procedimientos opuestos a los nuestros, En política, como con razón afirma Trotsky, mientras no se ha perdido todo, no se ha perdido nada. El temor que me detenía, sintiéndome fuera de la corriente violenta, era éste: el temor de que pudiera perderse todo por una táctica noble, romántica, heroica, pero equivocada»[17].
Consuelo Bergés recalca con acierto el compromiso universal pro o contra Octubre que dio quizá por primera vez una base de profundidad al discutible mito de las dos Españas.
«Pero sobre el fácil servicio a la actualidad periodística está la garantía informativa y crítica de la serenidad no menos periodística. Y la fogarata ha sido demasiado intensa para que en mitad de su llama pudiera nadie conservar la mirada serena y el juicio claro. Ningún español espiritualmente vivo ha dejado de arder en la pasión militante del movimiento revolucionario o de la resistencia contrarrevolucionaria. (Y quizá más de uno ha quedado convertido en pavesas.) Ahora ya es otra cosa. Queda aún, ¡y cómo no!, un humo espeso y un rescoldo dramático, que durará indefinidamente»[18].
Pero es Salvador de Madariaga quien ha formulado la condena más universalmente resonante sobre la sinrazón de los revolucionarios y quien ha formulado con más precisión la conversión de Octubre en un eslabón trágico que arrastraba a la República hacia su aniquilamiento:
«El alzamiento de 1934 fue imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo· El argumento de que Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna para lo que se proponía o no Gil Robles; y, por otra, a la vista está que Companys y la Generalidad entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos, más o menos ilusorios de la derecha, a aquellos mismos que para defenderla la destruían? Pero el argumento era además falso, porque si Gil Robles hubiera tenido la intención de destruir la Constitución del 31 por la violencia, ¿qué ocasión mejor que la que le proporcionaron sus adversarios alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando él, desde el poder, pudo como reacción haberse declarado en dictadura? El señor Gil Robles, lejos de haber demostrado en los hechos apego al fascismo y despego al parlamentarismo, salió de estas crisis convicto y confeso parlamentario hasta el punto de que cesó de ser, si jamás lo había sido, persona grata para los fascistas.
»En cuanto a los mineros asturianos, su actitud se debió por entero a consideraciones teóricas y doctrinarias que tanto se preocupaban de la Constitución del 31 como de las copias de Calainos. Si los campesinos andaluces, que padecen hambre y sed, se hubieran alzado contra la República, no nos hubiera quedado más remedio que comprender y compadecer. Pero los mineros asturianos eran obreros bien pagados de una industria que por frecuente colusión entre patronos y obreros venía obligando al Estado a sostenerla a un nivel artificial y antieconómico que una España bien organizada habrá de revisar.
»Finalmente, tampoco se justifica la actitud de los catalanes. A buen seguro que la política de Madrid careció de sutileza y hasta de sentido común. Nunca debió haber permitido Samper que los terratenientes catalanes y la Lliga pusieran al Gobierno de la República y al Tribunal de Garantías Constitucionales en situación de tener que arbitrar e intervenir en un pleito interior catalán. Pero la Generalidad no debió aun así haber violado la Constitución, tan sólo porque el Tribunal de Garantías había fallado de acuerdo con las opiniones, e incidentalmente con los intereses de una oposición estrictamente catalana. Es evidente que los jefes de la Generalidad pecaron contra la luz, pues Azaña puso especial cuidado en explicarles esta situación con la mayor lucidez. Por otra parte, como los hechos iban a demostrar, la CEDA no tenía intención alguna contra el Estatuto Catalán. El incidente viene, pues, a confirmar lo que en estas páginas se viene sosteniendo: que los catalanes son típicamente españoles y presentan en forma no menos acusada que los demás españoles los defectos que nos afligen como entes políticos. Así, por ejemplo, la derecha catalana, émula como todos los partidos españoles del Conde Julián, se apresuró a buscar apoyo fuera de Cataluña para vencer a la izquierda catalana. Y la izquierda catalana, al ver que el sistema funcionaba contra ella, rompió el sistema. Ambos rasgos caracterizan toda la vida española.
»Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de l936»[19].
Juan Ventosa Calvell cala perfectamente la realidad de las consecuencias directas de Octubre cuando el 21 de marzo de 1935 en las Cortes trata de aconsejar: «Procuremos no envenenar aún más el ambiente de guerra civil en que vive España.» Porque Octubre es, ante todo, eso: el gran antecedente, el imprescindible antecedente de la Guerra Civil. En Octubre y por Octubre surgen muchos nombres, muchas actitudes, muchos temas que anticipan con insólita viveza los nombres, las actitudes y los temas de la Guerra Civil. Ya hemos indicado que tal vez la gran diferencia entre 1934 y 1936, tan grande y que no permite considerar a Octubre como un primer acto de julio, aunque sí como un boceto o un proemio, es la actitud del Ejército y las demás Fuerzas Armadas del país, unánime (en la práctica) en 1934, dividida y perpleja en 1936. Pero también hemos visto que en 1934 afloraban ya las profundas divisiones e incompatibilidades militares que en 1936 serían desbordadas por pronunciamientos castrenses y movimientos populares encontrados.
A la vista de todo lo expuesto no se comprende cómo tantos historiadores de la Guerra Civil pasan como sobre ascuas las difíciles páginas de Octubre. De ese Octubre que seguía sin liquidarse cuando el capitán Lizcano de la Rosa volvía a enfrentarse con el presidente Companys, y cuando Francisco Martínez Dutor regresaba de la URSS para volver a luchar con el coronel Antonio Aranda. Una de las más siniestras consecuencias de Octubre, quizá la más simbólica de todas ellas, es el terrible destino de los dos vencedores republicanos de la Revolución. Ninguna de las dos Laureadas sobrevivió a la Guerra Civil de 1936. El general López Ochoa fue fusilado en zona republicana; el general Batet sufrió la misma suerte en zona nacional.