Thomas estaba en el salón comentando los progresos realizados, mientras Laura lo escuchaba desde la cocina. Preparaba un par de bocadillos vegetales con atún, huevo duro, lechuga, queso y tomate cortado en finas rodajas. Cuando terminó de colocarlo todo en el pan, vio que la cebolla de la sartén ya estaba frita y la añadió al bocadillo.
—La tal Tania Popova desconocía totalmente que el abrigo tuviera esa poesía. Al morir Arisha, vio la oportunidad de quedarse con su plumífero. Tenías que haber visto la cara que puso cuando le pregunté por él, se puso roja. Parecía que iba a explotar, como cuando en los dibujos animados alguien come picante y empieza a salirle humo por la cabeza.
Laura rio. Colocó la baguette crujiente encima de una gran bandeja de bambú. Añadió una botella de Chardonnay blanco y un par de copas. Sacó del horno unos croissants rellenos de chocolate y los puso en la bandeja.
—¿Estás segura de que no quieres que te ayude? —se ofreció Thomas entrando en la cocina.
—Te llama el olor del chocolate, ¿no? —preguntó Laura riendo.
—Touché.
Laura abrió con el hombro la puerta batiente que separaba la cocina del salón y Thomas la siguió.
—Bien, tenemos a las mafias que se dedican a fabricar medicamentos —expuso Thomas mientras abría la botella de vino—, entre las que destacan por goleada las rusas.
Laura apoyó la bandeja en la mesita situada entre los dos sofás.
—También está el tío de Irina, que nos oculta algo —añadió, a la vez que le daba un buen mordisco al bocadillo.
—Hemos encontrado poemas escritos a tres de las chicas muertas. —Thomas llenó las copas de vino—. Dos de ellas se alojaban en Les Diablerets y la otra entrenaba allí. No puede ser casualidad. Doy por hecho que el autor o trabaja o vive allí.
—Pero no sabemos si es el asesino —añadió Laura—. Tampoco tenemos constancia de que no haya más chicas en Les Diablerets que hayan recibido poemas.
—Por lo que he podido averiguar, nadie tiene ni idea de la existencia de estos poemas. Después de hablar con Tania Popova, sondeé a varias chicas y todas mostraron la misma extrañeza.
—Te recuerdo que son jóvenes y, por tanto, reservadas —dijo Laura—. Creo que sería mejor si voy yo a Les Diablerets. Quizá les resulte más fácil hablar con una mujer.
—Puede que sí, desde luego merece la pena intentarlo. Me preocupa lo que te comentó el de la lucha contra el dopaje.
—El señor Flaubert, el de AMA —confirmó Laura.
Thomas asintió. Estaba a punto de terminarse el bocadillo.
—¿Quieres otro? —preguntó Laura sonriendo.
Thomas negó con la cabeza.
—He acabado tan pronto para atacar el postre. No puedo resistirme al chocolate —dijo después de dar el último bocado—. Como te decía, el del AMA nos ha cerrado el camino para encontrar una prueba de EPO en las chicas muertas. Desde el punto de vista policial, no tenemos nada. Tiene razón Hulk… —continuó Thomas.
—No lo llames así, es muy agradable —le recordó Laura.
—El sargento Fontaine tiene razón —rectificó Thomas, y Laura bajó la cabeza en señal de aprobación— cuando alega que no tenemos nada. No hay caso. Son muertes naturales.
—Pero tenemos la declaración del tío de Irina, que admite sin ningún pudor que Úna y su sobrina se dopaban. Es farmacéutico, tiene que saber quién les administraba las sustancias. Además, está lo de Poche, la manera tan repentina en que se fue.
—Tienes razón. —Thomas se recostó en el sofá con la copa de vino en la mano—. Si no queremos dar el caso por cerrado, tenemos que apretar las tuercas a Petrov.
—También hay que hablar con el mánager.
—Lo tengo en mi lista. Lo llamé hace dos días y me dijo que se encontraba fuera del país —dijo Laura—. Es un tipo escurridizo y con mucha labia. He investigado sobre él, está limpio. Siempre tiene una excusa para no vernos y no lo puedo obligar. No sé, insistiré… Aunque he averiguado algo que te va a encantar, su mejor amigo se llama Hugo Keller.
—Pues ese nombre no me suena de nada.
—Ya. Si te digo que es hijo del presidente de la multinacional farmacéutica Poche, seguro que la cosa cambia.
—¡Vaya! ¡Qué casualidad!
En otra habitación sonó el móvil de Laura.
—Perdona, voy a ver quién es.
—Tranquila, mientras tanto ataco el croissant.
Thomas le dio un mordisco al bollo, y pequeñas escamas de hojaldre cayeron en la bandeja. Después se recostó en el sofá y cerró los ojos. Los pensamientos de los últimos días se agolparon en su mente como inmensos nubarrones que llegaban para ensombrecer su vida. Sabía que estaba aletargado a la espera de que las cosas se fueran diluyendo por sí solas, hasta que dejaran de tener importancia. Sabía que se engañaba a sí mismo, pero hasta ahora le había funcionado. El trabajo tapaba unos sentimientos que, cuando afloraban, golpeaban sin piedad. Le sorprendía el dolor. No sabía cómo actuar ante él. En el pasado había optado por huir, ahora esa opción se le antojaba imposible. La traición de Maire, la muerte de Úna… Descubrir, cuando ya no tenía remedio, que era padre, lo superaba. Por segunda vez en su vida, un suceso amenazaba la armadura con la que se había protegido todos esos años. El momento que más temía era la noche, cuando se hallaba a solas; no encontraba ningún rincón donde esconderse. Pensaba que nada más llegar a Estados Unidos tenía que haber llamado a Maire, pero era demasiado joven y cobarde. Quizá si lo hubiera hecho, las cosas serían diferentes y Úna no estaría muerta. Le comían los remordimientos.
—Ya estoy de vuelta —dijo Laura—. Era mi compañero Julien, el técnico del hospital. Han llegado los informes toxicológicos de Irina y no ha encontrado nada. Ya lo imaginaba… Pero tenía que intentarlo.
Se dejó caer en el sofá y soltó un bufido.
—A veces ciertas sustancias pueden ocultarse en los picos y valles de los gráficos de lectura, sobre todo si la concentración es muy baja. Se podrían investigar esas puntas del gráfico si supiéramos qué buscamos.
Laura vio que Thomas tenía la mirada perdida, la traspasaba. Instintivamente volvió la cabeza para buscar el punto de su interés; el cristal de la ventana le devolvió su imagen.
—Thomas, ¿estás bien?
—Sí, sí, perdona… Estaba en otra cosa, pero te he escuchado. —Thomas se incorporó y se sentó en borde del sofá—. Creo que debemos dar una vuelta a esto. Si no, vamos a tener que dejarlo.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Laura, incrédula.
—Totalmente.
—¿Has recibido alguna presión de tu jefe?
—En absoluto. Es más, esta mañana le he puesto al día con lo que tenemos y se ha mostrado muy interesado.
—¿Entonces…?
—Es una cuestión de sentido común. Yo soy el que se ha embarcado en este asunto. He pedido a mi jefe que me dé permiso para venir aquí, y él ha puesto los medios necesarios. Incluso te he contratado como ayudante. Tú has tenido que abandonar tu puesto de trabajo, con el perjuicio que conlleva para el hospital…
—¿Adónde quieres llegar? —le cortó Laura.
—Quiero decir que tengo una responsabilidad, y como tal, debo distanciarme un poco de todo este asunto y ver la realidad.
Laura frunció el ceño visiblemente molesta.
—Y la realidad es que no hay nada —continuó Thomas—. Me gustaría decir lo contrario, pero mentiría. Tenemos seis chicas muertas con un patrón común. Aunque la causa de la muerte sea el dopaje, ya viste lo que me dijo mi amigo George, eso no es delito. Es como si alguien se muere por sobredosis, no se hace nada. Incluso si averiguamos quiénes les pasaron la EPO, el castigo que recibiría sería mínimo, puesto que es un medicamento, no una droga.
—Entonces, ¿por qué aceptaste investigar? ¿Acaso no tenías otra cosa que hacer? ¿O es que te aburrías?
—No te enfades, Laura, en el fondo sabes que estoy en lo cierto.
Ella negó con la cabeza en señal de respuesta. Se levantó y se dispuso a recoger los restos de la cena, visiblemente enfadada. A toda prisa, puso las servilletas, las copas, la botella de vino y los trozos de pan en la bandeja y abrió de un puntapié la puerta de la cocina. Después, se oyó un ruido fuerte y volvió a aparecer en el salón con un trapo de cocina. Intentaba disimular su malestar, pero era una batalla perdida: sus ojos lanzaban destellos de ira. Estaba hermosa.
—Laura, Laura…, deja eso y siéntate un momento. Por favor.
Mientras se dirigía al sofá sintió que la invadía una mezcla de sentimientos. Estaba satisfecha de no haber montado una escena, pero irritada consigo misma por mostrar de una manera tan clara sus emociones. Resultaba ridículo que tuviera que luchar para contener las lágrimas. Esa nueva faceta suya le desagradaba. Recuperó la calma y se sentó frente a Thomas.
—Soy toda oídos —dijo con tono resignado, con la mirada fija en el suelo y los codos apoyados en las rodillas.
—Laura, intento poner un poco de cordura en todo esto. Sé que los casos están relacionados y que algo sucio los une, pero no podemos descartar el hecho de que por ahora no tenemos ninguna prueba —se explicó Thomas—. Si te parece bien, podemos darnos un plazo razonable y con los resultados decidir si seguimos adelante. Para mí también resulta frustrante, pero a veces la realidad se impone. Yo no puedo estar eternamente alojado en un hotel, ni tú puedes dejar tu trabajo durante tanto tiempo.
Laura alzó la mirada. Thomas intentó leer en sus ojos verdes lo que pensaba, pero no supo averiguar por qué se comportaba de esa manera tan visceral.
—Tienes razón, estoy de acuerdo contigo, lo que pasa es que soy muy cabezota y me resisto a abandonar algo que barre todos mis principios.
—Y son…
—Que el que la hace la paga, y más si lo hace delante de mis narices.
—De acuerdo, me uno a ellos —aceptó Thomas—. Nos vamos a dar dos semanas. Si en ese tiempo no conseguimos una prueba real, nos comemos nuestros principios.
Laura asintió como una niña que acaba de recibir una reprimenda.
—Mañana llevaré los poemas para que les hagan un análisis grafológico y sondearé los informes de la Interpol para ver qué se puede averiguar sobre las mafias rusas.
—De acuerdo. Yo iré a Montreux y haré otra visita al farmacéutico. Sospecho que todavía tiene mucho que contar.
Y dicho esto, dieron por terminada la reunión. Laura lo acompañó hasta la puerta. Al abrirla, los sacudió un viento helador.
—Es lo que tiene vivir entre montañas, el aire siempre huele a nieve —dijo ella.
—Me gusta tu pueblo.
—Ciudad, es una ciudad…
Thomas se subió la cremallera de la cazadora de cuero marrón y salió a la noche.
—Gracias por la cena, en este pueblo sabéis como cuidaros —se despidió antes de darle la espalda.
Laura sonrió mientras observaba a la alta figura perdiéndose en la oscuridad.
Estaba tumbada en la camilla. Se había desnudado de cintura para abajo y su trasero sobresalía un poco del borde. Tenía las piernas separadas y apoyadas en una especie de estribo metálico. La enfermera colocó un paño de papel de lado a lado a la altura de la cintura que tapó su visión. Respiraba con dificultad y tenía frío. Se agarró ambas manos con fuerza, las uñas se habían puesto de color morado claro.
El doctor Moller, tan atractivo y agradable como siempre, entró con su aire de suficiencia.
—Buenos días, doctora Terraux, ya veo que está preparada. ¿Qué tal se encuentra?
—Buenos días. Lo siento, pero estoy al borde de un ataque de nervios. Además, no consigo entrar en calor, estoy helada.
—No se preocupe, es normal, los nervios a veces nos juegan malas pasadas. El relajante muscular que le ha dado la enfermera tiene que hacer efecto de un momento a otro. Por favor, Sara —dijo, dirigiéndose a la enfermera— traiga la manta eléctrica. Ya verá como en unos minutos se encuentra mejor.
—Gracias, doctor.
—Mientras, le voy a explicar lo que hemos hecho con el semen del donante. Hemos separado del plasma seminal a los espermatozoides que tenían buena movilidad y así ha comenzado el proceso de capacitación espermática. Estos espermatozoides son los que poseen las condiciones óptimas para poder fertilizar el óvulo.
La enfermera le puso la manta eléctrica. Estaba caliente. Laura notó su efecto al momento, y comprobó cómo su cuerpo se relajaba.
—¿Mejor?
—Sí, gracias.
—Entonces, vamos a empezar con el proceso de inseminación artificial.
El doctor Moller le introdujo un espéculo en la vagina. Laura notó su frialdad dentro de ella.
—Ahora me dispongo a transferir los espermatozoides —explicó Moller—. Quiero que tome aire con el estómago todo lo despacio que pueda y lo expulse por la boca.
Laura solo podía ver el cabello negro del doctor, la cortina de papel tapaba el resto.
—De acuerdo, estoy preparada.
El médico introdujo una cánula de plástico muy fina con un catéter hasta un sitio cercano a las trompas de Falopio. Una vez colocada, transfirió el semen del donante dentro del útero.
—Bueno, ya hemos acabado —anunció mientras retiraba la cánula y el espéculo—. Ahora debe reposar durante unos minutos en esta posición con las piernas en alto y luego podrá irse a casa.
—Creía que era más complicado.
—En absoluto, esta es una técnica fácil e indolora. Y ahora descanse tranquila.
La dejaron a solas en la habitación. Las fotos de los niños de las paredes la miraban de manera amistosa. Les dio la espalda, no quería hacerse demasiadas ilusiones. Desde que tenía memoria deseaba ser madre, pero se sentía confusa. Todo le parecía tan increíble que no se imaginaba con un bebé, o dos, en los brazos. Las posibilidades de embarazo múltiple eran muchas y, aunque se lo habían recalcado, ya le costaba hacerse a la idea de quedarse embarazada como para verse con dos bebés. Durante el último año se había acentuado en ella la necesidad de ser madre y aunque había intentado librarse de esa obsesión, no lo había conseguido. A veces intentaba disuadirse pensando en la atención constante que requería un hijo: las noches sin dormir, los pañales, los purés, los efectos que ello podía tener en su trabajo. Pero todo quedaba anulado frente a la maravilla que significaba traer una vida al mundo. Ni el amor de un hombre podía superar ese sentimiento.
Tras diez minutos de espera el doctor volvió a la sala.
—Ya puede vestirse, doctora Terraux. No ha habido ningún tipo de problema. Durante los próximos quince días, tiene que introducirse en la vagina dos pastillas de progesterona que ayudarán a que el óvulo o los óvulos fecundados se implanten en el útero. Si después de ese tiempo no le ha venido el período, tendrá que hacerse un test de embarazo. En el caso de que el resultado dé positivo, tendrá que llamarnos y le haremos una ecografía para saber cuántos óvulos se han implantado.
Cuando Laura salió de la consulta, el día radiante había dado paso a una noche prematura. Pensó que podría llegar a la farmacia Vasil antes de que empezara a llover. El aire olía a humedad y el ambiente estaba cargado, a punto de estallar en una tormenta. A lo lejos, distinguió un resplandor e instantes después oyó el sonido del trueno. Maldita sea, pensó, no me va a dar tiempo.
Laura frunció el ceño y continuó su camino con decisión. Un fuerte viento se levantó y la obligó a desviarse un poco hacia la izquierda. De repente, el aire paró y todo pareció quedar en suspenso, como si la ciudad entera estuviese conteniendo el aliento. Laura aprovechó ese momento de calma incierta para correr colina arriba hasta la parte vieja. Esta vez, sí que utilizó los ascensores que salvaban los extensos tramos de escaleras. Enormes gotas comenzaron a tatuar el suelo de la calle. Como muestra de lo que se avecinaba, un enorme relámpago rasgó el cielo. A su alrededor aparecieron siluetas amenazadoras. Las sombras de los árboles, las farolas y las barandillas se tiñeron de un blanco fantasmal. El trueno que siguió al relámpago retumbó en sus oídos. La lluvia ya caía con fuerza y, aunque intentaba ir por debajo de los balcones y los aleros de los tejados, lo cierto es que no le guarecían demasiado. Cuando llegó a la farmacia no había ni un centímetro de su ropa que no estuviera empapado.
El sonido de la campanilla anunció su visita. Pequeñas gotas corrían desde su pelo, pasaban por su cara y desaparecían en el hueco del escote. El señor Petrov estaba a su derecha, pegado al escaparate. Al principio no la reconoció y la miró con incredulidad, pensando quién sería esa joven osada que se había atrevido a salir con ese tiempo. Aquella lluvia no podía pillar desprevenido a nadie, el cielo llevaba horas anunciándola.
—Lo siento —se disculpó Laura—, estoy mojando el suelo.
En ese momento, Petrov supo quién era: la entrometida.
—No se preocupe, le traigo una toalla.
—Gracias, es usted muy amable.
Enseguida volvió con una toalla de un blanco impoluto. Laura se quitó la chaqueta mojada y la apoyó en el paragüero. A continuación, intentó secarse el pelo. Tenía el vestido pegado al cuerpo y se pasó la toalla por encima en un intento inútil de secarse. Se sentía incómoda y comenzaba a tener frío.
—¿Qué quería? —preguntó Petrov con un tono de voz cortante.
—Quería este medicamento. —Laura le mostró la receta de progesterona.
El tío de Irina la leyó y se dirigió detrás del mostrador. Abrió un cajón largo y estrecho del que sacó una caja naranja y blanca.
—¿Está usted embarazada?
—No lo sé… eso espero.
Y sin saber la razón, Laura comenzó a sollozar. Al principio de manera suave y contenida, después a borbotones. Se tapó la cara por pudor, queriendo esconder la vergüenza que le producía llorar delante de un desconocido.
—Perdóneme, no sé qué me pasa.
El señor Petrov susurró unas palabras en ruso que Laura no entendió, pero que le parecieron amables.
—Entre dentro y quítese esa ropa mojada, que va a coger un resfriado.
Laura obedeció agradecida. Con la toalla intentaba limpiarse los restos del arrebato lacrimógeno.
—Mire, en el lado derecho de la cocina está… quiero decir, estaba la habitación de mi sobrina. Creo que queda algo que pueda ponerse.
—Gracias, muchas gracias.
Petrov bajó la cabeza en señal de reconocimiento.
La habitación de Irina era espartana. Estaba débilmente iluminada por el pequeño ventanuco de la pared. La tormenta no ayudaba a reducir la sensación de claustrofobia. Encendió una lamparita, que daba una luz deprimente. Contempló las paredes limpias de todo adorno, aunque quedaban pequeñas marcas diseminadas y alguna chincheta, testigo de tiempos más felices. Un armario y una pequeña cama cubierta por una colcha de ganchillo de otra época completaban el mobiliario. Lo abrió y sacó lo primero que encontró: un pantalón de chándal y una camiseta. Con alivio, se desnudó, se secó con la toalla y se vistió con la ropa de Irina. Cuando apareció en la salita, el señor Petrov ya había preparado café. Olía de maravilla.
—Perdone, ¿podría darme una bolsa para guardar esta ropa mojada?
—Voy a hacer algo mejor, la vamos a dejar cerca de la estufa. Ya verá, en un momento estará seca.
Laura asintió aliviada, porque la ropa le quedaba pequeña y le apretaba por todos lados. Colocó una silla delante de la estufa de cerámica donde colgó su ropa; en un lugar discreto dejó la ropa interior.
—¿Quiere el café con un chorrito de coñac?
Laura dudó un momento. El médico le había aconsejado no tomar alcohol, pero la idea de una taza de café caliente con un poco de coñac se le antojó imposible de rechazar.
—Sí, por favor, me encantaría.
Sirvió lo mismo para los dos.
—Dígame la verdad, ¿por qué ha venido? —le preguntó Petrov.
—Porque la muerte de su sobrina va a quedar impune.
—Veo que sigue con la misma cantinela —dijo resignado.
—Creo que usted me oculta algo y no alcanzo a comprender por qué.
—Tómese el café que se le va a enfriar —le sugirió él en tono paternalista.
Laura le hizo caso. El café estaba muy fuerte y caliente. Notaba cómo el calor se introducía en su cuerpo. Al igual que el semen ha entrado en mí, pensó mientras sentía mariposas en el estómago. Quizá, en ese momento en su interior se estaba produciendo el milagro de la vida. Y ¿qué hacía ella en vez de estar en su casa tomando un buen baño de agua caliente? Beber café con coñac desoyendo los consejos del médico. De repente, se sintió una irresponsable. Tenía que haberse marchado directamente de la consulta a casa, pero ya que estaba allí era mejor no perder el tiempo.
—Creo que su sobrina tomaba EPO en grandes dosis —dijo, retomando la conversación. Su sangre se volvió tan espesa que se convirtió en barro. La pobre no tuvo ninguna oportunidad de salvarse. Los desalmados que le administraban las dosis no tenían escrúpulos para tratar a su sobrina como un animal. Tenía toda la vida por delante y usted la abandonó. La dejó a merced de los mafiosos. Tan solo un análisis de sangre hubiera bastado para comprobar su hematocrito. Eso la hubiera salvado.
Laura permaneció en silencio, esperando que el farmacéutico dijera algo. Él parecía concentrado en su taza de café. Al ver que no se inmutaba, continuó:
—Usted lo sabía y prefirió mirar hacia otro lado, o peor, seguramente era el que suministraba las sustancias dopantes a esos… asesinos. Porque eso es lo que son, unos asesinos, y usted formaba parte de ello, ¿verdad?
—No.
—Yo abrí el cuerpo de su sobrina en la sala de autopsias. No se imagina lo que sentí al verla tan joven y frágil, una lástima. Era tan guapa…
—Váyase.
—¿Duerme usted por las noches? Porque ella todavía no descansa, pide justicia.
—Déjeme…
—¿Distribuía usted la EPO?
—¡Le repito que no! —gritó Petrov dando un golpe en la mesa.
La respuesta fue tan tajante que sonó falsa incluso a los oídos de él. Era la reacción de una persona culpable. Su cara empalideció. Miró a Laura a los ojos y en ellos solo vio incredulidad. Ambos sabían que había mentido. Se levantó avergonzado, no podía sostener su mirada.
—Mire, soy un hombre viejo al que ya no le queda gran cosa por lo que luchar.
—Pues luche por la memoria de su sobrina. Haga lo que sea necesario para atraparlos.
—Usted me confunde, déjeme, por favor, quiero descansar.
—Es una suerte que pueda elegir, porque Irina Petrova Kuznetsova, nacida el 28 de febrero de 1986, no puede descansar en paz.
—Es suficiente…
Laura veía que la coraza del señor Petrov se iba resquebrajando, era su oportunidad de rematarlo y hundirlo. Se levantó y se acercó a él.
—Una aspirina, pudieron haberle dado una aspirina todas las noches y se hubiera salvado —insistió Laura—. Esos malnacidos no tienen derecho a que usted los proteja. Les confió a su sobrina y se la devolvieron muerta.
—Yo les daba los medicamentos —declaró Petrov, abatido.
—¿Perdón?
—Yo era el distribuidor.
El cuerpo de Laura se tensó. Un sinfín de preguntas se arremolinaban en su cerebro.
—¿Quién se las administraba a usted? —preguntó—. ¿En qué laboratorio se fabricaban? ¿Dónde?
—No puedo responder ahora —susurró el farmacéutico—. Este sitio no es seguro.
—Entonces, ¿cuándo?
—Tengo que recoger pruebas, sin ellas no hacer nada… Si sospechan algo destruirán… —El miedo hacía que hablase con un acento ruso más marcado, Laura casi no lo entendía—. Yo llamo. Confíe en mí. Se lo juro por la tumba de mi sobrina. Ahora, por favor, vístase y márchese.
Laura se vistió con la mayor celeridad posible. El tío de Irina le prestó un paraguas negro con pequeñas hojas pintadas en blanco. Seguía lloviendo cuando salió a la calle y caminó hacia su coche. El cielo auguraba malos presagios. Se abrió una puerta, Laura se sobresaltó y se apartó asustada. Aceleró el paso. De repente, sintió que había alguien a su espalda. Se dio la vuelta dispuesta a hacerle frente, pero se encontró a una viejecita que se protegía de la lluvia con una bolsa de supermercado en la cabeza. La mujer la adelantó con una agilidad pasmosa e introdujo una llave en un portal.
Una vez en casa, Laura se sintió ridícula, además de mareada. Todo le parecía irreal. Su estómago protestó de una manera escandalosa. Recordó que no había probado bocado desde el desayuno, solo había bebido el café con coñac en la farmacia. Por un momento, intentó no pensar. Se preparó una tostada con queso de untar, y mientras la tomaba llenó la bañera de agua caliente y espuma. Cuando se sumergió en ella, emitió un sonido gutural lleno de satisfacción.
Después del baño, decidió encender el ordenador y continuar con la lectura del informe que Alain Neuilly le había enviado a Thomas. Intentó ponerse en contacto con él, pero su teléfono estaba fuera de cobertura. ¿Dónde se habría metido?, pensó, impaciente por contarle las novedades. Con un gesto de contrariedad, volvió al informe. Pasadas unas páginas, leyó algo interesante:
En enero de 2009, se cumplieron veinte años de la salida al mercado de la primera EPO, por lo que la patente queda libre. Podrán comenzar a fabricarse EPO genéricas, lo que preocupa a los laboratorios antidopaje. Como todos los genéricos, se elaborarán en países del Tercer Mundo, con escasos controles de calidad y con el derecho a un error del veinte por ciento en la dosis del principio activo. Su detección es el nuevo desafío.
Los fármacos de prescripción médica que circulan en la web tienen una nocividad de diferentes grados. En el mejor de los casos, contienen el principio activo indicado, pero en dosis insignificantes, o bien son llanamente inocuos: puro excipiente. También pueden contener harina, sal o sustancias caducadas.
—Qué barbaridad —dijo Laura en voz alta. Le parecía una locura que la gente comprara este tipo de fármacos por Internet. Continuó con la lectura.
Sandro Donati, experto italiano en la lucha contra el tráfico de sustancias dopantes, nos recuerda que las grandes multinacionales farmacéuticas producen, de algunas sustancias, más unidades de las que el mercado legal puede absorber. Así ocurrió con la EPO o con la hormona del crecimiento, que sigue siendo indetectable. Para su fabricante, todos los positivos en el Tour y todo lo que se habla de la Cera supone una gran publicidad ante un sector social con gran capacidad adquisitiva y gusto por el consumo: los millones de deportistas populares, runners o cicloturistas, que no dudan en recurrir a cualquier método para mejorar su rendimiento. Ellos no saben si el Aranesp, o la Cera, son mejores para tratar la anemia, pero sí que han visto que Riccardo Riccò y Leo Piepoli subieron como un cohete en Hautacam.
De pronto, se sintió cansada. Vio la hora y comprobó que ya era la una y media y estaba a punto de empezar Anatomía de Grey. Solo quería tumbarse en el sofá, cubrirse con la manta y holgazanear todo lo que quedaba de tarde. Descorrió la cortina para comprobar si había cesado la tormenta. Comprobó que el cielo seguía oscuro y no parecía que fuera a aclararse. De repente, una sombra pasó por delante de la ventana. Laura dio un respingo y de forma instintiva se echó hacia atrás. El miedo la invadió de manera irracional. Se quedó en silencio y agudizó sus sentidos. Oyó un ruido en la cocina. ¿Habría entrado alguien? Lentamente se acercó a la puerta principal. Caminaba sin dar la espalda a la cocina en ningún momento. Despacio, dio la vuelta a la llave y empujó la manilla hacia abajo. Abrió la puerta y salió. No paró hasta que perdió de vista la casa.