47

La noche era suave y oscura. El aire se hallaba en calma y los sonidos, incluso el del agua golpeando el muelle, llegaban amortiguados. El lago se extendía negro y misterioso bajo el cielo sin luna. El chico se detuvo un momento para descansar antes de continuar su pedaleo. Una franja de pinos le impedía ver su destino. A los diez minutos llegó a la playa. Dejó la bicicleta escondida entre unos arbustos, junto con sus zapatillas de loneta roja, y se deslizó por la pequeña duna. Llevaba una linterna acoplada a la cabeza, que iluminaba sus pasos y poco más. La arena estaba fría; era agradable porque le masajeaba las plantas de los pies después de pedalear tantos kilómetros. Sophie no había llegado todavía. El chico sintió el impulso de mojarse y se acercó al agua. Los granos de arena dieron paso a pequeños guijarros puntiagudos que se le clavaban. La primera ola le cubrió los tobillos y casi le moja los pantalones que previamente se había remangado. El agua estaba helada y su primer contacto hizo que contuviera la respiración, después de un rato se acostumbró a la temperatura. Chapoteó, contento, se notaba que no hacía mucho que había abandonado la niñez; de vez en cuando, se detenía para mirar si aparecía una luz y, con ella, Sophie.

Se levantó viento y barrió las nubes más negras. De pronto, como en un truco de magia, apareció la luna creciente. El chico dudó, quizá habían quedado en el pinar. Sabía que, a la derecha de donde se encontraba, existía un estrecho camino que llevaba hasta él. Caminó con dificultad por los guijarros hasta llegar a la arena. Se dirigió hacia la punta de la playa e inició el ascenso por el sendero que discurría entre las rocas; parecían enormes estatuas semienterradas por la arena. La débil luz plateada de la luna creaba sombras amenazadoras. Bajó el foco en dirección a sus pies e iluminó el camino. El haz de luz se topó con un trozo de tela a su derecha. Movido por la curiosidad, se desvió del sendero. Fue entonces cuando lo vio.

Una cara deformada lo miraba fijamente. La contempló paralizado, con una mezcla de miedo e incredulidad. Ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado un rostro como el que tenía delante. El chico no podía apartar la vista del cadáver. Estaba tumbado en una depresión natural del terreno, semienterrado en la arena y tapado de manera burda con unas hierbas. El muerto yacía boca arriba con el rostro vuelto hacia él, con las cuencas hundidas y los ojos fuera de sus órbitas. Le recordó los ojos de plástico que vendían en las tiendas de artículos de broma. Él se había comprado unos con el iris verde y grandes venas azules; llevaban unos muelles pegados a la montura de las gafas que se movían para atrás y para delante. Sin embargo, aquellos ojos no le hacían ninguna gracia. El rostro del cadáver tenía una herida profunda en la mejilla. Un manojo de hierba se había pegado en la sangre que salía del corte. El chico tuvo el impulso casi irresistible de acercarse y retirárselo.

De repente, tuvo miedo. No recordaba haber visto huellas en la playa, pero la marea estaba baja y, aunque no creía que hubiera llegado hasta donde se encontraba el cadáver, probablemente las hubiera borrado. Supuso que el asesino había pasado por el mismo camino que él. Un escalofrío le recorrió la columna. Puede que, amparado por las sombras, al abrigo de los árboles, el asesino siguiera allí al acecho, en busca de otra víctima. Despacio, el chico volvió lentamente sobre sus pasos. Las agujas caídas de los pinos se clavaban en sus pies descalzos. De una cosa estaba seguro: si el asesino seguía allí, nadie podría ayudarlo. Armándose de valor, se dio la vuelta y corrió como el diablo hacia su bicicleta. Definitivamente, nunca olvidaría su cita fallida con Sophie.

Laura contestó la llamada, levantándose de la cama como impulsada por un resorte invisible.

—Han encontrado el cuerpo sin vida del señor Oleg Petrov —dijo el sargento Fontaine con voz seria—. Ya se ha procedido al levantamiento del cadáver por parte del juez instructor y se ha trasladado al hospital de Chablais para la autopsia. Yo estoy aquí, en el hospital, esperando su llegada.

—La causa de la muerte… —susurró Laura casi en estado de shock.

—No es natural, casi con toda seguridad se trata de homicidio. Lo encontró un chico que había quedado con su novia cerca del pinar de La Tour-de-Peilz.

—Son las seis y cuarto… En media hora estaré en el hospital. Dígales, por favor, que no inicien la autopsia hasta que yo llegue. No sé quien estará de guardia, pero que espere.

Laura colgó sin despedirse de Fontaine. Como una sonámbula, caminó hacia el baño donde abrió el grifo de la ducha. El agua caliente no evitó que dejara de temblar.

A las siete menos veinte caminaba por los pasillos de disección en dirección a la sala de autopsias. Fontaine se acababa de marchar al recibir por radio el aviso de que habían encontrado el coche del farmacéutico. Comprobó con alivio que Henry estaba de guardia y que Julien era su técnico.

—Buenos días, jefa. ¿A qué debemos este placer? —preguntó Julien contento de verla.

—Si no os importa, quiero ayudaros en la autopsia. Como sabéis, tiene relación con el caso que investigo.

—Buenos días, doctora Terraux —dijo el patólogo forense—. Estaremos encantados de que nos ayude. Llevamos casi veinticuatro horas de guardia y estoy deseando terminar e irme a mi casa a dormir.

—Buenos días, Henry. Cuando quiera, empezamos —respondió Laura sin ganas de hablar.

Los forenses se situaron a ambos lados de la mesa e iniciaron el examen visual. Laura se recogió un mechón de pelo en el interior del gorro verde. Henry comenzó leyendo el informe previo realizado en el lugar donde se había encontrado el cadáver.

—Varón de sesenta y un años de raza blanca, encontrado semienterrado en la arena. La temperatura del aire era de dieciocho grados. Herida corta punzante en la mejilla izquierda, realizada con un objeto con varias aristas cortantes y hoja plana bicortante. Se sugiere la introducción de parafina en el bloque de la herida para ver la sección. Lesión con hemorragia abundante e infiltración de sangre en los tejidos de alrededor. Las lesiones consisten en equimosis en mucosas externas; ha habido propulsión de lengua y ojos, emisión de heces y orina y manchas hipostáticas intensas como resultado de una muerte por asfixia.

Laura observó el rostro sin vida del señor Petrov. Un sentimiento de dolor se sobrepuso a la ira o al miedo. Recordó las últimas palabras incoherentes del farmacéutico, fruto del temor que le causaba hablar sobre la muerte de su sobrina. Ella nunca sospechó que estuviese en una situación de peligro tan extrema. Siempre había pensado que el dopaje o el tráfico de medicamentos eran un asunto menor, inofensivo.

—Compruebo que la causa de la muerte se ha producido por el taponamiento de la faringe por el hioides y la base de la lengua —apuntó Laura, y prosiguió con la inspección de la garganta—. Como lesiones externas, destaca el surco en el cuello con la piel estirada, sugilaciones abundantes en zonas declives, rostro cianótico, y contusiones en el cuerpo por movimientos de defensa, además de la fractura del hioides y las cervicales. Por las equimosis y erosiones debajo del surco y las livideces en lugares diferentes, la asfixia se ha producido en vivo.

—Es obvio que la forma de la muerte ha sido homicidio —confirmó el forense.

De los minutos posteriores, Laura no conservaba ningún recuerdo, tan solo lo que le habían contado. De pronto, se desmayó. Con una rapidez inaudita, Henry le quitó la mascarilla de la boca y abrió el cuello de la bata. Julien le subió un poco los pies y los apoyó en un pequeño taburete de madera y acero que solía utilizar una técnico de baja estatura para acceder a sitios altos. En la caída, se había hecho una herida en la rodilla. Cuando volvió en sí estaba en la sala de estar del equipo forense. Allí tenían una pequeña cocina de madera blanca con lo imprescindible: un microondas para calentar la comida que traían de casa, un frigorífico y una cafetera. En el centro de la sala, se situaba una mesa también blanca con varias sillas alrededor y, pegado a la pared, un mullido sofá gris de tres plazas. Al volver en sí, Laura vio que estaba tumbada sobre él. Su primera intención fue huir, escapar de aquella gente que la rodeaba entre una neblina. Contempló sus movimientos lentos, le pesaban los brazos y su cuerpo no obedecía las órdenes del cerebro. Después, la visión borrosa se disipó y pudo reconocer el entorno familiar y a las personas que la acompañaban. Se relajó y la invadió una intensa calma. Las voces decían su nombre y, con cara de preocupación, trataban de ayudarla. Vio que Henry le tomaba la tensión y Julien le curaba el rasguño de la rodilla con un poco de algodón empapado en Betadine.

—¿Qué tal está mi forense preferida? —preguntó Julien cuando terminó de pegarle la tirita.

—Estoy bien… No sé qué me ha pasado —contestó Laura a la vez que se incorporaba.

—Una bajada de tensión, está en ocho/cinco. He preparado café para que se lo tome con bastante azúcar y un chorrito de licor —informó Henry ofreciéndole una taza humeante.

—Gracias, ya me encuentro bien.

Se sentó en el sofá y agarró la taza con las dos manos. El calor traspasaba la cerámica y la calentaba. Agradecida, tomó un sorbo de café. El forense volvió a tomarle la tensión; los valores se habían estabilizado y estaba recuperando la normalidad.

—Será mejor que se marche a casa y descanse un poco. Nosotros tenemos que seguir practicando la autopsia. La Policía ha insistido en la urgencia del caso.

Un escalofrío le sacudió el pecho. Con un gesto instintivo, Laura sujetó con más fuerza la taza. Asintió en silencio y bajó la cabeza pensativa. Antes de seguir a Henry, Julien se arrodilló frente a ella.

—¿Estás bien, de verdad? Puedo decirle al técnico de las ocho que me sustituya y te acompaño a casa.

Laura lo miró agradecida. Julien se había cortado el pelo y sus hermosos rizos rubios se hallaban a medio hacer dispersos y alborotados por la espesa cabellera. Admiró su tatuaje del cuello y esta vez no se resistió a recorrerlo con la yema del dedo índice. Cuando terminó la caricia apartó la mano.

—Me gusta tu corte de pelo, ahora tienes cara de pícaro. Gracias por el ofrecimiento, mi querido David de Miguel Ángel, pero me encuentro bien y puedo conducir sin problemas —dijo, y se terminó de dos tragos el café.

—De todas formas, por favor, llama si necesitas algo —insistió Julien con un deje de decepción en sus palabras.

—Así lo haré —contestó Laura agradecida, y le dio un casto beso en la mejilla.

Después de hablar con George, Thomas recogió su americana del respaldo del banco. En el horizonte, el día llegaba a su fin. Las nubes adquirían un tono azul oscuro, salvo en el oeste, donde aún perduraba un intenso, pero fugaz, color carmín que contrastaba con los perfiles de los edificios que rodeaban Central Park West. Las farolas ya estaban encendidas. Thomas caminó por la calle hasta que llegó a la Quinta Avenida con la Ciento cinco y se detuvo a esperar que apareciera un taxi entre el tráfico de coches y autobuses que enfilaban la avenida en dirección norte.

Veinte minutos después, entraba en las oficinas de la DEA con paso decidido. George lo esperaba en el vestíbulo del edificio; su semblante era serio y una leve arruga en la frente denotaba su preocupación.

—Hola, Thomas —lo saludó George, a la vez que le daba un apretón en el hombro—. Hemos hecho progresos. Tenemos un nombre, Serguei. Mano derecha de Ivan en Europa. El tipejo se largó de la costa española, donde vivía como un marqués, y se mudó a San Petersburgo. Trabaja de relaciones públicas y de mediador entre las grandes multinacionales que quieren establecerse en el país y el Gobierno ruso, que las recibe con los brazos abiertos. Además, suministra drogas y prostitutas a personalidades de todos los ámbitos de la sociedad en eventos internacionales, ya sean de carácter político, cultural o deportivo. —Hizo una pausa y añadió con una sonrisa—: Claro que eso no aparece en su currículum. Ven, quiero que conozcas a un colega mío experto en medicina legal.

—De acuerdo —dijo Thomas.

Se introdujeron por un laberinto de pasillos y despachos.

—Respecto al hecho de que te hayan seguido o te estén siguiendo, de momento, poco podemos hacer; eso sí, anda con cuidado. No quiero que vayas solo por ahí.

—Después de cenar he quedado con Gina en su apartamento.

—¿Con Marilyn?

—Ajá. Su espectáculo termina a las doce. Necesita que le eche un vistazo a las plantas del balcón, están mustias.

—Vaya, ahora se llama así a echar un polvo. ¡Qué elegante!

—Estás celoso, George.

—Por supuesto, esas enormes tetas deben de hacer maravillas… —dijo dando rienda suelta a su imaginación. Cuando se dio cuenta de donde estaba se aclaró la voz y continuó—: Pero no me parece conveniente que vayas a su casa. Llévala a nuestro hotel, es más seguro.

Thomas asintió, habían llegado a su destino. Entraron en un modesto pero amplio despacho, situado en la zona exterior del ala de administración. Este, a diferencia del de George, tenía dos pequeñas ventanas. Un hombre fornido de mediana edad, afroamericano, más parecido a un jugador de rugby que a un médico, se acercó y le tendió la mano de manera amistosa. Se presentó como Adam. Thomas respondió con un breve apretón de manos enérgico. Se sentaron en una mesa redonda de madera oscura situada en una esquina del despacho. Le llamó la atención la cantidad de fotos que había colgadas de las paredes. Predominaban las de paisajes en lugares exóticos desde donde el doctor aparecía con una amplia sonrisa y mostraba sus dotes para la aventura. También se fijó en el potos situado en lo alto de una recia estantería. Las hojas estaban marchitas y lacias.

—Perdona, Adam, pero veo que no tienes mucho aprecio por el potos.

—Me lo regaló mi hija para el despacho. No hay manera de que salga adelante, y eso que me aseguró que era la planta más fácil de cuidar de la floristería.

—Lo que le pasa a tu potos es que lo riegas mucho. Cuando tienen exceso de agua empiezan a amarillear las hojas, pierden fuerza y al final acaba por pudrírseles la raíz.

George se dejó caer pesadamente en una de las sillas giratorias mientras lanzaba un suspiro. Sin querer, impulsó la silla hacia atrás hasta que la detuvo la pared. Thomas lo ignoró y prosiguió.

—Yo lo pulverizaría durante unos días para recuperar esas hojas, tenlo siempre a la sombra y ya verás que crece muy fácil. Si alguno de los bultitos que le salen en las ramas toca el agua, o el suelo húmedo, enseguida saca raíz y lo puedes plantar en otro tiesto.

—Y ¿la tierra? ¿Qué te parece la que tiene?

Thomas se levantó y la tocó.

—Mejor, más ligera. Yo que tú compraría un saco de sustrato universal que contiene turba negra, guano, calcio y varios componentes más. Luego lo mezclas con arena y arcilla. Si, además, una vez al mes le pones abono líquido, tendrás un potos estupendo y frondoso.

George asistía asombrado al diálogo entre el doctor y su amigo. Conocía la afición de Thomas a la jardinería desde su época de perfilador en Washington; de hecho, le había ayudado en el diseño de su jardín, pero no alcanzaba a comprender tanto interés por una planta fea y medio muerta.

—¿Qué tal si dejamos de hablar de hierbajos y vamos a lo importante?

—Claro —dijo Thomas con una sonrisa, y tomó asiento.

—Adam lleva tiempo tras la pista del dopaje genético y está al tanto de lo que se cocina en los laboratorios. En este momento, dirige el análisis de las sustancias que hemos incautado.

—Bueno, sé que estás inmerso en una complicada investigación para tratar de esclarecer la muerte de seis deportistas, y sospechas que, aunque el informe forense ha dictaminado causa natural, tienes razones más que fundadas para decir que la verdadera causa ha sido el dopaje —resumió el doctor.

—Exacto, nuestra línea de investigación se basa en que el consumo de eritropoyetina provocó las muertes de las chicas.

—He echado un vistazo a los informes de George y creo que no puede ser casualidad que las seis procedieran de Europa del Este, residieran en la misma zona y murieran por un coágulo masivo que les causó la muerte de forma súbita.

—Perdona, Adam —interrumpió George—. Cuéntale a Thomas qué habéis encontrado en los sacos del puerto.

—Ten paciencia, antes quiero explicaros algo. El problema de los métodos actuales de dopaje es que se administran a los deportistas sustancias extrañas a su cuerpo que actúan aumentando el rendimiento atlético y que, en teoría, podrían ser detectadas en análisis. Pero, señores y señoras —dijo el médico de una manera teatral—, ya están aquí las técnicas de terapia génica al dopaje que permiten eludir los medios de detección más sofisticados. El cuerpo logra producir una mayor cantidad de sustancias para fomentar el crecimiento de los músculos o para frenar su degradación. Por tanto, no hay manera de distinguir los efectos de este dopaje de la actividad normal de los músculos.

—Pero ¿cómo actúa? —preguntó Thomas, interesado.

—Es sencillo de explicar. La regeneración y el crecimiento de los músculos están regulados por varias proteínas. Normalmente, este crecimiento lo estimulan las pequeñas roturas que produce el ejercicio en las fibras, lo que promueve el crecimiento del músculo. Otras proteínas inhiben un crecimiento desmesurado del músculo. Si se bloquea su actuación, como ocurre en algunos animales mutantes, los músculos llegan a alcanzar un porcentaje elevadísimo del peso corporal.

—¿Nos estás diciendo que, hipotéticamente, uno puede convertirse en un culturista con una pastilla? —inquirió Thomas bastante escéptico.

—Esto no es una teoría —sentenció Adam con una mirada paciente—. A unos ratones de laboratorio se les inyectó en sus músculos el gen de un factor de crecimiento muscular encapsulado en un virus, el virus adenoasociado, VAA. Este virus infecta fácilmente los músculos, pero no provoca enfermedades. Los resultados han sido bastante satisfactorios: la masa muscular total y el ritmo de crecimiento era un treinta por ciento superior a los valores normales, aunque se tratara de individuos sedentarios.

—¿Quieres decir que sin practicar ningún tipo de ejercicio han desarrollado musculatura? —preguntó George.

—Exacto. Estos resultados son muy interesantes para los deportistas que no quieran dejarse la piel en los entrenamientos. La masa muscular aumenta aunque no se realice ejercicio. También se pierde más lentamente tras realizar ejercicio y suspenderlo. La detección de estos fraudes es casi imposible, ya que la proteína generada es la misma que produce el organismo. La detección de los virus en los músculos no sería determinante, pues podrían encontrarse allí por causa de una infección natural.

—Pero… esto es una maravilla —dijo George—. Yo odio practicar deporte.

—¡Ah! Pero eso no es todo —continuó el médico—. Ha aparecido una manipulación más radical y peligrosa del tejido muscular. Para que lo entendáis de manera sencilla, las fibras musculares se clasifican en rápidas o lentas, según posean una forma rápida o lenta de la miosina, la proteína contráctil que flexiona los músculos. Los corredores de maratón poseen una gran proporción de fibras lentas en sus músculos, y los velocistas, de fibras rápidas.

El doctor se acercó a su mesa del despacho sobre la que había un botellín de agua. Bebió un trago y volvió a sentarse.

—Lo siento, ando con las cuerdas vocales fastidiadas. De joven cantaba en un coro de Gospel y, aunque fueron unos años fabulosos, llegamos a cantar incluso en Alemania, me dejó esta lesión de por vida.

Bebió otro sorbo de agua y continuó.

—La genética ya está investigando cómo modificar la proporción natural de fibras lentas y rápidas en los músculos para conseguir deportistas a la carta, diseñados para cada tipo de prueba. Incluso se especula con la posibilidad de activar formas de la miosina aún más rápidas, que están presentes en las células musculares humanas, pero no se manifiestan. Proceden de épocas en que los antepasados de los humanos estuvieron sometidos a presiones elevadas de depredación.

—No puedo creer que esto no tenga consecuencias para la salud —inquirió Thomas.

—No te falta razón. Estas técnicas pueden ser bastante peligrosas para los deportistas. Los músculos pueden llegar a desarrollar tal potencia que, durante el esfuerzo, quizá se lleguen a romper los tendones e incluso los huesos.

—Recuerdo la terapia génica utilizada en 2003 en Francia para curar a niños que padecían una inusual enfermedad inmunológica. Aunque el tratamiento logró corregir este defecto, les provocó leucemia —añadió Thomas.

El doctor asintió.

—Cuéntale a Thomas qué regalitos habéis encontrado en el laboratorio de nuestros amigos rusos —intervino George.

—Ya veo que estás impaciente. —Adam sonrió—. Desde esta tarde parece un tigre encerrado en una jaula, no sabe qué hacer para soltarlo a los cuatro vientos.

—Tú, cuenta, que no se lo va a creer.

—Estoy en ascuas —aseguró Thomas invitando al médico con un gesto de la mano a que prosiguiera su exposición.

—De acuerdo, una de las moléculas que hemos hallado es la del factor de crecimiento IGF-1, que desarrolla el músculo. Otra de las sustancias es el Repoxigen, un vector viral que multiplica la fabricación de EPO; provoca la activación de la síntesis de EPO cuando el músculo deja de recibir el oxígeno que necesita. Este principio permite la creación de EPO de manera endógena, lo que hace prácticamente imposible su detección. Y la tercera sustancia que hemos encontrado es la relacionada con la Miosina IIb. Su aumento permite una importante potenciación muscular y facilita la mejora de ciertas fibras.

—Esto es una locura. —Thomas no daba crédito a lo que estaba oyendo—. ¿Me estás diciendo que, en un futuro, en el deporte de élite tal vez la competición no se produzca en los estadios sino en los laboratorios biotecnológicos?

—No es en un futuro, Thomas, no es en un futuro —respondió de manera lúgubre el médico.