Laura bajó la cabeza y se contempló el vientre. Imaginó que, en ese momento, allí dentro podía estar desarrollándose una vida. Aunque desde hacía tiempo no podía dejar de pensar en ello, le parecía más irreal que nunca. Le resultaba tan ajeno que desafiaba su capacidad para asimilarlo. Se acarició con ternura la tripa. Después de un día tan largo, se creía en la obligación de mimarse un poco. Antes de quedarse dormida, deseó con todas sus fuerzas estar embarazada.
Era noche cerrada cuando el señor Oleg Petrov recogía las muestras de la última EPO en su pequeña cocina, donde estaba envolviendo una probeta en un plástico lleno de pequeñas burbujas de aire. Sacó del congelador una cajita de corcho blanco en cuyo interior se hallaba la sangre helada de su sobrina. Tenía que darse prisa, si no, la sangre no serviría para nada. Introdujo en una bolsa de plástico abundantes cubitos de hielo y metió las muestras en su interior, le hizo un nudo y buscó las llaves del coche. Se encontraba a unos pasos de la puerta cuando oyó un ruido.
Se detuvo. Como por acto reflejo, contuvo la respiración. Nada. Solo oía el tictac del reloj del salón. Siguió quieto. Despacio, sin saber qué se iba a encontrar, avanzó con cautela. Primero un paso, luego otro. Tanteó la pared en busca del interruptor. Se paró de golpe. De repente, no estaba tan seguro de encender la luz. Decidió no hacerlo. El problema era que no podía salir por la puerta delantera, frente a la que tenía aparcado el coche, pues las campanillas sonarían al abrirla y delatarían su presencia. Retrocedió. Entonces notó un movimiento tras él y se volvió. Una sombra salió de detrás del sofá y de un salto se plantó en medio de la sala. No podía verlo bien, pero se trataba de un hombre joven, fuerte y muy musculoso. El hombre se paró frente a él y le dedicó una extraña sonrisa.
—Viejo, dame la bolsa.
Tenía una voz ronca, algo gutural, que le provocó un estremecimiento.
—No.
—Ignoras que te puedo matar y luego quitártela. Tienes que ser un poco inteligente, viejo.
—No tengo miedo a morir.
El hombre avanzó unos pasos sin dejar de sonreír, era un depredador acorralando a su presa. Petrov comprendió lo que iba a suceder, la muerte de su sobrina quedaría impune y todo acabaría allí donde había comenzado, en la farmacia Vasil. Retrocedió.
El hombre avanzó, despacio, con sigilo. Parecía disfrutar del momento.
—Venga, sé bueno y dame lo que tienes en las manos.
El viejo caminó hacia atrás hasta llegar a la inmensa sala de la farmacia. Sin dejar de mirar al hombre, sorteó el mostrador y continuó arrastrando sus pies de manera sigilosa hacia la puerta.
—Vaya, vaya, el viejo quiere vivir… Me has mentido, pillín.
En dos grandes zancadas el hombre se situó frente a él. El señor Petrov observó asustado cómo se ajustaba los guantes de piel, primero el izquierdo, luego el derecho. De repente, una luz iluminó el escaparate y deslumbró al asaltante, que en un gesto reflejo se protegió los ojos con las manos. El señor Petrov aprovechó para abrir la puerta. El sonido de las campanas rasgó la tensión del momento. Se dio cuenta de que era un coche de policía. Corrió tras él, pero no pudo alcanzarlo; ciertamente, era demasiado viejo. Se escondió en un pequeño jardín, entre unos arbustos. Tenían unas enormes espinas que se le clavaban en el cuerpo como agujas. Le traspasaron la tela de la ropa y se adentraron en la piel. Nada de eso le importaba mientras tuviera aferrada la bolsa de plástico blanca con rayas rojas.
No sabía cuánto llevaba allí, había perdido la noción del tiempo. Intentó levantarse, pero sus huesos fríos no le respondieron. Cada uno de sus movimientos era una tortura, las espinas se hundían más en la carne. Trató de combatir la rigidez de sus piernas con pequeños golpes. Cuando creyó que estaba preparado, contó hasta tres, se puso de rodillas y, agarrándose a una rama, se levantó. Apretó con fuerza la bolsa y sin pensarlo corrió en busca de un taxi que lo llevara a casa de la doctora Terraux.