39

El domingo comenzó bien. Después de la tormenta del día anterior, el cielo apareció limpio de nubes. Laura abrió las ventanas de par en par y el aire cálido y húmedo circuló por la casa. Había dormido de un tirón y se sentía descansada y llena de energía. Decidió quedarse en casa, en pijama, limpiar un poco, leer y ver la televisión. Al mediodía, cuando acabó de recoger la última ropa de la secadora, llamó a la farmacia Vasil. Durante la espera su tensión fue en aumento, oía el tono pero nadie contestaba al otro lado de la línea. Decepcionada al no obtener respuesta, colgó. Deseaba creer que el señor Petrov cumpliría su promesa y le daría las pruebas necesarias para atrapar a los traficantes.

La música de Amy Winehouse sonaba por toda la casa. Siempre que escuchaba algunas de sus canciones le pasaba lo mismo, sentía pena por su muerte. Se preparó la comida, un simple bocadillo y una manzana, y salió al exterior. La tarde era cálida. Se sentó en el porche y observó que había crecido la hierba del jardín. Se prometió a sí misma solucionarlo después de comer. Estaba ensimismada quitando unas malas hierbas cuando una sombra le ocultó la luz del sol, alzó los ojos asustada y vio que era Thomas.

—¡Vaya, vaya, con la jardinera! Creo que se te da mejor abrir cadáveres que zanjas.

—¿Cómo has entrado?

—He dejado el dedo pegado al timbre de tu puerta como cinco minutos, después te he llamado varias veces al móvil, así que me he acercado a la parte trasera de tu casa y he saltado.

—Es ilegal.

—Lo que es ilegal es cómo cuidas el jardín. Déjame la azada —le pidió Thomas.

Se quitó el jersey y lo dejó encima de la mesa de teka. Laura le pasó la herramienta y Thomas, con gran pericia, acabó en unos minutos con las malas hierbas.

—Aquí lo que necesitas es una oveja o una cabra que te corte la hierba y a la vez la abone. Y en ese rincón —añadió—, plantaría unos tomates. Le da todo el día el sol, con muy pocos cuidados recogerías unos ricos tomates para septiembre.

Laura lo escuchaba con una sonrisa. Thomas agricultor. ¡Jamás lo hubiera pensado!

—Y ¿qué más debería hacer según tú? —le preguntó, divertida.

—No te burles, es una pena que en todo este terreno no tengas más que un árbol. Deberías sembrar plantas que no necesiten demasiada agua, así no las tienes ni que regar. Especies mediterráneas, por ejemplo, como la begonia, el lirio o los alelíes, son resistentes a la falta de humedad. De repente calló, alcanzó las tijeras de podar del cesto de mimbre y comenzó a podar el seto que daba a la calle.

—Deberías sembrar plantas aromáticas, huelen muy bien y las puedes utilizar para cocinar.

—Lo dudo —dijo Laura—, no sé cocinar.

Thomas se detuvo y la observó. Laura llevaba puesto el pijama y el pelo recogido en una coleta. En el pantalón, a la altura de las rodillas, tenía dos manchas de barro de forma circular.

—¿Sabes algo del tío de Irina? —le preguntó Thomas de repente.

—Nada. Lo he llamado antes y no había nadie. De todas formas, hoy es domingo y la farmacia cierra. No tiene por qué responder al teléfono.

Después de haber conciliado el sueño a altas horas de la madrugada, Thomas se había despertado muy tarde. Desayunó y sin tomar una dirección concreta se había dedicado a vagabundear por los alrededores. Durante el paseo, entre la soledad de los abetos y los pinos, tomó la decisión de detener a los responsables de la muerte de Úna; no importaba el tiempo que costase, acabaría encontrándolos.

—Volviendo a lo de antes, mademoiselle Terraux, ¿es usted capaz de estudiar medicina, hacer la especialidad y llegar a jefa de departamento sin saber cocinar? Es un hecho inadmisible.

—No he tenido tiempo para esas tonterías —se defendió Laura—. Siempre me ha parecido más interesante diseccionar un cadáver que cortar verduritas —argumentó, orgullosa.

—¿A qué te refieres con diseccionar? Supongo que a sacar tripas del cuerpo, serrar cabezas, abrir corazones… Un símil muy apropiado el de las verduritas… —argumentó Thomas con una sonrisa malévola—. Y como supongo que la idea de la cabra no va a prosperar, ¿qué tal si cortas la hierba con la segadora?

—No tengo cortacésped —contestó con altivez.

—Y ¿cómo lo haces?

—Con esto.

Laura le mostró unas tijeras con las hojas más largas de lo normal y dispuestas en ángulo recto.

—Pero… eso es tercermundista.

—Vosotros los yanquis no tenéis ni idea de medio ambiente. Solo se necesita un poco de tiempo y paciencia.

—Para, para, lo primero es que yo no soy yanqui sino irlandés, y lo segundo es que me parece imposible, en plena era tecnológica, que una forense jefe de un hospital tan importante —dijo con una lentitud ensayada recalcando sus últimas palabras— utilice una herramienta de la Edad del Bronce. Desde luego, eso quiero verlo.

Laura se colocó de rodillas y comenzó a cortar la hierba.

—¡Vas a tardar una eternidad!

—Lo suelo hacer por tramos. Hoy, por ejemplo, pensaba cortar la zona que está debajo del sauce.

—Ya… Pienso que la cocina y la jardinería ocupan el mismo puesto en tu vida. Pero podemos hacer un trato, tú lees el informe que mi jefe ha enviado y yo cocino y me ocupo del jardín.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente.

Laura dejó con placer las tijeras en el cesto y subió los dos escalones del porche. Entró en la casa, apagó el CD y se dirigió a su habitación. El espejo le devolvió su imagen. Se contempló horrorizada. El pijama de rayas amarillas y blancas que llevaba parecía un mantel y era varias tallas más grande que la suya. Un vistazo a su cara le recordó que no se la había lavado; una legaña le colgaba del ojo izquierdo. ¿Qué habría pensado Thomas? Él, que parecía siempre sacado de una portada de revista… Se desnudó rápidamente y se metió en la ducha. Al cuarto de hora ya estaba vestida con un pantalón pitillo azul marino de goma ancha en la cintura y una camiseta de algodón de inspiración marinera. Se maquilló los ojos de manera muy suave, con un poco de sombra y rímel gris, después se aplicó el colorete en las mejillas y brillo de color rojo en los labios. Comprobó el resultado satisfecha. El pelo lo dejó tal y como se lo había recogido para la ducha, con un pasador. Fue a la mesa del porche con el ordenador.

—Te he mandado un correo con el informe —le dijo Thomas.

Laura asintió. Se puso las gafas de sol y se sentó ante el ordenador.

—Me siento como una terrateniente. Desde las alturas diviso mis campos y vigilo que mis esclavos trabajen.

Thomas se quitó el sudor con el dorso de la mano y sonrió.

—Sí, bwana. Por cierto, mañana me voy a Lyon. Llevo un tiempo sin pasar por la oficina y quiero comprobar en persona cómo marchan las cosas.

—De acuerdo, pero ahora menos charla y más trabajar, si no me veré obligada a sacar mi látigo.

—¿Tienes un látigo? —preguntó Thomas con una mirada pícara.

Laura lo miró extrañada, intentando adivinar si hablaba en serio. Por su gesto socarrón, comprobó que así era. ¿Qué clase de gustos sexuales tenía como para creer que ella poseía un látigo?

—Es una broma, Thomas.

—Ya me parecía a mí…

Thomas prosiguió con su trabajo. En el lugar donde el seto terminaba y empezaba la madera blanca del porche, encontró una bolsa de plástico atada con un nudo.

—Me parece que te has olvidado de tirar la basura —dijo mostrándole la bolsa.

Laura se asomó y vio la bolsa de plástico blanca con rayas rojas.

—Por Dios. ¡Qué asco! Eso no es mío. Yo siempre uso bolsas de basura. Algún gamberro la habrá echado en mi casa. Además, está llena de barro y mugre. Déjala, luego la tiraré al contenedor.

—A sus órdenes, ama. —Thomas dejó caer la bolsa al suelo—. Necesito una cosa, ahora vengo —dijo de repente.

Atravesó el salón y salió por la puerta principal. Al cabo de un rato, apareció con un artilugio largo, en cuyo extremo asomaba una cuerda amarilla de plástico.

—¿Se puede saber qué es eso?

—Ahora mismo lo vas a ver.

Bajó al jardín, se colocó unas gafas protectoras y encendió aquella especie de escoba. Se oyó un ruido ensordecedor y la cuerda amarilla comenzó a girar de manera vertiginosa.

—¡Es una desbrozadora! ¡Se la he pedido a tu vecino! —gritó Thomas.

Ante los ojos asombrados de Laura, las hierbas altas desaparecieron como por arte de magia.

En su descenso, el sol parecía un gran globo naranja. Thomas y Laura observaban el final del día desde el porche. Habían cenado una ensalada, una tabla de quesos, patés y pan de nueces y pasas. El sonido de las cucharillas dando vueltas a sus respectivos chocolates calientes los sumió en una agradable calma.

—¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo Laura.

Thomas asintió mientras se balanceaba en la mecedora.

—¿Estás casado?

Desde que lo conoció, Laura se moría de ganas de saberlo.

—Aunque sea una pregunta muy indiscreta, te contestaré. Estoy divorciado.

—Y ¿qué pasó? —preguntó ansiosa por saber más.

—Fue hace muchos años. Nos conocimos en la universidad. Yo estaba en un momento en el que había dejado muchas cosas atrás y me sentía un poco desesperado. Pensé que la quería, pero solo la necesitaba. En las relaciones, el momento es todo en la vida. Y ella llegó en el momento adecuado, cuando más indefenso me sentía; lo que ahora me parece que era claramente una relación abocada al fracaso, antes la veía perfecta. Lo nuestro no funcionaba y acabé liado con una profesora de la universidad veinte años mayor que yo. Al final ella lo descubrió. Fue una equivocación, como tantas otras…

—¿Tuvisteis hijos?

Laura vio cómo se tensaba el cuerpo de Thomas. Sus facciones se endurecieron y su boca se transformó en una mueca.

—No, no tengo hijos.

Tomó un sorbo de chocolate y se meció de nuevo. Hubo un silencio que a Laura le resultó incómodo; no se atrevió a hacerle más preguntas.

—Y tú ¿te has casado? —se interesó Thomas.

—¿Yo? Ni por asomo. Jamás he querido casarme.

—¿No ha habido nadie en tu vida que te haya hecho dudar? —preguntó, incrédulo.

—Mario. Cuando los dos terminamos la carrera de medicina decidimos probar el voluntariado y nos fuimos a ejercer a África.

—¡Vaya! ¡Qué intrépida la doctora!

—Le dije que por él me iría al fin del mundo y se lo tomó al pie de la letra. Nos fuimos a Mali. La experiencia fue horrible. Desnutrición, sida, infanticidio, un machismo exacerbado… Trabajábamos de sol a sol con unas condiciones climáticas horrorosas. Te pasabas una semana alimentando a un niño desnutrido sin resultado alguno. Sospechabas que la causa de que no mejorara podía ser otra diferente a la alimentación, como que tuviera SIDA, pero no teníamos ni para hacerles la prueba de VIH. Al cabo de tres meses finalizó nuestro contrato y volvimos a Suiza. Vivimos juntos, viajamos, disfrutamos de la vida, pero un día Mario me dijo que le habían ofrecido un trabajo en el Congo y que lo iba a aceptar. Yo sabía que no era cierto, que no habían ido en su busca con una oferta de trabajo; él quería ser cooperante y hacía tiempo que había enviado, a mis espaldas, unos currículums.

Laura hablaba mientras contemplaba los últimos rayos del sol ocultándose entre las montañas. Sus ojos brillaban como dos piedras preciosas y su cabello parecía fuego. Thomas la miraba embelesado. En ese instante, parecía una diosa recién salida del Olimpo, bella, altiva, fuera de lugar en ese porche y en ese mundo.

—Yo no quería acompañarlo, y lo peor era que Mario lo sabía. Así que lo que parecía una verdadera historia de amor se terminó en una semana, el tiempo que tardó en recoger sus cosas. Desde entonces he tenido alguna historia, pero nada parecido a lo que sentí por Mario.

—Ningún otro ha estado a su altura.

—Eso es.

Ambos se miraron y sonrieron. Thomas se acercó un poco más a Laura. Ella notó su olor. De manera inconsciente, cerró los ojos un instante para sentirlo más intensamente. Después, contempló los ojos oscuros y atormentados de Thomas. No podía negar que le atraían como dos agujeros negros hacia el abismo. Se dejó llevar y lo besó. Los labios de Thomas eran suaves, y Laura los acarició con su boca de manera lenta y sensual. Notó cómo su cuerpo se excitaba y quería más.

—Thomas… tienes una boca hecha para ser besada.

—No sé si es un cumplido y agradecértelo.

—¿Por qué dices eso? —le preguntó sin entender nada.

—Porque besar no es lo que más me gusta.

Laura notó que el tono de su voz había cambiado, era más cortante; se apartó un poco.

—¿Sales con alguien? —preguntó, visiblemente contrariada por la frialdad de sus palabras.

—Con nadie. No quiero saber nada de mujeres. Ni nada que tenga que ver con el amor, el compromiso y demás historias que van asociadas a una relación.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Solo deseo una relación basada en el sexo.

Laura no pudo evitar tragar saliva de manera aparatosa, como si una espina la estuviera asfixiando.

—Te he escandalizado.

—En absoluto.

—No sabes mentir.

—Lo que acabas de decir es infantil y hedonista. Te has puesto la máscara de Casanova, pero a mí no me engañas. En el fondo, todos necesitamos compañía. Ya no se lleva eso del lobo solitario.

—Tú misma. Si quieres creer que soy así para pensar que soy una buena persona, un hombre según tus principios y valores, créelo, pero te equivocas. Ni espero ni deseo que surja una mujer para rescatarme de la soledad de mi vida. Es más, me aburren esas historias de juntos y felices para siempre. Si hurgas un poco, siempre huele raro.

—¿Tanto la querías? —preguntó Laura sin pensar.

Thomas dio un respingo. No se lo esperaba. Miró su reloj y se levantó.

—Perdona, Laura, es tarde y últimamente no duermo bien. Me voy a ir al hotel —se disculpó precipitadamente.

—De acuerdo —contestó ella, sorprendida.

—Mañana hablamos. Y si no te ha llamado el tío de Irina habrá que hacerle una visita. Es la única pista fiable que tenemos por ahora.

Laura asintió sin mirarlo. Le dio la espalda y comenzó a recoger los restos de la cena.

—Espera —dijo Thomas—, ya lo hago yo.

—No hace falta, estás demasiado cansado —respondió, molesta.

—Si te han incomodado mis comentarios, lo siento. No quería que te formaras una imagen romántica de mí. Además, nunca mezclo trabajo y placer.

—Thomas, eres un poco prepotente. Crees que porque esté soltera y libre busco un hombre al que pegarme como a una lapa. Pero olvidas algo obvio, que soy una mujer independiente, con dinero, atractiva y feliz de vivir sola. Cuando he dicho que todo el mundo necesita compañía, no me refería exactamente a una pareja.

—¿A qué entonces? —preguntó Thomas desde el marco de la puerta.

—No sé… a amigos, hijos, perros, gatos, familia, esas cosas.

—Ya, esas cosas. De todo lo que has dicho me quedo con el perro. Creo que es lo ideal para no sentirte solo. ¿Y tú qué eliges?

—Elijo todo, menos un hombre.

—La doctora es exigente, no esperaba menos.

Thomas entró en el salón rumbo a la entrada principal. Laura lo siguió, dejó la bandeja en la cocina y lo acompañó a la puerta.

—Gracias por la cena y por el jardín, está irreconocible.

—De nada, ha sido un placer. Gracias a ti por el beso, ha sido reconfortante.

Laura cerró la puerta de manera más brusca. Reconfortante, ¿qué narices quería decir con reconfortante? ¿Cómo un beso podía describirse como reconfortante?, pensó con ira. Desde luego no podía ser más patético. Se burló de Thomas imitándolo, «me quedo con el perro».

Aspiró con movimientos enérgicos las migas de pan que habían caído al suelo del porche, si no al día siguiente estaría lleno de hormigas. De pronto, se acordó de la bolsa de plástico nauseabunda, que seguía tirada en el seto. Con rabia, descendió los dos escalones del porche, la agarró de las asas con dos dedos y, conteniendo la respiración, salió a la calle y la tiró al contenedor de basura orgánica.