Cualquiera que vaya al psiquiatra debería examinarse la cabeza.
Samuel Goldwyn
Cuando en 1864 Jules Verne escribía su Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre) no todo había surgido de su fecunda imaginación. Desde la antigüedad ya se conocía «el mito de la Tierra hueca». Incluso el mismísimo Edmund Halley, el descubridor del cometa que lleva su nombre, había propuesto en el año 1692 que nuestro planeta estaba formado en su interior por cuatro esferas concéntricas (éstas giraban a velocidades diferentes con objeto de explicar ciertas anomalías magnéticas) y que las auroras boreales estaban causadas por el escape de un gas interior a través de la corteza terrestre. Modelos posteriores sugerían aberturas físicas en los polos de la Tierra por donde se podría descender hacia el centro del planeta. Una de las teorías que mayor eco produjo fue la de John Cleves Symmes, Jr., que consistía en suponer que, antes de penetrar en el inmenso hueco, había que atravesar una corteza esférica de 1.300 km de espesor y seguía erre que erre con los pasos en los polos (siempre resulta más sencillo colocar soluciones donde nadie ha estado previamente). Corría el año 1818 y los polos geográficos de la Tierra no serían visitados (a patita) por el hombre hasta 1909 y 1911, respectivamente. Tan sólo un par de años después aparecería un iluminado (nunca mejor dicho) Marshall B. Gardner, con la cálida idea de un sol de 965 km de diámetro en el centro de la Tierra. En 1926, Richard Byrd sobrevolaba el Polo Norte y, en 1929, el Polo Sur. Posteriormente, en 1970, Ray Palmer (editor de la famosa publicación Amazing Stories) empezó a divulgar la idea de la Tierra hueca y de que Byrd había conseguido penetrar por las míticas aberturas polares (¡qué miedo!). Y así es cómo la pseudociencia se va apoderando de las mentes débiles y ansiosas de escapar de la implacable y poco estimulante realidad del mundo físico que nos rodea. Sin embargo, mis queridos y sufridos lectores, yo intentaré, una vez más, descubriros que el mundo real de la física puede ser aún más emocionante y estimulante que la ficción.
Viaje al centro de la Tierra. Edición facsímil de la novela homónima de Jules Verne.
Aunque el profesor Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y su compañero de expedición, el islandés Hans Bjelke, protagonistas de la novela de Verne, se encontraban en su periplo hacia el centro de la Tierra con unas condiciones físicas más que benignas, éstas estaban basadas en el desconocimiento que había en aquella época del interior de nuestro planeta. Desgraciada o afortunadamente, hoy en día disponemos de técnicas suficientemente sofisticadas y fiables como para saber que tal viaje sólo puede existir en la imaginación de una mente humana. Sin embargo, no todo podría ser producto de la fantasía. Recientemente, Michael E. Wysession y Jesse Lawrence, de la universidad de Washington, en St. Louis, han afirmado haber encontrado una extensión de agua similar (en volumen) al océano Ártico justo debajo de Asia oriental, en el manto terrestre. Asimismo, en el fondo del océano Atlántico se ha hallado un enorme agujero que ha dejado expuesto nada menos que el mismísimo manto terrestre. Así pues, ¿sería real el mar que encuentran nuestros intrépidos amigos en el interior de la Tierra, habitado por seres prehistóricos?
Un gran porcentaje de nuestro conocimiento actual sobre el interior de la Tierra proviene de los datos suministrados por las ondas sísmicas.
Richard Byrd, almirante del ejército americano, consiguió sobrevolar en 1926 el Polo Norte y, en 1929, el Polo Sur. Sus conquistas polares no están exentas de polémicas.
Durante un terremoto se generan ondas denominadas de tipo P y ondas de tipo S (un par de simulaciones de las mismas pueden verse en la página de internet que figura en las referencias), que se propagan hacia el interior de la Tierra, reflejándose en las fronteras que separan medios con distinta densidad y volviendo a la superficie. Las ondas S tienen la particularidad de no ser capaces de viajar por un medio líquido, así que cuando una onda de este tipo se deja de propagar, este hecho se interpreta como un indicio inequívoco de que el medio tiene naturaleza líquida. Y esto es lo que sucede justamente a unos 2.900 km de profundidad. A esta región del interior terrestre se le llama núcleo externo. Más hacia el interior, a unos 5.200 km, las ondas P cambian de velocidad, indicando que ahora el medio con el que se encuentran es de naturaleza sólida nuevamente. Hemos llegado al núcleo interno. Desde aquí hasta el centro de la Tierra solamente nos separan 1.200 km. Parece que la quimera de una Tierra hueca empieza a desvanecerse. Otro dato que actualmente se conoce con una gran precisión es el valor de la masa de nuestro planeta. Si se divide esa masa por el volumen terrestre (supuestamente, esférico) se obtiene la densidad media y ésta resulta ser de 5,4 veces la del agua. Si toda la masa de la Tierra estuviese concentrada en una corteza de tan sólo 1.300 km de espesor (como afirmaba John Cleves Symmes, Jr.), la densidad media debería ascender a 11 g/cm3. Desgraciadamente, no se han encontrado densidades superiores a 3,3 g/cm3 en las rocas de la corteza terrestre. Lástima, otro punto a favor de la Tierra rellenita. El único recurso que les queda a los iluminados pseudocientíficos es decir que nuestra determinación de la masa terrestre es falsa. Buena solución. Si no puedes derribar los argumentos de tu rival, mejor afirmar que miente. Esto me suena. Pero lo mejor de todo es cuando pensamos en los habitantes del hipotético interior de la Tierra. ¿Cómo se mueven? Evidentemente, su mundo, a diferencia del nuestro, es cóncavo y, por lo tanto, su horizonte visual debe inclinarse turbadoramente hacia arriba. Además, con haber estudiado con un poco de interés y atención las leyes físicas de Newton (1643-1727; ya ha llovido lo suficiente como para tenerlas claras) se puede deducir fácilmente que el campo gravitatorio en el interior de una corteza esférica, como la pretendida Tierra hueca, debe ser cero, es decir, que los terrahuequenses no pesarían y se moverían en un más que molesto estado de ingravidez. Una buena solución si lo que se pretende es, por ejemplo, padecer una osteoporosis galopante. Claro que siempre les quedaría la gravedad producida por el sol central de 965 km de diámetro. Sin embargo, ésta tiraría de ellos hacia el propio sol. ¡Ya está resuelto el viaje al centro de la Tierra! Pero no tengáis pena por ellos, ya que es más que sabido que una estrella debe poseer, al menos, una masa de 21.000 veces superior a la de la Tierra para poder iniciar las reacciones nucleares de fusión del hidrógeno. Vaya, estos tíos no dan una…
En un supuesto viaje en caída libre hacia el interior de la Tierra, la velocidad variaría dependiendo de la gravedad de las distintas partes que conforman el interior de nuestro planeta.
Pero vamos a donde yo quiero, pues todo lo anterior no es más que una disculpa para llamar vuestra atención y que ahora sigáis leyendo picados por la mosca de la curiosidad (eso espero). Veréis, si queremos alcanzar el centro de la Tierra, todo lo que tenemos que hacer es abrir un túnel que atraviese aquélla a lo largo de un diámetro. ¿Fácil, no? Sólo necesitamos un buen taladro. Una vez abierto el túnel, nos dejamos caer por él a modo de tobogán planetario y ¡zas! En un pispás hemos llegado. Bueno, bromas aparte, si fuésemos capaces de hacer semejante agujero capaz de atravesar de lado a lado nuestro propio planeta, podríamos realizar un viaje más que alucinante. Efectivamente, siguiendo el trabajo de R. Snyder, publicado en American Journal of Physics en el año 1986, se puede considerar que el interior de la Tierra está formado por dos regiones claramente diferenciadas que se corresponden con el manto y el núcleo, cada una de ellas con una densidad constante e igual a 4,4 g/cm3 para el primero y 11 g/cm3 para el segundo. A medida que nos cayésemos hacia el centro de la Tierra, la aceleración de la gravedad iría disminuyendo suavemente hasta llegar a los 1.370 km de profundidad, donde tomaría el valor 9,32 m/s2 (en la superficie tiene un valor de 9,82 m/s2), para luego volver a aumentar lentamente hasta los 10,73 m/s2 a los 3.500 km de profundidad, justo en la superficie de separación entre el manto y el núcleo. A partir de este punto, la gravedad disminuye proporcionalmente con la profundidad, haciéndose cero justo en el centro de la Tierra, donde nos sentiríamos en completa ingravidez. Pero, aún más, podemos saber incluso el tiempo que duraría nuestro viaje. Las matemáticas dicen que el movimiento que describiríamos al caer por el túnel sería aproximadamente de tipo armónico simple (este movimiento es el que describe un muelle cuando lo estiráis un poco, separándolo de su posición de equilibrio, y después lo soltáis). Y digo lo de aproximadamente porque, estrictamente, esto sólo ocurre en la región del núcleo. En el manto, se parece bastante a un movimiento rectilíneo con aceleración constante. En fin, nuestro paseíto duraría 12 minutos y 56 segundos hasta haber atravesado el manto, alcanzando una velocidad al llegar a la superficie de separación con el núcleo de 26.640 km/h. Otros 6 minutos y 32,5 segundos son necesarios para llegar hasta el centro mismo del planeta, por donde pasaríamos a una velocidad de 34.560 km/h, casi sin tiempo de verlo siquiera. A partir de aquí, otros 19 minutos y 28,5 segundos serían necesarios para volver a alcanzar la superficie de la Tierra, pero ahora en nuestras antípodas. Nuestro viaje ha durado 38 minutos y 57 segundos. Si nada lo impide, el movimiento volvería a repetirse de nuevo, pero en sentido contrario hasta alcanzar nuestro punto de origen y así, sucesivamente, siempre que se ignore el rozamiento. No es tan romántico como entrar por el Snaefellsjókull y salir por el Stromboli, pero no me negaréis que resultaría bastante más vertiginoso y emocionante.