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Desde el día que visitó a El Mago, el veneno de la ira se había instalado en su cuerpo. Era domingo, y la oscuridad de la noche hizo que los pensamientos de Janik fueran aún más negros, así que decidió no esperar e ir a la abadía. Una apresurada brisa proveniente de las montañas arrebataba el calor de la tierra. El bosque le resultaba amenazante, con los matorrales moviéndose con el viento y el balanceo de las ramas que, como zarpas de gigante, se retorcían al compás de las ráfagas. Contra aquella atmósfera, contra los crujidos y los sonidos extraños, no se podía hacer nada. Janik experimentó una agitación que, unos metros más adelante, se convirtió en pavor. Tenía que salir de aquellas sombras si no quería derrumbarse. Por fin, a poca distancia de donde se encontraba, distinguió la abadía.

Golpeó la argolla de la puerta varias veces. Blanc no contestó. Decidió rodear la casa hasta la pequeña puerta de madera que daba acceso a la parte trasera de la vivienda.

—Blanc, ¿eres tú?

—¡Quieto! —gritó una voz conocida—. ¿Quién anda ahí?

—Soy Janik.

Blanc salió de entre la oscuridad, llevaba una linterna en la mano.

—¿Cómo se te ocurre venir por aquí a estas horas?

—Quería preguntarte algo —respondió Janik, intentando recuperar fuerzas—. Te he buscado en la residencia…

—He estado ocupado —dijo Blanc con determinación—. ¿Qué querías?

Janik hizo una pausa y tragó saliva, dándole tiempo a su ira para que se rearmara de nuevo. Además, estaba convencido deque aquel hombre tenía un punto de sentido común. Al final, se armó de valor.

—Era sobre Irina.

—Ya te dije que se la llevó el diablo, pero tú no me creíste.

La cólera volvió a ocupar el alma de Janik.

—¿Estaba en tratamiento?

Blanc levantó su dedo en señal de amenaza y se acercó a él. La luz de la linterna iluminaba el rostro del viejo.

—El diablo está escuchándonos —le susurró al oído—. No tienes ni idea de lo que es capaz de hacer. No pienso contarte nada. No seré yo quien desate su ira.

Janik pensó que estaba jugando con él, pero cuando lo miró a los ojos, vio que su semblante serio no dejaba dudas, creía lo que decía. Fue en ese momento cuando tuvo claro que Blanc le ocultaba la verdad y sintió como si una pequeña esquirla envenenada se clavara en el centro mismo del corazón.

El viejo desapareció por donde había venido y Janik se quedó inmóvil, con la mirada perdida y la certeza de que no descubriría las razones de la muerte de Irina. Sintió una lucidez que nada tenía que ver con los sentimientos. Irina tuvo que traer de su país algo más que su fuerza de voluntad y la obediencia ciega a sus preparadores. Blanc, de alguna manera, lo había descubierto. El viejo creía que era el diablo quien la había matado. Pero ¿acaso su obsesión no podía haber sido utilizada para beneficio de otra persona?, se preguntó Janik.

Por un instante, vio el rostro de Frank Stone pasar ante sus ojos.