49

Thomas se despertó angustiado. Se incorporó de manera brusca y, alarmado, esperó que su respiración se acompasara al ritmo normal. Un miedo irracional se había apoderado de él. ¿De dónde procedía?, se preguntó confundido. Estaba convencido de que algo lo había despertado y de que la sensación de peligro no era fruto de su imaginación. La habitación se encontraba en completa oscuridad. Con la palma de la mano, tocó la piel cálida de Gina. Poco a poco, a la vez que su corazón se tranquilizaba, su entorno se hacía reconocible. Adivinó, en la oscuridad, las formas del escritorio sobre el que había dejado el ordenador, de la televisión colgada en la pared, del traje tirado en la silla. Sin embargo, por alguna razón, no lograba quitarse los malos presagios que le rondaban. Aguzó el oído. La respiración suave de Gina dormida tapaba otra… Alguien lo estaba observando. Alargó el brazo y pulsó el interruptor de la lámpara de la mesilla. Aunque la luz era suave, Thomas entrecerró los ojos. Vislumbró a un hombre sentado en la butaca pegada a la pared. Su cara le resultó familiar; era el tipo al que había perseguido en el Conservatory Garden.

—¿Qué quieres? —preguntó Thomas fingiendo una seguridad que no sentía.

—Vengo a proponerte un trato magnífico que te va a encantar, pero antes quiero que llames a tu amigo George para que se una a la fiesta.

Thomas lo miró fijamente. Más que un matón parecía un gnomo sacado de un cuento infantil: era feo, pequeño y redondo. Con ese aspecto, la gente del hampa difícilmente lo tomaría en serio, pensó Thomas. La luz despertó a Gina. Al principio hundió su cabeza en la almohada para protegerse de la claridad, luego se tapó con el edredón.

—Dile a tu putita que se largue.

Thomas llamó a George con el móvil. Dos habitaciones más allá, llegó amortiguado el sonido de su llamada. El buzón de voz saltó al quinto tono. Thomas lo intentó de nuevo, esta vez con éxito.

—Como me hayas llamado porque necesitas un condón, o no se te levanta, o Marilyn está borracha, te mato.

—Necesito que vengas a mi habitación.

Thomas no dijo más, pero sí lo hizo su silencio tenso, profundo, atroz.

—Voy ahora mismo —respondió George, sabiendo que algo iba mal.

El gnomo asintió mostrando una amplia sonrisa. Thomas metió la cabeza dentro del edredón y susurró al oído de Gina unas palabras. La mujer se levantó como un resorte. Sin atreverse a mirar al hombre de la butaca, recogió con rapidez su ropa esparcida por la moqueta y se encerró en el baño.

—Esa zorra te tiene que haber costado cara.

Thomas ignoró el comentario y se vistió con un pantalón y una camiseta. A los pocos minutos se oyó un golpe en la puerta. El gnomo le dio la orden con la cabeza para que abriera. Gina aprovechó para salir del baño, recoger el bolso del suelo, pasar entre los dos amigos y huir por el pasillo.

Antes de cerrar la puerta, George se fijó de reojo en el tipo sentado.

—¿A qué debemos este placer? —preguntó de manera despreocupada.

—Un intercambio de favores.

—Habla —ordenó George.

—Me envía mi jefe con una propuesta.

—¿Quién es tu jefe?

—Ivan Puskin.

—En cuanto me entere de quién es, voy a detener al poli que le ha suministrado un móvil para llamarte —dijo George.

—Me parece bien, su nombre podemos incluirlo en el trato.

—¿Qué trato?

—Mi jefe quiere que lo liberéis. Si queréis, acusadlo de algún cargo menor, tampoco es cuestión de llamar la atención. A cambio, os ofrece información sobre la situación de dos laboratorios clandestinos en Europa, os entrega a Serguei, su amigo del alma, y no mata a la forense Laura Terraux.

Thomas se acercó al matón, lo agarró por las solapas de la americana, lo levantó y lo acercó a escasos centímetros de su cara.

—Repite lo que has dicho —le ordenó.

—Vamos, guapetón, no te enfades, si ni tan siquiera te la has tirado.

—Quiero oírlo de nuevo —insistió Thomas. Su voz sonó ronca y profunda.

—Vale, vale… La doctora forma parte del trato. Y ahora, si no te importa, suéltame porque no me gustan demasiado las alturas.

Thomas lo alzó un poco más y después lo tiró contra la butaca.

—Dile a tu amigo que se relaje —dijo el hombre, dirigiéndose a George—. Me parece que no sabe cómo se hacen los tratos entre colegas. Además, estamos perdiendo un tiempo precioso. No lo digo por mí, claro, que estoy en tan agradable compañía, si no por la doctora, que en estos momentos está peor acompañada.

Thomas se frotó la cara con las manos, desesperado.

—Déjame a mí —le susurró George, acercándose a él. Levantó la silla de la mesa y se sentó enfrente del matón.

—Cuéntame todo. Te escucho.

—Ya os lo he dicho. Sueltas al jefe a cambio de información y la vida de la doctora.

—Tengo que saber que ella está bien. Déjame que la llame —le pidió George.

—Negativo. Esto no funciona así. Olvídate de las películas que has visto. Vosotros hacéis lo que yo os digo y nosotros cumplimos nuestra parte.

Solo con mirarlo, a Thomas se le revolvía el estómago. Con gusto le borraría de un plumazo su estúpida sonrisa bobalicona.

—¡Ah!, se me olvidaba —añadió el matón—. Los amigos que acompañan a la doctora están esperando la orden de matarla o de darle una paliza.

—¿De qué estás hablando? —Thomas escupió las palabras con desprecio.

—¿Qué esperabais? —preguntó, desafiante— ¿Marcharos de rositas? Habéis metido las narices donde nadie os llamaba y os merecéis un escarmiento.

El hombre hizo una pausa y se alisó la solapa de la chaqueta.

—Pensamos en tus padres, los señores Connors —continuó—, pero, ¡qué casualidad! Están en un crucero por las islas griegas que tú, como buen hijo, les has regalado. Desde luego, los chicos prefieren a la doctora. Dentro de dos minutos —amenazó mirando el reloj— comenzará la paliza. Vosotros decidís cómo termina.

Laura aparcó el Suzuki en el garaje y caminó hasta la puerta de entrada. El aire frío de la mañana era reconfortante. El desmayo en la sala de autopsias la había dejado débil, pero lo peor era el agotamiento mental. Le costaba creer que el señor Petrov estuviera muerto. Entró en su casa y cerró la puerta con llave. Encendió la luz de la entrada. Se hallaba a unos pasos de la escalera cuando notó un movimiento a sus espaldas y se volvió. Dos hombres salieron de la cocina. Eran jóvenes, altos y fibrosos. Se pararon a pocos pasos de ella, le dedicaron una amplia sonrisa y uno de ellos le sacó la lengua de modo obsceno. Laura se quedó paralizada ante aquella aparición. El estupor dio paso a la rabia y después al pánico. Echó a correr escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en dos. Jadeaba, y por encima de su jadeo los oía acercarse. Reían y hablaban entre ellos. Pensó que quizá podría llegar a su dormitorio y, una vez allí, entrar en el baño y cerrar con el pestillo.

Al llegar al rellano de la escalera, cuando ya veía la puerta de su habitación, la agarraron por el pelo y tiraron de ella. Laura chilló y trató de zafarse. Estaba al borde del pánico. Unas manos la agarraron de la cintura. Ella pataleó y mordió el brazo que la sujetaba. Su corazón latía con fuerza. Entre los dos hombres, la tumbaron boca abajo sobre la alfombra de lana gris. En un segundo, la agarraron por los brazos, los pasaron por detrás de su espalda y unieron las muñecas con cinta aislante de color plata.

No sabía qué hacer. Oía sus gritos desgarradores mezclados con los sollozos. Ellos charlaban tan tranquilamente en un idioma desconocido. Rápidamente, le taparon la boca con otro trozo de cinta. Laura temblaba como si estuviera sumergida en agua helada. El pelo de la alfombra se introducía en sus fosas nasales y le impedía respirar. Volvió el rostro hacia un lado intentando tomar aire. Su llanto se había transformado en gemidos ahogados. Uno de los atacantes le sujetó los hombros, mientras el otro le subía el vestido. Histérica, se movió en un intento inútil de escapar. Después, impotente, dejó de moverse. Tenía que tranquilizarse si quería salir lo mejor parada posible. No opondría resistencia. Podían hacer con ella lo que quisieran. Se quedó quieta.

Thomas comenzó a caminar nervioso por la habitación. Tres pasos hasta la pared y vuelta.

—De acuerdo —dijo George—, aceptamos el trato. Pero tiene que haber zonas intocables. Conozco a los de tu calaña y un golpe mal dado acaba en muerte.

—Me parece justo. Elegid la zona que queréis salvar.

A Thomas aquello le parecía una locura. Algo así no podía estar ocurriendo. Trató de calmarse y analizar de forma fría la situación. No ayudaba dejarse llevar por los sentimientos. Se detuvo y miró al tipo de la amplia sonrisa. Sabía lo que tenía que hacer.

—De cintura para arriba ni tocarla. Ya puedes dar la orden. —Luego miró a su amigo y le dijo—: George, por favor, prepara el papeleo para soltar a su jefe. Seguro que sabes cómo hacerlo, no es la primera vez que se libera a un detenido a cambio de información.

—De acuerdo.

George y el matón hicieron sus respectivas llamadas.

—Ya está —anunció el ruso cerrando la tapa del móvil—. Por mi parte, he acabado. Sé que ustedes, mis queridos agentes de la ley, cumplirán la suya.

Thomas le quitó el móvil y de forma rápida marcó los números de emergencia.

—Quiero que manden una ambulancia a la Rue Le Mousquetaire, 6, en la localidad de Monthey. Una mujer se halla herida de gravedad. Es urgente.

A continuación, realizó otra llamada.

Allô? —respondió una voz al tercer tono.

—Sargento Fontaine, soy Thomas Connors, de la Interpol. Por favor, quiero que se dirija a la casa de la doctora Terraux sin pérdida de tiempo —dijo Thomas en francés.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sargento.

—Unos matones le han propinado una paliza. No se preocupe, los servicios de urgencia están avisados. Por favor, en cuanto sepa algo llámeme.

Thomas colgó sin esperar la respuesta del sargento y, lleno de rabia, lanzó el móvil contra la pared. Trozos de vidrio y metal volaron por la habitación.

—¡Eh! —protestó el matón—. ¡Que es de los buenos!

—Y ahora, Thomas, si no te importa, voy a quitarle esa sonrisa a nuestro inesperado huésped. Te garantizo que tardará meses en volver a aparecer —le susurró George con voz tensa.

—Me parece bien.

En un movimiento rápido, George le quitó la pistola al hombre y le disparó un tiro en la rodilla.

El matón soltó un grito como un aullido largo y chirriante.

—Tienes que tener más cuidado, las armas son peligrosas —dijo George con sorna.

Limpió el arma de huellas y se la introdujo dentro del pantalón.

—¿Está calentita, eh? —preguntó dándole una palmadita en la mejilla.

Mientras tanto, Thomas había metido sus cosas en la maleta. Sin preocuparse de los sollozos y las amenazas, cerraron la puerta de la habitación y se dirigieron a la de George.

—Thomas, en este momento, por muy duro que sea, no puedes hacer nada. Solo queda esperar.

Thomas se obligó a serenarse y se derrumbó en el sofá. Le parecía mentira que sus peores sueños se hicieran realidad. En ellos, intentaba ayudar a alguien querido, intentaba correr, pero sus pies permanecían pegados al suelo.

La cara de Laura apareció en su mente, tenía el color pálido de Úna.

—He avisado a la central, en un par de minutos sabremos algo. Hay que esperar —volvió a repetir George.

—No puedo quedarme aquí quieto, me estoy volviendo loco. Vamos a la comisaría, necesito hablar con el ruso antes de que lo suelten.

—Como quieras.

Cuando estaban dentro del taxi, el móvil de George vibró con fuerza. Los dos amigos se miraron con gesto serio. George contestó. Era de la centralita, un tal sargento Fontaine preguntaba, en un precario inglés, por el agente de la Interpol, Thomas Connors. George le pasó el teléfono. Thomas no pudo reprimir un ligero temblor. Su corazón retumbaba. Miró el móvil como si fuese una bomba que en cualquier momento pudiera estallar entre sus manos. Lo cierto es que tenía miedo.

Allô, soy Connors, dígame, ¿cómo está la doctora Terraux? —Thomas contuvo la respiración.

—Siento si la comunicación no es buena. Voy detrás de la ambulancia camino del hospital —dijo el sargento Fontaine.

—¿Cómo está? —insistió Thomas.

—No lo sé. He sido el primero en llegar y… bueno, estaba desnuda en el pasillo, maniatada. Es evidente que tiene las piernas rotas por varios sitios. Se las han roto con un bate de béisbol, los muy cabrones. —Su voz translucía un enorme pesar cargado de ira—. No tuvieron problemas en dejarlo tirado en el suelo. Hasta que le realicen un escáner, no sabremos si tiene heridas internas. Le han golpeado el rostro y tiene el labio partido.

—¿Estaba consciente? —quiso saber Thomas.

—Desgraciadamente, sí. Le he cortado la cinta aislante de la boca y de las muñecas, pero no me he atrevido a moverla. No sabía qué hacer… Le he acariciado el pelo, ya sé que resulta un gesto inútil, pero… —El sargento dejó en el aire la frase inacabada.

Thomas no sabía qué decir.

—Gracias, sargento, le agradezco que haya acudido a su casa. No lo molesto más.

—Cuando estemos más tranquilos tiene que contarme qué está pasando con la investigación que tienen entre manos. Hace unas horas encontramos el cadáver de Oleg Petrov y no sé si sabe que su farmacia ha sido incendiada.

Thomas se quedó un instante callado asimilando la noticia.

—No sabía nada… —dijo—. Pero descuide, en unas horas tomo el vuelo hacia Zúrich. Por favor, no deje de informarme del estado de la doctora Terraux. Tome nota de mi número de teléfono.

Thomas colgó y cerró los ojos. El resplandor de las farolas se sucedía como faros intermitentes en mitad de la ciudad y atravesaba sus párpados. Una inmensa tristeza se apoderó de él. Había subestimado la investigación. La había considerado algo menor, y sin ningún tipo de peligro. Tantos años persiguiendo delincuentes para descubrir lo que quizá ya sospechaba, que se le daba mejor la docencia. Se vio a sí mismo como un impostor alardeando frente al mundo de varios diplomas, contactos a alto nivel y buena presencia física. Sin embargo, no había sabido leer las señales del caso y las consecuencias no podían ser peores: el farmacéutico muerto y Laura camino del hospital.

—¿Qué ha pasado? ¿Va todo bien? —preguntó George, preocupado.

—Está viva —respondió Thomas sin abrir los ojos—. Necesito un rato a solas con Ivan Puskin. ¿Lo podrás arreglar?

—Claro, pero no te meterás en problemas ni me los causarás a mí.

—No.

—Entonces, dalo por hecho.

Ivan Puskin lo miraba con gesto serio. Thomas sabía que las esposas sujetas a la estantería de metal del despacho de George, un zulo por mucho que su amigo se empeñara en considerarlo un lugar ideal para la meditación, le hacían daño en las muñecas. Estaban solos. Thomas se sentó en una silla y, deslizándose con ayuda de las ruedas, se situó a pocos centímetros del ruso. Se despojó de la americana y de la corbata y se remangó las mangas de la camisa. Conocía el peligro que entrañaba su acción. Sabía que era una insensatez, pero también que lo haría de todos modos, sin importarle demasiado las consecuencias. Dejó de escuchar los ruidos procedentes del exterior. Un sentimiento de miedo lo inundó como una tromba de agua, recorrió su pecho y llegó a lo más profundo de su ser. Se despidió con pesar de las personas que más quería, incluido él mismo. El recuerdo de ninguna de ellas podía acompañarlo en este momento, pues solo lo hundiría.

—Quiero que tengas claro que de aquí no vas a salir hasta que respondas a todas mis preguntas. No tengo prisa —dijo de forma tranquila.

El ruso lo miró a los ojos, y a Thomas no le gustó lo que vio. En ellos había determinación y, algo peor, desafío. Intentó vislumbrar un atisbo de temor o de ira, pero no lo encontró. En su profesión era importante manejar los sentimientos de las personas y él, en ese aspecto, era un genio. Si había llegado tan lejos era porque sabía interpretar como nadie los deseos y miedos ajenos. Era un lector de caras nato. Se anticipaba a la avaricia, la angustia, el orgullo, y los transformaba en su propio beneficio, pero en ese momento estaba perdido.

—Veo que no has tenido suficiente con tu amiga. No sé qué debo hacer para que entiendas que no te convengo como enemigo. Quizá tus padres te lo puedan explicar mejor.

—Es lo menos que podía esperar de ti —dijo Thomas con una sonrisa—. Desde luego, no me has defraudado. Seguramente mis padres me lo aclararían, sobre todo mi madre. Te puedo asegurar que no tiene una buena opinión de la mafia. Pero no te preocupes, en cuanto pueda, se lo pregunto. De todas formas, creo que tu familia también me lo podría explicar.

—No sabes lo que estás haciendo —respondió el ruso con voz gutural.

—Lo sé perfectamente —dijo con aplomo Thomas—. Hasta la persona más mierda —añadió, hundiendo su dedo en el pecho de Ivan— tiene alguien a quien quiere y no le desea ningún mal.

—¿Me estás amenazando? —preguntó, incrédulo.

—Exacto.

—Despídete de tu familia, puto poli.

—Ya lo he hecho.

Ivan comprobó que no se había equivocado con el tipo. No encontraba ninguna fisura por la que entrar. Si alguien no tiene miedo de nada, ni de perder su vida, lo mejor es unirse a él o matarlo.

—Te repito que no sales de aquí hasta que me digas todo lo que quiero saber —lo amenazó Thomas.

—No tengo nada para ti. He cumplido mi parte del trato. Tu amigo el gordo ya tiene lo que necesita para colgarse una medalla ante sus superiores.

—Quiero saber quién mató a las seis deportistas en Suiza, cómo lo hizo y por qué.

Ivan soltó una sonora carcajada. Thomas esperó sin inmutarse a que dejara de reír.

—Ya puedes soltarme, porque de eso no sé una mierda —contestó a la vez que sus facciones se endurecían—. No me jodas, tío, todo este montaje para preguntarme esa mierda.

—Te lo repito otra vez. No te irás hasta que contestes a mis preguntas —le aclaró Thomas con voz suave.

—Que te den. Yo estoy muy cómodo; creo que incluso voy a dormir un poco.

—¿Por qué no llamas a tu abuela? A estas horas seguro que está despierta. Creo que en Kiev son las once de la mañana.

La cara de Iván se transformó en una mueca de espanto. Thomas sonrió para sus adentros.

—Estás muerto —sentenció el ruso.

—Tienes razón, llevo muerto mucho tiempo. Pero no hablemos de mí, yo no tengo la menor importancia. Cuéntame cómo os lo montabais en Europa para fabricar los medicamentos, distribuirlos, y qué personas se encargaban de administrarlos a las chicas. También quiero saber qué salió mal y por qué murieron; cuántos deportistas están en este momento consumiendo ese tipo de dopaje y cuántas jóvenes han muerto de forma natural con vuestros productos.

—¿Algo más? —preguntó Ivan con ironía.

—Desde luego, esto es solo un entrante.

—Llama a mi abuela.

—Por supuesto. Toma, marca su número.

Thomas sacó el móvil del bolsillo de la americana y lo apoyó encima de sus muslos.

—Con este lápiz puedes marcar sin problemas.

Ivan se lo puso en la boca no sin antes echarle una mirada de odio, y fue marcando con la punta del lapicero los números de teléfono.

—Espera, que pongo el manos libres —se ofreció Thomas, solícito.

No hubo que esperar ni dos tonos. Una voz de hombre respondió. Thomas no sabía de qué hablaban, pero el tono de Ivan fue subiendo. Iba enfadándose cada vez más mientras la otra voz hablaba de manera nerviosa y atropellada.

Thomas guardó el móvil y observó a Ivan. Mantenía desde hacía un rato los ojos cerrados, acompasando su respiración de manera pausada y profunda.

—Quiero a los culpables entre rejas. El emplazamiento exacto del laboratorio, los nombres de los traficantes, los médicos corruptos, los mánager que captaban a las chicas, los entrenadores; en fin, todos los detalles del entramado. Además, a ti no te interesa estar a malas conmigo. Primero, porque tengo a tu abuelita; segundo, porque te voy a mandar rumbo a tu país y te van a quitar la nacionalidad estadounidense que tanto esfuerzo te ha costado conseguir; tercero, vas a ser para la Interpol un código rojo, es decir, no vas a poder cometer ni una infracción de tráfico. ¿Quieres que siga?

Ivan abrió los ojos y dijo:

—Te estás dando de cabezazos contra una pared y no te das cuenta.

—Habla —ordenó Thomas.

—Creo que se me ha dormido esta mano —dijo Ivan moviéndose, incómodo.

—Si hablas, podrás irte a tu casa —insistió Thomas sin prestarle atención.

—No vas a hallar justicia en este caso. Los culpables son demasiado poderosos, por tanto, inalcanzables. Hasta un poli como tú lo va a entender.

—Sigue.

—El dopaje está organizado, controlado y dirigido por el Gobierno ruso. Existen varias redes organizadas al más alto nivel que operan amparadas por la ley y los políticos. Su objetivo no solo es demostrar la superioridad de su población, sino alejar la atención de problemas más importantes. Cuando un deportista gana una medalla en unas Olimpiadas, es el país el que gana, es tu nación y la gente de la calle siente suya esa victoria. El deporte es el nuevo opio del pueblo. Muchos países lo utilizan como una manera de hacer política, como exaltación de sus logros —explicó con tranquilidad sin abandonar su actitud hostil.

—A ver si lo entiendo. ¿Me estás diciendo que es el propio Gobierno ruso el que está detrás de la red de dopaje?

—Exacto. ¿No te parece sospechoso que el país que organiza unos Juegos Olímpicos aumente de forma espectacular su posición en el medallero? —preguntó Ivan, a la vez que movía los dedos dormidos de la mano derecha—. Hace ocho años, Rusia descubrió los parabienes del deporte en sus Olimpiadas. La sociedad se sintió orgullosa de ser rusa, fue un factor de cohesión y de integración social. Desde entonces, no ha querido parar. Las muertes son solo daños colaterales perfectamente camuflados. Nunca podrás demostrar que no son naturales.

Thomas estaba anonadado. Le costaba asimilar las consecuencias de esta revelación.

—La sociedad se siente en deuda con los deportistas —continuó Ivan—. Si se duda de ellos, se duda del país. Si hablas de dopaje, no solo cuestionas su integridad moral, sino la legitimidad de las victorias. Mientras se iza la bandera, el poder la mira con satisfacción y los espectadores sacan pecho sin hacerse preguntas.

—¿Por qué diste la paliza a mi compañera si la mafia no tenía nada que ver con el caso?

—Me detuvisteis. Quien me jode, se arrepiente. La elección fue solo por azar.

—Y ¿qué sucede con las chicas muertas?

—No va a pasar nada. Eran mayores de edad. Sabían lo que hacían, eran conscientes de los riesgos y eligieron la gloria.

—¿Por qué matasteis al farmacéutico?

—Sí, ya me he enterado. Era cuestión de tiempo. Tenía pruebas que podían relacionar las muertes con el dopaje. Tengo que reconocer que en eso los ayudé. Me pidieron a alguien de confianza que realizara el trabajo. Les di algún nombre. Ya sabes, hay que estar a buenas con los poderosos. Aunque matar no es una palabra que me entusiasme, yo prefiero decir que interrumpieron su vida. —Ivan sonrió para sí mismo.

Thomas tenía el cuerpo encorvado, con la mirada fija en el suelo. Observaba con aparente interés un punto fijo situado entre sus zapatos.

—Y ¿los que dopaban a las chicas? ¿Qué ha pasado con ellos? —preguntó con voz trémula sin alzar la vista.

—La red suiza se ha desplazado a otro lugar, ya no opera allí. Los que quedan lo hacen de manera individual, poca cosa, algún médico, unos cuantos deportistas, algún mánager, como Frank Stone… Por cierto, pronto se le va a acabar su idílica vida.

—Lo conozco.

—No solo va a dejar de tener el monopolio de futuras estrellas atléticas, sino que su proveedor de morfina, coca y putas, Serguei, está detenido. —Ivan bajó la voz llegando al nivel de un susurro. Con sorna añadió—: Alguien lo ha delatado. Uno no se puede fiar de nadie.

De pronto Thomas se acordó de un nombre.

—Dame también a Hugo Keller. Sabes que es basura como tú, pero vestido de esmoquin.

—No seas ridículo. ¿Tú sabes la pasta que maneja esa familia? —preguntó con desprecio mientras trataba de incorporarse para aliviar su dolor—. El heredero al trono de la multinacional Poche ya está al corriente de esta redada y su historial intachable quedará impoluto. Además, si lo llaman a declarar, dirá que solo conoce a Frank por ser compañeros de golf y, que yo sepa, no es delito practicar un deporte. Aunque no te negaré que a veces me dan ganas de partirle el palito de golf en la cabeza a ese niñato prepotente. —De pronto, alzó la voz—: Creo que ya hemos terminado.

Thomas no quería soltar a aquel tipo. Le costaba creer que no hubiera nada más. Deseaba golpear su cara de niño engreído hasta dejársela como la de un viejo. Pero poco podía hacer. George cumpliría su trato, y él, muy a su pesar, tenía la solución del caso.

—Dentro de una hora, tu abuela volverá de la peluquería. Uno de nuestros agentes la ha acompañado. Fue fácil engañarla —dijo Thomas.

—Mataré a mis hombres. Tengo tres personas las veinticuatro horas para protegerla.

—Me parece bien, se lo merecen. Son unos incompetentes.

—No vuelvas a cruzarte en mi camino. Por esta vez estamos en paz.

—No te prometo nada —dijo Thomas, y salió de aquella habitación sin ventanas.