La bala que me ha de matar aún no ha sido fundida.
Napoleón Bonaparte
El agente especial John Kruger, encarnado por el fornido Arnold Schwarzenegger, tiene como misión eliminar los detalles de las vidas de testigos protegidos para proporcionarles nuevas identidades que les hagan poder reiniciar sus vidas sin correr riesgo alguno de sufrir represalias mañosas. En una de estas misiones debe proteger a una atractiva ejecutiva agresiva, empleada en una compañía que acaba de diseñar un prototipo de rifle de asalto muy especial. Se trata de un arma capaz de disparar proyectiles nada menos que a la velocidad de la luz, unos 300.000 kilómetros por segundo. Tal es el argumento, a grandes rasgos, de la película Eraser (Eraser, 1996) dirigida por Chuck Russell.
Puede parecer un tanto sorprendente que, con un esbozo de la trama tan parco en palabras, la física tenga tantas cosas que decir al respecto. Efectivamente, suele ser un error muy común entre los guionistas de las películas de ciencia ficción el aventurar cifras que son totalmente ajenas a la realidad, una cuestión que, por otra parte, podría ser fácilmente subsanable con un mínimo asesoramiento científico por parte de cualquier estudiante de los primeros cursos en la universidad. Bien, dicho esto, se puede empezar con el asunto propiamente dicho.
Eraser. En esta película se hace mención a un rifle de asalto capaz de disparar proyectiles a la velocidad de la luz. El impacto que produciría el propio retroceso del arma hace imposible que alguien sea capaz de resistir tal fuerza.
La premisa inicial ya impone, desde el principio, una seria dificultad a la verosimilitud y credibilidad de lo que podamos ver durante el resto del filme. Esta dificultad tiene que ver con la teoría especial de la relatividad, el modelo físico propuesto por Albert Einstein hace ya más de cien años. Uno de los postulados de dicha teoría establece que ningún objeto material, es decir, dotado de masa (como una bala de rifle, por ejemplo), puede superar una cierta velocidad límite bajo ninguna circunstancia. De hecho, ni tan siquiera puede igualarla. Esta velocidad máxima es, justamente, aquélla con la que se propaga la luz en el vacío. No se conoce hasta hoy ninguna excepción a esta regla. Así pues, únicamente acudiendo a este hecho, la base argumental en la que se sustenta la película se convierte en terreno fangoso. Pero no quiero detenerme aquí, sino que, al contrario, mi propósito no es otro que utilizar todo lo anterior como argumento para que el lector disfrute de las líneas que vienen a continuación. Seré magnánimo, entonces, y les concederé a los guionistas una segunda oportunidad, para lo cual haré la suposición de que, en realidad, la velocidad alcanzada por la munición de este rifle hipermoderno y megasofisticado es nada menos que un generoso noventa por ciento de la velocidad de la luz, o sea, unos 270.000 kilómetros por segundo. Y voy a plantearme, al igual que hacen en la página web de Insultingly Stupid Movie Physics (véanse las referencias, al final del libro), el cálculo de la energía cinética que poseería la bala. Sin embargo, introduciré una variación, pues en la web antes mencionada llevan a cabo esta estimación suponiendo que se puede aplicar la expresión clásica. Me detendré en esta cuestión por un momento, antes de seguir. En los cursos elementales de física, los profesores solemos enseñar a nuestros estudiantes que la energía cinética de un objeto cuya masa y velocidad son conocidas puede evaluarse multiplicando la mitad de la primera por el cuadrado de la segunda. Sin embargo, este cálculo, que resulta del todo elemental, carece de validez cuando la velocidad del cuerpo supera el llamado límite de las velocidades relativistas, el cual suele considerarse alrededor de los 30.000 kilómetros por segundo. En este supuesto, debe aplicarse la expresión correspondiente proporcionada por la mecánica de Einstein. La diferencia esencial entre los dos modelos (el clásico y el relativista) radica en que parte de la energía del cuerpo se transforma en masa a medida que la velocidad con la que se desplaza va en aumento. Cuando esta velocidad es inferior a la décima parte de la velocidad de la luz, los dos cálculos coinciden prácticamente. En el caso que pretendo abordar es necesario utilizar las expresiones relativistas. Pues bien, basta tomar un valor de la masa de la bala de unos 10 gramos para obtener inmediatamente que la energía cinética que es capaz de adquirir el proyectil ronda los 280 kilotones, esto es, aproximadamente, la energía liberada por unas 20 bombas atómicas como la que los estadounidenses dejaron caer sobre Hiroshima en agosto de 1945. Desde luego, no se observan efectos ni tan siquiera parecidos en ninguna de las escenas de Eraser. ¿Quién va a ser lo suficientemente osado como para apretar el gatillo y estar situado en la zona cero de una detonación nuclear?
Un péndulo balístico es un dispositivo para medir la velocidad de un proyectil.
Otro principio físico básico, la denominada ley de conservación del momento lineal, permite determinar la velocidad con la que debe golpear el rifle sobre el hombro del intrépido y audaz francotirador que se atreva a disparar semejante arma devastadora. Si se acude, de nuevo, a las expresiones relativistas adecuadas tomando como masa del rifle unos 10 kilogramos, se puede llegar a la conclusión de que éste debe atizarle un mamporro a su compañero de viaje a la nada despreciable velocidad de 620 kilómetros por segundo. Para una mente no entrenada en números no parece ser una cifra demasiado espectacular, pero si se expresa en unas unidades más pedestres, resulta ser de 2.232.000 km/h. Si aun así no es suficiente, quizá os impresione comprobar que semejante velocidad es unas 55 veces superior a la denominada velocidad de escape, que es aquélla por encima de la cual es preciso impulsar un objeto para que escape del campo gravitatorio de nuestro planeta. La habilidad del tirador para permanecer en pie resulta más que meritoria, ¿no estáis de acuerdo conmigo?
Un dispositivo que permite conocer la velocidad de las municiones y que resulta de gran utilidad práctica en las pruebas de balística llevadas a cabo en los laboratorios es el péndulo balístico. Éste, en su versión más esquemática, consiste en un bloque macizo de algún material suspendido verticalmente. Al disparar el arma, el proyectil queda incrustado en el bloque, ascendiendo hasta una cierta altura fácilmente medible. Conociendo el valor de ésta, así como las masas del bloque y la bala, se obtiene de forma inmediata la velocidad con la que salió disparada por el arma. Utilizando una persona a modo de supuesto péndulo balístico, suponiéndole una masa de 75 kg y colocándola delante del rifle se vería elevada hasta 65.000 km de altura. Por supuesto, siempre y cuando el cuerpo de la persona/cobaya fuese capaz de resistir el impacto del proyectil hiperveloz. En relación con esto, cabría plantearse la cuestión referente a la manera en la que se comportaría el cuerpo humano al sufrir dicho impacto. A fuerza de ser sincero, tengo que confesar mi más absoluta ignorancia al respecto. He presenciado los efectos devastadores de armas de fuego mucho más reales y modestas sobre incautos seres humanos víctimas de tiroteos y me estremezco sólo de pensarlo. En cambio, puedo intentar verlo desde el otro lado, es decir, desde el punto de vista del proyectil. ¿De qué material podría estar hecho para no fundirse literalmente debido a la fricción experimentada a causa del rozamiento con el aire? Las balas reales alcanzan altas temperaturas debido a este mismo efecto, y eso que únicamente se desplazan, las más veloces, a velocidades de unos pocos miles de metros por segundo. Si suponéis que las balas son, en principio, de naturaleza sólida, jamás podrían sufrir cambios de temperatura superiores a unos 4.500 °C, pues por encima de este rango no existe ningún material en estado sólido. Así y todo, las sustancias con puntos de fusión (es decir, la temperatura por encima de la cual el sólido se hace líquido) más elevados que hay en la naturaleza son el grafito y el diamante. No quiero imaginarme el libro de cuentas de la compañía fabricante de nuestro estupendo rifle. Incluso en el descabellado supuesto de que alguna hipotética sustancia fuese capaz de constituir las balas hiperveloces, su temperatura ascendería hasta los 900.000 millones de grados centígrados (para llevar a cabo esta estimación he supuesto que esa sustancia posee el calor específico del hidrógeno líquido, el más alto conocido). Estos valores de la temperatura solamente se alcanzan en el interior de las estrellas de neutrones y no están ni tan siquiera cerca del récord absoluto de temperatura más elevada conseguida en un laboratorio, que ostentan Malcolm G. Haines y sus colaboradores. Con ayuda de su máquina Z, fueron capaces de calentar un plasma mediante confinamiento magnético hasta los 2.000 millones de grados centígrados. Sus resultados fueron publicados en Physical Review Letters, el 24 de febrero de 2005.