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El teléfono sonó en plena noche, interrumpiendo el sueño profundo de Thomas. Necesitó un tiempo para entender que era el sonido del móvil lo que lo había despertado. A tientas, encendió la lámpara y miró la pantalla que vibraba y se iluminaba de manera intermitente. Contestó con rapidez.

—¡George, por Dios! ¿Sabes qué hora es?

—¿No será, por casualidad, cinco horas menos que en Washington?

—Error.

—Es que a veces me armo un lío con esto de los horarios… Podías vivir como todas las personas que conozco, aquí en Estados Unidos, que es un país muy grande y hay sitio para todos. Pero no, tú tenías que marcharte al culo del mundo. Bueno, como ya estás despierto no importa.

—Juro que me las vas a pagar. No sé cómo, pero me las pagarás.

—Date por pagado, porque me he dedicado en cuerpo y alma a tu caso y he averiguado alguna cosilla. —Hizo una pausa—. ¿Tienes pensado volver por aquí?

Thomas se incorporó en la cama.

—¿Tan importante es?

—Ajá.

—Vamos, cuéntame…

Okay. La joya de la corona se llama Repoxygen. Es una terapia genética patentada por los laboratorios Oxford BioMédica para el tratamiento de la anemia. Se ha experimentado en ratones, que corregían su anemia y recuperaban los valores normales de glóbulos rojos. Según informa la web del laboratorio, el Repoxygen se encuentra todavía en fase de desarrollo preclínico; es decir, no es apto para el uso en seres humanos. Sin embargo, hemos averiguado que ya circula por el mercado negro y lo están utilizando médicos deportivos sin escrúpulos. Su administración permite al organismo disponer de EPO de forma permanente —dijo George sin detenerse.

Thomas no salía de su asombro. Todo vestigio de sueño se había esfumado.

—Parece ciencia ficción.

—Pues no lo es ni por asomo. Ya en 2006 hubo un juicio contra el alemán Thomas Springstein, entrenador y pareja de la atleta Grit Breuer, habitual de los podios mundiales en cuatrocientos metros. En un correo que se presentó como prueba en el juicio, Springstein solicitaba al médico holandés Bernd Nikkels la forma de obtener Repoxygen.

—¿En 2006? ¿Pero no dices que no era apto para humanos?

—Siempre hay gente zumbada. Introducir ADN en el cuerpo de un deportista mediante un virus inactivo puede alterar la conformación genética de una persona y mejorar artificialmente el rendimiento atlético, agrandando los músculos y aumentando el flujo sanguíneo —explicó George—. Y eso es un caramelito para descerebrados, aunque no tenga garantías, ya que no se conocen sus efectos secundarios.

—No puedo creer que lo que cuentas sea cierto —afirmó Thomas, a la vez que alcanzaba una libreta de la mesilla de noche para tomar notas.

—Pues así es. Además, el único modo de descubrir el engaño sería hacer una biopsia de tejido muscular antes de la competición y someter la muestra a complicados análisis genéticos. Pero, claro, esto no sería bien recibido por los deportistas.

—Vale, y ¿qué tienes?

—He husmeado un poco y me ha llegado un chivatazo que tiene muy buena pinta. Voy a hacer una redada con la DEA en la zona sur de Nueva York. Me han dicho que hay un laboratorio ilegal donde elaboran medicamentos. Lo dirigen tus amigos los rusos. Pensé que estarías interesado.

—Ahora mismo saco un billete para Nueva York —dijo Thomas—. En cuanto lo tenga reservado, te llamo.

—Cuando llegues, comprobarás que no hay nada como volver al hogar.

—Seguro. Gracias, George.

—De nada. Ya ves lo que tiene que hacer uno por ver a un amigo.

El vuelo procedente de Zúrich llegó al aeropuerto JFK a las nueve de la mañana. Thomas tomó el primer taxi que vio libre y se dirigió directamente a la sede de la DEA.

La redada se había efectuado de madrugada y, aunque a George le hubiera gustado que Thomas estuviera presente, el miedo a un chivatazo hizo que adelantaran la operación. Habían enviado a los METS, unos equipos móviles de apoyo especializados en este tipo de operaciones, y aunque habitualmente centraban sus esfuerzos en áreas rurales y pequeños núcleos urbanos con pocos recursos, combatir el crimen organizado era algo serio, y más, si se trataba de mafias del Este.

Aunque solo distaban diecisiete kilómetros desde el aeropuerto a la zona metropolitana, el tráfico era tan intenso que Thomas tardó algo más de hora y media en llegar a la ciudad.

—¡Caramba, George! —exclamó al verlo, mientras se colocaba la acreditación en la solapa de la chaqueta—. Si has perdido por lo menos medio kilo…

—Yo también me alegro de verte, franchute de mierda.

Se fundieron en un caluroso abrazo. Desde la reunión de Lyon no habían tenido oportunidad de volver a verse. Thomas se dio cuenta de que echaba de menos a su viejo colega.

—¿Qué tal el viaje? —le preguntó George.

—Estupendo. He dormido todo el vuelo.

—¿Y las azafatas?

—Horrendas y con alianzas de casadas —dijo Thomas con sorna.

—Desde luego, la crisis hace estragos en todos los ámbitos. Ahora recortan hasta en el personal más necesario. No sé dónde vamos a llegar —comentó George con un suspiro.

—¿Qué tal ha ido la redada? ¿Habéis conseguido algo? —preguntó Thomas para cambiar de tema.

George sonrió y levantó su pulgar en señal de triunfo.

—Ven a mi despacho provisional.

Lo condujo a través de un pasillo ancho y largo hasta una de las últimas puertas. La habitación no era más que un pequeño cuadrado con las paredes de color gris claro, con una mesa, un ordenador, un teléfono fijo y un archivador metálico. Una cafetera de la misma marca que el café que anunciaba George Clooney era el único lujo. No tenía ventanas y en su lugar se había colocado unas pequeñas rejillas de ventilación a lo largo de la parte inferior de la pared.

—Deprimente —murmuró Thomas echando un vistazo alrededor.

—Pero práctico. Ven, siéntate, que te cuento.

Thomas obedeció.

—¿Quieres un café? ¿Ristretto, lungo, così?

—Si no tienes leche, prefiero uno que sea suave —respondió Thomas con una sonrisa ante la sorprendente sofisticación de su amigo.

—Entonces una cápsula del café così, que es de intensidad tres. ¿Azúcar?

—Sí, dos, por favor.

George sacó una cápsula de color marrón y la introdujo en la cafetera. Al instante, el aroma del café inundó el cuartucho, que, como por arte de magia, se volvió un poco más acogedor.

—Hemos pillado a todos —declaró George a la vez que le daba la taza de café y se sentaba.

Thomas hizo un gesto de aprobación.

—Tenían filas de sacos listos para cargar en camiones. Los pillamos totalmente desprevenidos. No se lo esperaban. No te imaginas la que tenían montada… Era un antiguo almacén de neumáticos usados. Por fuera, pasaba desapercibido, había un montón de locales iguales, pero dentro… ¡Ay, amigo! Lo habían transformado en un laboratorio con la última tecnología.

—¿Y cómo disteis con él?

—Por el consumo de luz. Su factura era demasiado elevada para ser un simple almacén donde no se fabricaba nada. Hemos detenido a los empleados del laboratorio, a los dos conductores que esperaban dentro de sus camiones, a tres musculitos que cargaban las sacas y, lo mejor, al cabecilla junto con sus dos matones. Respecto al alijo, hasta dentro de un par de días no sabremos la cantidad incautada.

—¿Tanto había?

—No te puedes imaginar. La operación ha sido un éxito total.

—¿Alguno de los detenidos ha hablado?

—No, ni lo harán. A los empleados ucranianos ni se les habrá pasado por la cabeza. Son disciplinados, de la vieja escuela soviética, de los que han recibido entrenamiento militar. —George vio cómo Thomas asentía y se cruzaba de brazos—. No ha habido manera de que soltaran una palabra —prosiguió—. Además, ya les habrán amenazado, estos jefes mafiosos del Este no se andan con tonterías. Si tienen que matar a algún familiar para que no se vayan de la lengua, aunque sea en Ucrania, ningún problema, lo buscan hasta debajo de las piedras y lo hacen. Son fríos, calculadores y, lo peor, muy inteligentes. Ya verás al jefe, impone solo con mirarlo. Detesto tratar con esta gente —concluyó George, que jugueteaba con el cable del teléfono.

»Mi esperanza está en el cabecilla —continuó—. No creo que quiera pasar unos años en la cárcel, así que espero que acepte llegar a algún acuerdo. Si te apetece, vamos a hacerle una visita.

Thomas acogió con alivio la sugerencia, la habitación parecía estrecharse por momentos y amenazaba con aplastarlo.

Las películas reproducían con fidelidad cómo era una sala de interrogatorios. Un gran cristal cubría toda una pared. A Thomas le costaba acostumbrarse al hecho de que él pudiera contemplar con total nitidez la habitación y el detenido solo recibiera el reflejo de su propia imagen. Sentado y esposado a la silla, se hallaba un pequeño individuo que, de espaldas, debido a su delgadez y su baja estatura, hubiera parecido un muchacho. Tenía el pelo claro cortado al estilo militar; la palidez de su cara contrastaba con sus labios gruesos, de un rojo intenso. No llevaba camiseta y en su torso desnudo se marcaban las hileras de costillas. Thomas se sorprendió al ver que no llevaba tatuajes.

—Ivan Puskin —leyó George de unas hojas—, nacido en Tallín hace treinta y ocho años. Con catorce se fue de casa y deambuló por las calles robando todo lo que podía hasta que lo trincaron. Pasó dos años en un correccional del que se escapó. Fue detenido nuevamente, esta vez por el asesinato de una mujer, y encarcelado en Kiev. Tras nueve años, salió en libertad condicional. Se sabe que trabajó como mercenario en Chechenia, después volvió a su país. No sabemos a qué se dedicó allí, pero durante ese tiempo se licenció en filología inglesa y estudió física. —George alzó una ceja en un gesto de incredulidad.

—A mí me parece un ejemplo de superación —bromeó Thomas visiblemente incómodo. Nunca le habían gustado los centros de detención preventiva ni las salas en las que se interrogaba a los sospechosos. En un instante, una persona se transformaba en un animal acorralado sin escapatoria.

—¡Estos cabrones…! Ya te dije que eran listos —prosiguió George, mirando a Thomas en busca de complicidad—. No ha vuelto a tener problemas con la justicia hasta hoy. Nuestros agentes me han informado que llegó de forma legal a Estados Unidos, con una beca de investigación. ¡Qué bueno! Se le pierde la pista hace cuatro años. Desde entonces, su nombre circula como uno de los cabecillas de la mafia rusa. Se sospecha que es el responsable de la muerte de al menos cinco compatriotas que fueron encontrados maniatados y quemados en febrero de 2011.

—¡Vaya con el angelito! —exclamó Thomas.

Un compañero de George se acercó y le susurró:

—Llevamos siete horas de interrogatorio y no ha dicho nada. Quizá podríamos meterlo un rato en el calabozo, puede que allí se haga una idea de lo que le espera los siguientes años y se decida a colaborar.

—Me parece bien —dijo George—. Pero vigiladlo de cerca. Quiero la celda monitorizada las veinticuatro horas.

El hombre asintió. Dio una orden a sus compañeros y entraron en la sala. Thomas vio cómo tres hombres rodeaban al ruso, quitaban las esposas de la silla y se las volvían a colocar en las muñecas. El detenido pasó cerca de Thomas y él no pudo evitar pegarse a la pared de cristal para apartarse. Al llegar a su altura, Ivan Puskin se detuvo un instante frente a Thomas y, durante lo que a este le pareció una eternidad, sus miradas se cruzaron; la del detenido era fría y cortante. A continuación, Iván le sonrió. Un escalofrío recorrió la médula espinal de Thomas.