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Janik llevaba días teniendo escalofríos y calenturas, pero no se lo dijo a nadie hasta que una tarde su orina apareció teñida de rojo y decidió ir a visitar al Mago. El cielo estaba gris y soplaba un viento húmedo. Bajo la bóveda del cielo se extendía Les Diablerets como un enorme pozo rodeado de montañas. Janik, de camino a la abadía, perdió la noción del tiempo y en su mente se mezclaron los trayectos de ida y vuelta que había hecho desde la residencia a la abadía. No hubo semana en la que no ascendiese por aquella grieta del bosque en busca de la poción mágica. Se imaginaba a sí mismo rodeado de periodistas, que le preguntaban: «¿A qué se debe esa progresión tan meteórica?».

El Mago vio a Janik por una pequeña cámara que apuntaba la entrada desde uno de los laterales y le abrió la trampilla.

—Vamos por este otro lado. Hay una chica que está recibiendo tratamiento y no se la puede molestar.

Entraron en su despacho. A Janik le dolía la cabeza. Le contó los síntomas cronológicamente y sin olvidar detalle.

—No tienes de qué preocuparte. Es algo normal. Tu cuerpo está continuamente generando proteínas y a veces reacciona con los síntomas típicos de una gripe.

—¡Pero meo sangre!

—Eso es un exceso de hierro. Tómate esto y verás como mañana estás bien.

Janik pensó que no sabía nada de la vida de El Mago. Solo que su móvil estaba encendido las veinticuatro horas por si había algún problema. Se preguntaba qué hacía cuando no estaba en el laboratorio o en las competiciones, si tendría familia, si pertenecería a una organización. Además, estaba la relación tan extraña con el viejo. Tenía curiosidad por saber dónde se habían conocido y cómo habían llegado a instalar un laboratorio en la abadía.

De pronto, Janik se quedó petrificado. El Mago tenía el mismo acento que Irina. ¿Acaso se conocían? Se acordó de los nombres que había visto en las carpetas y los repasó mentalmente. ¿Tendría alguno que ver con ella? ¿Quizá el nombre de una de sus mascotas o el apodo de un familiar? No podía quedarse de brazos cruzados. Pero ¿qué podía hacer? El Mago no iba a confiarle los nombres de otros atletas. Solo había una manera de averiguarlo; tendría que indagar por su cuenta.

El sol se había ocultado detrás de las montañas. Janik conducía con las ventanillas bajadas. Se acercaba a toda prisa la noche, amiga de cuantos necesitan descanso después de una dura jornada de entrenamiento. Algunas estrellas resplandecían con fugaces e inapreciables destellos. Los músculos de sus piernas también emitían fogonazos acompañados de un leve dolor.

En esos momentos, cuando estaba a solas, volvía a hacerse preguntas incómodas. Preguntas que lo acompañaban al acostarse, pero que desaparecían a la mañana siguiente con la luz del día.