Thomas rehusó usar el despacho del director y prefirió un lugar menos intimidante como la biblioteca. Le gustó en cuanto entró en ella. Estaba situada en la parte antigua del centro de alto rendimiento. Por su decoración, supuso que se trataba de la biblioteca original del castillo. Era una sala diáfana, de estilo clásico, con altos techos y las paredes forradas de estanterías de madera. El centro estaba despejado; mesas pequeñas, separadas entre sí por biombos de poca altura, se repartían por la estancia. Olía a libro, a papel y a cuero. Eligió una mesa situada al fondo, en una de las esquinas. Comprobó que alrededor no había nadie, excepto en la otra parte de la sala donde un par de chicos habían retirado el biombo y compartían mesa.
Se sentó y esperó. Janik Toledo apareció a los pocos minutos. Entró sin hacer ruido y cerró la puerta con sumo cuidado. Desde lejos, Thomas le hizo una señal con la mano y lo observó mientras se dirigía hacia él. Tenía la mirada baja y, en ningún momento, salvo al principio, volvió a mirarlo. Caminó despacio. Parecía nervioso. Se sentó frente a Thomas con cuidado de no hacer ruido al mover la silla.
—Hola Janik. Me llamo Thomas Connors y trabajo para la Interpol. He venido por la muerte de Úna Kovalenko e Irina Petrova. Sé que fuiste tú quien encontró el cadáver de Irina, además de ser su mejor amigo. Aunque, si te parece, podemos empezar por Úna.
Thomas intentaba que Janik se sintiera cómodo, había observado que retorcía las manos sin parar, agarrándose los puños de su sudadera.
—¿Conocías a Úna?
—Solo de vista. Alguna vez coincidíamos en el comedor o entrenando en el estadio de Monthey, pero la verdad es que nunca hablamos.
—¿Quiénes eran sus amigos?
—Úna era una chica muy popular, tenía muchos amigos.
—Me refiero a su círculo próximo.
—No sé, su grupo de entreno quizá. Se juntaba bastante con dos ciclistas irlandesas de pista.
—¿Úna conocía a Irina?
—Sí, claro que la conocía, pero una vez que le pregunté a Irina sobre ella, no me dijo gran cosa.
—¿Qué opinas tú? ¿Eran amigas?
—Yo creo que sí, que tenían cosas en común.
—¿Como qué?
—Bueno, eran rusas y las llevaba el mismo mánager, Frank Stone.
Thomas notó un cambio en el tono del chico, su voz se había vuelto cortante. Decidió seguir por ese camino.
—¿Qué opinas del mánager?
—No me gusta.
—¿Por qué?
—Porque no —dijo, removiéndose en su asiento.
—Explícate.
—Creo que lo único que le importa es ganar dinero. Tiene mucho poder. Trae atletas de alto nivel de fuera y no se preocupa de las de aquí, que todavía están empezando.
—¿Tú crees que quiere que sus deportistas triunfen a cualquier precio?
—Sí, sobre todo las chicas. Las exprime y cuando ve que no dan más de sí, vuelve a Rusia y trae otras.
—¿Crees que sus atletas se dopan? —preguntó de repente Thomas.
Janik puso cara de sorpresa. Realmente la pregunta lo había pillado desprevenido.
—No, para nada. Úna no sé, pero Irina, no, ni hablar… Nunca se hubiera dopado. Yo la conocía… Era muy seria con sus entrenamientos, su alimentación… Se cuidaba, era muy profesional.
—¿Estás seguro de que no tomaba nada?
—Sí, segurísimo —respondió Janik con firmeza.
—¿Notaste algo diferente en el comportamiento de Irina el día anterior a su muerte?
—No, por la noche estuvimos celebrando que habíamos conseguido la mínima para el campeonato del mundo de Daegu. Ella, a su manera, estaba feliz.
—¿Por qué dices a su manera?
—Porque era muy reservada para todo; parecía no alegrarse excesivamente por nada.
—¿Podría decirse que tú eras su mejor amigo?
—Podría.
—¿Alguien más?
—Anna, su compañera de habitación.
—¿Está aquí?
—Ahora está de gira, pero vuelve la semana que viene.
—¿Quién entrenaba a Irina?
—Olivier, mi anterior entrenador. Frank le pidió a Olivier que la entrenase.
—¿Te importaría darme su número de teléfono?
—No, claro que no.
—¿Tenía Irina algún médico?
—Que yo sepa no. La residencia tiene sus propios médicos y fisioterapeutas.
—Tengo entendido que la residencia fue construida con los fondos de la farmacéutica Poche.
—Ni idea. Creo que hay una placa en la entrada con el nombre de la familia. Lo que sí sé es que los fisios siempre utilizan los productos de Poche. Y nos dan todos los productos que necesitamos.
—¿Todo legal?
—Claro, claro. Hablo de cremas para inflamaciones, vitaminas, minerales y demás suplementos.
—Nada que tenga que ver con hormonas —insistió Thomas.
—No, nada que tenga que ver con hormonas.
—¿Quién es tu mánager?
—El mismo que el de Irina, Frank.
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—No me lo ha preguntado.
—Pero ¿no me has dicho que el señor Stone no piensa más que en el dinero?
—Sí, no me cae bien, pero es el mejor mánager de Suiza. Si se ha fijado en mí es porque piensa que le voy a dar dinero. Eso significa que voy a poder correr en los mejores mítines de Europa, y seguramente bajar mis marcas.
—¿Tú te dopas?
—¿Qué clase de pregunta es esa? —preguntó Janik, indignado—. Nunca lo he hecho ni lo haré. Yo paso de esas mierdas. Es ganar con trampa.
Thomas vio que decía la verdad, eso, o era un estupendo actor.
—De acuerdo. Volvamos a la muerte de Irina. Tengo entendido que tú fuiste quien descubrió el cadáver.
—Sí, Anna se levantó temprano porque tenía que ir a Ginebra, creo, para hacer una sesión de fotos con una revista.
—¿No te comentó nada sobre Irina?
—No, la noche anterior estuvimos Anna, Irina, Peter y yo en la habitación de las chicas celebrando que habíamos conseguido la mínima para los mundiales.
—¿Peter?
—Sí, Peter vino con nosotros en el coche a competir y volvimos juntos al centro. Esa noche quedamos en vernos en la habitación de Irina y Anna.
—¿Tomasteis algo en la fiesta?
—Unas cervezas.
—¿Nada más?
—No era cuestión de emborracharnos, teníamos que entrenar temprano a la mañana siguiente.
—Parece que sois muy buenos chicos…
—Eso parece.
—¿Quién fue el último en irse?
—Peter y yo.
—¿Sabes si luego ellas salieron de la habitación? ¿Te comentó algo su compañera Anna?
—No me dijo nada.
—¿Dónde te alojas, en la misma planta?
—No, en la cuarta.
—¿Con quién salía Irina?
—Con nadie.
—Si era tan guapa, ¿alguien estaría interesado en ella?
—Ni idea —dijo el chico, nervioso.
—¿A ti te gustaba? —preguntó Thomas con malicia.
—No —respondió Janik ruborizándose.
Thomas sonrió.
—¿Qué aficiones tienes?
—El atletismo.
—¿Te gusta ir de fiesta, el cine o la música?
—No tanto como para llamarlo aficiones. El tiempo libre lo paso conectado a Internet o veo alguna peli.
—¿Te gusta leer?
—No mucho. Alguna revista de atletismo.
—¿Y escribir?
—No. Bueno, paso mis entrenamientos al ordenador. Tengo un programa especial que analiza los ritmos de carrera, pero no, nada más.
—¿Estás seguro? —insistió Thomas.
—Sí.
—Janik, esto es algo serio. Ya sé que se trata de muertes naturales, pero al tratarse de gente joven investigamos para comprobar que no se nos ha escapado nada.
Janik se removió inquieto en la silla. Quería marcharse.
—Cuando entraste en la habitación de Irina, ¿qué pasó?
Se detuvo y juntó sus manos como si fuera a iniciar una oración.
—La puerta no tenía echado el pestillo por dentro —dijo—. Entré. Enseguida vi que Anna no estaba. Se adivinaba el cuerpo de Irina debajo del edredón. La llamé desde la puerta, pero no me contestó. Me acerqué despacio hasta la cama. Le moví el brazo, la volví a llamar. No me respondió. Dormía de lado, cara a la pared. Yo… solo podía ver su espalda. Le di la vuelta y cayó como una muñeca encima de la cama. Tenía los ojos cerrados, parecía dormida.
—¿Qué hiciste a continuación?
—Fui a pedir ayuda. Creo que grité.
—¿Dejaste la puerta abierta?
—Sí.
—¿Te fijaste si entró alguien?
—Enseguida se agolparon mirones en la puerta.
—Me he fijado que hay un pasillo largo hasta los ascensores, así que se vería bastante bien la puerta de Irina —dijo Thomas.
Janik asintió.
—¿Quién fue el primero que traspasó el umbral y entró en la habitación?
—Blanc, el conserje. Echó a todo el mundo y cerró la puerta.
—¿Estás seguro?
—Sí. A los pocos minutos llegó el director y uno de los médicos de la residencia.
—¿Entraste con ellos?
—No, me quedé fuera. Cerraron la puerta.
—¿Te acuerdas cuando llegó la Policía?
—No, pero me pareció una eternidad.
—Rellena estos datos. —Thomas le mostró una hoja—. Cuando acabes me la das.
Janik obedeció.
—Gracias, Janik, has sido muy amable. Si recuerdas algo que te parezca importante sobre lo que hemos hablado, no dudes en llamarme. —Thomas le tendió su tarjeta—. Aquí puedes localizarme.
En cuanto salió de la biblioteca, comparó su letra con el poema de Irina.
—Doctora Terraux, por fin nos conocemos —dijo el médico, y le tendió la mano—. Soy el doctor Moller.
Laura le estrechó la mano. Le pareció un hombre muy atractivo. Era alto y delgado, de piel bronceada. Laura supuso que practicaba algún tipo de deporte al aire libre. Se había informado muy bien acerca de la clínica y del doctor. Le reconfortó su sonrisa franca, llena de seguridad.
—Voy a explicarle paso a paso lo que vamos a hacer estos días. Vamos a ver… —Miró la pantalla del ordenador—. Está usted en su segundo día de menstruación, de modo que mañana iniciaremos el tratamiento.
—¿Mañana? —preguntó, asombrada.
—Exacto. Si no deberemos esperar a la siguiente regla. Usted decide.
—No tengo duda sobre lo de empezar cuanto antes, el problema es que soy una persona bastante ocupada y tendré que organizarme.
—Tengo que decirle que el estrés no ayuda en absoluto a la concepción —recalcó la última palabra alzando ligeramente la voz—. Veo en su historial que, aparentemente, no tiene problemas en las trompas. Si le parece, elegiremos inseminación artificial con semen de donante. Es la mejor opción en casos como el suyo, en los que, como nos aclaró la semana pasada, no se dispone de pareja o donante conocido.
Laura asintió, un poco avergonzada.
—Mire, este es un proceso sencillo —prosiguió el médico—. Consiste en introducir el semen del donante en su útero en las horas próximas a la ovulación, después de que se le haya estimulado la creación de óvulos.
—¿Qué proceso debo seguir? —preguntó Laura.
—Como le he dicho, empezamos a partir del tercer día de menstruación incitando la ovulación a través de un tratamiento hormonal. La finalidad de este tratamiento es conseguir un mayor número de óvulos, un nivel hormonal adecuado y una ovulación más precisa. El tratamiento suele durar de siete a doce días, en los que debe inyectarse las hormonas que son las que se encargan de que ovule. —Hizo una pausa, confirmando que Laura seguía su explicación—. Cada dos días deberemos hacerle análisis de sangre, para hacer un seguimiento, y una ecografía, para comprobar que la dosis funciona. Una vez pasado el período de hormonación, descansaremos un día. Al siguiente, debe pincharse el Ovitrelle, que hará que los óvulos maduren y estén listos para fecundar.
—¿Qué probabilidades de éxito tiene el tratamiento?
—En nuestra clínica, la tasa de éxito de la inseminación artificial intrauterina con estimulación ovárica presenta el veinte por ciento de posibilidad de lograr un embarazo por cada ciclo. En forma acumulativa, puede llegar al cincuenta tras varios intentos. Recomendamos realizar unos cuatro para aprovechar plenamente la utilidad de esta técnica simple.
—¿Y si no me quedo embarazada?
—Le recomendaríamos cambiar el procedimiento por otro de fertilización asistida más complejo, como la reproducción in vitro.
Laura asintió. Sabía de lo que hablaba el médico porque había leído sobre ello.
—Pero, doctora Terraux, vayamos por partes. Vamos a comenzar una apasionante aventura y tiene que ser positiva. Es una mujer sana y joven. Hoy día tener cuarenta y un años no es problema para concebir.
El doctor Moller le hizo unas recetas para que iniciara el tratamiento.
—Tiene que comprarse esta caja de inyecciones, que son de gonadotropinas. Una cada día vía subcutánea y siempre a la misma hora. Empiece mañana con la inyección y tome dos pastillas de ácido fólico. El lunes haremos una ecografía y unos análisis de sangre.
Laura se quedó callada. Le parecía increíble ser la protagonista de esa historia. Tenía un nudo en el estómago y le costaba respirar.
—Yo… tendré que cuadrar mi agenda. No sé si podré el lunes. Tengo guardia —se excusó.
—Creo que no me ha entendido, doctora Terraux —dijo el médico con seriedad—. Usted se tiene que adaptar a nuestros horarios. Hay veces que quizá tenga que venir dos días seguidos para comprobar la maduración de sus óvulos. Esto es una ciencia. Por lo tanto, algo inexacto. Establecemos el tratamiento basándonos principalmente en la edad de la paciente, la morfología de los ovarios, la analítica hormonal, la masa corporal, la respuesta a la estimulación ovárica. ¿Me he explicado?
—Perfectamente. Mi agenda a un rincón —contestó Laura queriendo quitar gravedad a la conversación.
—Ya veo que me ha entendido. —El médico miró la pantalla—. Pasado mañana la veo, a las doce.
—Aquí estaré.
—¿Alguna duda?
—Quizá, las inyecciones. ¿Dónde me las pongo?
—Como la heparina. Pellízquese un trozo de piel de la tripa e introduzca la aguja en posición vertical. De todas formas, vienen con instrucciones detalladas.
Laura salió aliviada de la clínica. Recibió el calor del sol como un buen presagio. Todo iba a salir bien, se dijo convencida. Buscó en su Blackberry una farmacia de guardia. Vio que estaba lejos, pero decidió ir dando un paseo. Tenía que trabajar por la tarde. Por primera vez en mucho tiempo, no le apetecía ir. De pronto, le parecía una aberración abrir cuerpos en un sótano con luz artificial durante horas. Montreux le gustaba. Era una ciudad elegante, refinada, con glamour. No había querido ir a una clínica de Monthey porque era una ciudad pequeña y todos se conocían. Quería evitar chismorreos.
En la farmacia le dijeron que solo disponían de esos medicamentos por encargo. La dependienta le aseguró que los tendría esa misma tarde.
—Es imposible. Por la tarde trabajo y tengo que iniciar el tratamiento mañana —dijo, contrariada.
—¿No puede enviar a alguien a recogerlos? —preguntó la joven dependienta.
—No.
—Si le parece, voy a llamar y veremos si pueden traerlos en el último reparto de la mañana.
—Muchas gracias.
La joven le hizo un gesto afirmativo mientras hablaba por teléfono. Laura suspiró aliviada.
—Tendrá que pagar por adelantado. Son medicamentos muy caros y no podemos arriesgarnos a traerlos y que luego no los recoja.
—Por supuesto.
Laura sacó su tarjeta de crédito.
—Son mil doscientos francos.
Adiós al dinero para sus vacaciones a Grecia. Miró el reloj, todavía tenía tres horas por delante para vagabundear por Montreux hasta que acabara la mañana. Volvió sobre sus pasos y llegó a la Place du Marché, donde se encontraba la clínica. Quería comprar alimentos de calidad y nada mejor que hacerlo en aquel mercado, con su imponente estructura metálica donada por Henri Nestlé hacía más de un siglo. Antes de entrar, se acordó de que tenía una llamada perdida de Thomas y aprovechó para llamarlo.
—Buenos días, doctora —contestó él con una gran energía.
—Hola, Thomas. ¿Cómo estás? Disculpa por no haberte atendido ayer, estaba atareada.
—Tranquila, solo llamaba para decirte que estoy en Monthey. Me he instalado en el hotel Monthey Palace mientras dure la investigación.
—Es una noticia fantástica. Me tienes que contar cómo lo has conseguido y qué has averiguado.
—Si te parece, quedamos para comer —propuso Thomas.
—Imposible. Estoy en Montreux y tengo cosas que hacer.
—¡Qué casualidad! Esta mañana he estado allí entrevistando al tío de Irina.
—Si quieres, lo dejamos para esta noche. Salgo a las once. Podemos quedar en mi casa. Ya sé que es un poco tarde pero… —dijo Laura.
—Por mí está bien. Mándame la dirección y esta noche te cuento.
—De acuerdo, Thomas. Nos vemos sobre las once y cuarto en mi casa.
Laura salió del trabajo más pronto de lo habitual. Con el tiempo justo para limpiar la casa un poco por encima y meter unos muslos de pato con verduras en el horno. La cocina no era lo suyo, pero con ese plato no solía fallar y lo preparaba cuando quería quedar bien. El problema llegaba si la misma visita repetía, porque su repertorio culinario acababa ahí y no tenía más remedio que tirar de comida preparada o llamar a algún restaurante. Preparó una ensalada y subió a arreglarse. Eligió un vestido verde sin mangas por encima de las rodillas. Era perfecto. Iba entallado en la cintura, moldeaba sus caderas y le subía los pechos. Se recogió el pelo. Se miró satisfecha, el verde hacía juego con sus ojos. Se puso rímel y colorete; un poco de brillo en los labios completó el maquillaje. A los dos minutos volvía a subir a su habitación. Pero ¿en qué estaba pensando? Aquello no era una cita. ¡Qué tonta! Con ese aspecto, le estaba diciendo a Thomas muchas cosas que de ningún modo quería insinuar. Se cambió de ropa. Se puso un vaquero desgastado roto en las rodillas y una camiseta blanca de algodón.
—Me gusta tu casa —dijo Thomas.
—Y a mí —respondió Laura.
Estaba contenta. Al día siguiente comenzaba con su primera dosis de hormonas y cada vez que se acordaba le daba por sonreír. Thomas estaba ocupado aliñando la ensalada. Cualquier mujer se sentiría atraída por él a primera vista. Era alto, guapo, conservaba todo el pelo en la cabeza y tenía un bonito hoyuelo en la barbilla. Observó sus hombros anchos y los músculos de sus brazos, que se movían conforme daba vueltas a la ensalada. Pensó que seguramente era de esos que te levantan en el aire y te hacen el amor contra la pared. Soltó una carcajada; definitivamente, llevaba mucho tiempo sin acostarse con un hombre.
—¿Qué es tan gracioso? —preguntó él.
Si tú supieras…, pensó Laura mordiéndose el labio inferior, pero dijo:
—¡Oh, nada! He recordado un chiste que han contado esta tarde en la sala de autopsias.
—Compártelo, ¿no? —dijo él, y colocó la ensaladera en el centro de la mesa.
Laura tuvo que pensar con rapidez para acordarse de alguno.
—Primero tengo que dejar claro que no sé contar chistes. No tengo gracia, pero bueno, allá va. Están dos amigos en el monte cazando, cuando uno de ellos tiene un accidente. El otro, asustado, llama al teléfono de Urgencias. Le responde una señorita. El cazador le cuenta que su amigo está muy mal, que no se mueve. La mujer le dice que se asegure de que está muerto. De repente, se oye un disparo y al instante el cazador le dice: ya está, y ahora, ¿qué?
Thomas se rio con ganas.
—El chiste es bueno y la que lo ha contado, no comment.
Durante la cena, Thomas le puso al día de su investigación. Le habló de la conversación con el señor Petrov, con Janik y con Blanc, el conserje.
—Ese Blanc es un tipo extraño. Esta tarde, después de estar con el amigo de Irina, he ido a verlo y me ha contado cosas muy raras acerca del diablo y las muertes. Lo mismo que la otra vez. Cuando le he preguntado por qué cerró la puerta de la habitación de Irina, me ha dicho que para espantar a los moscones y que, una vez dentro, rezó por su alma. Creo que es un pobre viejo un poco loco. ¿Qué opinas del poema?
—Bueno, el final da un poco de repelús. Esa frase, «Ahora que estás muerta lo siento», no sé… Creo que quien lo escribió o sabía que iba a morir o la encontró muerta y lo dejó en su cuarto.
Thomas se echó más patatas y carne. Laura no quiso repetir.
—Oye, qué rico está este plato, y las verduras asadas ni te cuento —dijo Thomas.
—Muy amable, me gusta cocinar.
En cuanto lo dijo, Laura se arrepintió. ¿Qué le costaba decirle que odiaba cocinar? En su subconsciente, debía de tener grabado lo que decía su madre de que al hombre se le conquistaba por el estómago. Pero a ella no le interesaba Thomas…
—Pero ¿por qué dejarlo dentro del cuaderno de Irina? —preguntó Thomas, retomando la conversación.
—Quizá alguien lo encontró y lo escondió allí —respondió Laura.
—Es un sitio ridículo para esconderlo.
—Puede que pensase volver luego y al final no le fue posible. Está claro que Úna tenía agarrado un poema en su mano. Pero no podemos saber cuándo se lo dieron, desde luego, fue antes de morir. El rígor mortis hizo difícil quitarle la hoja de papel.
—Pero no sabemos qué dice ese poema ni si es del mismo autor —aclaró Thomas—. He hablado esta tarde con Maire, la madre de Úna, y me ha confirmado que los de la funeraria le entregaron una bolsa. No la ha abierto, y por mucho que he insistido, no va a abrirla. Tengo un billete de avión para mañana.
—¿Y no puede pedir a alguien que la abra, vea si hay un poema y te lo mande?
Thomas movió la cabeza negando la sugerencia.
—No sabrían cómo es la letra que buscamos. ¿Y si hubiera varios escritos? No sé… apuntes de clase que le hubieran dejado…
—Pero Thomas, en la bolsa del depósito solo se pone lo que lleva encima el cadáver. Nada de apuntes de clase —insistió Laura con asombro.
—Bueno, lo cierto es que me apetece ir.
Laura asintió. Estaba abriendo el frigorífico para sacar el postre.
—Vale, eso me convence más. ¿Y cuáles son los siguientes pasos que vas a seguir?
—Tengo que investigar a la farmacéutica Poche, la principal suministradora de los complejos vitamínicos que usan los deportistas del centro; estudiar todo lo referente a la EPO; entrevistar al mánager de las chicas, un tal Frank Stone, que parece un sujeto de cuidado, y comprobar si representaba a todas las fallecidas. También hablar con la compañera de cuarto de Irina, Anna, que vuelve el jueves. Visitar a los familiares de las otras chicas muertas y, si puedo, husmear un poco en su entorno, averiguar si recibieron poemas…
—Para, para —lo interrumpió Laura—, demasiadas cosas. Además, ¿no te vas a Irlanda?
Thomas asintió. Estaba disfrutando del postre.
—Este helado de vainilla con el chocolate caliente por encima está riquísimo. ¿Me pones más chocolate, por favor? —preguntó a la vez que levantaba el plato como los niños.
Laura sonrió. Echó unas onzas en una cacerola con un poco de mantequilla y lo derritió a fuego lento. Unos instantes después, bañó el helado en chocolate.
—Creo que deberías tener un ayudante.
—¿Cómo quién? Aquí no conozco a nadie y el único que podría hacerlo es una especie de increíble Hulk con poca paciencia para la investigación.
—Como yo —respondió Laura.
—¿Tú? —preguntó Thomas sorprendido.
—Sí, yo. Lo haría bien. Soy lista. Soy médico. Puedo investigar en Internet sobre el tema del doping mejor que tú y necesito alejarme un poco del depósito. Trabajo muchas horas. Tantas que ya, por ejemplo, casi no como carne, ¡con lo que me gustaba!
Thomas se quedó mudo. Mezcló el chocolate con un trozo de helado y se lo llevó a la boca.
—Cuando trabajaba de perfilador siempre contaba con un médico o forense como ayudante. No lo había pensado. La investigación sería más ágil y podríamos contrastar opiniones. Hablaré con mi jefe para ver qué le parece y qué tipo de contrato se debe hacer.
—No es tan fácil. No puedo pedir una excedencia ni unas vacaciones ahora. A no ser que se contrate un sustituto para mi puesto, cosa que no va a pasar —Laura se detuvo, pensativa—, o que un agente de la Interpol convenza al director y al jefe de personal de que soy imprescindible para una investigación de interés nacional.
—¿De interés nacional? —repitió Thomas con sorna.
—Esa es la idea.
—De acuerdo, mademoiselle Terraux. Antes de irme de viaje, le aseguro que usted será mi ayudante.