Aquella mañana la niebla se adentró en los jardines de las casas y se instaló en las copas de los árboles. ¿Era real lo que había presenciado en la abadía?, se preguntó Janik. A la luz del día la escena le parecía sacada de una película de terror, demasiado lúgubre para ser cierta. Se convenció de que había sido un sueño.
La casa de Nicola aparecía cubierta por la neblina. Cuando Janik entró, le vinieron a la mente muchos recuerdos de su adolescencia. Nicola y él subieron las escaleras y pasaron a la habitación. Una fina alfombra de pelo largo cubría parte del suelo de madera. Las paredes se enmarcaban con estantes de diferentes tamaños abarrotados de libros sobre estrellas, física cuántica, cálculo diferencial, álgebra. También había cajas de plástico repletas de CD y fotos. Al fondo, debajo de una amplía ventana, estaba la mesa de trabajo de Nicola con un ordenador portátil, clasificadores y una guitarra que estaba apoyada contra la pared.
Se sentaron en el borde de la cama.
—¿Por qué no tocas algo de Maxim Nucci? —le pidió Janik.
—Prefiero tocarte a ti —dijo Nicola, arrimándose a él.
—No, en serio. Toca esa canción que sale en la película Les petits mouchoirs. ¿La conoces?
—Pues claro, es una de mis preferidas.
En cuanto oyó la primera nota, una emoción profunda se extendió por el cuerpo de Janik. Nicola comenzó a cantar en voz muy baja casi entre susurros. Janik tembló, y antes de que le cayera una lágrima, se interesó por un libro de matemáticas que estaba abierto encima de la cama.
Cuando Nicola terminó la canción, un cómodo silencio se instaló entre ellos.
Nicola lo miró con deseo y Janik apartó la mirada. Estaba tan cerca que podía escuchar su aliento. Lo besó.
—¿Y tus padres?
—No vienen hasta la hora de comer.
Se fueron quitando poco a poco la ropa sin dejar de besarse. La mano de Nicola se posó con determinación en su calzoncillo. Janik suspiró.
—¿Y tus padres? —repitió.
—No te preocupes, tenemos mucho tiempo; no vienen hasta mediodía.
La primera vez lo hicieron apresurados, como si el deseo estuviese al borde de un precipicio dispuesto a saltar en cualquier momento. Esta segunda vez el tiempo se paró. Sus manos recorrieron con las yemas de los dedos cada centímetro del cuerpo del otro. Deteniéndose si encontraban una pequeña cicatriz, una peca, una zona de piel más suave que provocaba un suspiro o un pequeño movimiento de placer, entre complicidad, risas, preguntas y confesiones. Avanzaron poco a poco, deteniendo la prisa por llegar al clímax. Con cada beso, el deseo era mayor, con cada caricia aumentaba la sensación de que no había nadie más, hasta que Nicola se dejó llevar y contagió a Janik, que se fue con ella a otro mundo. Permanecieron unos minutos quietos, conscientes de que se había creado un vínculo irrompible.
Desde aquel día, y a medida que pasaban más tiempo el uno al lado del otro, el ánimo de Janik empezó a mejorar. La complicidad que da el sexo, junto con su alegría, eran una buena medicina contra su dramática decisión.
Nicola había conseguido una plaza en la Universidad Libre de Berlín, una de las más prestigiosas de Alemania. Los dos primeros años se dedicó casi por completo a los libros, pero cuando iba a comenzar el tercer curso, su compañera de piso se mudó. Nicola tuvo que buscar una nueva inquilina y apareció Dana, una chica cuya delgadez rozaba los límites de la anorexia. Tenía el pelo corto como un chico y teñido de rubio platino, varios piercing en la cara y un tatuaje que le cubría el brazo izexistido algo más que amistad entre ellas, pero no se atrevió a preguntar.
—Yo también tenía una amiga muy especial —dijo Janik con semblante serio.
—¿La chica que murió? —preguntó Nicola.
—Sí, se llamaba Irina.
Al pronunciar su nombre, Janik sintió una punzada en el corazón, seguida de un movimiento de hombros, como si quisiese reprimir un escalofrío.
—Tuvo que ser muy duro —dijo Nicola mientras se reclinaba sobre su pecho.
—Sí, aún pienso que va a aparecer como un fantasma por los pasillos de la residencia.
Nicola no dijo nada, se limitó a acariciarle el pecho como si sus caricias pudiesen acelerar el duelo.
—No es justo que una chica muera tan joven, no tiene sentido —dijo.
—Te mentí sobre la muerte de Irina, no murió de un accidente de coche; la encontré una mañana muerta en su cama.
Nicola lo miró con cara de desconcierto.
—No sé porque te mentí, no fue algo premeditado.
—¿Fue hace mucho tiempo?
—El año pasado, justo antes del verano.
—No tienes que hablar de ello si no quieres. Entiendo cómo te debes sentir.
Su estancia en Maur transcurrió entre las conversaciones en casa de Nicola, los desencuentros con su madre y las pesadillas durante la noche. El gusano que tenía en el estómago había abandonado su guarida y correteaba por su cerebro. Cuando dormía, aprovechaba para hacer su trabajo.
En sueños, Janik veía la imagen de su padre sentado en una mesa de piedra en una pequeña finca rodeada de cerezos. Otras veces soñaba que estaba en las pistas de atletismo acompañado de Viktor. Cuando giraba la cabeza, Viktor tenía en su cara la sonrisa de Blanc.