En dos palabras: im-posible.
Samuel Goldwyn
10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1, 0… Así se realiza la cuenta atrás para el despegue de un cohete espacial desde que ocurriera por primera vez en el cine, concretamente en la película dirigida en el año 1929 por Fritz Lang La mujer en la Luna (Frau im Mond). El argumento de la cinta se centraba en la realización de un viaje a la Luna con el fin de encontrar oro. Filmada con más sentido poético que rigor científico, se podía contemplar a los protagonistas paseando por nuestro satélite ataviados con ropa de calle, sin escafandra y con una gravedad de lo más terrestre. No sería hasta 21 años más tarde cuando la segunda cuenta atrás pudo escucharse en el estreno de Con destino a la Luna (Destination Moon, 1950), una producción del mítico George Pal y basada en la novela titulada Rocketship Galileo, de Robert A. Heinlein, que intentaba nada menos que filmar una película que fuese totalmente respetuosa y rigurosa con el conocimiento científico de la época (a estas películas se las denominaba «falsos documentales» o «mockumentary», en su término inglés). Y, como era de suponer, el fracaso en taquilla fue histórico, lo cual demuestra que la gente siempre preferirá aquello que los antiguos romanos llamaban «pan y circo». Con destino a la Luna narra las aventuras del filántropo Jim Barnes, el investigador aeroespacial Charles Cargraves y el general Thayer, quienes participan en un proyecto que tiene como objetivo enviar una nave tripulada a la Luna. Durante el alunizaje, ocurre un terrible contratiempo que les hace consumir una cantidad de combustible mayor que la prevista inicialmente. Como consecuencia, no les queda otra salida que desprenderse de todo el peso superfluo posible si quieren regresar a salvo a la Tierra. Durante toda la producción, que duró dos años, se cuidó hasta el límite la verosimilitud de las escenas y del guión. La película contó con el asesoramiento científico de personas como Hermann Oberth, que había sido colaborador de Werner von Braun, el creador de las tristemente célebres bombas volantes V1 y V2 utilizadas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Cuenta la leyenda que, incluso, el diseñador de los decorados, Chesley Bonestell, ordenó cambiar la secuencia del alunizaje para que tuviese lugar sobre el cráter Harpalus en lugar de Aristarco, pues desde éste no es posible divisar la Tierra, la cual aparecía sobre el horizonte lunar en algunas escenas. También obligó al director a rodar con las puertas del estudio abiertas y prohibió terminantemente que se fumase en el interior, para que la atmósfera se mantuviese lo más limpia y transparente posible, con el fin de simular la falta de aire en la superficie de la Luna.
Woman in the moon. Fotograma de la película dirigida en 1929 por Fritz Lang
¿Por qué deben los protagonistas de la película desprenderse de todo el peso superfluo posible? En este capítulo, me centraré en responder a esta cuestión y, de paso, aprovecharé la oportunidad para desvariar un poco y decir alguna que otra tontería que anime el cotarro. 5, 4, 3, 2, 1, …Allá voy.
Actualmente, el sistema que empleamos los subdesarrollados terrícolas para viajar al espacio consiste en el empleo de naves espaciales propulsadas por cohetes. El combustible que utilizan estos cohetes puede ser tanto líquido como sólido y, debido a la ausencia de oxígeno en el espacio, deben llevarlo consigo. La reacción química tiene lugar en la cámara de combustión, donde se generan los gases producto de la misma, que son expulsados por las toberas a una gran velocidad. Es ésta enorme velocidad la responsable de que el cohete salga impulsado en sentido contrario, como consecuencia del cumplimiento de la tercera ley del movimiento de Newton o, si se quiere ver de otra forma, de la ley de conservación del momento lineal. Hoy en día, esto es algo que nos puede resultar extremadamente sencillo de entender, pero parece ser que no ocurría así en la década de los años 20, cuando Robert Goddard llevaba a cabo sus estudios sobre cohetería. En 1920, en un ya mítico titular, el diario The New York Times publicaba el siguiente párrafo:
«El profesor Goddard no conoce la relación entre la acción y la reacción ni la necesidad que debe haber de disponer de algo mejor que el vacío sobre lo que ejercer un empuje. No parece, pues, saber lo que se enseña a diario en las escuelas».
Sin comentarios. Semejante muestra de ignorancia científica no fue reconocida públicamente hasta 49 años después, cuando, en julio de 1969, el Apollo XI despegaba hacia la Luna. Y, para colmo, el diario neoyorquino no se había enterado que en 1953 el mismísimo Tintín ya había sido puesto sobre la superficie de nuestro único satélite natural por el magistral Hergé.
En fin, que si queréis entender cómo funciona un cohete de propulsión a chorro, prestad atención y seguid leyendo. No es más que una consecuencia directa de la ley de conservación del momento lineal. En efecto, si se considera el conjunto formado por la nave (vacía) y el combustible como un sistema aislado, esto es, que no se encuentre bajo la acción de una fuerza neta (o bien que ésta sea poco importante), el momento lineal de todo el conjunto debe mantenerse inalterado. Esto significa que, como el momento lineal antes del despegue es cero (el cohete está quietecito), éste debe mantenerse siempre en ese valor para cualquier instante de tiempo posterior. Pero, como el momento lineal es una cantidad vectorial que tiene el mismo sentido que la velocidad, ha de ocurrir que, para que la suma de los dos momentos lineales (de los productos gaseosos de la combustión, por un lado y de la propia nave, por el otro) sea nula, ambos deben salir despedidos en sentidos contrarios. Y esto no requiere en absoluto la necesidad de aire; puede ocurrir perfectamente en el vacío del espacio, no como afirmaba el The New York Times. Nos apercibimos de esta importante ley física cada vez que disparamos un arma de fuego y sentimos el retroceso. Asimismo, podemos aprovecharnos de este principio en el caso de que seamos abandonados cruelmente en el centro de un lago helado: si queremos llegar a una orilla, no tenemos más que arrojar un objeto que llevemos con nosotros hacia la orilla contraria a la que pretendamos llegar. ¿Que os han dejado desnudos y sin nada que poder lanzar? Probad a hacer pipí y sentiréis lo mismo que un cohete espacial rudimentario.
Fotograma de la película Con destino a la Luna, dirigida por Irving Pichel (1950).
Bien, sigo. ¿Cuál es la cuestión con el cohete? Pues que su masa no permanece constante, ya que el combustible utilizado va aligerando el sistema. Esto hace un poquito más complicado el análisis teórico del problema, pero nada que no tenga solución si uno sabe algo de cálculo diferencial. ¿Veis por qué vuestro profesor de matemáticas tenía razón? ¡Hala, a estudiar, que nunca está de más! Tonterías aparte, cuando se integra la ecuación diferencial resultante, se llega a la conclusión de que la velocidad final de la nave depende de tres parámetros: la velocidad relativa de los gases expulsados con respecto a la propia nave, la masa de la nave vacía (sin combustible) y la masa del propio combustible. Y aquí es donde se pueden hacer números para darse cuenta del problema real que nos espera si es que queremos llegar a alcanzar astros relativamente lejanos a la Tierra. El caso es que uno podría pensar que basta con aumentar la masa de combustible para incrementar, en consonancia, la velocidad del cohete. Craso error. Por otra parte, quizá conviniese más elevar la velocidad de los gases expulsados. Craso error. No se puede aumentar indefinidamente ninguna de las dos cantidades (en las «Fuentes y referencias bibliográficas» del final del libro figura una página de internet que ofrece una simulación estupenda).
Con la tecnología de la que disponemos, no es posible llegar más allá de velocidades producto de la combustión de unos 4-5 km/s (a medida que aumenta la velocidad se incrementa enormemente la temperatura, pudiendo destruir la propia estructura del cohete). Acelerar la nave hasta esta velocidad requeriría (con la ayuda de nuestra ecuación) una masa de fuel de 1,7 veces la masa de la nave cuando está vacía. No parece una cosa demasiado seria, si no fuera porque este factor aumenta exponencialmente a medida que se intentan alcanzar cotas cada vez más elevadas en la velocidad del cohete. Duplicar la velocidad anterior, implicaría llevar a bordo el equivalente a 6,4 veces el peso de la nave en combustible. Si tuviésemos la descabellada idea de alcanzar la estrella más cercana a nosotros, Próxima Centauri, a unos 4 años luz de distancia, emplearíamos unos 2.800 años llevando con nosotros una cantidad de combustible del orden de la masa de nuestra galaxia, la Vía Láctea, a una velocidad de poco más de 430 km/s. Más aún, no habría suficiente masa en todo el universo que se pudiera transformar en combustible para alcanzar una velocidad tan mísera como el 0,2 % de la velocidad de la luz.
¿Creéis que acaban aquí nuestras desdichas? Pues esto no es nada. Todo lo anterior se cumple para una única aceleración; cada vez que frenásemos ocurriría tres cuartos de lo mismo y necesitaríamos otro tanto de combustible disponible. Porca miseria.
Ah, y que no se os ocurra planear un viaje de vuelta sin disponer de la posibilidad de repostar en el astro de destino, pues llevar desde aquí el combustible necesario exigiría unos depósitos monstruosos, y no me estoy refiriendo al doble de grandes, como parecería lógico pensar. Esto es una consecuencia de nuestra graciosa amiga, la ecuación del cohete. Os pongo un ejemplo con numeritos. Si quisiésemos viajar hasta Marte (por poner un ejemplo plausible) y, en el viaje de regreso, necesitásemos una cierta cantidad de combustible para abandonar el planeta rojo igual a 10 veces la masa de la nave vacía, deberíamos partir de la Tierra con una masa de fuel 100 veces superior a la de la nave cuando no tiene propelente. Es decir, las necesidades iniciales de combustible varían con el cuadrado de las necesidades para emprender el viaje de vuelta (siempre que se alcancen velocidades semejantes en ambos trayectos). Y, como la necesidad es la madre de la inteligencia, la moraleja de todo esto es que debemos trabajar para idear sistemas de propulsión nuevos, más eficientes y capaces de lanzarnos a alcanzar el sueño de un viaje interestelar y, quién sabe, quizá intergaláctico.