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En el estadio, la ceremonia de entrega de medallas del 1.500 estaba a punto de comenzar. Janik se encontraba encima del podio, en el lugar más alto. El calor de los miles de espectadores atravesaba las pistas y le llegaba en ondas de admiración. El presidente de la federación suiza le colgó la medalla de oro alrededor del cuello. El himno comenzó a sonar por los altavoces. Fue en ese momento cuando el sentimiento más intenso de su vida apareció mezclado con las notas musicales y los recuerdos. Embriagado por aquella sensación, se dejó llevar. La emoción ocupó cada hueco de su cuerpo entrenado, primero le llenó el corazón, luego le hinchó las venas, saturó los músculos y, por último, explotó en el cerebro. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. El himno dio paso a los aplausos y el sentimiento se distrajo durante unos momentos.

El agua del río Támesis había adquirido un tinte verde pálido por el reflejo de las luces de la ciudad. Exhausto y aturdido, llegó a la habitación, se quitó la medalla de oro y la metió en la maleta al lado de la última foto que tenía de Irina al salir de la ría de obstáculos. Miró la fotografía. Pequeñas gotas de agua brillaban sobre su cuerpo iluminadas por el flash de la cámara. El brazo izquierdo de Janik rodeaba su estrecha cintura. Cerró los ojos y, a lo lejos, escuchó la voz de su padre. La misma voz que aquella tarde en la orilla del río, cuando Janik era todavía un niño, lo levantó y lo llevó hacia lo desconocido.