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Janik estaba en su cuarto esa tarde. Había cerrado la puerta con pestillo. Alrededor, el laberinto de salas, pabellones, gimnasios, habitaciones y pasillos parecía desierto, pero era solo un espejismo. Un observador metódico habría podido escuchar el sonido de los televisores, los ordenadores, los móviles y las consolas de los deportistas. Si ese observador hubiese podido acercarse tanto como para oír los latidos del corazón de los deportistas, habría escuchado un ritmo cada vez más lento y reposado. Era la hora del descanso. Los músculos habían recibido la dosis de la mañana, unos, sumergidos en el agua; otros, bajo los techos del gimnasio o de los pabellones, o en las pistas exteriores. Estirándose, soportando el peso del cuerpo o el de las máquinas, repetían los mismos movimientos una y otra vez, sin apenas descanso, para recuperarse. Si un observador hubiera podido meterse bajo la piel de los deportistas, habría visto los músculos hincharse como los neumáticos de una bicicleta.

Aprovechó que Viktor estaba en Monthey para inyectarse la hormona de crecimiento. Era tan frágil como una pompa de jabón, y necesitaba ser protegida de la luz y del calor. Sacó el vial de IGF-1 de la nevera. Era polvo liofilizado. Tenía que reconstituir la droga, o lo que era lo mismo, añadir vitamina B12 o agua bacteriostática para que hiciera su efecto. Así evitaba que el agua se contaminara y que estuviera disponible hasta tres semanas. Ese mes se había inyectado diez veces en días alternos, aún no se había acostumbrado a pincharse y lo hacía mirando las paredes de la habitación. Había veces, como aquella, que Janik rehuía su mirada en el espejo. Su reflejo le devolvía un rostro con el ceño fruncido que lo interrogaba. ¿Quién eres? Había creído saber quién era, el niño que ansiaba correr lejos de su casa y elevarse tan alto que pudiera tocar a su padre, pero ahora no conocía la respuesta.