Kilconnell lo sorprendió con un regalo excepcional: un día soleado. Thomas evitó pasar por la calle principal y se desvió con el coche de alquiler por un camino lateral. Enseguida, se vio rodeado por la inmensidad. Salió del coche y su mirada se perdió por el horizonte sin nada que la interrumpiera. Los prados se extendían como mares en calma, mecidos por la suave brisa del sur; de vez en cuando, soplaba una ráfaga más fuerte y se doblegaban ante el viento, sumisos. Parecían olas que lo saludaban y le decían entre susurros: «Bienvenido, Thomas, bienvenido». Se sentó en el suelo y cerró los ojos. Se dejó acariciar por las hierbas altas que rozaban su cara y sus brazos desnudos. Escuchó el silencio de la ciudad y el sonido de la naturaleza. Se tumbó sintiendo el calor del sol. Cerca, oyó el canto de un pájaro que en otro tiempo hubiera sabido identificar. Después de un rato, con desgana, caminó hacia el coche.
Se internó en una pequeña carretera asfaltada que, como muchas en Irlanda, era tan estrecha que parecía de una única dirección. A ambos lados crecían arbustos con flores de vivos colores. Acababan de podarlos y formaban paredes verticales más altas que su coche. Tomó el primer desvío a la derecha y continuó hasta que la carretera se bifurcaba en varios senderos de tierra que conducían a diferentes casas. Tuvo que dejar el coche e ir andando hasta la casa de Maire. Recordó las instrucciones y siguió el camino de la derecha hasta el final, donde, entre hayas y abedules, se encontraba la casa.
Le pareció bonita. Era como una casa de juguete, con el tejado de paja y las paredes encaladas. Los marcos de las ventanas estaban pintados de azul y a sus pies crecían alegrías blancas, rojas y fucsias. En el suelo, los pétalos caídos formaban un mosaico de colores. Instintivamente, metió la mano en la tierra de las macetas. Necesitaban un poco de agua. Una campana colgada encima de la puerta hacía las veces de timbre. La tocó. Le sorprendió la fuerza del sonido. No abrió nadie. Miró a su alrededor, no se oían ruidos. Gritó el nombre de Maire, pero no obtuvo respuesta. Mientras esperaba, decidió seguir un sendero hecho de pisadas. Se internó entre los árboles. Un sinfín de sonidos revoloteó en sus oídos: el crujido de ramas, el canto de los pájaros y de los grillos, el zumbido de una abeja, el discurrir del agua. Se encaminó hacia ese último. Antes de llegar, supo que era una ramificación del lago Acalla. Se extendía ante su vista, majestuoso, moteado por pequeñas islitas de color verde y extraños meandros, de un color parecido al de los luminosos cielos de Van Gogh. Vio a Maire caminar hacia él. El sol había iniciado su descenso y recortaba con tonos dorados su silueta. La saludó con la mano, ella le devolvió el saludo. Llevaba una caña al hombro y unos peces en la mano del otro brazo, ensartados en un alambre. Como en los viejos tiempos. Por un instante, Thomas retrocedió veinticinco años.
—¡Creí que llegabas más tarde, a las ocho! —gritó Maire, acercándose.
—¡Te dije a las dieciocho horas! —gritó también Thomas.
Maire tiró la caña con los peces al suelo y se tapó la boca riéndose ante su error. Mientras caminaba hacia él, Thomas vio que estaba preciosa. Desde el entierro de Úna había engordado y tenía un bonito color de piel. Cientos de pecas, que se extendían por los brazos y el escote, surcaban sus mejillas. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas, aunque sus rizos salvajes luchaban por abandonar la rigidez del peinado. Thomas imaginó que corría los últimos metros hacia él y de un salto lo abrazaba y le rodeaba la cintura con sus piernas. La escena era tan vívida, se había repetido tantas veces en el pasado que, por un instante, retrocedió a su juventud. Desencantado, comprobó cómo los dos se encontraron en mitad del camino y se dieron un cariñoso y breve abrazo.
—Estás estupenda —dijo Thomas.
—Me encuentro mejor. Espera que recoja la pesca y nos vamos.
La casa no tenía vestíbulo. Se entraba directamente a una estancia diáfana que cumplía la función de cocina, salón y lugar de trabajo. Era una sala amplia, agradable, bien iluminada, con hermosos ventanales divididos en pequeñas cuadrículas, desde los que se veían los colores de las alegrías y el fondo borroso del bosque. Maire dejó el pescado en el fregadero de la cocina.
—Los voy a limpiar porque quiero dejarlos marinados con eneldo para cenar.
Thomas la dejó hacer mientras observaba su alrededor. Vio una cocina con fogones de gas y, en la repisa de la ventana, varias macetas con flores aromáticas. En un pequeño estante, unos botecitos de colores completaban una extensa colección de especias. A la derecha de los fuegos, una enorme encimera de madera y varios cuchillos con los filos pegados a una barra de metal conformaban la zona de trabajo. En el centro de la habitación, había una mesa de madera blanca con un ramo de flores silvestres y cuatro sillas de enea. Al otro lado, junto a la pared bajo la ventana, había un cómodo sofá estampado en beis; sobre él, un manta y dos cojines de patchwork, y enfrente, una chimenea ribeteada en piedra roja donde yacían apilados pequeños troncos. No sabía si era el suave tictac del reloj o el movimiento de las ramas de los árboles, que, de repente, sombreaban la habitación y, en el siguiente vaivén, la volvían a iluminar, pero se sintió tranquilo y en paz. Abrió la puerta de la calle y cortó un ramillete de eneldo. Se sentó en un banco de madera, al lado de unos rosales. Apoyó la espalda en la pared y olió el aire. ¿Cómo hubiera sido su vida si no se hubiera marchado? ¿Quizá así?, pensó.
Había luchado de manera brutal por olvidar los años tan felices transcurridos en Kilconnell; es más, se había esforzado por detestar todo lo que le recordara su infancia. Lo sorprendió la facilidad con que se había desprendido de los recuerdos. Los restos que conservaba de aquella vida aparecían ante él borrosos; eran tan escasos que se asemejaban al tráiler de una película. Levantó la mirada hacia el cielo y disfrutó del placer que le provocaba el calor tibio del sol, el aroma de la naturaleza, la humedad que amenazaba tras la sombra de los árboles… En ese momento, sus miedos le parecieron ridículos; perder su independencia, renunciar a la intimidad, enamorarse…
—Ese eneldo ¿es para mí? —preguntó Maire, apareciendo por la puerta.
Thomas asintió y se lo dio sin levantarse.
—Perdona, pero estoy en un estado total de relajación cercano a la parálisis.
—Vale, pues sigue así. Me voy a duchar.
Al poco rato volvió a aparecer con una bolsa blanca.
—Se me olvidaba. Aquí está lo que has venido a buscar. No quiero ver nada —explicó Maire, molesta—. Prefiero que lo mires cuanto antes y luego te lo lleves todo. Su presencia me pesa. Es difícil de sobrellevar. Tampoco me apetece saber por qué quieres rebuscar entre sus cosas. ¿De acuerdo?
Aquel tono gélido y cortante incomodó a Thomas. No lograba adivinar las razones por las que Maire se comportaba de ese modo tan extraño. Su frialdad quedaba patente no solo en sus actos, también en su manera de hablar. Parecía ajena al dolor y a la emoción. Su rigidez era una pose ensayada, y la falta de sentimientos ante la muerte de su hija, una actuación demasiada extraña como para que resultara normal. Supuso que Maire utilizaba todo cuanto estaba en su mano para que ese estado de indiferencia ante el dolor perdurase. Su incapacidad de sentir era su manera de protegerse. Cualquier cosa que la apartase de ello, como ver los objetos de Úna, lo rechazaba. Estaba convencido de que necesitaba ayuda.
Thomas asintió y alcanzó la bolsa. Era ligera, parecía vacía.
—Me iré al lago a abrirla. Cuando termine la dejaré en el coche.
—Gracias, Thomas —dijo ella, tocándole el hombro.
Thomas se dirigió a un pequeño embarcadero donde se encontraban amarradas varias barquitas de vivos colores; llegó hasta el final y se sentó en un banco de madera. Abrió la bolsa y sacó un camisón de algodón con diminutas hojas verdes, una diadema hecha con goma negra, unas sencillas bragas de algodón y el poema. Alguien se había preocupado de estirar el papel y guardarlo en un sobre. Lo abrió y lo leyó:
Quiero llevarte pegada a mis piernas desnudas y correr,
para que sientas la fuerza de mis venas.
Anhelo llevarte pegada a mis manos y amar,
para que te estremezcas con mis caricias.
Ansío llevarte pegada a mi boca y susurrarte,
para que, tranquila, te quedes dormida.
Yo seré tus piernas, tus manos, tu boca.
Tú serás mi fuerza, mi amor, mi lecho.
Sin firma. La misma letra, la misma persona. Sacó el móvil y llamó a Laura.
—Buenas tardes, doctora.
—Buena tardes, señor Connors. Dígame qué ha averiguado —dijo ella, siguiendo la broma.
—El poema a simple vista es del mismo autor.
Thomas se lo leyó. Durante unos segundos, se produjo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Qué piensas? —le preguntó él.
—Desde luego, este es más dulce y romántico. El otro está cargado de culpa y el final es tenebroso. No cabe duda de que Úna recibió este poema cuando estaba viva y de que lo leyó. Con Irina hay más dudas. O bien el autor la encontró muerta y lo escribió como despedida y alguien lo encontró y lo escondió, o se lo dieron en vida y después de leerlo, ella misma lo guardó en el interior del cuaderno.
—Te olvidas de algo —interrumpió Thomas.
—¿De qué?
—Que el autor del poema no sea la persona que encontró el cadáver sino la que le causó la muerte.
Laura no contestó. No sabía qué decir.
—Tampoco sabemos si el autor le entregó a Úna el poema en persona o si se lo envió —añadió Thomas.
—¿Y luego la mató? —preguntó Laura—. No puede ser, en la autopsia no se encontró ningún signo de muerte antinatural. Y con la única causa que estamos trabajando, que es el dopaje por EPO, nadie puede adivinar cuándo va a fallecer una persona; es más, a la inmensa mayoría no le sucede nada. No se sostiene.
—De acuerdo, de todas formas entérate de dónde vivían Arisha Volkova y Yelena Ustinova e intenta averiguar algo sobre su entorno, quién las entrenaba, quién era su mánager y si por casualidad recibieron cartas de amor. De las otras dos ya me encargaré cuando vuelva. Tienes toda la información en un archivo de mi ordenador que se llama «Increíble Hulk».
El lago comenzó a cambiar de color y a adquirir tonos rosáceos. Unas grullas pasaron sobre él barriendo el agua.
—Qué gracioso. Pobre sargento…
—Por cierto, ¿qué tal tu primera mañana como mi ayudante?
—Pues, he tenido que ir al médico y… no me ha dado tiempo a mucho. Pero un par de horas en Internet hacen maravillas, cuando vuelvas te cuento lo que he averiguado.
—¿Estás enferma?
—Oh no, un problemilla de alergia.
—Vale, mañana nos vemos.
—Hasta mañana.
Thomas dejó la bolsa de plástico en el maletero y se sentó junto a Maire en el banco al lado de la puerta.
—Oye, Maire, ¿sabes si Úna salía con alguien?
—Que yo sepa no. Tenía muchos amigos, pero no hablaba de nadie en particular.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?
Maire se removió inquieta. Thomas sabía que aquellas preguntas no le agradaban en absoluto.
—Maire, tienes que esforzarte. Te prometo que después de esta conversación no volveremos a hablar de Úna.
—Hablé con ella cuando me rompí el brazo. Se lo conté, sin darle importancia.
—¿Cómo es que no vino a verte?
—No lo sé. También yo me pregunto lo mismo.
Maire cortó unas ramas de lavanda y las estrujó en las manos. Después las olió.
—Últimamente estaba distante. La notaba rara. Llevaba meses sin aparecer por casa y cuando le preguntaba cuándo iba a venir, siempre tenía una excusa para no hacerlo.
—¿Cuál crees que podía ser la razón?
—No lo sé. Creo que estaba preocupada por algo, pero… es difícil desde la distancia saber más.
—¿Sabes si tenía una amiga llamada Irina?
—¿Que vivía en Les Diablerets?
Thomas asintió.
—La última vez que estuvo en casa por Navidad la llamó por teléfono. Sí, eran amigas.
Thomas no quiso decirle que estaba muerta.
—¿De qué hablaron?
—Ni idea, hablaban en ruso.
—¿Te contó algo de ella?
—Me dijo que era muy buena corriendo y que tenía un estilo muy bonito. También sé que tiene un tío porque a Úna le encantaba el café que le preparaba. Le compró una cucharilla con Sant Patrick y el trébol. No sé nada más.
Thomas se puso tenso.
—Perdona, tengo que hacer una llamada urgente —dijo levantándose.
—¿Ya está? ¿Hemos acabado? —preguntó Maire.
—Un momento… —contestó Thomas, y se alejó mientras marcaba el número de la Policía de Monthey—. Buenas tardes, me llamo Thomas Connors y quisiera hablar con el sargento Fontaine.
Una voz de mujer le dijo que el sargento no se encontraba en las dependencias policiales, que estaba en una diligencia. Thomas preguntó si se trataba de un asunto grave a lo que ella contestó que no. Se había desplomado un muro y se estaba acordonando la zona. Thomas dijo que era de la Interpol, el sargento lo conocía, y que por favor le diera su número de móvil. Apuntó los números con una rama en el suelo y le dio las gracias.
—Allô? —contestó una voz con interferencias.
—¿Sargento Fontaine?
—Oui, c’est moi.
—Soy Connors, de la Interpol, hablamos el otro día.
—Sí, lo recuerdo, dígame.
—Quisiera que me buscase toda la información posible sobre el tío de Irina Petrova. ¿Tiene dónde escribir?
—Sí, tengo.
—Se llama Oleg Petrov Vasiliev. Tiene una farmacia en Montreux.
—De acuerdo. Perdone, pero le oigo muy mal. Lo que encuentre se lo envío a su correo electrónico.
—Gracias, es urgente.
—Bufff… como todo en la vida —dijo Fontaine, y colgó.
Cuando terminó de hablar, Maire ya no estaba sentada en el banco. Entró en la casa. Tampoco se encontraba allí. Se fijó en la habitación que estaba al lado del baño. Tenía la puerta abierta. Vio los peluches de Úna puestos a modo de pirámide sobre la cama, apoyados en el cabecero para que no se cayeran. Miró por la ventana de su habitación. Quiso saber qué veía Úna al despertarse por las mañanas. Observó cómo Maire podaba unas plantas de tomates, y lo invadió un sentimiento de ternura y de tristeza ante la habitación de Úna. Le solía pasar al mirar las cosas personales de alguien fallecido. Sabía con certeza que su dueño no volvería a tocarlas. Todo quedaba en suspenso: la colonia, el cepillo del pelo, la ropa… Con Úna se hacía más evidente. Su juventud estaba presente en el dormitorio; cada foto, cada camiseta, cada objeto, llevaba prendido el sello inconfundible de la vida. La habitación le hablaba de Úna, de sus gustos. En las paredes quedaban rastros de una infancia despreocupada y feliz. Salió por la puerta acristalada del pasillo que daba al huerto.
—¿Cuándo te vas? —preguntó Maire.
—He reservado un vuelo para mañana.
Thomas le ayudó a podar la tomatera.
—¿Todavía te acuerdas de cómo se hace? —preguntó Maire con malicia.
—Sí, todavía me acuerdo.
—¿Te quedas a cenar?
—Contaba con ello. Aunque la comida del hotel es fabulosa. La última vez me hinché de patatas.
Como respuesta, Maire le sacó la lengua.
—Anda, arranca unos tomates y los asamos con las patatas de mi huerta. Te aseguro que no hay mejores tomates que estos.
Thomas sonrió y obedeció.
Thomas estaba silencioso. Miraba de reojo cómo Maire preparaba los tomates. Los cortó por la mitad y les echó albahaca fresca, sal y queso que ralló en el momento. Las patatas llevaban un rato en el horno y el olor del tomillo con el orégano impregnaba la sala. Se acercó lentamente a ella y, sin pensarlo, pasó sus brazos alrededor de su cintura. Sorprendida, Maire se dio la vuelta. Bajó la cabeza, tomó entre sus manos el asombrado rostro de ella y la besó con delicadeza. Después, abrió la boca con urgencia, introduciendo su lengua; ella respondió a su beso con avidez.
—Thomas, no soy la de antes —dijo, apartándolo con las manos en su pecho.
—Yo tampoco —susurró él—. Maire, no puedo parar y no quiero hacerlo.
—Pero… todo esto es falso, vamos a acostarnos con nuestros fantasmas.
La voz de Thomas se tornó ronca por el deseo.
—Soñemos. Cierra los ojos y siente.
Volvió a abrazarla y le besó el cuello.
—Pero tú te vas a marchar, este no… es tu hogar —dijo ella con el aliento cortado por los besos.
Thomas la tomó entre sus brazos y la llevó a la habitación. Ella se dejó, apoyando la cabeza entre su cuello. Thomas la tumbó en la cama.
—Mi hogar siempre estuvo entre tu piel —respondió él mientras la miraba a los ojos.
Unas lágrimas resbalaron por las mejillas de Maire hasta perderse en el pelo. Él recorrió con su boca la marca húmeda que dejaron en su rostro, y Thomas notó su sabor amargo. A continuación, desabrochó los botones de la parte delantera del vestido y se lo quitó por arriba. Maire levantó los brazos como una niña para que la desvistiera. No llevaba sujetador, lo que hizo sonreír a Thomas.
—Maire, sigues sin ponerte sujetador. Eres una cabezota, mira que tu madre te reñía a todas horas. Decía que no tenías vergüenza, que se te caerían hasta la cintura. Pero estaba equivocada —reconoció mientras los tocaba.
Admiró sus pechos. Eran pequeños, redondos y estaban cubiertos de pecas. Tenían la aureola rosácea, diminuta, casi sin pezón. Miró la hermosa cara de Maire y su cabello rizado extendido en la cama. Su pelo rojo… Lo acarició, enrolló uno de sus rizos entre los dedos. Se desnudó rápido, de pie, junto a la cama. Luego se acercó y le quitó las bragas. Pasó sus manos por su piel blanca. Empezó por el cuello y acabó en el pubis. Lo acarició pasando la mano por el pequeño monte pelirrojo. Admiró el rostro de deseo de Maire, esperándolo. Sondeó todos los rincones de su cuerpo, lamiéndolos, tocándolos. Al rato, notó que estaba preparada, cálida, mojada. Thomas se tumbó sobre ella y la penetró sin avisarla. Maire gimió sorprendida, acoplándose a sus movimientos. Cada caricia, cada beso, se transformaba en una sensación extraña, inmensa.
—No puedo parar de besarte —dijo Thomas moviéndose rítmicamente.
—Pues no lo hagas. Siempre me gustó cómo besabas.
—Tuve una estupenda maestra —le susurró al oído.
—Thomas… yo no voy… a poder aguantar mucho. Es que… hace un millón de años…
Thomas oyó el orgasmo y lo sintió en su interior. Al poco, Se retiró de ella y miró el techo sin pensar en nada. Después sintió frío, se volvió hacia ella y la abrazó por detrás.
—Abrígame el corazón, Maire, solo tú puedes hacerlo.
Maire se arrimó más a él, y Thomas hundió su barbilla en el hueco del cuello.
—Yo… nunca he dejado de quererte —dijo Thomas—. Esa es la realidad y lo demás son grandes mentiras. Debí volver a buscarte. No quiero volver a engañarme ni a perderte.
Maire estaba silenciosa. A Thomas le pareció que lloraba. Quiso que se diera la vuelta para abrazarla, pero ella lo rechazó, se levantó y entró en el baño. Thomas oyó el agua de la ducha. Estaba cansado de no afrontar su vida, de dejarla aparcada mientras la llenaba con historias intrascendentes.
—¿Estás bien? —le preguntó abriendo la puerta.
—Sí, ya salgo. Por favor, mira el horno, las patatas se van a quemar.
Thomas fue desnudo hasta la cocina. Olía de maravilla, a especias. Abrió la puerta del horno y vio que las patatas ya estaban doradas. Con la ayuda de un trapo de cocina las sacó, alcanzó la bandeja de los tomates de la encimera y la colocó en la parte alta del horno, luego pulsó el botón del grill. Mientras se gratinaban los tomates, empezó a abrir los cajones en un intento de poner la mesa. Estaba muerto de hambre. Maire apareció vestida con un sencillo pantalón corto y una camiseta.
—¿Qué haces?
—Intento poner la mesa.
—Anda, ya lo hago yo. —Le mostró dónde estaba el cajón con los cubiertos.
—Vale, ¿te importa si me ducho?
Maire negó con la cabeza.
En dos minutos, Thomas estaba duchado y vestido.
—Antes te has quedado callada. ¿Estás bien? Yo… no quiero hacerte daño.
—Yo tampoco a ti —dijo Maire.
—Tú nunca podrías hacerme daño.
—Prueba —contestó seria—. ¿Por qué no lo hiciste?
—¿Por qué no hice qué? —preguntó Thomas.
—Volver a buscarme.
—No sé. Era un crío, tenía diecinueve años. Estaba solo en Estados Unidos con una mierda de beca pasando penurias para salir adelante. Estudiaba de día y trabajaba de noche. No tenía mucho tiempo para pensar, y cuando lo hacía me volvía loco de pena. Me acordaba de ti y de Albert. No tienes ni idea de cómo lo pasé.
—¿Tienes idea de cómo estuve yo? —preguntó enfadada.
—Pero… si estabas en casa, en tu pueblo, con tu familia. Seguro que mejor que yo.
—Me quedé sin ti. Me dejaste sola.
—¿Que te dejé sola? —preguntó incrédulo—. Tú no sabes lo que era estar solo.
—No me llamaste ni una sola vez. Te echaba de menos —dijo ella con rencor.
—No se notó. Enseguida empezaste a salir con el ruso.
El rostro de Maire enrojeció de ira, tiró un plato al suelo y lo hizo añicos.
—¿Cómo te atreves a decirme eso?
—¿Por qué te enfadas tanto? Pero si es la verdad… —dijo Thomas confundido.
—¡Tú no tienes ni puñetera idea de la verdad! —gritó Maire.
—¿Ah no? ¿Te digo yo la verdad? La verdad es que una persona murió por mi culpa, alguien a quien quería, y lo único que te preocupa es que te quedaste sola. Por favor… —se lamentó Thomas mientras recogía los pedazos del suelo.
—¡Lo hice obligada! —gritó Maire, y se sentó en un rincón de la cocina—. Yo no pude elegir. Tú no sabes lo que es ser madre soltera en un pueblo católico de un país católico.
Algo más calmada, prosiguió:
—Tú, tan feliz con tu puñetera vida de portada de revista, comprándoles a tus padres una casa en España. El triunfador del pueblo —dijo con sorna.
—¿Pero qué te pasa? Todo, me oyes, todo, lo he ganado con mucho esfuerzo y sacrificio —se defendió Thomas—. Quizá, si en vez de casarte con el primero que pasó y tener una hija con rencor. ¡Ah, y no me vendas eso de que te obligaron! ¡Qué ridiculez! ¡En la vida se puede elegir!
—¡Era tu hija! —Maire se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar—. Era tu hija… Úna era tu hija…
—¿Qué estás diciendo?
Thomas se acercó a ella y se puso de rodillas en el suelo.
—¿De qué hablas? —repitió, agarrándola de los brazos.
—Descubrí que estaba embarazada una semana antes de que te marcharas —murmuró Maire sin levantar la mirada, con gran serenidad—. No pude decirte nada. A la larga, me hubieras odiado por tener que quedarte en el pueblo, pensarías que lo había hecho para retenerte a mi lado.
Thomas la soltó como si quemara. Se puso de pie y retrocedió unos pasos, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.
—Mientes… mientes…
—Tenías la beca, querías marcharte. Empezaste a odiar a la gente, el pueblo. ¿Quién era yo para obligarte?
—Mientes…
En el fondo, Thomas sabía que era verdad. Puede que incluso lo intuyera desde que vio las fotos en la habitación de Úna, pero era un cobarde y había rechazado de inmediato la idea que había cruzado por su cabeza de manera fugaz, como una de las miles de cosas estúpidas que uno piensa a lo largo de la vida.
—No tenías derecho a decidir tú sola. No me diste opción a elegir —le recriminó—. Yo… te adoraba, Maire.
—Te hubieras quedado… Todos tus sueños por el suelo…
—¡Claro que me hubiera quedado! —gritó—. ¡Por Dios, Maire! ¡Mi hija!
Se apartó todo lo que pudo de ella hasta que su espalda chocó contra la pared. Cerró los puños con fuerza. En un momento de pura rabia, se llevó un puño a la boca y mordió los nudillos.
—¿Te das cuenta de que la única imagen que tengo de Úna es la de una chica muerta en el depósito de cadáveres? ¿Quieres que te cuente cómo era su rostro encima de esa camilla? ¿Quieres que te lo cuente? —repitió lleno de ira.
Maire permaneció en silencio, con la cabeza agachada y la cara tapada por su cabello rojo.
—Has tenido veinticinco años para contármelo y de repente me lo dices ahora, ¿por qué? No te das cuenta de lo que me has hecho, me has jodido la vida.
—Pues ya somos dos —dijo ella levantando la mirada—. Ya hay dos vidas destrozadas. ¿Qué te creías, que ibas a volver después de tantos años como si nada hubiera pasado? Me abandonaste. Ahora te toca pagar a ti.
—Nunca te lo perdonaré. Nunca.
Thomas recogió sus cosas y se marchó.
Condujo sabiendo adonde quería ir. Iba concentrado en la carretera dejando a un lado los pensamientos que martilleaban su cerebro.
Era ya de noche cuando paró en el borde de la playa. El mar rugía con fuerza y su poder le hizo sentirse pequeño. Salió del coche dejando los faros encendidos y se desnudó. El fuerte viento zarandeaba su cuerpo, con cada ráfaga se levantaban diminutos granos de arena que se le incrustaban en la piel. Sintió frío. Abrígame el corazón…
Caminó decidido hacia el agua. La única luz procedía de la luna menguante que, con su leve resplandor, iluminaba el camino. Sintió el primer golpe del agua helada en las piernas. No quiso detenerse. La espuma de la ola lo empujó para atrás. Tiritando, caminó hacia delante y se zambulló por completo metiendo la cabeza debajo de las olas. Miles de alfileres recorrieron su cuerpo congelando la sangre que circulaba por sus venas. Nadó hacia la oscuridad y no se detuvo hasta que el cansancio y el frío agarrotaron sus músculos. Se dejó mecer por el vaivén del mar. Estaba solo en medio de la negrura, con el mar como único testigo de su derrota. A lo lejos, Úna descansaba como él, fría, pálida. ¿Supo ella que era su padre? Recordó sus peluches agolpados en la cama esperando a alguien que nunca regresaría. Thomas había dejado de sentir frío, era el momento de volver. Introdujo furioso la cabeza en el agua y con rápidas brazadas regresó a la orilla.