Al difundirse las primeras noticias sobre los avances de las tropas de África, se tiende simultáneamente por parte roja una verdadera cortina de acusaciones e invectivas: hace su aparición en la historia de la revolución de Asturias el difícil tema de la represión. Ante la maraña de contradicciones y calumnias que integran la base de infinitos textos, el historiador solamente puede seleccionar dos que le merecen, en principio, una atención seria: los testimonios de los diputados Marco Miranda y Gordón Ordás.
Vicente Marco Miranda, diputado a Cortes por Valencia, efectúa una detallada inspección sobre el terreno, y el 4 de diciembre de 1934 presenta una denuncia formal al fiscal de la República sobre los excesos cometidos por las tropas moras y legionarias a su entrada en Oviedo. Afirma que el 12 de octubre, durante el asalto de los moros al barrio de la Tenderina Baja se producen tres muertos entre la población civil; en Villafría, el día 13, veintisiete muertos, entre ellos tres mujeres; en San Esteban de las Cruces, el día 14, nueve muertos; en La Cabaña (barrio en la falda del Naranco), siete muertos.
Por su parte, Félix Gordón Ordás, que había emprendido durante el verano una cruzada contra la revolución, afirma en un circunstanciado informe, del que nos ocuparemos más tarde, que por orden de López Ochoa se fusilaron en el cuartel de Pelayo unas diecinueve personas. Gordón Ordás afirma que no ha podido comprobar doce fusilamientos, que se dicen realizados por la Legión, el día 12 en San Pedro de los Arcos.
Hay que comprender toda la dureza de la lucha callejera –inventada, como vimos, por los revolucionarios el día 5 de octubre– para enjuiciar desapasionadamente el tema de los muertos civiles durante el ataque. ¿Cuál es la diferencia, vista desde el lado atacante, entre «civiles» y «revolucionarios»? Las tropas de África estaban sometidas, lo mismo que toda la opinión del país, a una intensa propaganda sobre las atrocidades cometidas por los mineros: circulaban por toda España como artículos de fe las matanzas de niños, las violaciones de monjas, la carne de cura vendida al peso y otras innumerables patrañas de las que nadie dudaba un punto. Las denuncias de Gordón Ordás y Marco Miranda pueden errar en los detalles, incluso en fechas. Pero es evidente que bastantes excesos en ellas contenidos –y otros no reseñados– se cometieron durante los combates por la reconquista de Oviedo. Los fusilamientos del cuartel de Pelayo son confirmados por testimonio fidedigno de algunos defensores treinta y cuatro años más tarde, aunque no recuerdan el número. Ya hemos visto las trágicas consecuencias del ardid de López Ochoa al colocar a sus prisioneros en vanguardia, como sucedió también en el caso de la intentona del sargento Vázquez ante el cuartel de Pelayo. Pero no conviene exagerar las cifras, tendencia muy acusada en los escritores partidistas y en los extranjeros, que parecen recrearse morbosamente en la «brutalidad congénita de los españoles».
Es bastante verosímil que los muertos no combatientes durante las jornadas revolucionarias (5-19 de octubre), incluidos los prisioneros de guerra asesinados o fusilados con un simulacro de juicio, puedan deducirse de las cuidadas estadísticas de Aurelio de Llano que en su momento reproducimos. El número total de muertos en Asturias por todos los conceptos suma medio millar de víctimas. Trágica cifra que, sin embargo, resulta mucho menor que la aireada en algunas fuentes sobre tan espantosa explosión revolucionaria y ante el inusitado despliegue de fuerza de la contrarrevolución. La fría represión posterior a la revuelta es problema bien diferente, del que nos ocuparemos más tarde. Junto a esas causas aplicables a los dos bandos hay que recordar que ambos se consideraban amparados por una legalidad (real o empírica) simplificada por el estado de guerra.
En cuanto a la represión durante los mismos combates, los dos bandos de la revolución asturiana pueden presentar un balance trágico mucho menos abrumador que el resultante de otras conflagraciones europeas más o menos comparables. Luego la propaganda se encargaría de echar sangre y barro sobre estas conclusiones que estimamos más realistas. Lo que sí está desgraciadamente claro es que, por parte de los mineros rebeldes, la represión se cebó en los sacerdotes y religiosos. Al relatar los sucesos hemos ido concretando varios nombres, que en conjunto suman un terrible porcentaje del total de asesinatos. Era la explosión de odio religioso que se aplicaría hasta extremos inconcebibles durante la Guerra Civil.
Durante la noche del 13 al 14 de octubre, una gran parte de los recalcitrantes milicianos abandonan sus puestos en Oviedo por miedo de que al romper el día se consume el copo intentado la víspera. En efecto, cuando alborea el domingo, el teniente coronel Yagüe sale con sus africanos del hospital, ocupa el parque de San Francisco, el hotel Inglés y la Diputación. La columna Ramajos cumple su objetivo del 13 y enlaza con Yagüe. Pero sigue encontrando resistencia en San Lázaro. Las tropas que· acuden a los relevos exteriores aprovechan su paso por las calles de la ciudad para desfilar; el entusiasmo de la gente se desborda. Es domingo y se celebran algunas misas, aunque todavía hay muchos ovetenses que no se deciden a exponerse en la calle.
La lucha se prolonga durante casi todo el día en Villafría y en el cementerio nuevo que por fin cae en poder de las fuerzas de África. Se limpian los escasos focos rebeldes de la ciudad; al ocuparse el cuartel general rebelde, en el Ayuntamiento, los legionarios detienen a Teodomiro Menéndez, al que pueden librar del linchamiento con grandes dificultades. Al anochecer silban algunas balas por las calles de la ciudad, pero proceden de «pacos» aislados en los barrios exteriores. El casco de Oviedo está liberado.