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A escasos cien kilómetros de donde se alojaba Thomas, Janik observaba el bosque desde la ventana. El día había amanecido sin nubes, como esos días frescos del verano. Las copas de los árboles se mecían al compás del latido del viento y silbaban como si quisieran avisar de algún peligro inminente. Entre un claro del bosque se divisaba la abadía. Blanc le helaba la sangre. La sangre que pronto iba a abandonar su cuerpo. El trayecto a la abadía le pareció más largo que la primera vez. Un quebrantahuesos volaba entre los picos. Un proyecto europeo había decidido repoblar los Alpes con especies desaparecidas. A principios del siglo XIX, los cazadores mataron a los animales de las montañas porque creían que por las noches se transformaban en demonios. Acabaron casi por completo con las cabras montesas, los quebrantahuesos, las águilas reales, los linces, los lobos y los osos. Pero el programa de repoblación de los últimos años había sido un éxito. Las cuevas, las madrigueras y los riscos recuperaban a sus antiguos moradores.

La brisa movía ahora las ramas bajas de los árboles acompañando a Janik durante el recorrido. Tenía que estar alegre, se decía, como se está los días en los que el sol calienta el ánimo, pero no podía borrar de su mente la aguja con la que perforarían su piel. Llegó a la entrada de la abadía. Un hombre ataviado con una bata le abrió la puerta.

—Acompáñame, por favor. Desde hoy tienes que tomar este camino. Tendrás que venir con frecuencia para que te midamos el hematocrito.

Esta vez no entraron en la casa de Blanc, lo que tranquilizó a Janik. Todavía recordaba el olor a huevos podridos que flotaba en el ambiente. Rodearon la abadía arrimados a los muros. Atravesaron la puerta y, entre trozos de losetas en los que crecía la hiedra, llegaron al camino que conducía a la trampilla.

El Mago estaba sentado en la mesa. Parecía tranquilo.

—Hola, Janik. Vamos a empezar. Él es mi colaborador —dijo, refiriéndose al hombre que le había abierto la puerta—. Va a encargarse de tus tratamientos. Como pronto comprobarás, no habla mucho, pero es el mejor en su profesión. Te dejo en buenas manos.

El hombre no perdió el tiempo en saludos. Se puso unos guantes de vinilo y reunió lo necesario para la transfusión.

—Desnúdate de cintura para arriba y siéntate en la camilla.

—¿Qué me vas a hacer? —preguntó Janik, nervioso.

—Te voy a tomar la tensión.

—Ya, pero vas a sacar sangre, ¿no? —Janik comenzó a morderse las uñas.

—Te vamos a sacar novecientos mililitros de sangre y la congelaremos a menos ochenta grados centígrados.

—¡Joder!

—Túmbate y cierra la mano con fuerza.

—Me dan un poco de grima las agujas.

—Pronto te acostumbrarás.

La aguja entró en la vena. Janik cerró los ojos, la visión de la sangre le revolvía el estómago.

—Aprieta con fuerza la gasa.

—¿Ya hemos acabado? —preguntó Janik, impaciente por terminar. Se sentía extraño. Miró alrededor en busca de algo que le resultase familiar, cercano, pero aquellos objetos que lo rodeaban no tenían ni una pizca de alma.

—Por hoy, sí. Puedes vestirte.

El hombre abrió la tapa de un cilindro metálico del que salió un vapor helado. Apuntó algo en una de las hojas y miró el reloj.

—Acompáñame, por favor.

Salieron del laboratorio y entraron en una pequeña estancia, en la que había una mesa con varias pilas de papeles y un ordenador moderno; detrás de la pantalla estaba el Mago. A su espalda, varios muebles de oficina contenían carpetas con nombres. Janik los leyó: «Urko», «Nibelungo», «Kirby», «Cromañón». ¡Vaya nombres más extraños!, se dijo. El Mago movió la silla con ruedas y su sonrisa apareció de detrás de la pantalla.

—Ya tenemos tu sangre llena de glóbulos rojos descansando.

—Y ahora, ¿qué?

—Ahora a esperar. Dejaremos que tu cuerpo reponga de manera natural los valores. El proceso dura entre cinco y siete semanas.

—Y ¿después?

—Cuando comprobemos que has recuperado tus valores de hemoglobina, hierro y glóbulos rojos, te haremos la transfusión.

—¿Me vais a meter toda la sangre de golpe? —preguntó Janik; quería conocer todos los detalles.

—No, eso supondría un riesgo. Si te metemos todo ese volumen de sangre, la tensión aumentaría rápidamente y se podría formar un trombo. Lo que hacemos es quitar el plasma y quedarnos con los glóbulos rojos.

—¿Cuánto es más o menos?

—Unos trescientos mililitros.

—¿Qué efectos tienen?

—Hacen que tengas parámetros como la hemoglobina, o los glóbulos rojos, al máximo nivel permitido durante más de tres meses.

—¿Es peligroso?

—En absoluto. Te daremos unas sencillas indicaciones el día que vengas a hacer la transfusión. Lo único que tienes que hacer es seguirlas al pie de la letra. Por cierto, ¿cómo van los entrenamientos?

—Ya he empezado a rodar media hora y no tengo ninguna molestia.

—Te dejaremos entrenar unas semanas y empezaremos con los tratamientos de hormona de crecimiento y con la EPO, pero antes tenemos que controlar muy bien los niveles de hematocrito hasta que veamos cómo reacciona tu organismo.

—¿Tendré que pincharme?

—Ahora que lo comentas, tienes que agenciarte una pequeña nevera —le recordó el Mago antes de responder a su pregunta.

Como la nevera que llevaba Viktor cuando llegó a la residencia, pensó Janik; seguro que, además de sus bebidas isotónicas y sus batidos, servía para enfriar otra clase de líquidos.

—Sí, tendrás que pincharte. Pero todo a su tiempo.

—No sé si podré. Tengo pánico a las agujas.

Janik bajó la cabeza, avergonzado por confesar su secreto.

—Lo superarás. Te lo aseguro —le dijo el Mago para tranquilizarlo.

Un pensamiento lo atormentaba desde que se encontró con el Mago. ¿Y si Irina, como insinuó el poli de la Interpol, se había dopado? ¿Y si había ido al laboratorio y le habían inyectado un medicamento que la mató?