Le diré a usted un definitivo puede ser.
Samuel Goldwyn
Las primeras aventuras espaciales que inundaban todas las revistas pulp[1] durante las primeras décadas del siglo XX trataban mayormente sobre héroes fantásticos que viajaban por mundos lejanos y exóticos librando batallas contra malvados y todo tipo de criaturas extraterrestres. El denominador común de las armas utilizadas era casi siempre la ya mítica «pistola de rayos», la «pistola de energía» y los «desintegradores», unos dispositivos cuasi todopoderosos y capaces de aturdir, matar o vaporizar su objetivo, dependiendo de lo dadivoso que se mostrase el héroe de turno. Así, personajes como Buck Rogers o Flash Gordon poseían armas de este tipo, probablemente inspiradas por el terrible «rayo calórico» del que habían hecho gala, ya en 1898, los marcianos invasores de la novela La guerra de los mundos, de H. G. Wells. Unos años después, durante la década de los 60, los protagonistas de Star Trek maravillaron al mundo con su faser y, a finales de los setenta, Han Solo y Luke Skywalker, entre otros, nos deslumbraron con su blaster, para delirio de los fans de la saga Star Wars (La guerra de las galaxias).
¿Qué tienen en común todos estos artilugios, surgidos de la mente calenturienta del hombre y creados para la destrucción? Pues que todos ellos son, en todos los casos, armas extraordinariamente manejables, siempre accionadas desde las manos de sus poseedores y parecen emitir luz de gran potencia. ¿Qué son? ¿Cómo funcionan? ¿Tienen alguna base científica? Éstas y otras preguntas encontrarán respuestas adecuadas a continuación.
Star Wars. El actor Liam Neeson encarnando a Qui Gon Jinn, deslumbró a los espectadores con una ingeniosa espada láser.
El hecho de que todas las armas antes mencionadas utilicen la luz como medio disuasorio me recuerda que, en nuestro aburrido mundo real, poseemos un artefacto que también es capaz de hacer algo similar, aunque no del todo. Se trata del láser, un término que alude a las iniciales de la palabra inglesa laser, una sigla, en realidad, que significa Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (amplificación de luz mediante emisión estimulada de radiación). El principio teórico del funcionamiento del láser se debe al trabajo pionero de Charles Townes en la universidad de Columbia, donde construyó, en los años 50 del siglo xx, el «máser», un dispositivo que emitía un haz de microondas (ondas electromagnéticas de frecuencias comprendidas entre 300 MHz y 300 GHz) en lugar de luz. A finales de esa misma década, en colaboración con Arthur Schawlow, ambos establecieron los fundamentos para hacer realidad el primer láser, pero en 1960 se les adelantó Theodore Maiman (tristemente fallecido el 5 de mayo de 2007), de los Laboratorios Hughes, en California. La historia de la invención del primer láser es muy curiosa, pues Maiman envió sus resultados a la «prestigiosa» revista Physical Review Letters, pero sus editores rechazaron el trabajo, algo que figurará ya para siempre en los anales de las mayores y más vergonzosas meteduras de pata de su historia. Con un humor que podréis imaginar, el doctor Maiman decidió hacer público su descubrimiento de una manera nada ortodoxa en el mundo de la ciencia: comunicándolo directamente a la prensa de Nueva York el 7 de julio de 1960 (un gesto de osadía torera en el día de San Fermín). Gracias a ello, hoy en día le debemos cosas como poder soldar retinas oculares desprendidas, destruir tumores, recortar componentes microelectrónicos, cortar patrones de moda, inducir procesos de fusión nuclear controlada, realizar fotografía de muy alta velocidad (con tiempos de exposición de billonésimas de segundo), alinear estructuras en carreteras y edificios, detectar movimientos en la corteza terrestre y determinados tipos de contaminación atmosférica, cortar y cauterizar tejidos vivos, efectuar depilaciones incluso en la entrepierna (masculina y femenina), reparar vasos sanguíneos rotos, eliminar tatuajes en sitios indiscretos o marcas de nacimiento tipo 666, como la que poseía el enigmático niño Damien en La profecía (The Ornen, 1976), estimular el crecimiento de semillas, leer formatos digitales como CD y DVD o códigos de barras, elevar objetos por levitación, dirigir misiles, realizar agujeros en diamantes, establecer comunicaciones con ayuda de fibras ópticas y tantas y tantas otras que hacen la vida humana tan placentera y digna de ser disfrutada.
El funcionamiento de un láser se puede describir de una forma bastante simple. Consta de un medio activo, que puede ser un sólido, un líquido o un gas. Los átomos de este medio pueden ser excitados (a este proceso se lo denomina «bombeo») mediante una descarga eléctrica, una pequeña explosión nuclear, una reacción química, etc. De esta manera, se provoca que los electrones de los átomos del medio activo salten hacia los niveles energéticos superiores y decaigan de nuevo, emitiendo fotones según un proceso denominado «emisión estimulada».
Debido a que, en condiciones normales, la gran mayoría de los electrones se encuentran en su estado fundamental (el de más baja energía) se lleva a cabo lo que se conoce como una «inversión de población», consistente en poblar con más electrones los niveles energéticos superiores para así facilitar la emisión de fotones. Cuando esto se hace de forma correcta, se puede observar a la salida del dispositivo una luz brillante coherente (las crestas y los valles de las ondas que representan los fotones están perfectamente alineadas unas con otras), monocromática (de un solo color) y muy direccional (el rayo apenas se dispersa, es decir, el haz apenas se ensancha, manteniendo en todo momento la misma trayectoria) que la diferencia apreciablemente de la luz originada, por ejemplo, por una linterna o una lámpara, que producen luz incoherente, policromática (de muchas longitudes de onda diferentes) y poco direccional (el haz se va abriendo a medida que se aleja de la linterna). Si os habéis fijado alguna vez en este fenómeno, habréis podido apreciar que el haz luminoso de una linterna se ensancha varios centímetros, incluso a distancias de unos pocos metros. Con un rayo láser esto no ocurre. De hecho, existe uno apuntando continuamente hacia la Luna y su haz no se dispersa más de 3 km a lo largo de su viaje de casi 400.000 km. Así pues, resulta muy sencillo instalar un espejo en la superficie de nuestro satélite (como hicieron en 1969 los astronautas norteamericanos Neil Armstrong y Michael Collins) y hacer que el rayo se refleje en él. Midiendo el tiempo empleado entre la salida y la llegada se determina con gran precisión la distancia entre la Tierra y la Luna.
Dependiendo de la naturaleza física del medio activo, el color de la luz láser generada puede ser elegido casi a voluntad, existiendo igualmente en la zona infrarroja y ultravioleta, entre otras, del espectro electromagnético. Sin embargo, no todos los láseres resultan igualmente sencillos de construir y de llevar a la práctica. Un inconveniente decisivo a la hora de hacerlos operativos consiste en que, a medida que disminuye la longitud de onda elegida, el proceso de emisión estimulada (absolutamente imprescindible para que tenga lugar el efecto láser) se ve desfavorecido frente a la absorción, resultando dominante este último, es decir, los electrones atómicos «prefieren» absorber fotones antes que emitirlos. La consecuencia inmediata es que si se quiere construir, pongamos por caso, una terrible arma mortífera como un láser de rayos X o, peor aún, uno de rayos gamma (conocido como «gráser»), los problemas crecen enormemente y se requieren descomunales cantidades de energía para ponerlos en marcha. ¿Cómo se las han ingeniado, entonces, el capitán James T. Kirk, Han Solo, Luke Skywalker, Buck Rogers o Flash Gordon para poder accionar con un solo dedo armas de un poder destructor semejante? Más aún, ¿cómo es posible que exista un artilugio tan impresionante como el sable de luz utilizado por los caballeros Jedi?
¿Existen láseres con la suficiente potencia como para acabar con una vida humana o con un baboso y libidinoso monstruo alienígena ávido de sexo con bellas mujeres terrícolas? Empecemos por el principio y veamos los tipos de láser más conocidos en la actualidad (pido perdón si olvido alguno de los muchos que hay). El primer láser operativo, construido por Maiman en 1960, tenía como medio activo un sólido, el rubí, y se puede incluir en la categoría de los llamados láseres de estado sólido (a veces se utiliza el zafiro como medio activo, dopado con titanio). Entre éstos, actualmente, uno de los más utilizados es el Nd:YAG (granate de aluminio e ytrio dopado con neodimio), que produce radiación, preferentemente, en el infrarrojo con una longitud de onda de 1060 nanómetros (milésimas de micra o milmillonésimas de metro). Con él se han llegado a generar potencias de hasta un kilovatio (o kilowatt, kW) en el modo continuo (la radiación se emite de forma continua en el tiempo) y mucho mayores en el modo pulsado (la radiación no se emite de forma continua, sino a impulsos que duran lapsos de tiempo tan cortos, que el ojo no los percibe), al superponer algunos formando un tándem. Existen, también, láseres de rubí capaces de proporcionar potencias del orden de los gigawatts (miles de millones de watts) durante unos pocos nanosegundos. En diciembre de 1984, el láser Nova de los laboratorios Lawrence Livermore en California, formado por diez haces simultáneos, emitió una radiación ultravioleta durante un nanosegundo, produciendo una energía de 18.000 joules. Se trata de un láser de vidrio dopado con neodimio y puede focalizar hasta 120 billones de watts en un pequeño bloque de combustible nuclear para iniciar una reacción nuclear de fusión. En 1996 se lograron pulsos de 1.250 billones de watts de 580 joules durante unos breves 490 femtosegundos (milbillonésimas de segundo). Otros elementos químicos con los que se suele dopar el YAG son el erbio, el tulio y el holmio, dando lugar a láseres que emiten luz de 1.645, 2.015 y 2.090 nanómetros, respectivamente.
Es imposible ver el trazo de un rayo láser en el vacío, sólo en la ciencia ficción podemos apreciar los disparos de las naves en combate.
Existen, asimismo, láseres de gas, que utilizan como medio activo una mezcla de gases, preferentemente gases nobles (el más utilizado es el de He-Ne, que solemos emplear en las aulas para hacer demostraciones debido a su pequeña dispersión y gran estabilidad con la temperatura), el dióxido de carbono (produce luz de 10,6 micras de longitud de onda y se encuentra entre los más eficientes y potentes cuando emite de forma continua) o el fluoruro de hidrógeno; en otras ocasiones, se emplean gases puros como el nitrógeno molecular (genera radiación en el ultravioleta a 337,1 nanómetros). Un láser de dióxido de carbono de unos pocos kilowatts puede ser capaz de abrir un agujero en una placa de acero de más de medio centímetro de grosor en tan sólo unos pocos segundos.
Otros tipos de dispositivos láser son los que hacen uso de materiales semiconductores como medios activos (el arseniuro de galio se encuentra entre los más habituales). Presentan dos variantes conocidas como «de pozo cuántico» y «de punto cuántico». Entre sus ventajas se cuentan su alta eficiencia (bajas pérdidas), que puede llegar hasta el 50 % en modo continuo y su pequeño tamaño, que les permiten incluso reducir sus dimensiones a las de un grano de arena; las potencias de emisión llegan a alcanzar unos pocos centenares de miliwatts. Se suelen encontrar formando parte de los reproductores de discos compactos y de las impresoras láser. Aunque, al principio, necesitaban enfriarse a temperaturas del orden de la del nitrógeno líquido (-196 °C), en la actualidad se hallan disponibles en el mercado y funcionan perfectamente a temperatura ambiente.
Los láseres químicos son bombeados mediante energía generada en una reacción química. El más conocido es el láser de fluoruro de deuterio y dióxido de carbono. Su gran ventaja es que no necesita fuente de alimentación externa, ya que la reacción entre el flúor y el deuterio produce la energía suficiente como para bombear un láser de dióxido de carbono. Otros tipos menos habituales son los láseres líquidos, fácilmente sintonizables, es decir, que se puede elegir la longitud de onda a la que emiten su luz.
Finalmente, los láseres de electrones libres, desarrollados en el último tercio de la década de los 70 en el siglo pasado. Precisan un acelerador de partículas que les proporciona a los electrones velocidades relativistas (decenas de miles de kilómetros por segundo); tras hacerlos pasar por una región en la que existe un potente campo magnético para desviarlos y dirigirlos adecuadamente, emiten radiación láser cuyas características (frecuencia e intensidad) dependen de la velocidad alcanzada previamente y de la configuración particular del campo magnético empleado. Está previsto que en 2008 comience a operar el XFEL (X-ray Free Electron Laser), el primer láser en el mundo capaz de emitir en la región del espectro electromagnético correspondiente a los denominados rayos X duros, cuya longitud de onda puede ser tan pequeña como una décima de nanómetro. XFEL ocupará un túnel rectilíneo excavado bajo tierra a distintos niveles, con una extensión de casi tres kilómetros y medio. Los pulsos que generará serán de 100 femtosegundos o incluso más cortos y se lograrán potencias de pico de varias decenas de gigawatts.
A la vista de todo lo anterior parece fácil afirmar que láseres como algunos de los que hemos citado pueden ser perfectamente utilizados como armas muy poderosas. Pero, si sabéis leer entre líneas, hay algunos detalles que he pasado por alto de forma deliberada o los he dejado entrever de forma muy sutil. Me estoy refiriendo al asunto de la eficiencia, es decir, a la relación entre la energía generada por el artilugio y la energía desperdiciada o no aprovechable directamente como poder mortífero. Veréis, resulta que para que el láser funcione correctamente es necesario proporcionarle «algo» con lo que se produzca la inversión de la población y, consecuentemente, la emisión estimulada. Esto se hace con una fuente de alimentación. Mucho de ese poder se pierde en forma de calor y, muy raramente, se consiguen rendimientos superiores al 25-30 %. Por lo tanto, se precisan sistemas de refrigeración que acompañen al láser. Y aquí viene lo bueno, ya que esas fuentes de alimentación y esos sistemas de refrigeración han de ser enormes. De hecho, la más compacta de la que disponemos actualmente tiene el tamaño aproximado de un tráiler (más de 100 metros cúbicos). Puede que esto no sea impedimento a bordo de un destructor imperial intergaláctico o en la Estrella de la Muerte, pero sí que constituye un serio contratiempo a la hora de llevar un arma de éstas en la mano. Uno de los láseres más poderosos con el que contamos en la Tierra es el MIRACL (láser químico avanzado de infrarrojo medio), capaz de generar potencias de más de dos millones de watts durante algo más de un minuto, el cual está diseñado para alcanzar objetivos en el espacio; su tamaño es descomunal. A pesar de todo, estas armas terroríficas perderían eficacia al ser disparadas desde el espacio con la intención de destruir objetivos en tierra, ya que la radiación de un láser se ve seriamente afectada por el aire y las condiciones meteorológicas. Si un haz suficientemente intenso atravesase la atmósfera, el aire se calentaría y se crearían turbulencias, dando lugar a áreas de altas y bajas presiones que harían desviarse al rayo. No obstante, para aquellos de vosotros con espíritu sanguinario, un fino halo de esperanza: hasta lo anterior se puede aprovechar para diseñar un arma. Existe en el mundo real un dispositivo denominado «aguijón eléctrico inalámbrico», desarrollado por la compañía norteamericana HSV Technologies Inc. Consiste, básicamente, en un láser de rayos ultravioletas, el cual afecta, a su paso, al aire circundante creando una especie de túnel de iones positivos y negativos. El láser, por sí mismo, no produce daño alguno en el blanco, pero junto con él se envía una corriente eléctrica que viaja por el canal iónico anterior y que es la que le atiza una buena sacudida al objetivo. El pequeño inconveniente es que semejante arma tiene, aún, el tamaño aproximado de una maleta de viaje.
Los láseres operativos que poseemos actualmente abarcan longitudes de onda que van desde el infrarrojo hasta el ultravioleta. Me imagino que seguiréis dándole vueltas en vuestras cabezas al asunto de los láseres de rayos X o a los inquietantes gráseres o láseres de rayos gamma. Siento decepcionaros, pues casi todo lo que se está haciendo en el mundo con ellos se halla casi siempre tratado como «materia clasificada», ya que su potencial uso militar es evidente y a esta gente le encanta jugar a soldaditos y hacerse los interesantes con los secretitos. Mala suerte. Lo siento. Si os sirve de consuelo, puedo contaros que, por ejemplo, para producir un haz de rayos X sería preciso bombear energía al medio activo que constituye el láser mediante una pequeña explosión nuclear. Me imagino que para el gráser los requerimientos serán poco menos que escandalosos, pero también os digo que si los militares están en ello, acabará lográndose. Es cuestión de tiempo y de dinero.
Bien, pero vamos hacia el desenlace de este capítulo, que a buen seguro lo estáis esperando con frenética avidez. ¿Qué os parece empezar por esas maravillosas y preciosistas escenas en Star Wars donde se pueden apreciar con total nitidez los rastros de colores brillantes de los rayos láser? Otra decepción: resulta que son físicamente imposibles. ¿Por qué? Pues muy sencillo. Si recordáis, al principio del capítulo habíamos dicho que la luz láser era muy direccional. Y ahí reside la cuestión. Si alguna vez habéis observado un puntero láser de esos que ya venden en las tiendas de «todo a 1 euro», os habréis dado cuenta de que el rastro de la luz no aparece por ningún sitio. Únicamente se percibe un punto luminoso si el haz golpea sobre algún objeto material, como puede ser una pared o el rostro de algún pardillo que se ponga por delante. Es decir, que únicamente seremos capaces de «ver» el láser si la luz interacciona de alguna forma con la materia. Si una persona apunta el láser en una determinada dirección, ¿cómo va a ser capaz de ver él mismo el trazo? Para que eso sucediese, la luz debería viajar en dirección a sus ojos, rompiéndose la condición de direccionalidad de la que hace gala la radiación láser. Quiero deciros, además, que este fenómeno no es exclusivo del láser. Con una linterna ocurre exactamente lo mismo. Entonces, ¿por qué vemos la luz de la linterna y no la del láser? Pues, sencillamente, porque la luz procedente de la linterna se dispersa mucho más, el haz se abre a medida que se aleja de la empuñadura. En ese «camino ancho», los fotones que viajan por él se encuentran con partículas de polvo suspendidas en el aire, chocan con ellas y salen rebotados en todas direcciones, en particular, hacia nuestros ojos. En cambio, el láser viaja por un «camino mucho más estrecho», interaccionando muy de cuando en cuando con alguna mota o partícula de polvo. Por eso, a veces, se puede apreciar algún que otro destello ocasional. De todas formas, en el vacío del espacio la cosa aún es peor, pues ahí no existe materia alguna con la que los fotones puedan interaccionar y, consecuentemente, salir despedidos en dirección alguna. Deben resultar, por tanto, completamente invisibles. Un truco muy utilizado para poder ver el camino seguido por un rayo láser es el de fumar (os recuerdo que fumar perjudica seriamente la salud) y expulsar el humo esparciéndolo por la región por donde viaja el haz. Los no fumadores podéis hacerlo de más formas; una de ellas es introducir la luz del láser en un tanque lleno de agua en una habitación preferentemente a oscuras; otra manera puede ser haciendo chocar dos borradores de tiza bien cargaditos y disparar el rayo a través de la nube de polvo que se genera. Solamente, en algunas ocasiones, cuando el haz transporta una energía considerable (del orden de los miles de joules) el aire queda ionizado, pudiéndose apreciar una estela de chispas, pero jamás la luz procedente del láser mismo.
Otra cuestión que tiene que ver con el poder de un láser como arma de combate se refiere al momento lineal que poseen los fotones. Para una partícula con masa, su momento lineal se define como el producto de ésta por la velocidad con la que se desplaza. Pero, para los fotones, la cosa cambia, pues no tienen masa conocida. Su momento lineal se puede obtener dividiendo su energía por el valor de la velocidad de la luz o, equivalentemente, calculando el cociente entre la constante de Planck y la longitud de onda del fotón. Si se hace esto, enseguida se puede apreciar que el momento lineal de un fotón rojo es mil billones de billones más pequeño que el que posee una bala de un gramo que se desplaza a un kilómetro por segundo. Cuando dos objetos colisionan, lo que hacen es modificar sus momentos lineales, fundamentalmente. Al golpear un camión con un hueso de aceituna, el primero no suele salir demasiado mal parado. Así, lo mismo debe suceder cuando un rayo láser procedente de una nave de combate del malvado Imperio alcanza al Halcón Milenario del cínico Han Solo.
Star Wars. Los potenciales efectos letales de los láseres tienen mucho más que ver con el calor que generan que con el impacto que producen. En este sentido resulta mucho más eficaz una bala. Abrir un boquete en un cuerpo humano con un rayo láser puede requerir hasta 50.000 joules.
Nunca podrá desplazarlo o inclinarlo, como se puede apreciar en una escena de El imperio contraataca (Star Wars: Episode V-The Empire Strikes Back, 1980). Los incrédulos podéis probar a peinar a alguien con la luz de una linterna. Os quedará más de «un pelo de tontos». Los potenciales efectos letales de los láseres tienen mucho más que ver con el calor que generan que con el impacto que producen. En este sentido, resulta mucho más eficaz una bala. Abrir un boquete en un cuerpo humano con un rayo láser puede requerir hasta 50.000 joules, necesarios para «quemar» piel y músculos. El daño no se produce por golpeo, sino por los efectos derivados del intenso calor generado.
Por último, resta el asunto de los sables de luz de los caballeros Jedi. Resulta evidente que no se comportan como láseres, pues la luz se propaga indefinidamente y en línea recta (salvo muy raras excepciones, como al pasar cerca de un campo gravitatorio intenso). Esto no parecen cumplirlo las espadas luminosas del «club de amigos de la Fuerza». Las encienden con un botoncito alojado en la empuñadura y sale un chorro deslumbrante de vivo color que sólo alcanza un metro (centímetro arriba, centímetro abajo). ¿Quién la tiene más larga, Luke o Vader? La regla de los dedos índice y pulgar no parece cumplirse aquí, ya que la de Yoda parece tan grande como la del maestro Windu. Estas armas místicas, más bien, parecen comportarse como lo que los físicos denominamos un plasma, esto es, un gas calentado hasta temperaturas extremas (del orden de millones de grados), de tal forma que sus átomos han sido despojados de sus molestosos electrones. Ahora, las cargas positivas de los núcleos atómicos y las negativas de los electrones se comportan de forma independiente, pudiendo generar incluso campos eléctricos y magnéticos y comportándose de forma muy distinta a un gas ordinario.
Un plasma emite luz cuando los electrones vuelven a recombinarse con los núcleos que por allí pululan, siendo el color de la misma característico de la composición particular y la temperatura del plasma. ¿Quién la tiene más caliente, Darth Maul u Obi Wan? El problema de disponer de un plasma tiene que ver con la forma de confinarlo, ya que su temperatura destruiría por completo las paredes de un contenedor «tradicional». La técnica habitual es encerrarlos mediante campos magnéticos diseñados con geometrías muy definidas. Para un sable Jedi, lo ideal sería una configuración cilindrica. Sin embargo, aparecen problemas. Por ejemplo, de momento, no se conoce método alguno para acortar la longitud del cilindro, tapándolo por la parte superior, evitando con ello que el plasma se derramase y abrasase la mano que lo sujeta. Por otro lado, volvería a aparecer, al igual que con el láser, el inconveniente del tamaño enorme de la fuente de alimentación. Otra pega tiene que ver con la intensidad del campo magnético confinador del plasma, pues su intensidad debe decrecer a medida que nos alejamos de la empuñadura. Quizá parezca, a simple vista, buena la opción del sable doble de Darth Maul, cuyo pomo se encuentra en el medio de los dos haces. Sin embargo, como la longitud de cada una de sus dos «hojas» parece igual de grande que la de una espada «monohaz», simplemente, el problema parece también doble. Para acabar, ¿cómo es que pueden chocar unas espadas con otras? Una prueba más de que no se puede tratar de láseres y una evidencia más de que se parecen mucho más a un plasma. Esto podría ser perfectamente creíble si los campos magnéticos con los que se confina el plasma pudiesen hacerse repulsivos (no en el sentido de asquerosos, sino en el otro). Tristemente, nuestra tecnología aún se encuentra lejos de esta posibilidad, ya que se necesitarían plasmas millones de veces más densos y decenas de veces más calientes que los que somos capaces de producir. Así y todo, el calor en las proximidades del sable resultaría del todo insoportable. Pero ¿qué es esto para alguien que domina la misteriosa Fuerza?