Laura abrió la puerta de la habitación del hotel con la tarjeta que le había dado Thomas y entró en la sala que precedía al dormitorio. Encendió el ordenador, tecleó la clave de acceso y buscó en los archivos de Thomas la dirección de Oleg, el tío de Irina. Una voz en el dormitorio la desconcentró. Extrañada, entró. Vio a Thomas en la cama removiéndose inquieto de un lado a otro. Lo llamó por su nombre sin obtener respuesta. Se acercó y vio que estaba dormido. Una sombra de barba le oscurecía el rostro, y tenía el pelo mojado a causa del sudor. Le puso la mano en la frente, estaba ardiendo. Salió de la habitación y fue hasta el coche en busca de su maletín. Le extrañó que hubiera vuelto tan pronto de su viaje. No lo esperaba hasta la noche, incluso pensó que volvería al día siguiente. Sabía que estaba con la madre de Úna Kovalenko y suponía que entre ellos había algo más que una amistad. Sin darse cuenta, torció el labio, contrariada, a la vez que sacaba el botiquín del maletero.
De vuelta en la habitación, le retiró el edredón de plumas con el que estaba tapado hasta el cuello. Se había acostado vestido. Llevaba un pantalón vaquero y una camisa blanca. Solo se había quitado los zapatos. Estaba acurrucado como un bebé, con las manos metidas debajo de la almohada. Vio en su muñeca la marca que le había dejado la correa de cuero negro del reloj. Se lo quitó y lo dejó sobre la mesita de noche. Se sentó en el borde de la cama y le desabrochó los botones de la camisa para auscultarle el pecho. Esa intimidad inesperada la tensó. No estaba preparada para estar tan cerca de un hombre. Notó su calor, su olor… Estas malditas hormonas que me inyecto, pensó. Hacía tanto tiempo que no recordaba aquella sensación de calor. Tuvo que apartarse un momento. Los muertos están tan fríos, se dijo a sí misma. Tomó aire y se centró en su papel de médico. Se recogió la espesa melena en una coleta y le puso el termómetro debajo de la axila. Después, se colocó en los oídos el fonendoscopio y oyó el sonido de su respiración. Era limpia, sin ruidos que implicasen una infección.
—Abrígame —susurró Thomas.
Laura dio un respingo. Había oído la voz ampliada a través del fonendo.
—Hola, Thomas, soy Laura. No te voy a tapar porque tienes… —se paró un momento para sacar el termómetro de debajo de su axila— …tienes treinta y ocho y medio, así que tengo que destaparte para que baje la temperatura. Tienes que beber muchos líquidos para hidratarte, y te vas a tomar esto que hará que te sientas mejor y te baje la febrícula.
Thomas abrió los ojos extrañado. La luz de la terraza le hirió como pequeños cristales. Laura se levantó y cerró las cortinas.
—¿Mejor así?
—Mejor. Gracias. Por un momento no sabía dónde me encontraba.
—A veces pasa —contestó ella, a la vez que se acercaba.
Thomas se colocó boca arriba y se cubrió los ojos con un brazo. Laura contempló su pecho ancho y desnudo; incómoda, se alejó de la cama.
—Tienes un fuerte catarro que quizá derive en algo más serio. De momento permanece en cama y tómate esto.
Echó en un vaso de agua una pastilla efervescente de paracetamol y esperó a que se disolviera para dársela. Thomas bebió con avidez. Tenía sed. Laura llenó otro vaso con agua del grifo del baño y se lo dio. Thomas lo vació en un segundo. El simple esfuerzo de incorporarse lo dejó exhausto. Cayó sobre la almohada cansado.
—¿Qué te ha pasado? Te esperaba más tarde.
—No quiero hablar de ello. Si no te importa, necesito dormir. Anoche llegué de madrugada y estoy cansado.
—Claro, perdona —dijo Laura, molesta—. Además, no puedo perder más tiempo, tengo mucho que hacer. Me voy ahora para Montreux. Voy a ver qué averiguo sobre el tío de Irina. Solo me había pasado para buscar la dirección. Aquí te dejo las pastillas. Tómalas cuando te apetezca.
Se dirigió a la otra habitación para anotar la dirección que necesitaba. Apagó el ordenador y salió de la suite.
Thomas oyó que se cerraba la puerta y se levantó. Al principio, las piernas no le respondieron. Notaba cada uno de los músculos de su cuerpo dolorido y pesado. Un martillo le golpeaba con saña las sienes. Se las masajeó con los dedos mientras entraba en el cuarto de baño. Se quitó la ropa y entró en la ducha. La sal había endurecido los pliegues de su piel. Solo quería que desaparecieran los recuerdos del día anterior. El agua caliente cayó con fuerza por su nuca, apoyó las manos en la pared y dejó que el agua resbalara por su cuerpo durante un rato. No pudo evitar pensar en Maire y en Úna; no podía creerlo, se resistía a que solo tres palabras dieran un vuelco a su vida. «Es tu hija…».
Salió de la ducha tirando los botes de jabón; atravesó la puerta justo en el momento en el que le asaltaban las náuseas. Arrodillado, vomitó lo poco que tenía en el estómago. Excepto el dolor, no le quedó nada dentro. Con las últimas fuerzas se secó con una toalla y, agotado por la fiebre, se metió desnudo en la cama. Pronto cayó en un sueño profundo lleno de oscuros presagios como las aguas del mar de Irlanda. Estaba nadando en ese mar hasta que una mano tiraba de él para llevarlo hasta el fondo; era Úna que, sonriente, le daba la bienvenida.
Laura llegó a Montreux temprano. Aparcó lejos del centro, justo en el comienzo del Quai des Fleurs. Miró el reloj, le quedaba una hora para su cita con el médico. Sin salir del coche, se preguntó qué debía hacer. Pensó que no tenía tiempo suficiente para ir a la farmacia del señor Petrov. Al final, decidió no tomar el transporte público e ir andando hasta la Place du Marché, donde se encontraba la consulta.
El cielo estaba despejado. Una suave brisa procedente del lago refrescaba el ambiente. Se quitó la chaqueta, la dobló y la introdujo en el bolso. Siempre le habían gustado los bolsos grandes en los que se podían meter todo tipo de cosas para cualquier contratiempo, desde una aspirina o un brillo de labios hasta un kit completo para la menstruación. Contempló el neceser, de un discreto color marrón, en el que guardaba una braguita, un paquete de toallitas húmedas, unos tampones y un par de pastillas de ibuprofeno. Suspiró; deseaba con todas sus fuerzas no tener que utilizarlo en los próximos nueve meses. Sabía las altas probabilidades de que el primer intento de inseminación fallara, pero intentó ser positiva. Había dejado su trabajo por una temporada, por lo menos hasta que acabara la investigación o Thomas la despidiera, y eso le daba tiempo, la liberaba del estrés del hospital. Cuando le sugirió a Thomas que podía ayudarlo en el caso, en un primer momento solo había pensado en ella y en su deseo de ser madre, ahora tenía otra razón para continuar en ese insólito trabajo: las ganas de averiguar la verdad sobre lo que les había ocurrido a esas chicas. Estaba convencida de que las muertes no eran casuales.
Le pareció increíble poder disfrutar de la mañana en Montreux sin prisas, lejos de las luces fluorescentes de la sala de autopsias. Por su clima suave, Montreux era conocida como la capital de la Riviera del Vaud. Su vegetación de pinos, cipreses y palmeras hacía viajar en un instante a cualquier ciudad del Mediterráneo. El paseo por la ribera del lago Lemán era uno de sus preferidos. Se extendía a lo largo de casi siete kilómetros entre flores exóticas y palmeras. A un lado, el azul del lago y las enormes montañas con el blanco perpetuo en sus cimas; al otro, la ciudad de Montreux rodeada de verdes colinas sembradas de viñedos. Los jardineros de la ciudad sacaban el máximo partido del microclima regional, y embellecían con colores y perfumes los paseos del lago. Sus esculturas vegetales, obras de arte efímeras, añadían un toque artístico y original al paisaje. Admiró los hoteles de la belle époque, como el Fairmont Le Montreux Palace, en la Grand Rue, y las casas a lo largo de la carretera ribereña, todas con sus toldos amarillos. En el paseo del lago, además, abundaban los restaurantes, los bares de piano y jazz, las discotecas y el casino más viejo de Suiza.
Caminaba a buen ritmo respirando el aire fresco que llegaba de las montañas. Había momentos en los que se sentía bien, segura; otros, tonta, infantil, con la lágrima fácil. Tenía el cuerpo revolucionado. Los cambios de humor se sucedían sin previo aviso. Estaba desconcertada. Había sacado del armario una ropa más ancha, ya que el tratamiento le había hinchado la tripa. Acostumbrada a su estómago liso, tomaba la transformación como un buen presagio. Son mis óvulos que crecen, pensó feliz.
Tras media hora de caminata, llegó a la famosa estatua de Freddie Mercury, erigida en su honor por la ciudad en la que vivió la parte final de su vida. Evitó sentarse en el banco situado junto a ella, por la zona revoloteaban multitud de turistas. Sin darse cuenta había llegado al final de su camino; de espaldas a la estatua se encontraba la plaza principal de Montreux. Miró la hora, todavía contaba con veinte minutos hasta su cita médica. Pensó entrar en el mercado cubierto y aprovechar para hacer alguna compra, pero luego quería ir a la farmacia del tío de Irina que se encontraba en la parte vieja, en la colina, y prefería no llevar peso. Continuó el paseo a orillas del lago hasta el Casino Barrière, donde se sentó en uno de los bancos. Había sido reconstruido tras un incendio y, sin quererlo, había entrado a formar parte de la leyenda del rock. Durante un concierto, se lanzó una bengala al techo y el edificio se vio envuelto en llamas. Aquellas nubes de humo que se elevaban sobre las aguas del lago inspiraron a Ian Gillan, del mítico grupo Deep Purple, que estaba asomado a una ventana del hotel, la canción Smoke on the Water. A Laura le chiflaba el grupo y, por supuesto, aquella canción.
Una multitud de patos se acercaron buscando comida. Laura los espantó con los pies. Cerró los ojos y dejó que el sol le calentara la cara. Apoyó la espalda en el banco y se relajó. Enseguida le llegó el perfume de las flores exóticas y el sonido de las hojas de las palmeras movidas por la brisa del lago. Temió que se le pasara la hora, puso la alarma en el móvil, lo guardó en el bolso y volvió a cerrar los ojos. Sin saber por qué, se acordó de Thomas. Su comportamiento arisco le había molestado.
—¿Por qué habrá vuelto tan pronto? —se preguntó en voz alta.
No había que ser muy lista para deducir que algo había ocurrido en su viaje a Irlanda. Lo que fuera le había hecho cambiar de planes. Le extrañó la sal que impregnaba su piel, ¿se había bañado en el mar? Thomas y sus misterios. Había algo en su forma de ser que, para ser sincera, le atraía. Lo veía seguro de sí mismo, resuelto en sus decisiones. Cuando compartió con él su temor ante las muertes de las deportistas, la escuchó con amabilidad, sin cuestionar sus argumentos. La verdad es que se sentía viva y llena de energía. Estaba convencida de que hacía lo correcto y a ese estado de lucidez se había unido la esperanza de ser madre. Su estómago se encogió ante aquel pensamiento. Tenía miedo de convertirse en un dato estadístico, una mujer más que no podía tener hijos. Se preguntó si Thomas tendría hijos.
Unos adolescentes ruidosos pasaron delante de ella; molesta, abrió los ojos. Cuando se alejaron volvió a cerrarlos. En su mente apareció el ancho pecho de Thomas. Se dijo que lo mejor era olvidarse de ello y pensar en otra cosa. Pero no lo hizo, al contrario, se recreó en la imagen de Thomas en la cama, en su actitud desvalida. Volvió a recordar su camisa abierta y el calor que desprendía su cuerpo. Imaginó cómo sería estar encima de él y acariciar su pecho… La alarma del móvil la asustó.
—Tonta, más que tonta, pareces una adolescente cachonda —se dijo en voz alta, enfadada.
Sacó la chaqueta del bolso, pues se había quedado fría, y se la puso; luego se dirigió a la Place du Marché. Una vez allí cruzó el puente del pequeño canal que la atravesaba, y que llevaba el agua helada procedente de los Alpes, y entró en un edificio cerca de la plaza. Al tocar el timbre, le tembló la mano. Sus peores temores la asaltaron de golpe. No podía imaginar una vida solitaria, sin hijos. ¿Y si al final el resultado era negativo? Respiró hondo varias veces y llamó. Le abrió la misma persona que la otra vez. Sin hacerla esperar, la condujo hasta la consulta del médico donde le pidió, con tono maternal, que se desnudara de cintura para abajo y se pusiera una bata de papel verde y unas pantuflas del mismo color. Cuando estuvo lista, apareció una enfermera joven y muy guapa que le pidió que se tumbase en la camilla. Laura obedeció y la enfermera la tapó con una sábana de papel también verde. Pasados unos minutos, entró el doctor Moller.
—¿Qué tal está, doctora Terraux? —dijo a la vez que le daba la mano.
—Bien, gracias. Aunque tengo una leve molestia en el estómago y se me ha hinchado bastante la tripa.
—Bueno, primero veamos cómo va el tratamiento.
Se puso unos guantes de látex, alcanzó una especie de pene gigante al que le colocó un preservativo y pulsó unos botones en una pantalla similar a un ordenador que tenía a su lado.
—Le voy a hacer una ecografía vaginal para ver el número y el tamaño de los folículos.
Laura asintió.
El doctor untó con un líquido transparente y viscoso el preservativo y lo introdujo con cuidado en la vagina. Laura se sujetó con fuerza a los bordes de la camilla e intentó respirar lentamente, como le habían enseñado en un curso de relajación, para paliar la sensación desagradable.
—Bien, tenemos cuatro folículos en el ovario izquierdo y tres en el derecho. Ahora voy a medirlos porque me parece que hay uno que crece demasiado deprisa.
—¿Es un problema?
—Nos va a hacer trabajar un poco más. Al principio, todos son de tamaño microscópico y crecen hasta unos veintidós milímetros alimentándose de nutrientes para el ovocito. En ese momento se abre un orificio en su pared y sale el ovocito; esto es la ovulación. Cuando uno de ellos alcanza un tamaño un poco mayor, se produce una inhibición del crecimiento de los demás. Si no controlamos el crecimiento tendremos un solo óvulo, y nuestra intención es conseguir la mayor cantidad posible para obtener más probabilidades de embarazo.
El doctor midió los folículos mientras la enfermera anotaba los resultados en el historial.
—Como suponía, hay uno de mayor tamaño. Tiene que venir mañana, pero antes quiero que se haga un análisis de sangre para comprobar los niveles de estradiol en sangre.
—¿Es una hormona?
—Exacto. Una hormona producida por los folículos en crecimiento. También vamos a ajustar la dosis inyectable para ralentizar el crecimiento del folículo —explicó el médico mientras se quitaba los guantes y los tiraba a la papelera—. Puede vestirse.
El doctor Moller desapareció tras el biombo y Laura comenzó a vestirse. La enfermera le dio unos pañuelos de papel para que se limpiara el líquido de la ecografía.
Cuando terminó, se sentó en una silla enfrente del doctor.
—No se preocupe —dijo de repente—, todo va bien. Está muy tensa. Aquí tiene las nuevas dosis y la veo mañana a las cuatro de la tarde. Y no se preocupe por las molestias, son algo normal en el tratamiento. D’accord?
—D’accord.
Cuando Laura salió a la calle soltó un suspiro de alivio. Se dio cuenta de que su cuerpo se encogía cada vez que entraba en la consulta. Notaba cómo los músculos agarrotados no empezaban a soltarse hasta que todo acababa. El doctor tenía razón, los nervios la consumían. Tenía que intentar relajarse. Decidió olvidarse de su maldito folículo gigante e ir en busca de la farmacia del señor Petrov.
Encajada entre abruptos flancos, en la orilla del bosque, la parte vieja de Montreux parecía estar suspendida en las alturas. En tan solo diez minutos, Laura llegó desde la ribera del lago hasta la vielle ville. A la entrada del casco antiguo estaba la aldea tradicional de Sâles, donde se hallaba el museo de Montreux repartido entre varias casas de vendimiadores del siglo XVII. Lo dejó a un lado y se dirigió a la Rue Pont, después de atravesar la Rue du Temple y la Rue de la Corsaz. Desde cualquiera de sus callejuelas se podían contemplar las vistas maravillosas del lago, las montañas o los bosques. Subió entre las calles estrechas. En muchos lugares, había ascensores para salvar las empinadas escaleras, pero Laura quería hacer ejercicio. Después de preguntar varias veces, encontró la Rue des Anciens Moulins donde estaba la farmacia.
Cuando entró, sonó una campanilla que avisaba de su presencia. Detrás del mostrador se encontraba el tío de Irina.
—Buenos días, señora, ¿qué desea?
—Buenos días, señor Petrov.
Al oír su apellido el anciano se puso en guardia.
—Quisiera hablar de su sobrina.
—¿Es usted policía? —preguntó el hombre.
—No, investigo la muerte de la señorita Irina.
—¿Por qué? Hace poco vino un policía al que le volví a contar todo lo que sabía.
—Soy ayudante del agente de la Interpol, el señor Thomas Connors.
—Pero ¿qué tiene que ver la Interpol con la muerte de mi sobrina? —preguntó Petrov, asombrado.
—Tratamos de averiguar qué pasó…
—¡Tonterías! —la interrumpió.
—Como le decía, necesitamos solventar ciertas dudas y esperamos que usted nos ayude —insistió Laura, con un tono más seco.
—A los muertos hay que dejarlos en paz —dijo él, y apoyó las manos en el mostrador.
Laura le sostuvo su fría mirada y le respondió:
—Los muertos descansan cuando están en paz.
—¿Se refiere a mi sobrina? Es absurdo.
Se oyó la campanilla de la puerta. Una anciana con muletas entró y saludó de manera efusiva al señor Petrov. Laura se hizo a un lado para que le atendiera. Mientras esperaba, alcanzó de un estante un folleto publicitario y lo hojeó. Después de lo que le pareció una eternidad, la mujer se fue de la farmacia con el consiguiente repiqueteo de campanillas. Laura dejó el folleto que informaba sobre unas vitaminas que potenciaban la concentración mental y le dijo sin rodeos:
—Sé que mintió al señor Connors, mi jefe, y quisiera saber por qué.
Esta vez fue Laura la que invadió el espacio del farmacéutico y se asomó por el mostrador.
—No sé de qué me habla —dijo este, mientras colocaba unas recetas en un cajón.
—Dijo que no conocía a Úna Kovalenko, cuando sabemos que no es verdad. Es más, ella estuvo con su sobrina alguna vez aquí, en su casa.
Laura no dejó de mirarlo a los ojos, y pudo ver cómo su gesto se transformaba en una mueca de sorpresa.
—Si quiere, pase un momento a la rebotica. Voy a poner el cartel de cerrado —dijo, señalando el interior.
Laura lo esperó y entraron juntos.
—¿Quiere un café?
—No, gracias, pero si no le importa tomaré un vaso de agua, merci.
Tomó el agua y se sentó en una pequeña butaca. Se quitó la chaqueta y la dejó junto con el bolso en el suelo. El señor Petrov tomó asiento detrás de la mesa camilla en una silla de enea.
—Mire, yo no tengo hijos, pero creo que debe ser terrible perder a alguien tan joven como su sobrina —dijo Laura en tono conciliador.
—Siempre piensas que tú irás delante a la tumba. Es antinatural. Todavía no me lo creo.
—¿Por qué dijo que no conocía a Úna?
—Sabía que había muerto de repente, como Irina, y no quise problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
—Estos —respondió a la vez que la señalaba.
A Laura le pareció absurda la respuesta.
—¿No cree que la muerte de ambas puede estar relacionada?
—No.
—¿Le dicen algo los nombres de Verusha Antonova, Nathasa Stepanova, Yelena Ustinova y Arisha Volkova? —le preguntó—. Lo digo porque todas ellas murieron igual que su sobrina, de muerte súbita.
El anciano se levantó de repente y se fue a la pequeña cocina detrás de las cortinas. Laura oyó sonido de cacharros. Esperó. Apareció con un vasito de café. Lo dejó en la mesa, abrió un aparador de cristal, sacó una botella de coñac y le echó un chorrito al café.
—Coñac, me gusta su sabor. —Dejó la botella en la mesa y se volvió a sentar—. De la lista que me ha dado, solo conocía a una de ellas. ¿Las otras eran también deportistas?
—Todas, deportistas profesionales y rusas. ¿No le parece demasiada casualidad?
—Puede que el sistema de dopaje al que estaban sometidas tuviera algo que ver.
—¿Qué sabe usted de eso? —le preguntó Laura, incorporándose en la silla.
—Mi sobrina tomaba sustancias y Úna también. Irina comenzó a consumirlas cuando vivía en Rusia. Se dopaba y los resultados eran buenos. Aprovechó que se celebraban las Olimpiadas en nuestro país y, como era el país anfitrión, no había controles para los deportistas rusos, y probó, digamos… tratamientos más audaces. Cuando murió su padre y vino a Suiza siguió con lo mismo. Se dio cuenta de que si dejaba de doparse no sería nadie, solo una más del montón.
—Y ¿Úna?
—Comenzó cuando vio que Irina lo hacía y le daba resultado.
—¿Qué sustancias tomaban?
—Lo desconozco. Imagino que las que les dieran.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Y no le importa?
El señor Petrov no contestó.
—¿Trató usted de persuadirla? —insistió Laura.
—El precio de la fama, señorita —respondió con tristeza.
—¿Usted sabía que su sobrina se dopaba y no hizo nada?
—Mire —Petrov se terminó el café de un trago—, para mi sobrina no había nada más importante que el deporte. Hubiera hecho lo que fuera para ganar.
—Pero usted es químico, sabía los efectos secundarios que podían causarle —argumentó Laura, perpleja.
—En efecto, y esa es mi cruz. Nunca crees que pueda pasar algo así. Había pocas posibilidades.
—Alguien es el responsable de que se hayan producido tantas muertes; o el fabricante, o el distribuidor de alguna de las drogas adulterada, o el médico o el sanitario que prescribió las dosis equivocadas.
El señor Petrov se encogió de hombros.
—¿Sabía usted quién le administraba las drogas a su sobrina? —insistió Laura.
—No, era un tema que no tratábamos.
—No le creo. Es usted farmacéutico. A mi no me engaña.
—Piense lo que quiera. Tengo que abrir la tienda —dijo Petrov de manera repentina.
—Pero, señor Petrov… Hay muchas cosas que se tiene que preguntar. No sé, ¿por qué no estaba mejor controlada? Necesitaría hierro, vitamina B12, ácido fólico…, simples precauciones, como la aspirina, para evitar trombos. ¿Sabe si bebía muchos líquidos? Una deshidratación con el hematocrito alto podía resultar fatal…
El señor Petrov se levantó y, sin molestarse en mirarla, pasó por delante de ella para abrir la farmacia. Laura recogió sus cosas y lo siguió muy enfadada.
—No sé cómo puede vivir tan tranquilo después de la muerte de su sobrina —le recriminó—. Si le hubiera importado un poco, ya hubiera removido media Suiza buscando al culpable de su muerte; yo lo hubiera hecho.
—Mademoiselle —se despidió Petrov, abriendo la puerta—, encantado. Espero no volver a verla.
—Lo dudo. Creo que usted sabe más cosas de lo que cuenta. Me pregunto qué pensaría su familia de todo esto. ¿Qué pensaría la madre de Irina?
—No se atreverá…
—Por supuesto que sí —contestó Laura mientras salía a la calle—. Le he dejado en el mostrador mi número de teléfono y mi dirección en Monthey. Espero su llamada o su visita.
Nada más cerrar la puerta de la farmacia, Oleg Petrov llamó por teléfono.
—Hola, soy el químico —dijo en ruso—. Tenemos que hablar. Siguen investigando, una mujer acaba de estar en mi farmacia y me ha hecho unas cuantas preguntas. Por cierto, me habéis mentido; hay más chicas muertas. Dile a tu jefe que lo arregle para que pueda dejarlo cuanto antes.
Cuando colgó, tiró con rabia un estante repleto de medicinas.
Laura abandonó la vielle ville de Montreux con la sensación de que no había conseguido gran cosa del farmacéutico. Decidió que iría a ver al increíble Hulk, como lo llamaba Thomas con sorna. Sentía curiosidad por saber qué había averiguado acerca de Oleg Petrov.
La comisaría de Monthey era un edificio vulgar de planta rectangular construido en ladrillo rojo. En la fachada, debajo de las ventanas de la segunda planta, ondeaban las banderas de Monthey, del cantón y de Suiza. No pudo aparcar cerca de la entrada; en el suelo una gran «R» indicaba que era zona reservada, y además, por si fuera poco, había una señal de prohibido aparcar. Laura condujo calle abajo hasta el Café Berra, en la Place de l’École. Parece ser que mi subconsciente es más inteligente que yo y me lleva hasta donde realmente quiero ir, no me había dado cuenta de que me muero de hambre, pensó divertida.
El Berra era uno de los restaurantes más populares de Monthey. Su interior era sencillo y acogedor. Para el gusto de Laura, tenía unas mesas demasiado pequeñas, pero el menú del día era bueno y su carta, además de tener solo vinos suizos, incluía una gran variedad de postres caseros. Se sentó en una de las pequeñas mesas; aunque era para dos personas, parecía individual. Retiró el diminuto jarrón de cristal, en cuyo interior había una única flor, la olió, y con una mueca de contrariedad depositó el jarrón en la mesa contigua; era una flor de tela. Un amable señor de mediana edad, con cara de luna llena y barriga prominente, le dio las buenas tardes. A la vez que colocaba los cubiertos y la servilleta encima del mantel de cuadros Vichy, le recitaba los diferentes platos a elegir. Al llegar a las coles en besamel, Laura perdió el hilo y tuvo que esperar a que terminase la lista para pedirle que, por favor, volviese a empezar. Eligió sopa de la casa, de segundo, bacalao en salsa meunière y de postre, después de pensarlo un rato, se decidió por un pastel de queso. El señor anotó su pedido.
Estaba terminando el segundo plato cuando entró un hombretón vestido de policía. Llevaba el pelo rapado y tenía la piel muy morena, como si acabase de llegar de un destino playero. Todo en él era enorme. El tamaño de sus bíceps impedía que la parte inferior de los brazos se pegase a los costados, lo que daba a su manera de andar un gesto altanero. Laura se levantó y se dirigió a la mesa donde se acababa de sentar Hulk.
—Buenas tardes, siento molestarle. ¿Es usted el sargento Fontaine?
—Sí, soy yo, y usted es la doctora Terraux.
—Perdón, ¿nos conocemos? —preguntó Laura, mientras le daba la mano.
Sentado en aquella mesa tan pequeña, el sargento parecía Gulliver en Lilliput.
—Hemos coincidido en algunas situaciones por motivos de trabajo.
—Lo siento, no recuerdo haberlo visto antes, y creo que me acordaría de usted.
—Ya… mi aspecto.
—Perdón, no se moleste, es que su físico es bastante… espectacular.
Al instante se arrepintió del adjetivo que había utilizado.
—No se preocupe, estoy acostumbrado —la tranquilizó Fontaine, soltando una carcajada.
El sargento tenía una risa sonora, musical, como de cantante de ópera.
—Estoy en esa mesa de ahí y me preguntaba si no le importaría que lo acompañase un rato. Si no espera a otra persona, claro.
—Por supuesto que no me importa; es más, estaré encantado. La verdad es que detesto comer solo. Por favor —dijo, y señaló la silla enfrente de él—, siéntese.
Laura recogió su chaqueta y el bolso y se sentó. Cuando llegó el orondo camarero a tomarle nota al sargento, Laura le avisó para que sirviese su postre en esa mesa.
—Dígame, en qué puedo ayudarla.
—El señor Connors, de la Interpol, lo llamó hace unos días para que investigase a Oleg Petrov, el dueño de la farmacia Vasil en Montreux.
—Exacto, tío de la chica muerta en Les Diablerets.
—Quisiera saber qué ha averiguado. Estoy trabajando como ayudante del señor Connors en este caso y me interesaría saber si ha encontrado algo.
—¿Ya no trabaja de forense? —preguntó el sargento, sorprendido.
—Es algo provisional —respondió Laura—. Digamos que se trata de una colaboración.
—No puedo entenderlo. Usted mejor que nadie sabe que no hay caso. Según su examen —dijo Fontaine, levantando un poco la voz—, la causa de la muerte fue natural. Usted firmó el documento forense. La investigación policial se dio por finalizada cuando tuvimos en nuestras manos la conclusión del examen patológico. Por nuestra parte, no tenemos nada más que aportar y le aseguro que no se va a designar un fiscal para este caso ni para los demás.
La conversación fue interrumpida por la llegada del risotto, que el camarero colocó delante del sargento.
—Tengo otras cosas más importantes que hacer que investigar a un… —continuó Fontaine, mientras desenvolvía los cubiertos de la servilleta.
—Me equivoqué —lo interrumpió Laura—. Tengo seis chicas, entre ellas Irina Petrova, con las que mi diagnóstico ha sido erróneo.
El sargento Fontaine se atragantó con el arroz.
—¿Cómo dice? —preguntó cuando dejó de toser.
—Le digo la verdad, pero no tenemos ni una sola prueba, por ahora.
—Y ¿cómo puede estar tan segura de ello? ¿Usted sabe lo que dice? ¿Seis chicas? —preguntó el sargento, incrédulo.
—Lo estoy. Precisamente después de terminar de comer iba a ir a la comisaría para hablar con usted. Ha sido una agradable casualidad vernos aquí. —Laura se aproximó un poco a él—. Puede confiar en mí cuando le digo que estas muertes no han sido naturales.
El sargento terminó su plato de arroz y observó a Laura pensativo. Conocía la profesionalidad de la doctora, por lo que sus firmes palabras le hicieron dudar. Laura se retiró un mechón de cabello moreno de la cara antes de agarrar el tenedor. Es preciosa, pensó, y lo mejor de todo era que ella no parecía ser consciente de su atractivo. Le llamó la atención la primera vez que la vio en el depósito de cadáveres; desde luego, un lugar poco romántico para entablar una conversación. Tanteó con las yemas de sus dedos su frente, como si tocase un piano imaginario, y sin dejar de observarla le dijo:
—El señor Oleg Petrov llegó hace quince años a Suiza, en concreto a Basilea. Tiene doble nacionalidad. Durante doce años trabajó para la gigantesca multinacional farmacéutica Poche. Hace tres años se fue de la empresa por motu propio y compró la licencia de la farmacia al anterior propietario, sin pedir ni un solo franco al banco.
—¿Se sabe todo de memoria? —preguntó ella con una sonrisa.
—Espere y verá, no es nada complicado.
El sargento le dio las gracias al camarero cuando dejó sobre la mesa un filete de ternera con patatas fritas. Laura aprovechó para pedirle una infusión de té verde.
—Como le decía, abrió la farmacia y no hay nada más —continuó Fontaine, y se metió un trozo de carne en la boca.
—¿Qué quiere decir con nada más?
—No tiene coche, ni pertenece a ninguna asociación. No debe nada a Hacienda. Nunca se ha casado ni consta que haya tenido una pareja estable. Lleva una vida anodina en la cual solo el trabajo parece llenarlo. Hace un poco más de un año hizo las gestiones para obtener el visado de su sobrina Irina. He leído cada documento que aportó, desde su nómina, a mi modo de ver algo escasa, hasta los informes de la Subdelegación de Gobierno. Todo correcto. Solo se salta la rutina para viajar a Rusia, algo que hace con bastante asiduidad. Fin del informe.
Laura le daba vueltas al té con una cucharilla de manera repetitiva, casi hipnótica. Necesitaba pensar en lo que acaba de decir el sargento.
—¿Por qué se fue después de tantos años de Poche? —preguntó interesada.
—No lo sé. No hay constancia de que hubiera ningún problema, simplemente se marchó. —El sargento pareció dudar un instante mientras bebía un sorbo de agua. Después preguntó—: ¿Puedo saber la razón por la que cree que esas chicas no murieron de forma casual?
Laura terminó de beber la infusión. La alarma del móvil comenzó a sonar. Alcanzó el bolso y rebuscó en su interior hasta que lo encontró. Era la hora de inyectarse su dosis de hormonas.
—Todavía no puedo darle una explicación racional, digamos que es un presentimiento. Espero poder llamarlo en breve y ofrecerle algo concreto. Y ahora me tengo que ir, si me disculpa…
Laura se levantó y el sargento la imitó. Se dieron un apretón de manos.
—Si necesita algo, llámeme —le dijo Hulk.
—¿Aunque solo sea una intuición?
—Aunque solo sea una intuición.
Laura lo miró mientras el sargento ofrecía la mejor de sus sonrisas. De manera refleja, ella le sonrió.
—Gracias y bon appétit.
Pagó la cuenta en la barra. Diez minutos más tarde, llegó a casa a tiempo para ver su serie preferida y pincharse.
Thomas durmió hasta el mediodía. No podía recordar el día que era ni las veces que se había despertado para volver a quedarse dormido. Oyó a unas personas hablar cerca de su puerta, que se alejaban entre risas. Cambió de postura y de nuevo concilió el sueño. Lo despertó el motor de un coche. Miró el reloj, había dormido tres horas. Eran las cinco de la tarde. Se quedó tumbado escuchando los leves sonidos procedentes de la calle. La rabia había desaparecido, en su lugar se había instalado una sensación de impotencia por haber sido engañado. Una imagen le vino a la mente, una de las muchas que se agolpaban en su cabeza: Úna de adolescente, sentada en su mesa con la cabeza un poco agachada, concentrada en una lectura, ajena al mundo que la rodeaba, incluso a la persona que le sacaba la foto. Pensó que él hubiera podido en algún momento de su vida ayudarla con los estudios o quizá con algún problema amoroso o… Cerró los ojos con fuerza en un intento de zafarse de esos pensamientos. Aquellos sentimientos lo precipitaban al abismo.
Se levantó de la cama. Buscó en el armario el pantalón del pijama y una camiseta blanca de manga corta y se vistió. Se dirigió al salón de la suite y se tumbó en el sofá. Intentó ver una película, pero era incapaz de concentrarse en la trama. Se tapó hasta la barbilla con una manta y cerró los ojos. Casi de inmediato, los abrió de nuevo; su cabeza repetía una y otra vez la escena en la cual Maire le decía que Úna era su hija. Sin darse cuenta, se quedó dormido. Cuando despertó sintió hambre. Notaba que la fiebre había desaparecido, pero no la debilidad en sus músculos, que estaban agarrotados. Llamó al servicio de habitaciones y pidió que le subieran un zumo de naranja natural, un puré y una tortilla. Mientras esperaba, marcó el número de Laura en el móvil. No obtuvo respuesta. En ese momento llamaron de recepción para avisarle de que la doctora Terraux subía a su habitación.
La recibió con alivio, necesitaba compañía.
—¿Hola, estás mejor? —preguntó Laura al entrar.
Thomas asintió pensativo. Mientras, un aluvión de preguntas acudía a la cabeza de Laura, pero se contuvo.
—Te voy a tomar la temperatura y a auscultarte —dijo.
Se quitó el abrigo, lo dejó en el perchero a su izquierda y se aproximó a Thomas, que estaba sentado en el sofá. Le dio el termómetro para que se lo pusiera y se sentó a su lado.
—No hace falta que te quites la camiseta. Quiero que respires hondo por la boca y sueltes el aire cuando yo te diga. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, esto es un lujo, médico a domicilio. —Thomas sonrió.
Laura se colocó el fonendo y oyó los sonidos del interior intentando encontrar algo anómalo, pero no había nada. Tenía ganas de terminar enseguida. Se sentía nerviosa al lado de Thomas.
—No hay ruidos, y… —dijo a la vez que comprobaba la temperatura del termómetro— no tienes fiebre, así que la consulta médica ha terminado. Me voy.
Antes de que Laura se diera la vuelta hacia la puerta, Thomas le sujetó el brazo.
—No te vayas, quédate, por favor.
Se hizo un largo silencio. Laura se estremeció al sentir el contacto de la mano poderosa de Thomas en su piel. Se recreó en sus hermosas facciones, en aquel rostro duro que no delataba emoción alguna. Ambos dejaron que el silencio se alargara, esperando una reacción que no llegó por parte de ninguno de los dos. Laura percibió un leve cambio en la manera en que Thomas la observaba; su mirada se tornó febril y apareció un brillo peligroso en sus ojos que delataba sus intenciones. Sintió que quería utilizarla para escapar de algo que ella no lograba descifrar y no pudo disimular su malestar.
—¿Qué te ha pasado en Irlanda? —le preguntó. Thomas seguía agarrándola del brazo.
—No quiero hablar de ello.
—¿Tiene algo que ver que regresaras tan pronto?
Thomas la miró fijamente. Laura comprobó cómo sus ojos cambiaban y dejaban traslucir tristeza y dolor.
—Déjalo, no preguntes. Hoy necesito compañía.
—¿Qué clase de compañía? —dijo ella todavía a la defensiva, apartándose.
—La de una amiga.
—¿Nada más?
—Te aseguro que nada más.
Llamaron a la puerta. Laura abrió. Era el botones con la comida. Dejó la bandeja en la gran mesa donde se encontraba el portátil. Antes de irse, Laura le pidió que le subiera una ensalada y una botella de vino blanco. Se descalzó y se quitó la chaqueta. Llevaba un sencillo vestido de manga francesa de algodón azul.
Thomas la miraba. Sabía que la había desconcertado con su petición. Se había mostrado débil en su presencia, pero no le importaba lo más mínimo, cualquier cosa con tal de no quedarse solo; esa noche, no.
Laura deseaba quedarse y que Thomas confiara en ella. Percibía la lucha de emociones dentro de él. Algo había sucedido en Irlanda y ella esperaba que compartiese su preocupación. Comprobó dolorida que no tenía ninguna intención de hacerlo. Le contó por encima su entrevista con el increíble Hulk y lo que sabía el sargento. Dejó para el final su conversación con el tío de Irina.
—¿Admitió que Irina se dopaba, así, sin más? —Thomas no podía creerlo.
—Igual que si hubiera dicho que mañana va a llover.
—Asombroso.
—Por lo menos ya tenemos algo, un testigo que nos dice que Úna e Irina se dopaban.
Thomas asintió pensativo mientras se bebía otra copa de vino.
—Perdona, pero el vino era para mí —dijo Laura.
—Ahora pido otra botella. Está bueno y fresco. Me despeja, estoy un poco mareado y me cuesta pensar.
—Y ¿eso es bueno? —preguntó Laura con una sonrisa.
—Es genial.
—¿Qué vamos a hacer con la investigación?
—Creo que tenemos que ir a Poche, en Basilea, a ver qué averiguamos. Conseguir una cita con el mánager de Irina, un tal… mmm… ahora no me acuerdo. ¡Vaya con el vino! —Thomas se rio, se sentía mucho más animado—. También deberíamos contactar con alguien de la lucha antidopaje para ver qué nos cuenta. Y en este instante, voy a llamar a mi amigo de la DEA, el bueno de George. Pongo el manos libres y así escuchas la conversación.
—Mala idea.
—¿Por qué?
—Porque no hablo muy bien inglés.
—¿De verdad?
Laura asintió. Estaba sentada en la alfombra. Una mesa la separaba de Thomas, que la miraba incrédulo desde el sofá.
—Para tu información, hablo además de francés, alemán e italiano —explicó desafiante—. ¿Me puedes decir cuántos idiomas habla tu amigo americano?
—Uno y mal. De todas formas, pongo el altavoz.
Thomas marcó el número de George; al quinto tono respondió.
—¿Qué hay de nuevo, viejo? —preguntó George.
—Buenos días —dijo Thomas, y consultó su reloj— ¿Qué tal, George? ¿Cómo va todo?
—Literalmente de culo, llevo tres días sin poder ir al baño y la semana pasada no paré de ir a todas horas. Esto es una mierda.
—Nunca mejor dicho.
—¡Te crees muy gracioso! Algún día ese cuerpo tuyo de gigoló que Dios te ha regalado empezará a colgar y a ensanchar a la vez. Y cuando ese día… ¿Me oyes? Y cuando ese día —repitió George— llegue, me hartaré de reír.
—De acuerdo, perdona. En serio, haces bien en cuidarte, los años no perdonan.
—Que te jodan, Thomas.
—Por cierto, ¿has averiguado algo acerca del doping? —preguntó Thomas, cambiando de tema.
—Bastantes cosas interesantes. He hablado con un tío de la FDA, la Agencia Estadounidense del Medicamento, y me ha asegurado que la venta online se ha multiplicado en los últimos años con la adulteración de fármacos —le informó George sin ocultar su satisfacción por los datos obtenidos—. Un delito que, para la OMS, ya representa una epidemia silenciosa y, para las mafias, un negocio al alza con unas ganancias anuales que, en 2010, rozaron… agárrate Thomas, los setenta mil millones de dólares.
Thomas silbó.
—¿Te suena la Operación Esculapio?
—No.
—Un ciudadano alemán se quedó en coma —continuó George—. La familia notificó a la Policía que había comprado medicamentos en mal estado por Internet provenientes de España. Los agentes alemanes contactaron, vía Interpol, con sus homólogos españoles y se detuvo a cuatro personas, dos alemanes y dos portugueses, por delitos contra la salud pública e intrusismo profesional.
—Y ¿qué tiene que ver eso con el doping?
—Ya llego, tranquilo —dijo George ante la impaciencia de Thomas—. El tráfico de armas o de drogas, la trata de blancas misma, están penalizados como tales; la falsificación de medicamentos, no. Ni en Estados Unidos ni en la Unión Europea. Lamentablemente, no existe aún una normativa continental que aborde directamente la falsificación de medicamentos. Esta situación ha hecho que, desde hace un tiempo, muchas mafias se hayan pasado al tráfico de medicinas; es más rentable y no van a la cárcel, solo les caen penas menores.
—Y ¿cuando los pillan de qué se les acusa? —preguntó Thomas, perplejo.
—De delito contra la salud pública, contra la propiedad industrial y por falsificación de marca. A un culpable le pueden caer algo más de cuatro años por la falsificación —continuó George—. Para el consumidor, no hay penas más allá de una infracción administrativa. Me he enterado de cuáles son los países que integran los ranking de incautación de medicamentos falsos, y de que hay cantidad de páginas de Internet dedicadas a su venta. ¿A qué no sabes cuál gana por goleada?
—Déjame adivinarlo… ¿Rusia? —contestó Thomas con voz vivaz.
—¡Biingoo!
Thomas miró a Laura; estaba concentrada leyendo algo en el ordenador.
—En muchas ocasiones —prosiguió George—, hay redes ilegales bien organizadas que trafican con sustancias dopantes. Obtienen los productos de modo ilegal en farmacias o en hospitales de otros países que tienen una legislación permisiva, también en laboratorios clandestinos. Se cree que en Estados Unidos un tercio de los esteroides anabolizantes del mercado negro provienen de fuera y se introducen clandestinamente en el país; otro tercio se produce en laboratorios farmacéuticos legales del propio país y llega al mercado negro a través de algunos productores, distribuidores, farmacéuticos, veterinarios o médicos y, el último tercio, se produce internamente en laboratorios clandestinos.
—¿Has dicho «veterinarios»?
—Exacto, algunos deportistas utilizan esteroides anabolizantes de uso veterinario.
—Increíble —dijo Thomas.
—En los últimos años, el mercado negro de distribución y venta de productos prohibidos está aumentando considerablemente y, cada vez, se concentra más en manos de potentes mafias. Ya te lo he dicho, se gana más dinero vendiendo productos dopantes, cien dólares por cada dólar invertido, que traficando con heroína y cocaína. Además, el tráfico está muy ligado a las apuestas clandestinas, sobornos y corrupción.
—Así que, detrás están las mafias… —murmuró Thomas hablando casi para sí mismo.
—Sin duda —contestó George—. Es como todo, cada época tiene un producto de moda. Por ejemplo, el estanozolol, que entra desde México bajo las marcas Ttokkyo, Ilium y Jurox, es el más popular en el mercado negro de Estados Unidos y la droga más consumida por atletas, la que más aparece en los registros de control antidopaje.
—Y ¿qué efectos produce?
—Es un esteroide anabolizante que se utiliza para el crecimiento muscular. He oído que acorta el tamaño del pene —añadió George bajando la voz.
—¿Tú tomas de eso? —preguntó Thomas sonriendo.
—Si vieras mi aparato, te darías cuenta de que en este cuerpo no ha entrado nada químico. Ahora mismo lo estoy mirando y puedo decirte que es… soberbio.
Thomas soltó una sonora carcajada que sacó a Laura de su ensimismamiento.
—Pero ¿no estás en el trabajo? —le preguntó Thomas, extrañado por los sonidos de agua que escuchaba a través del teléfono.
—Hace un instante me encontraba en una reunión con el ministro de Exteriores.
—Ya, ¿y ese ruido? —inquirió Thomas.
—La cadena del váter. Y, querido amigo, te tengo que dejar. Aunque he de decirte que me ha sentado bien hablar contigo. Gracias a ti he acabado con mi estreñimiento.
—La próxima vez ya lo sabes, aquí me tienes.
—Ok, te llamaré. Tranquilo, husmearé un poco a ver qué averiguo sobre las mafias rusas en Europa. Bye.
—Bye, campeón.
Thomas apagó el móvil y apuró su copa. Se sentía bien, en paz. El vino le había hecho efecto. Una nube rondaba su cabeza y lo elevaba unos centímetros del suelo.
—¿Todo bien? —preguntó Laura.
Thomas le resumió lo que le había contado su amigo y le preguntó:
—¿Qué has estado leyendo con tanto interés?
—Es un informe de tu jefe. Le he echado un vistazo.
—Uff… Si lo resumes y no lo tengo que leer, te estaré muy agradecido porque es un hombre, digamos…, denso, tanto en persona como por escrito.
—Habla de la lucha contra el tráfico de productos dopantes y de las muchas dificultades que presenta; la legislación sobre las sustancias es muy diferente de un país a otro. Por ejemplo, la distribución de esteroides anabolizantes es ilegal en muchos países y en otros, no. Para intentar unificar las acciones contra el tráfico de sustancias prohibidas, la AMA está realizando distintas acciones con la Interpol. —Hizo una pausa para beber de su copa—. También cree que la ratificación de la UNESCO contra el dopaje en el deporte es un buen camino para unificar y endurecer poco a poco la legislación a nivel mundial de la distribución de sustancias prohibidas.
Laura se incorporó, alcanzó un cojín de una silla para sentarse en el suelo.
—Fíjate, qué curioso —continuó—. En Estados Unidos, tras los escándalos de dopaje que han aparecido en los últimos años, se ha endurecido la legislación relacionada con el tráfico de dopantes hasta tal punto de que si los responsables de uno de los grandes escándalos de dopaje, como el caso de los laboratorios Balco, fuesen juzgados ahora, les caería una condena de diez años de cárcel en vez de los tres meses a los que fueron condenados.
—¿Qué caso es ese? —preguntó Thomas con interés.
—En el año 2003, la Policía estadounidense descubrió que el laboratorio Balco y su presidente, Viktor Conte, suministraban sustancias dopantes a deportistas olímpicos de su país.
—Me escandaliza que todos estos actos hayan quedado impunes —comentó indignado.
—Si no te importa, me llevo el informe para leerlo con detenimiento —dijo Laura, y se levantó. Se sentía cansada.
—¿Te vas ya? —preguntó Thomas sorprendido.
—Sí, es tarde y mañana tenemos mucho que hacer. He conseguido una cita con un miembro de la lucha antidopaje, veremos qué dice.
Se le abrió la boca sin querer y el efecto llegó a Thomas, que también bostezó. Mientras Laura se ponía el abrigo, Thomas quiso decirle que se quedara, que pasaran la noche juntos, pero se contuvo, sabía que era una mala idea. En cuanto Laura se marchó, marcó el número de recepción.
—Hola, buenas noches. Llamo desde la habitación 203 y quisiera saber si es posible que me envíen una señorita de compañía.
—Por supuesto, señor —respondió el interlocutor sin variar su tono de voz—. ¿Alguna preferencia?
—Que no trabaje en la calle.
—Por supuesto, señor, nuestro hotel trata con una agencia muy seria —dijo el recepcionista, ofendido.
—En lo que respecta a su aspecto, no la quiero pelirroja —añadió Thomas antes de colgar.