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Necesitaba alejarse de la residencia. El fantasma de Irina se le aparecía y se aferraba a su mente igual que una pesadilla. Fuera, la luna llena iluminaba las siluetas de las piedras y los árboles con una luz onírica. Vio que una sombra se movía en el bosque. Janik decidió seguirla, pero la figura despareció entre la espesura como desaparece el aroma de las flores. Confundido, avanzó por los huecos que se abrían entre los árboles, persiguiendo un espectro que bien podía ser fruto de su imaginación a aquellas horas de la noche. No tardó en aparecer la abadía y la luz débil de la entrada reveló una parte de la sombra, era Blanc. Fue esa parte, la que permanecía oculta por la negrura, la última en adentrarse entre los muros.

El viento sacudía los esqueletos de las ramas con fuerza. Los ecos de las gamuzas y de los íbices retumbaban en las montañas. Janik tembló como un niño asustado. De repente, vio una luz, apenas un resplandor que no tardó en tomar forma, y Blanc apareció agarrando un macho cabrío con una de sus recias manos. Janik se agazapó detrás de unos matorrales. La claridad que escupía la puerta abierta iluminó una losa en el suelo con un pentagrama invertido. El ronquido del animal se apagó como una vela al viento cuando Blanc agarró un enorme cuchillo, le cortó el cuello y esparció la sangre por la losa. Después se arrodilló y comenzó a hablar en una lengua incomprensible. Parecía conversar con la penumbra. Una ráfaga de aire congeló la cara de Janik. El viejo, como si las sombras lo hubiesen avisado, giró bruscamente la cabeza y clavó sus ojos negros y huecos en los del atleta.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Janik, salió de su escondite y corrió tan rápido como le dejaba la oscuridad. Una risa no humana y brutal lo acompañó durante los primeros metros mientras aceleraba su carrera.