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Laura se despertó con un escueto mensaje de Thomas en el que le explicaba que se iba a Nueva York siguiendo una pista relacionada con el caso.

—Pues que te vaya bien —dijo en voz alta con un tono de rencor, porque no se había molestado en llamarla ni en invitarla a acompañarlo, ni siquiera se había despedido.

Todavía podía sentir el roce de sus labios en la boca. Se había lanzado a sus brazos como una insensata, sin sopesar las consecuencias. Pensó en sus manos y en sus hombros anchos y fuertes; sin lugar a dudas, lo que más le atraía de su físico. Y luego estaba ese lado travieso y malvado que lo hacía tan irresistible. Estaba claro, quería acostarse con él. Ya no se engañaba, después de lo que había pasado el día anterior, resultaba inútil luchar contra la evidencia. Puede que parte de la culpa la tuvieran las hormonas y que llevara unos meses sin hacer el amor con nadie, pero aun así, le había gustado lo que le dijo Thomas de mantener una relación con una mujer basada solo en el sexo. El muy ingenuo había interpretado su reacción como pudor cuando la verdad era que la había excitado. Laura decidió que se acostaría con él en cuanto terminara el caso y volviese a su trabajo.

Bajó a la cocina y mientras exprimía el zumo de una naranja marcó el número del señor Petrov con la mano que tenía libre. Le respondió una voz femenina que de forma educada le informaba de que el número estaba apagado o fuera de cobertura. Pensativa, se bebió el zumo de pie, después se acercó al calendario y marcó con una cruz el nuevo día. Parecía una carrera de obstáculos en el que la meta era la casilla señalada con un gran círculo verde. Sintió que dentro de su estómago se tejía una telaraña de nervios. De manera instintiva, se acarició el vientre. Sabía que era su imaginación, pero a veces tenía la sensación de que algo estaba creciendo allí dentro. Una lágrima rodó furtivamente por su mejilla. Se la limpió con mano temblorosa. Se emocionaba solo de pensar en la idea de ser madre.

Cuando terminó de leer el informe del señor Neuilly, era tarde. Comió algo y salió de casa a toda prisa, en dirección a la farmacia del tío de Irina. Tomó un taxi. Al entrar en la vielle ville de Montreux, el taxista vio que habían cerrado el paso.

—Perdone, señora, pero es imposible pasar. La única calle por la que podemos acceder está cortada. Si le parece, me detengo aquí, es lo más cerca que puedo dejarla.

—Está bien, no se preocupe, continuaré andando.

Laura torció hacia la zona peatonal. Al comienzo de la calle vio a un gendarme de brazos cruzados. Caminó hacia él.

Excusez-moi, ¿podría decirme qué ha ocurrido? —le preguntó.

—Se ha producido un incendio.

—¿Dónde?

—Lo siento, señora, pero si usted no vive en esta calle no puedo dejarla pasar ni darle más información.

—¿Sabe si el sargento Fontaine está por aquí? Por favor, ¿podría llamar y preguntar? Soy la doctora Terraux, forense del hospital de Chablais.

—Un momento, por favor —respondió el gendarme tras un instante de duda.

El policía se volvió y apretó un botón situado en su hombro. Torció la cabeza para hablar a través del altavoz del walkie prendido en el lado superior del pecho. La respuesta debió de ser afirmativa puesto que la dejó traspasar la valla de seguridad amarilla que cerraba la callejuela.

—En la siguiente esquina, a la derecha, encontrará al sargento Fontaine.

Merci beaucoup.

El espectáculo que Laura vio ante sus ojos era dantesco. Sintió un escalofrío que le paró el corazón y le congeló las manos. La farmacia Vasil había sido pasto de las llamas. De manera instintiva, se tapó la boca.

El sargento Fontaine caminaba con gesto decidido a su encuentro.

—¿Cuándo ha sido el incendio? —le preguntó Laura desde la distancia.

El sargento esperó hasta llegar a su altura para contestar.

—Esta noche de madrugada. A las tres de la mañana se recibió una llamada en el servicio de emergencias advirtiendo de un incendio. Para cuando llegaron los bomberos, poco se podía hacer, el fuego había consumido buena parte de la casa.

—Y ¿el señor Petrov?

Patrick negó con la cabeza.

—No se ha hallado ningún cuerpo en el interior de la farmacia. Todavía se desconoce el paradero del farmacéutico. Lo que sí sabemos es que el fuego fue intencionado. Rociaron con gasoil la farmacia y le prendieron fuego con una bengala lanzada desde el exterior.

Caminaban a la par en dirección a la farmacia. Los servicios de emergencia ya se habían retirado. Por la calzada aún corrían regueros de agua. Varias personas que estaban asomadas a las ventanas cuchicheaban. En una bocacalle unos cuantos curiosos contemplaban asombrados el efecto del fuego.

—Hemos ido puerta por puerta interrogando a los vecinos. Por la hora en que se produjo el incendio, va a ser complicado averiguar algo. Ya veremos. Toca esperar.

Laura asintió con la mirada fija en lo que había sido el hogar hasta no hacía mucho de Irina.

—¿Qué cree que le ha ocurrido al señor Petrov?

—Si le soy sincero, no tenemos de momento ninguna teoría. Todos los agentes están en alerta. El coche no estaba en el garaje, así que les hemos dado la descripción de Petrov y las características del vehículo. Hemos contactado con todos los hospitales y centros ambulatorios de la zona. Como ya le he comentado, es cuestión de tiempo que sepamos algo.

Laura no se detuvo y siguió avanzando. Le llegó el olor que sigue a un incendio; el espeso hedor a plástico quemado. Cruzó la cinta que delimitaba el escenario, el olor a humo era cada vez más intenso. La ceniza que flotaba en el aire se le pegaba a la piel, al mismo tiempo que los cristales crujían bajo sus pisadas. Caminaba como hipnotizada. Le costaba creer que aquello era la farmacia Vasil. El suelo estaba cubierto de barro ennegrecido por el hollín y el agua. Las paredes exteriores se alzaban en pie orgullosas, tiznadas por el humo; las llamas habían destruido el techo, solo quedaban unas vigas negras que lo cruzaban de lado a lado. El mobiliario prácticamente había desaparecido, o al menos lo que había sido su forma original; por todas partes, se esparcían trozos de madera quemada que formaban extrañas figuras. Laura respiraba con dificultad y su boca sabía a carbón.

Laura comenzó a toser aparatosamente. En ese momento, el sargento la agarró por la cintura y con suavidad la condujo fuera.

—Vamos, Laura, aquí ya no queda nada que ver.

Volvió a casa preocupada. Algo iba mal y solo podía empeorar.

Y el maldito Thomas en Nueva York, pensó con rabia, sin llegar a entender por qué no estaba donde se le necesitaba.

El día en la Gran Manzana transcurrió con más pena que gloria. No se había producido ningún avance respecto a los detenidos y la investigación policial seguía su curso. George dio rienda suelta a su vena de actor en la conferencia de prensa, y Thomas no podía hacer otra cosa que mantenerse al margen. Decidieron comer algo antes de que Thomas se fuera al hotel en el que ambos se alojaban. Quería darse una ducha e intentar dormir un poco.

En la calle Cuarenta y cuatro, a la vuelta de la esquina del Centro Internacional de Fotografía, se encontraba el Café Un Deux Trois. Un local que siempre estaba muy animado y que conservaba el encanto de un restaurante de época. Asientos corridos de cuero marrón, mesas circulares con sillas de madera antiguas, arañas de cristal y, lo que más le gustaba a Thomas, aquellas columnas rematadas con capiteles de motivos vegetales.

—Hoy me salto el régimen —declaró solemne George—, pero no se te ocurra decir ni una palabra a Catherine.

—Prometido. —Para dar solemnidad al momento, Thomas levantó la mano derecha en actitud de jurar ante un tribunal.

—Eres un payaso.

—No puedo evitar imitarte.

Se sentaron en una mesa cerca de la barra, alrededor de un impoluto mantel blanco con servilletas de tela y una pequeña vela en el centro.

—Como no es una comida romántica, la quito —dijo George agarrando la vela—. Me dan repelús las velas, me recuerdan las películas de terror que veía de niño.

—Estás de broma.

—Para nada. Además, estas delicadezas las dejo para ti y tus conquistas.

El camarero se acercó para tomar nota. No les hizo falta leer la carta, ambos tenían decidido de antemano lo que querían.

—Yo tomaré Boeuf Bourguignon y una ensalada verde —dijo Thomas.

—Y yo quiero una hamburguesa de cordero con curry, comino y cilantro —añadió George.

—Y ¿qué prefiere como guarnición? —preguntó el camarero—. ¿Cebollas perla y setas salteadas o patatas fritas?

George dudó un instante, miró su tripa y, lanzando un suspiro, se decidió por las patatas fritas. Para beber, Thomas pidió una botella de Pinot Noir y George una coca-cola.

—Tengo una noticia bomba, que pronto saldrá a la luz —dijo George excitado.

—¿De qué se trata?

—Cuando al ciclista Floyd Landis le quitaron el Tour de Francia en 2010, denunció que Lance Armstrong se dopaba.

—Imposible. Es un héroe nacional, no solo ha vencido un cáncer sino que tiene una fundación que lucha contra él. Lo he visto pedalear con algún presidente, incluso pensó presentarse como candidato a gobernador de Texas.

—Ya, ya, pero lo que no sabes es que el FBI creyó a Landis y nombró al agente federal Jeff Novitzky responsable de la investigación. Este Novitzky es un cazador nato, cuando huele a su presa ya no la suelta. Comenzó a interrogar a todas las personas relacionadas con Armstrong y, con ayuda de otros agentes federales, presentó los hallazgos ante un jurado de Los Ángeles, que se inhibió.

—Pero ¿adónde quieres llegar? —preguntó Thomas, intrigado, mientras probaba el vino.

—Pues que no se han dado por vencidos y han seguido recogiendo testimonios como el de su masajista, que declaró que se inyectaba cortisona, o de varios exciclistas que juraron que Armstrong consumía EPO y testosterona y que le realizaban transfusiones de sangre.

En ese momento el camarero llevó el estofado de carne con champiñones en salsa de vino tinto con patatas cocidas para Thomas y la hamburguesa, que George contempló ensimismado.

—No hay nada como una hamburguesa —dijo—. Mira qué tamaño, qué color, qué olor…

Thomas sonrió, su amigo parecía un niño ante un escaparate navideño.

—Y ¿qué va a suceder?

—Lo desconozco. El tribunal federal lo ha absuelto, pero creo que cuando la historia llegue al gran público Lance Armstrong estará acabado. En breve, le van a quitar los siete Tours y eso va a ser un escándalo.

—Increíble. Pero, que yo sepa, nunca ha dado positivo en un control antidopaje —dijo Thomas.

—Exacto. Pero se sabe que se ha dopado por lo menos desde 2005. No me extraña nada que la gente de la calle sospeche de los deportistas profesionales. Los jugadores de la NBA o los futbolistas de la liga española, por ejemplo, no se someten a análisis de sangre. Los primeros porque su sindicato se opone, los segundos, porque su federación aduce que son controles muy caros —argumentó George antes de atacar la hamburguesa.

—Entonces nadie habrá dado positivo de EPO.

George tenía la boca llena de patatas fritas, y Thomas tuvo que esperar a que tragara para obtener una respuesta.

—Eso es. Incomprensiblemente, el fútbol y el baloncesto han quedado al margen del pasaporte biológico impulsado por la UCI y la Federación Internacional de Atletismo, con la colaboración de la Agencia Mundial Antidopaje.

—¿Qué es eso del pasaporte biológico? —preguntó Thomas, mientras cortaba la carne.

—Es un modelo de predicción en materia forense, similar al que los del CSI utilizan para identificar el ADN en lugares donde se ha cometido un crimen. Un programa informático guarda los resultados de los análisis de sangre y orina que se le hacen al deportista. Cuando el sistema detecta algún cambio excesivo en el historial biológico, lo pone en conocimiento de las autoridades —explicó George a la vez que untaba una patata frita en la salsa.

—Creo que todo deportista de élite debería tener ese pasaporte y el que se negara quedaría vetado por las competiciones oficiales —adujo Thomas.

—Estoy totalmente de acuerdo.

—Y, por cierto, volviendo a lo de Armstrong, ¿la UCI no hacía controles?

—Armstrong donó una cierta cantidad de dinero a la UCI. Y se comenta que sobornó a un laboratorio cuando dio positivo en la vuelta a Suiza.

—¡Vaya con el héroe nacional!

—Y ahora, Thomas, vamos a hablar de cosas serias. Cuéntame con todo lujo de detalles ese asuntillo tuyo del trío.

El hotel Dylan estaba situado entre Madison Avenue y Park Avenue, frente a la mayor estación del mundo, la Grand Central Station. A Thomas le agradaba la mezcla de clasicismo y diseño del hotel, entre las prisas de la Gran Manzana y la relajación de un sillón de orejas al calor de la chimenea. Parecía un lugar secreto, al abrigo del Rockefeller Center, de Times Square y del Empire State Building.

Una vez en la habitación, pensó telefonear a Laura, pero tenía poco que contarle y aplazó la llamada para el día siguiente. Puede que también tuviera que ver el beso inesperado. Le ponía en una tesitura molesta. Tan solo el hecho de pensarlo perturbaba su, hasta ahora, idílica relación con la doctora. Nunca permitía que se interpusiesen las relaciones personales a las profesionales; cuando se traspasaba ese límite, lo único que se conseguía era que ambas acabaran. Pensó que podía prescindir de la doctora, puesto que la investigación transcurría despacio y sin grandes hallazgos. Estaba cansado y no deseaba pensar en Laura, Maire o Úna, tan solo quería darse una buena ducha y dormir un poco.

Se despertó sobresaltado. En la habitación reinaba la calma. Abrió los ojos en la oscuridad y tardó varios segundos en comprender dónde se encontraba. Se levantó de la cama y, desnudo, se acercó a la ventana. La luz mortecina del cielo con los diferentes colores del atardecer difuminados pacificaba el ordenado caos que era Manhattan a esas horas. Se sintió bien, descansado. Permaneció inmóvil contemplando el ir y venir de las personas que, como hormigas, se movían a cámara rápida con una misión que cumplir. Miró el reloj, comprobó sorprendido que había dormido dos horas.

Encendió la televisión y puso las noticias. Al rato se acordó de Gina, su vecina de Greenwich Village. Los años que vivió en Nueva York habían sido sin duda más agradables gracias a ella. Imitaba de manera notable a Marilyn en un club del Upper West Side. Sus curvas exuberantes, unidas a unos pechos enormes, provocaban que la gente se parara a mirarla. Mecía las caderas a cada paso marcando el ritmo con el repique de unos finos tacones de aguja. No salía de casa sin pintarse los labios de carmín rojo y un lunar en la cara. Antes de irse a Lyon, Thomas le había regalado todas sus plantas. Marcó su número y no obtuvo respuesta. Le dejó un mensaje en el buzón de voz, avisándole de su presencia en la ciudad y sus deseos de verla. Fue a afeitarse, pero se lo pensó mejor, no le quedaba nada mal la barba de un día; le daba un aspecto de tipo duro y bohemio. Se vistió con rapidez con un traje gris oscuro y una camisa blanca. Faltaba hora y media para su cita con George y sabía cómo aprovechar el tiempo que le quedaba.

Entró en Central Park a través de la Quinta Avenida, entre la Ciento cuatro y la Ciento cinco, por la puerta Vanderbilt. El Conservatory Garden era su sitio preferido de Nueva York. Era un elegante jardín que ocupaba seis acres, lleno de fuentes y árboles decorativos con una gran variedad de flores, sobre todo tulipanes y azaleas. Tenía que aprovechar el tiempo, pronto aparecería el guarda para decirle que cerraban. El jardín estaba diseñado con tres zonas bien diferenciadas: una de estilo inglés, otra, italiano y la tercera, de estilo francés. La parte central, el jardín italiano, era una enorme extensión de césped con una fuente en un extremo. Nada más entrar, el tiempo y el ruido del tráfico neoyorquino se detuvieron y, poco a poco, desaparecieron por completo. Thomas bajó el ritmo de sus pasos, en sintonía con el lugar donde se hallaba. El frenético caminar de hacía un momento, propio de las calles de Nueva York, allí resultaba ridículo, fuera de lugar. Se dirigió al jardín del sur, el de estilo inglés, que destacaba por su gran variedad de árboles de hoja perenne y sus macizos de narcisos. Admiró de lejos la ondulada cuesta de la hierba recién cortada. Pequeños insectos revoloteaban sobre los exiguos rayos del sol mortecino. La quietud del parque lo colmaba. Vio a un hombre que estaba sentado cerca del pequeño estanque construido en recuerdo de la escritora Frances Hodgson Burnett, autora de El jardín secreto. Llevaba un pantalón vaquero y una camisa blanca que resaltaba en la penumbra. Observaba a Thomas con interés y despreocupación, sin molestarse en disimular. Thomas no podía ver su rostro con claridad, pero comprobó que era bajito, moreno, con unos kilos de más. Sin dejar de mirarlo, se dirigió a él. El hombre no reaccionó al ver que se acercaba, pero Thomas sabía que lo estaba estudiando con atención; podía sentir el peso de su mirada. Aceleró el paso, estaba a poca distancia del desconocido.

El hombre retrocedió y se escabulló entre los árboles. Thomas no podía dejar que ese tipo se le escapara sin saber por qué lo espiaba. Empezó a correr tras él. Sus zapatos italianos no eran el mejor calzado para iniciar una persecución por la hierba, zonas de sombra, el césped era escaso y había más tierra, por lo que Thomas multiplicaba la velocidad de su carrera. Lo vio durante un segundo, su camisa blanca era un faro en la oscuridad incipiente. Se adentró en el pequeño bosque del jardín francés, compuesto por cientos de hayas y fresnos. Las ramas se entrelazaban impidiendo que la escasa luz llegase al interior. Las raíces de los árboles más antiguos brotaban del suelo adueñándose del lugar. Thomas tropezó, se agarró a una rama baja en un intento de no caer al suelo; la rama no aguantó y se quebró con un fuerte ruido seco. Antes de caer, se sujetó a un tronco. Recuperó el equilibrio, levantó la mirada, pero ya no vio ni rastro del hombre.

Continuó caminando, esta vez sin saber hacia dónde dirigirse. Un par de veces creyó ver de manera fugaz un destello entre las sombras, pero debía de ser un efecto de la luz o su propia mente. Cerró los ojos en un intento de oír unos pasos entre las hojas o un ruido delator, como el crujido de una rama. No oyó nada. Después de unos minutos, abandonó el bosque, cruzó la explanada del jardín inglés y salió por la puerta norte del Conservatory Garden. El ruido y el bullicio volvieron de repente, sin previo aviso. Aturdido, se detuvo en la acera. Respiró profundamente preguntándose dónde se habría metido aquel hombre y por qué razón lo seguía. Se sentó en un banco ajeno al trasiego de las personas que pasaban a su lado. No podía tratarse de su imaginación. Ese hombre, por alguna causa que no alcanzaba a comprender, lo estaba siguiendo. Y aquello no le gustaba nada. De hecho, lo primero que iba a hacer era llamar a George e informarle de lo sucedido.

Mientras Thomas se alejaba, un Audi de alta gama de color negro avanzó despacio por la Quinta Avenida a la altura de la calle Ciento cinco. Redujo aún más su velocidad a medida que se acercaba a él. Los espejos tintados de la parte trasera del coche comenzaron a descender; el hombre de la camisa blanca alzó la comisura del lado izquierdo de la boca en una siniestra sonrisa.