Thomas llegó a Lyon a media mañana. En su planta bullía el frenético ritmo que imponía la multitud de pequeños despachos, teléfonos, personal tomando café en el pasillo… También notó que a su paso dejaba tras de sí un rastro de murmullos que sobresalían por encima de los ruidos cotidianos de los trabajadores.
—¿Dónde está Rose? —preguntó después de saludar a Charles, su sustituto mientras durase la investigación.
—Se despidió de manera repentina hace dos días, alegó algo referente a un motivo de salud.
Según la dirección que había conseguido, Rose vivía en el barrio de la Croix Rousse, una antigua zona obrera en la que se concentraba la industria textil. Ese barrio de los arrabales creció gracias a los comerciantes de seda que lo fundaron para huir del rígido sistema lionés, que cerraba las puertas de la ciudad durante la noche e impedía el paso a su interior. También construyeron los famosos traboules, pasillos y pasadizos en los edificios que comunicaban unas calles con otras. Comunicaban el viejo Lyon con la Croix Rousse, para que la preciada seda pudiera trasladarse de un lugar a otro sin que fuera dañada por la lluvia.
Pulsó el timbre de un edificio de apartamentos deteriorado en el que, en un rincón del portal, se apilaban botellas y envases de plástico vacíos. Una voz infantil respondió a través del telefonillo:
—Allô?
—Perdone, ¿vive aquí Rose Deveroux?
Rose colocaba nerviosa los platitos bajo las tazas. El aroma de café mezclado con canela envolvía la cocina. Oír la voz de su jefe la había descolocado completamente. Todavía temblaba y, aunque trataba de disimularlo sujetándose las manos con fuerza, sus acciones resultaban forzadas, como las de un autómata.
—Yo… Se preguntará qué hago aquí —dijo Thomas.
Rose no respondió y prosiguió con la complicada tarea de verter el café en las tazas sin manchar el estampado de margaritas del mantel. El niño que había respondido al telefonillo seguía absorto en los dibujos animados delante de la televisión del salón.
—Esta mañana, cuando he llegado al trabajo, me han informado de que usted ya no trabaja allí y, la verdad, no logro entenderlo. Si es verdad que está enferma, no tiene más que pedir la baja y asunto solucionado. Es una locura en estos tiempos de crisis dejar un trabajo como el suyo.
Thomas no sabía cómo abordar la cuestión que le preocupaba; que hubiera dejado el trabajo por lo sucedido entre ellos. Observó a Rose mientras se sentaba a la mesa en silencio, tras haber llevado el azucarero y unas pastas de mantequilla.
—No me va tan mal. Cuido de este niño por las mañanas. La semana que viene empezaré por las noches otro trabajo como acompañante de un señor mayor. Si no encuentro nada más, me volveré al pueblo con mi familia.
—¿Dónde vive su familia? —preguntó, aliviado de poder hablar de un tema sin importancia.
—En Berzé-la-Ville. Se dedican al cultivo del vino, de Beaujolais. Trabajan en una cooperativa.
Thomas miraba el pequeño remolino formado en la taza por su cucharilla al disolver el azúcar en el café. Rose lo contempló con tristeza. Intentaba grabar en su mente aquella cara que pronto desaparecería de su vida. ¡Había soñado tantas veces con ese momento! Los dos juntos en la cocina con una taza de café entre las manos, hablando de sus vidas, de sus deseos, de lo tonto que había sido él por tardar tanto tiempo en darse cuenta de que era la mujer de su vida… Por unos instantes, se recreó en la escena, quiso que durara, que no se desvaneciera, y esperó que Thomas pronunciara las palabras mágicas que tanto tiempo llevaba esperando para que su vida diera un vuelco y tomara un nuevo rumbo.
—Por cierto, este café está muy bueno. Nunca lo había tomado con canela —comentó Thomas.
Él no podía imaginar ni de lejos lo que estaba pensando Rose. En un intento de establecer una conversación segura, trataba de buscar un tema adecuado. Pensaba que hablar de vinos no era una mala opción, su familia se dedicaba a ello. Se convenció enseguida, su pensamiento cobarde solía ganar la partida con facilidad.
—¿Para qué ha venido? —preguntó Rose bruscamente.
La pregunta lo pilló desprevenido.
—Solo quería saber cómo se encontraba.
Enseguida se arrepintió de sus palabras, de la forma equivocada en que las había utilizado; se escondía tras ellas. Al instante, notó su efecto en el rostro de Rose. Se sintió culpable por su incapacidad para tratar de una manera clara el motivo de su visita.
—Es mentira —soltó Thomas de pronto—. Creo que se ha despedido por la situación que se creó a partir de la fiesta. Pienso que se ha visto obligada a irse porque se siente incómoda y ha decidido marcharse antes de que yo me incorporara al trabajo. Me siento culpable por ello, en ningún momento la he responsabilizado a usted.
—Yo… —comenzó Rose.
—Adivino —continuó Thomas, cortándola—, más bien sé, que no he actuado correctamente para liberarla del sentimiento de culpa. Le aviso de que no voy a permitir que deje su trabajo como mi secretaria personal. Es usted la mejor secretaria que he tenido nunca y, si persiste en su deseo de abandonar, sepa que me va a afectar profundamente. Así que le ruego que lo reconsidere.
Thomas se detuvo, asombrado y satisfecho de su discurso.
Se levantó, tomó la americana y mientras se la ponía le dijo:
—Es usted maravillosa, por favor, no me deje.
Por un momento, Rose se atrevió a mirarlo de manera limpia y directa. La acometió un deseo urgente de declararle su amor, pero se lo pensó mejor y optó por callar. Solo pudo bajar la cabeza y asentir a las palabras de Thomas, que parecían ser sinceras.
Cuando se quedó a solas, el aire le hablaba de él, de su olor, de su presencia. Recordó los gemidos y el sabor de su piel con un estremecimiento. Resignada, llamó a la hija del anciano para disculparse porque no iba a poder aceptar el trabajo.
Mientras fregaba las tazas de café, guardó las palabras de amor dirigidas a Thomas a la espera de otro momento que, sin duda, llegaría.