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Blanc entró en la cocina. Llevaba en la mano unas bolsas llenas de plantas medicinales secas. Abrió la portezuela de la botica y vació el contenido en unos cuencos de madera. La habitación se llenó de un olor a hojas de limón verbena, hinojo, hojas de menta, melisa y hojas de espino blanco. Con añoranza, pensó que ningún aroma podía superar al de Hanna Berg, la elegida por el diablo. Guardó las hierbas, separando las hojas de los tallos en tarros de porcelana. Su abuelo le había enseñado que el gordolobo servía para la tos, la milenrama curaba las heridas y la caléndula combatía los calambres estomacales.

Durante la mañana, mientras recogía las plantas del secadero había pensado un poema para Hanna Berg. Cada vez que se cruzaba con ella por los pasillos, cerraba los ojos y abría las fosas nasales en un intento por captar su aroma. Aún conservaba una débil impresión de ese olor grabada en el cerebro, y tenía que darse prisa si quería plasmarla antes de que desapareciese por completo.

La tenue y parpadeante sensación que permanece conmigo

me sabe a ti otra vez más,

otra vez más tu fragancia dura, intermitente, a mi lado,

y la aspiro al momento, ávido de la ausencia prolongada.

Se sentó decidido a acabar su poema. Al diablo no se le podía hacer esperar.