La imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser.
El humor los consuela de lo que son.
Winston Churchill
Hace un par de días cayó en mis manos un libro que solía leer y releer cuando era un niño, hace ya demasiados años. Trataba acerca de un hombre que viajaba en avión y sufría una avería mientras sobrevolaba el desierto, viéndose obligado a realizar un aterrizaje forzoso. Una cierta mañana, de repente, pudo escuchar una vocecita aguda pidiéndole que le hiciese un dibujo. Al mirar a su alrededor en busca del dueño de semejante voz, vio a un muchacho. Extrañado por haber encontrado a aquel niño tan lejos de un lugar habitado, el hombre le preguntó de dónde venía y el muchacho, tras un buen rato de dimes y diretes, por fin le confesó que «su planeta de origen era apenas más grande que una casa». Como ya habían pasado muchos años desde que había leído este cuento y ya soy un poco mayor y ahora veo las cosas que me rodean de otra manera, me pregunté cómo diantres podía ocurrir que alguien fuese capaz de vivir en un cuerpo celeste tan pequeño. Intrigado, avancé en la lectura unos párrafos más y hallé más adelante la siguiente frase: «Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía […] era el asteroide B 612». Esto me extrañó sobremanera, pues sabido es que los asteroides suelen ser demasiado pequeños como para albergar vida alguna. Como soy todo un físico de tomo y lomo, se me ocurrió que podría determinar la aceleración de la gravedad en la superficie de un asteroide del «tamaño de una casa». Por miedo a meter la pata, busqué un poco de información sobre el tema y pude encontrar en la página web de un colega un problema muy similar al que yo me estaba enfrentando. Este amigo mío había supuesto que el planeta llamado B 612 tenía un radio de unos 10 metros. Suponiendo que la densidad fuese parecida a la de nuestro propio planeta, la Tierra, enseguida llegué al número que andaba buscando. La gravedad en la superficie de B 612 debía de ser de unos 0,000015 m/s2. Esto es algo menos de 600.000 veces la que tenemos en la Tierra. Como me pareció un valor tan irreal, sobre todo porque el muchacho no parecía moverse con gran dificultad por la cálida arena del desierto en que se encontraba (algo que sí parece sucederles a los astronautas que caminan sobre el suelo lunar), decidí hacer una suposición un tanto audaz, consistente en aceptar que la gravedad en su planeta era semejante a la del nuestro. Llegué, de esta manera, a la conclusión de que su pequeño mundo debía de poseer una densidad de 3 millones y medio de veces la del agua líquida. Semejante conclusión aún me dejó más perplejo que la anterior, pues es sabido que tamaña densidad sólo se encuentra en las estrellas enanas blancas. ¿Cómo podía habitar aquel niño charlatán en un planeta con la densidad de una estrella moribunda y con una gravedad tan pequeña? Dejé de pensar por un instante en estas cosas y me dispuse a calcular la masa del asteroide en cuestión. Con una densidad como la terrestre, debería ser de poco más de 20.000 toneladas métricas, tremendamente inferior a la masa de asteroides conocidos como Ceres, que posee una masa de más de un millón de billones de toneladas. Con la densidad de una enana blanca, la cosa no mejoraba demasiado, ya que entonces la masa de B 612 tan sólo aumentaba hasta los 13 billones de kilogramos, casi 100 veces por debajo de la del más pequeño satélite de Marte, Deimos. Decididamente, nada encajaba con la física conocida.
El principito. El personaje extraterrestre que da título a la novela de Antoine de Saint-Exupéry vive en la superficie del asteroide B 612, su planeta de origen, similar al tamaño de una casa.
Resuelto a no dejarme vencer por tan nimia dificultad, me dispuse a determinar la velocidad de escape de aquel enigmático mundo, donde decía habitar aquel muchacho. Como ya sabía la aceleración de la gravedad de la gravedad calculada anteriormente, no fue nada difícil resolver esta nueva cuestión. Veamos, una gravedad de 0,000015 m/s2 y un radio de 10 km dan una velocidad de escape de 1,7 cm/s. ¡Caray! Con semejante valor, ese niño no podría siquiera estornudar, pues podría salir despedido y colocarse en órbita asteroidestacionaria. Vaya problemón. A ver…, a ver si con una gravedad como la nuestra se arreglaba un poco la cosa. Sí, efectivamente, ahora era de 14 m/s. Impresionado me quedé. Ya podía pillar resfriados sin problema. Lástima que no pueda jugar a lanzar piedras lejos, como a mí tanto me gustaba cuando era niño. Debe de resultar un tanto extraño arrojar un pedrusco y después contemplarlo por las noches como satélite en tu mundo. Si tirases muchas piedras, podrías fabricarte tu propio anillo, a imagen y semejanza de los de nuestro vecino Saturno.
Como cada respuesta que encontraba me parecía tanto más intrigante que la anterior, nuevas preguntas bullían en mi cerebro. Se me ocurrió que si el niño era capaz de hablar con el aviador del cuento era debido a que tenía la capacidad de respirar el aire de la atmósfera terrestre. Así pues, me enfrenté a este nuevo desafío: ¿tendrá atmósfera respirable el asteroide B 612? Nuevamente, la página web de mi amigo volvió a darme una pista valiosa. No había más que determinar la velocidad cuadrática media de las moléculas del aire y compararla con la velocidad de escape en la superficie del planeta. Como aquélla depende de la temperatura del aire, supuse que, al no ir excesivamente abrigado aquel niño extraño, debería de ser parecida a la de la Tierra y puse en la formulita el valor de T=300 K (unos 27 °C). Y, una vez más, sorpresa. La velocidad cuadrática media de las moléculas del aire debería ser de más de 500 m/s, muy lejos de los 14 m/s y más aún de los 1,7 cm/s que ya había calculado anteriormente. Si las moléculas de un gas se mueven (debido a la agitación térmica) superando la velocidad necesaria para escapar de la gravedad, ese mundo nunca podrá poseer una atmósfera respirable como la nuestra. Pero lo que no puede hacer de ninguna manera la ciencia es negar la evidencia experimental. Y yo sabía que el niño estaba allí, vivo. Y que respiraba nuestro aire. ¿Cómo era posible? ¿Estaba equivocada la física tal y como yo la conocía? Fue entonces cuando se me ocurrió que cabría la posibilidad de que la temperatura del asteroide B 612 quizá fuese inferior a la que yo había dado por sentado. Cabía la posibilidad de que aquel ser diminuto poseyese unas extraordinarias capacidades de adaptación a ambientes adversos o podría ser también que aquellas extrañas ropas que vestía le proporcionasen un aislamiento térmico fuera de lo común. En fin, que me lancé al cálculo y obtuve que si la velocidad de las moléculas era de 1,7 cm/s, la temperatura del hogar del muchacho debería de ser aproximadamente de 0,3 millonésimas de kelvin, menos de 273 grados centígrados bajo cero. Ante tan decepcionante resultado y a punto de romper a llorar de impotencia científica, mi mente escrutadora y analítica buscó un consuelo menor en el hecho de que temperaturas incluso inferiores se habían alcanzado en los laboratorios terrícolas. Apesadumbrado, hice un último intento desesperado de que mejorasen las cosas y procedí a introducir en la ecuación el segundo valor de la velocidad de escape, el que había determinado suponiendo que el puñetero planetita canijo tenía la densidad de una enana blanca, es decir, los impresionantes 14 m/s. Y, de nuevo, una vez más la implacable verdad de las matemáticas volvía a golpearme sin piedad. Ahora resultaba que la temperatura podría ascender hasta el achicharrante valor de 0,23 kelvin. ¡Madre mía, esto era de locos! Aquel niñato de las narices parecía desafiar todos mis conocimientos teóricos del mundo físico.
En un intento desesperado por encontrar una solución racional, abandoné la ciencia y seguí avanzando en la lectura del libro con la esperanza de que el autor desvelase el misterio. No sé, que todo hubiera sido un sueño del protagonista, como en tantas y tantas películas con final original o algo parecido. Pero, horror, la cosa parecía empeorar. Un poco más adelante, descubrí una frase que decía así: «sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas […]». Y poco después: «¡Un día vi ponerse el sol 43 veces!».
Viendo que aún me faltaban unas desesperantes veinte páginas para llegar al final y que quizá allí estuviese la respuesta a todas mis preguntas, continué avanzando. El relato proseguía con el niñito molestoso relatando las aventuras que había corrido hasta llegar a la Tierra. Por lo visto, había hecho escala antes en otros seis planetas, todos de lo más extraño. Por ejemplo, en el quinto de ellos, afirmaba que habitaban tan sólo un farolero y su farol. ¡Menuda bobada! ¿Para qué necesita un farolero un planeta con un solo habitante? Pensé un momento y me dije: «No te detengas, continúa o te vas a volver majareta». Vacilé un instante e hice caso a mi conciencia. Por fin, una frase que encajaba: «Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en tres zancadas. No tienes que hacer más que caminar muy lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás… y el día durará tanto tiempo cuanto quieras». Esto empezaba a mejorar. Era capaz de entender la frase. En la Tierra también ocurriría algo parecido. Si te movieses a la misma velocidad que gira nuestro planeta y en sentido contrario a la misma, siempre sería la misma hora. Ahora ya me estaba animando. Continué un poco más. Al llegar al sexto planeta, que era 10 veces más grande que el quinto, el muchachete éste, que volvía a serme simpático, se encontró con un geógrafo que se dedicaba todo el tiempo a levantar mapas de su planeta, pero decía que no podía saber si había océanos, montañas, ríos y desiertos. Armado con la confianza necesaria, volví a sucumbir a la tentación de hacer cálculos. Pensé en la distancia al horizonte que somos capaces de ver en un planeta como la Tierra y luego aplicar esto al mundo del geógrafo. Bien. Os cuento un poco de qué va esto del horizonte. Cuando miráis en dirección a una hermosa puesta de sol, por ejemplo, os habréis dado cuenta (si no hay obstáculos por delante) de que vuestra vista alcanza hasta una determinada distancia y ésta es tanto mayor cuanto más alta sea vuestra posición, es decir, veis más lejos si os subís a lo alto de una azotea que desde la ventana del primer piso. La distancia al horizonte coincide con la distancia entre vuestros ojos y el punto más lejano que sois capaces de divisar. No se puede ver más allá por algo que ya sabía Cristóbal Colón y es que el mundo es redondo. Mediante un sencillo triángulo rectángulo se puede determinar que la distancia al horizonte depende del radio del planeta y de la altura sobre su superficie, desde la cual observamos. Así, para la Tierra, el horizonte se encuentra a algo más de 5 km, siempre que miremos desde una altura de unos 2 metros. Si lo hiciéramos desde lo alto de un puente de 200 metros de altura, nuestra vista alcanzaría los 50 km en el supuesto de que no existiesen obstáculos que lo impidiesen. Como el quinto planeta del libro se podía recorrer en tres zancadas, suponiendo que cada zancada era de medio metro, el perímetro debía de ser de 1,5 metros y, por tanto, su radio de unos 25 centímetros. Esto proporcionaba el radio del planeta donde vivía el geógrafo y resultaba ser de 2,5 metros. Dando por hecho que la estatura de aquél sería semejante a la del muchacho y que rondaría el medio metro, deduje que la distancia al horizonte que podría ser capaz de visionar sería de casi 1,5 metros. No estaba nada mal para un mundo de 2,5 metros de radio. Era algo así como si desde la Tierra fuésemos capaces de ver hasta casi 4.000 km de distancia. Y eso sin necesidad de subirse a ninguna azotea ni puente. ¿Cómo era capaz aquel tipo de decir que no podía saber si en su planeta había accidentes geográficos? ¿Os imagináis mirar desde España y ser capaces de ver hasta Ucrania y no divisar monte ni río alguno?
El principito contiene ilustraciones originales del propio autor. El protagonista, en su viaje espacial, encuentra otros planetas habitados, como el de la imagen.
Carmesí de furia, cogí el libro y lo arrojé contra una esquina de la habitación. Cayó con la portada hacia mí. Decía así: El principito, por Antoine de Saint-Exupéry. No he podido saber cómo acaba. Si queréis, podéis leerlo, aunque no os lo recomiendo. No hay quien lo entienda.
¡Menudo cuento!