Si la represión de la noche catalana del 6 de octubre se celebraba ante los tribunales, en Asturias trascendía indirectamente a la calle y al campo. El 16 de octubre se dictaron 16 penas de muerte en Gijón. El 10 de noviembre es delatado y detenido Manuel Grossi en su casa de Mieres. El 20 de noviembre las Cortes conceden el suplicatorio para procesar por rebelión militar a Teodomiro Menéndez. El 20 de noviembre un consejo de guerra condena a muerte al misterioso teniente Torréns. En la noche del 2 al 3 de diciembre el segundo de Doval, capitán de la Guardia Civil, Reparaz, detiene en su escondite natal de Ablaña al generalísimo de la revuelta, Ramón González Peña, cuyo nombre va a reavivar todos los rescoldos de Octubre.
El 11 de diciembre es capturado el sargento Diego Vázquez. El 31 de diciembre informa ABC sobre un consejo de guerra contra el teniente de la Guardia Civil Fernando Condés, implicado en los sucesos revolucionarios de Madrid.
Puede decirse que, desde el mismo momento de la pacificación militar, el Gobierno no parece tener encima otro problema que el de los indultos. Toda la política española gira en tomo al tema; todas las demás cuestiones políticas, económicas y sociales han dejado de existir. La tensión provocada por un problema judicial que se convierte en políticamente absorbente por obra de todas las propagandas encontradas se hace insostenible en dos momentos: a mediados de octubre, con motivo de la condena de los militares partidarios de la Generalidad, y a mediados de febrero de 1935, cuando se pone sobre el tapete el indulto de los principales jefes asturianos. Toda la política española gira en tomo a esos procesos y esos indultos; el Gobierno se ve cogido en sus propias redes propagandísticas. Lerroux hubiese sin duda cedido a la voluntad implacable de Gil Robles, que exigía las ejecuciones; pero el presidente Alcalá-Zamora, consecuente con el recuerdo del 10 de agosto, que por lo visto no influyó para nada en el jefe derechista, se negó en redondo a dar curso a las condenas.
El 10 de octubre es condenado el comandante de somatenes Jaime Bosch a cadena perpetua. El 12 de octubre un consejo de guerra condena a muerte en Barcelona al comandante Pérez Farrás, capitanes Escofet y López Gabel, teniente coronel Ricart y comandante de Seguridad Salas Ginestar. La sentencia no se hace inmediatamente pública, pero corre por todo el país. La esposa de Pérez Farrás visita a Gil Robles (recordemos que éste no ejercía cargo oficial alguno) en Madrid, quien le responde a la pobre mujer: «No puedo hacer nada por su marido; los ministros de Acción Popular votarán a favor de la sentencia.» Terribles palabras pronunciadas el 15 de octubre, y desmañadamente explicadas con argumentos escolásticos 34 años más tarde. El día 16, el presidente irrumpe unilateralmente en la escena política y publica una nota en la que se prejuzga el indulto al designarse a Farrás como «caudillo de las libertades catalanas». Dos consejos de ministros se celebran sobre el tema los días 17 y 18 de octubre.
En el último, el presidente reúne al Gobierno en torno a una enorme mesa colmada de telegramas. Don Niceto pronuncia un eterno discurso de 11 cuartos de hora en que, bajo su oratoria barroca, lanza grandes verdades no solamente humanitarias, sino plenas de sentido político. La muerte de Farrás le convertiría en mártir; el recuerdo del 10 de agosto cubriría para siempre a la República y a él mismo con un baldón de injusticia; en definitiva se trata de un delito político. Samper es el primero de los ministros –retenidos para comer en Palacio– que inicia la retirada. ¿Quién podía preocuparse en España porque en la fecha del primero de estos dos melodramáticos consejos falleciera oscuramente Santiago Ramón y Cajal, uno de los grandes científicos de nuestra Historia?
El 31 de octubre se celebran otros dos consejos de ministros en un solo día, sobre el tema obsesivo de los indultos catalanes. En nombre de la CEDA, el ministro Manuel Giménez Fernández exige la ejecución de las condenas. Al día siguiente, en un nuevo Consejo, ceden los radicales y por mayoría se decide el indulto de los militares implicados de la Generalidad. Desde este momento Companys y sus compañeros, lo mismo que el resto de los jefes revolucionarios, se sintieron a salvo. Las izquierdas consideraron el indulto como un triunfo debido al miedo de sus enemigos. Nadie agradeció sus esfuerzos titánicos al presidente de la República; y menos que nadie, los condenados a quienes salvó y salvaría de la muerte, excepto el comandante Pérez Farrás.
Entre los escándalos provocados por la condena y el indulto de los jefes revolucionarios y facciosos, nadie se preocupa de otras condenas más definitivas. El 5 de noviembre Lerroux proclama que el Gobierno va a proponer 21 indultos entre las 23 sentencias de muerte emitidas hasta el momento por la autoridad militar. De hecho, el peso de la ley cae solamente sobre cuatro desgraciados segundones asturianos de la Revolución. El 1 de febrero de 1935 es fusilado en el cuartel de Pelayo el sargento Diego Vázquez, condenado el 3 de enero por un consejo de guerra celebrado en la Diputación Provincial. Con él es ejecutado Jesús Argüelles, el Pichilatu. Los otros dos revolucionarios ejecutados fueron dos campesinos: José Guerra Pardo, que lanzó una bomba sobre un camión de la Guardia Civil en la provincia de León y mató a varios guardias (fusilado el 7 de noviembre en León), y José Naredo, atracador que se aprovechó de las circunstancias en Gijón para cometer diversos crímenes so capa revolucionaria.
Éstas fueron las únicas cuatro víctimas retroactivas de la recién restablecida pena de muerte. Las derechas eligieron bien: ninguno tenía la menor posibilidad de convertirse en mártir. Pero su misma insignificancia resalta más la injusticia y la impotencia de quienes consintieron en su ejecución mientras se perdonaba por razones políticas a los verdaderos responsables.
El 5 de noviembre de 1934 se reanudan brevemente las sesiones de Cortes. Gil Robles propone un nuevo voto de confianza al Gobierno tras deshacerse en elogios a su jefe. Antonio Goicoechea se niega esta vez a sumarse a la mascarada patriótica y acusa al Gobierno de inoperancia y lenidad a la vez que lanza una descarada invitación reaccionaria: «Desandar todo lo andado desde el 14 de abril.» Melquíades Álvarez, el moderado reformista asturiano, anima a la dureza represiva y a la utilización de la pena de muerte, bien ignorante de que con sus palabras estaba firmando la suya. El 6 de noviembre se celebra la segunda sesión parlamentaria sobre la Revolución. El conde de Rodezno tampoco votará la confianza propuesta por la CEDA. En la misma sesión pronuncia un terrible discurso José Calvo Sotelo. Terrible por su ataque al socialismo; por sus acusaciones contra el Gobierno ante su lenidad; por sus invectivas contra el ministro Hidalgo, a quien designa como responsable de lo sucedido. Y, sobre todo, por su carga cerrada contra la democracia parlamentaria: «La posibilidad del diálogo parlamentario ha desaparecido para siempre.»
Las izquierdas tomaron buena nota de dos de los párrafos finales del discurso: «En fin, Lerroux debiera tener presente que la República Francesa vive, no por la Comuna, sino por la represión de la Comuna; no es hija de la Comuna; es hija de la represión de la Comuna. (El señor Maeztu: ¡Cuarenta mil fusilamientos!) Aquellos fusilamientos aseguraron setenta años de paz social. »Estamos en que el Estado liberal democrático, que es la base de la Constitución republicana vigente, no 'puede resolver el problema español. Esa Constitución que se ha ensayado en todas las posturas, en todas las posiciones, es una Constitución inadecuada para España. En eso estamos de acuerdo, y lo estamos también en otra cosa: en que la personalidad del hombre es sustantiva, en que la personalidad es sagrada. ¡Qué duda cabe! La personalidad es sagrada. Ése es un concepto cristiano que, como cristiano, profeso yo sinceramente. En esto tampoco estamos en desacuerdo. No veo por qué S. S. me lanza el apóstrofe con que lo expresaba como un argumento contundente; estamos de acuerdo. Lo que pasa es que de la libertad en el siglo XX se tiene un concepto perfectamente distinto del que se tenía en el siglo XIX; con diferencias cualitativas y cuantitativas.
»En el siglo XIX la libertad era una afirmación ilimitada; en el siglo XX la libertad es una construcción restringida y se sabe separar y diferenciar perfectamente lo que es vital en la libertad de lo que es superfluo o de lo que es complemento. La primera libertad vital es la de vivir; la segunda, trabajar. Lo primero que hoy quiere el pueblo es vida humana respetada, cosa que no ha logrado la Constitución liberal de la República; lo segundo, trabajo asegurado, cosa que tampoco ha conseguido el Estado liberal de la Constitución republicana. En tanto en cuanto sea preciso hundir otras libertades para salvar las fundamentales de la vida, del pensamiento y del trabajo, ¡ah, señor Gil Robles!, habrá que hacerlo, y no por eso hundiremos la personalidad en ningún piélago ni en ningún vacío.
»Y nada más, sino decir al señor Gil Robles que tenga muy presente aquella frase que el Bachiller Alonso de la Torre dijera en cierta ocasión memorable: «Más suele vencer a los hombres la buena que la mala fortuna»[12].
Gil Robles, visiblemente impresionado por el ataque del jefe monárquico, con el que en el fondo estaba de acuerdo, reacciona como puede y salva precariamente la situación con notable habilidad. José Antonio Primo de Rivera habla de la bandera que Lerroux ha dejado abandonada. Con la abstención de monárquicos y tradicionalistas se aprueba la confianza al Gobierno por 233 votos contra ninguno.
En la tercera sesión sobre Octubre, celebrada por las Cortes el día 7 de noviembre de 1934, toca atacar a José María Fernández Ladreda, testigo de los hechos en Oviedo. Pide justicia implacable. El ex presidente del Consejo, Samper, y el ministro Hidalgo se defienden como pueden. Hidalgo reprocha a Ladreda sus acusaciones y veladamente le reprueba por no haberse presentado a las autoridades de Oviedo en su calidad de militar retirado. Pero el ministro de la Guerra estaba tocado de muerte por los ataques de Calvo Sotelo y ni en las Cortes ni en su interesante libro, publicado poco después, puede exculparse de su colaboración con la editorial procomunista Cenit. No van a bastarle sus propósitos de disolver el Consorcio de Industrias Militares.
En la cuarta sesión parlamentaria del 9 de noviembre se aprueba el suplicatorio para procesar a Largo Caballero. Albiñana se duele de ver en el banco azul una alianza de católicos y masones. Las Cortes se ponen en pie para rendir un homenaje al ex diputado muerto en octubre, Marcelino Oreja Elósegui. Fuertes rumores saludan la presencia de Martínez Barrio y Miguel Maura. Pero esto no es nada comparado con el espectáculo en la sesión del día 15 de noviembre, cuando siete valerosos diputados de la Esquerra se atreven a ocupar su puestos. Cuando intenta hablar Ventosa Roig, Calvo Sotelo exige, a gritos, que los recién entrados declaren si son españoles o no. Ventosa, con dignidad y mesura responde que nadie tiene el menor derecho a formular semejante pregunta. Gil Robles se niega a admitir cualquier diálogo con los recién entrados y propone inmediatamente la incompatibilidad de las Cortes con los diputados adictos a la revuelta. Ataca de nuevo al ministro Samper y su propuesta es aprobada por 161 contra 13. Samper e Hidalgo son así expulsados del Gobierno por su propio partido. Gil Robles ha destruido para siempre el Partido Radical.
A1 día siguiente el propio Lerroux se encarga de la cartera de Guerra y Rocha,de la de Estado. A fines de diciembre las Cortes, que se reúnen con tanta intermitencia como ineficacia, y aprovechan el menor pretexte para aplazar las sesiones, acuerdan la prolongación del estado de guerra.
A mediados de febrero los procesos de Teodomiro Menéndez y Ramón González Peña enconan de nuevo el ambiente político español. El 9 de febrero Teodomiro Menéndez, que había intentado suicidarse tirándose al patio de la prisión de Oviedo tras las palizas que le propinaron sus guardianes, es condenado a muerte y a pagar una indemnización de 100 millones de pesetas al Estado y a varios particulares. Muerte, 200 millones de pesetas y disolución del Sindicato Minero Asturiano es la sentencia del consejo de guerra celebrado el l5 de febrero de 1935 contra González Peña. Desde España y desde París se orquesta una nueva campaña tremendista a favor del indulto.
El Tribunal Supremo, que había resistido a los embates reformadores de la CEDA durante todo el invierno, acuerda informar favorablemente al indulto. El 27 de marzo El Debate dictamina que, aunque se produzca el indulto, no debe la CEDA provocar la crisis. Gil Robles, encantado de poder demostrar su independencia del órgano vaticanista, confirma a sus ministros que las órdenes las da él, y no Ángel Herrera. El día 29, en el Consejo de Ministros, Lerroux y los radicales votan por el indulto en contra de los ministros de Gil Robles. Inmediatamente se produce la crisis en la que algunos ven la disolución de la coalición gubernamental.
Tras varios intentos fallidos, es el propio Lerroux quien se encarga de formar un nuevo Gobierno de circunstancias, que entonces se llamó «de técnicos», en el que figuraban ocho ministros sin acta parlamentaria. Es el 3 de abril y las Cortes están suspendidas por otro mes. La crisis de marzo es el último coletazo de Octubre; Gil Robles afirmaba que la tarea del nuevo Gobierno debería ser «liquidar la revolución», pero al prefijar este programa todavía pensaba que la CEDA sería llamada inevitablemente a formar parte del nuevo equipo con mayor participación que en el anterior. Llegó incluso a elegir la cartera de Guerra. La oposición de Alcalá Zamora aplazó, por el momento, la idea, y el nuevo Gobierno quizá pensaba que liquidaba realmente la Revolución cuando el 9 de abril levantaba el estado de guerra en toda España y, con motivo del aniversario de la República, condecoraba con la Cruz Laureada de San Fernando a los dos héroes de Octubre, generales Batet y López Ochoa, a los que no se pudo nombrar, como era deseo de muchos, tenientes generales, porque había desaparecido ese grado. La merecida recompensa parecía, en efecto, poner el punto final a los trágicos episodios revolucionarios. Pero era solamente una apariencia.