Junto con Barcelona y Asturias, Madrid era el tercer vértice de la Revolución. El fracaso de Barcelona y la relativa inacción de los revolucionarios madrileños –confiados en que la solución viniese de provincias, con notable olvido de la dinámica centralista española que sólo permite el éxito de los pronunciamientos periféricos cuando en Madrid no puede encontrarse ni un solo piquete de alabarderos para defender el status quo– hizo que los chispazos revolucionarios en el resto de España fueran inmediatamente localizados y reducidos, gracias también en gran parte a la presencia de decididos defensores del Gobierno que ahora recogía los frutos de las previsiones de Rafael Salazar Alonso.
Por simpatía y proximidad con Asturias, el peligro fue bastante grave en las provincias de León y Palencia, que en su parte norte contaban con cuencas mineras bastante trabajadas por los revolucionarios y que intentaran una y otra vez el enlace con Mieres. En la zona minera de Palencia los desórdenes de Barruelo, Orbi y Guardo fueron reducidos el día 7. Tres días tardó también en ser dominada la revuelta minera de León. El pueblo de las dos provincias –no solamente en las capitales– era en abrumadora mayoría católico, conservador y antirrevolucionario. Ya hemos visto que las respectivas guarniciones acudieron en socorro de Asturias, y si bien no actuaron con demasiada brillantez en la provincia vecina fueron muy capaces de ahogar la rebelión en la propia. A escala muy reducida se repitieron en las dos zonas los desmanes, las atrocidades y los excesos represivos de Asturias. Pero el cordón sanitario del coronel Aranda impidió todo contagio revolucionario definitivo.
Tal vez amenazó con peores presagios la revolución en las Vascongadas. Eibar y Mondragón, en Guipúzcoa, presencian los principales desórdenes. A las cinco de la madrugada del día 5 los revolucionarios se apoderan de las dos industriosas villas. Es muy importante notar la firme solidaridad de los obreros vascos, en su mayoría católicos, nacionalistas y hasta clericales, con los socialistas; la semilla de Prieto en Zumárraga daba sus primeros frutos y se preparaba con ello la extraña alianza de 1936.
En Eibar cae asesinado el tradicionalista Carlos Larrañaga; en Mondragón, el diputado de las Constituyentes, Marcelino Oreja Elósegui, cofundador de la ACNP. Cien guardias de Asalto de Bilbao imponen bien pronto el orden en Eibar, y Mondragón es pacificado desde Vitoria por una compañía de infantería flanqueada por la Guardia Civil y tropas de Asalto. El hombre clave del Gobierno en las Vascongadas fue el enérgico gobernador de Vizcaya, Ángel Velarde. Por orden de Franco son destituidos los dos primeros jefes militares de la zona y asume el mando el teniente coronel Joaquín_ Ortiz de Zárate. La zona minera contigua a Bilbao, que contaba con una fuerte reserva de armas, permanece en huelga hasta el día 9 por la noche, en que dos columnas militares la ocupan. Lo más destacable, junto a la incipiente alianza de nacionalistas y rojos, es la relativa inacción de las autoridades guipuzcoanas, cuya provincia ha de pacificarse desde las vecinas; y la poca eficacia revolucionaria del temido feudo bilbaíno de Indalecio Prieto. Claro que aquí no solamente actuó unido el Ejército, sino que coordinó perfectamente con la autoridad civil, que cubrió con energía las primeras indecisiones de los jefes militares luego destituidos.
En el resto de España, una vez estudiados ya los sucesos de Cataluña, solamente nos queda registrar chispazos aislados en la provincia de Albacete (Villarrobledo y Tarazona de la Mancha), además de la eliminación de todo el cuartel de la Guardia Civil en el puesto de Teba (Málaga). En casi todo el país la actitud ante la_ Revolución por uno y otro de los potenciales bandos fue . simplemente de expectativa.
Y más que en parte alguna, en Madrid. Desde los primeros momentos el Gobierno quedó a la deriva, pendiente de la radio como cualquier grupo de ciudadanos. Los historiadores y cronistas de la derecha describen con minuciosidad un complicado plan socialista-comunista para apoderarse de la capital, con Largo Caballero como jefe supremo, el periodista y escritor Antonio Ramos-Oliveira como enlace, y varios jefes de distrito: José Laín Entralgo, el italiano Fernando de Rosa, Amaro del Rosal, Victoriano Marcos, etc. Creímos hasta lace algún tiempo que todo este plan detallado parecía ruto de la fantasía de algún informador exagerado. Y que si algo notable se registraba en la organización del movimiento de Octubre era la absoluta falta de un plan serio por parte de los supremos jerarcas revolucionarios de Madrid. En la capital no funcionaba la Alianza Obrera; las elecciones acababan de demostrar el dominio de Besteiro sobre grandes masas del socialismo madrileño y Besteiro se opuso en todo momento a la idea revolucionarla.
La división interna del socialismo fue, pues, la principal causa de este nuevo desastre del partido, anuncio de mayores males para el futuro próximo. Sí parece que participaron activamente en la poco brillante intentona madrileña algunos oficiales y guardias de Asalto: el teniente Máximo Moreno, el teniente José del Castillo, el suboficial Vicente Perruca y el guardia José del Rey. Es probable la participación del teniente de la Guardia Civil Fernando Condés. Todos ellos estaban personalmente vinculados a Indalecio Prieto, lo que explica su participación en alguna de las algaradas.
Acabo de indicar que hasta no hace mucho tiempo la idea general entre los historiadores era la falta de decisión de los revolucionarios en Madrid. Ahora ya no puede sostenerse esa valoración enteramente negativa, gracias a la publicación de las interesantísimas memorias de Juan-Simeón Vidarte El bienio negro y la revolución de Asturias[7], que es un documento de primera magnitud y agrava notablemente la responsabilidad histórica del PSOE, del que Vidarte era entonces vicesecretario general. Vidarte pertenecía, además, a la masonería en la que ostentaba el supremo grado 33 y, al pasar Largo Caballero a la cárcel, quedó como secretario general en funciones del partido.
En sus memorias nos refiere el papel preponderante que alcanzó Santiago Carrillo, jefe entonces de las Juventudes del PSOE, como jefe de uno de los grupos de asalto que, con disfraz de la Guardia Civil, estaba encargado de perpetrar gravísimos desórdenes, como el secuestro del presidente de la República. De esta forma Santiago Carrillo se convierte en un precursor del teniente coronel Tejero. Una enérgica actuación de las fuerzas del orden al servicio del Gobierno frustró estas intentonas socialistas en Madrid.
Sin embargo, el verdadero acto revolucionario del 5 de octubre de 1934 en Madrid fue la publicación de las famosas notas subversivas de los partidos que se atribuían el monopolio de la República. Es muy curiosa la coincidencia en todas las proclamas de algunas expresiones fundamentales como la de ruptura de las instituciones. No se ha dado, creemos, la debida importancia a estas declaraciones tan antidemocráticas como auténticamente revolucionarias, y por eso merece la pena su transcripción literal: Se trata de la respuesta de los diversos partidos al gesto perfectamente democrático de Alcalá Zamora, que decidió conceder a Gil Robles, líder del partido con más escaños, que tres de sus diputados ingresaran en el nuevo Gobierno presidido desde el 4 de octubre por Lerroux.
Nota de Izquierda Republicana (Azaña)
«Izquierda Republicana declara que el hecho monstruoso de entregar el Gobierno de la República a sus enemigos es una traición; rompe toda solidaridad con las instituciones actuales del régimen y afirma su decisión de acudir a todos los medios en defensa de la República».
Manifiesto de Unión Republicana (Martínez Barrio)
«El Partido de Unión Republicana se cree en el deber de declarar ante la opinión nacional que, al constituirse el Gobierno que acaba de formarse, integrado, entre otros, por un grupo político cuyo pretendido republicanismo no ha recibido la sanción del voto popular, le obliga a apartarse de toda colaboración y rompe toda solidaridad con los órganos del régimen.
Cumple este deber doloroso, al que nos lleva la convicción de que la República ha sido falseada. Pedimos y esperamos de la democracia republicana la más fume adhesión para devolver al régimen su verdadera naturaleza»[8].
En su prólogo al libro de Miravitlles sobre el 6 de octubre, Luis Companys subraya la responsabilidad de los autores de unas notas que le decidieron a precipitar los sucesos de Barcelona. Quizá pensaron los revolucionarios madrileños y sus corifeos republicanos que bastaba con este trompeteo periodístico y con unos cuantos chispazos en la periferia para que se repitiese, sin el menor esfuerzo por su parte, el jericó del 14 de abril. Es curioso cómo los forjadores del mito son los primeros en convertirse en sus víctimas.
Las amenazadoras notas republicanas se complementan con algunas resonantes dimisiones. Por incompatibilidad con el nuevo Gobierno, abandonan sus cargos Álvaro de Albornoz, presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales; Luis de Zulueta, embajador en Berlín; Domingo Barnés, que lo era en México. El Gobierno inicia sus actuaciones de forma desconcertante. A las nueve de la mañana del 6 de octubre, el buen ministro Eloy Vaquero habla por radio para tranquilizar al país. A las 13:30 el subsecretario de Gobernación recomienda la asistencia a los espectáculos; poco después el ministro aconseja no salir a la calle después de las ocho de la noche. El pueblo andaba relativamente desorientado con el vaivén de recomendaciones, pero el jefe de la Primera División, general Virgilio Cabanellas, estaba ya decidido desde el mismo día a imponer el orden y fue uno de los primeros defensores de la necesidad del estado de guerra. Aún antes de la proclamación, el Ejército empezó a _ patrullar por las calles y, en realidad, a pesar de «pacos» aislados, en Madrid no perdió ni un momento el dominio de la situación.
Por lo pronto se moviliza inmediatamente a la oficialidad de complemento, que era abrumadoramente derechista y en buena parte ya se había presentado voluntaria. Muchos profesionales madrileños tienen que sacar unos centímetros los botones de sus viejos uniformes, y con soldados en sus propios automóviles patrullan desde el día 6 por las calles de la capital entre los saludos de la gente. «En Madrid, como en todas partes, una exaltación de la ciudadanía nos acompaña», proclama al día siguiente Alejandro Lerroux. Como las izquierdas se han convertido oficialmente en el enemigo, el 6 de octubre madrileño se convierte en una apoteosis centroderechista.
La derecha en bloque se pone sin condiciones al servicio del Gobierno: la CEDA, los agrarios, Renovación Española, los tradicionalistas, Falange, y hasta parte de las Juventudes Republicanas. Sin que nadie pueda adivinarlo, es en Madrid donde con más claridad y exactitud puede hablarse de Octubre como auténtico prólogo de la guerra de 1936; aquí sí que pocos participantes cambiaron de ideales y de bando dos años escasos más tarde.
A las órdenes directas de Gil Robles, el ingeniero José María Pérez Laborda moviliza con asombrosa eficacia a los muchachos de la JAP, que aseguran los servicios civiles más sensibles mientras se va dominando la huelga en toda España. Falange Española publica un manifiesto de apoyo total al Gobierno. Silenciados los periódicos revolucionarios, y en huelga los demás, solamente la prensa de derechas que había reorganizado, como vimos, su personal al margen de la UGT, sale normalmente a la calle, vendida por un amplio frente único de jóvenes derechistas y falangistas aglutinados por la JAP. La euforia derechista alcanza cotas tan altas que incluso corre por Madrid el rumor de que se piensa enviar al general Sanjurjo por avión a Asturias; es posible que algunos destacados militares, como Yagüe o el aviador Ansaldo, lo pidieran. Pero con buen acuerdo el general Franco se opuso.
Ante tal despliegue de entusiasmo contrarrevolucionario, los resultados madrileños de la revolución en este. día 6 son realmente modestos. En el cruce Torrijos-Goya se intenta volcar un tranvía; hay tiros en Atocha, Cuatro Caminos y Vallecas. Moreno, Condés y sus amigos tratan de apoderarse del Cuartel de Asalto en López de Hoyos, pero fracasan. A las nueve de la noche habla por radio el jefe del Gobierno, Alejandro Lerroux, para anunciar el estado de guerra. El Gobierno suspende al alcalde socialista de Madrid, Pedro Rico, y a los concejales socialistas. No faltan recordatorios a que el día de la fecha, 7 de octubre, es el aniversario de la victoria de Lepanto. El aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros salva del linchamiento a Indalecio Prieto embutiéndole en el maletero de su coche y lo deja sano y salvo, aunque medio asfixiado, al otro lado de la frontera.
Tuvieron menos suerte sus colegas socialistas que habían formado la directiva revolucionaria en Madrid; el 8 de octubre la policía les encontró en el estudio del pintor Luis Quintanilla, en la calle de Fernando el Católico 30 Y les condujo a la cárcel. Entre ellos, Enrique de Francisco, Santiago Carrillo y Carlos Hernández Zancajo. El 9 de octubre las Cortes ofrecen un aspecto patético, con los escaños de la izquierda, los republicanos favorables a la revolución y los catalanistas de izquierda vacíos, mientras sus ocupantes estaban en la cárcel o camino de ella si no habían logrado escabullirse al exilio. El Congreso aprueba el restablecimiento por un año de la pena de muerte y la suspensión de las sesiones parlamentarias hasta la «completa pacificación». Esta propuesta se debió a Gil Robles y fue también aprobada por aclamación. Alejandro Lerroux cierra la patriótica sesión con un himno al Parlamento que acababa de votar su propia su propia suspensión sine die. José Calvo Sotelo acomete a mamporros al líder nacionalista vasco José Antonio de Aguirre.
El 10 de octubre hay en Madrid ya dos mil detenidos. El 11 se registran muchas vueltas al trabajo y se detiene a 200 personas en Carabanchel. El 12 es la propia CNT la que recomienda la vuelta general al trabajo. El 13, la huelga puede considerarse liquidada. Ángel Galarza, detenido en Zamora, llega a Madrid, donde es capturado a las cuatro de la madrugada Francisco Largo Caballero en su casa de la Dehesa de la Villa.
Muchos meses después, Margarita Nelken sigue sin explicarse el fracaso rojo en la capital de España. Tal vez convenga insistir en que, como indicábamos antes, el 14 de abril seguía poniendo fuera de la realidad a sus protagonistas. Es difícil esperar desde Madrid la solución de los problemas. Revolucionarios y antirrevolucionarios tomaron, sin duda, muy buena nota de ello. En Madrid, como en el resto de España, excepto Asturias, la revolución fracasó, en definitiva, porque no fue una revolución, sino una simple y esperanzada expectativa revolucionaria.