22

Era principios de noviembre. Una capa blanquecina cubría las faldas de los montes. La temporada de esquí había comenzado. El valle se había convertido en una gran autopista hacia la diversión. Los hoteles y las casas estaban a rebosar y el tren cremallera no paraba de escupir esquiadores. Muchos pasaban cerca del centro de alto rendimiento y se detenían a contemplar el castillo militar. Debido a la poca altitud y al hecho de que la ciudad estaba ubicada a los pies de la montaña, la nieve rara vez caía en Monthey. Sin embargo, esa mañana llovía agua nieve. Las finas mallas que llevaba Janik dejaban pasar el frío, que calaba los huesos. Viktor se había unido a su entrenamiento.

Hasta el final de las series, la respiración de Viktor no dio muestras de acelerarse. Janik, que no le quitaba ojo, no encontraba ninguna evidencia de cansancio en su compañero.

—¿Qué tal vas? —preguntó Viktor adelantándose a él.

—Bien, bien —mintió Janik.

—¡Vamos! Ya solo quedan tres.

Al terminar, Janik lo observó. Buscaba signos de debilidad, pero lo único que encontró fue un gesto de satisfacción. En la primera competición de pista cubierta, Viktor no solo ganó a Janik sino que batió el récord suizo de 1.500. Janik tenía un sentimiento de fracaso, cuando la realidad era que había hecho un buen registro. Salió del estadio para tomar un poco de aire fresco y soltar los músculos agarrotados. En ese momento, notó un pinchazo en el gemelo izquierdo. Lo primero que hizo cuando llegó a la residencia fue ver al fisioterapeuta.

—No tiene muy buena pinta —le dijo este.

—¿Qué puede ser?

—Tendrás que hacerte una ecografía, pero parece que es una rotura de fibras.

—¿Para cuánto tiempo tengo?

—Si se confirma la rotura, para un mes más o menos.

—¡Mierda! ¡Qué mala suerte! —exclamó Janik con una sensación de derrota—. Antes de las Olimpiadas tendré que ganarme un puesto.

El fisio le mandó unos ejercicios del tronco superior. Y poco a poco, inició unas sesiones con una bicicleta especial. Así estuvo semana y media, hasta que un día no se levantó de la cama. No sabía qué le pasaba, sentía una profunda tristeza. Pasaba las mañanas tumbado viendo como su compañero de habitación entraba y salía. Viktor se percató de su estado y, por primera vez, no encendió la consola en todo el día.

—A ti te pasa algo, ¿quieres que llame al médico? —le preguntó.

—No es nada, mañana estaré mejor —contestó Janik para que lo dejase en paz.

Viktor recogió su bolsa de deporte, metió sus zapatillas de clavos y, antes de marcharse, preguntó si quería algo de comer.

—No, gracias.

Pero al día siguiente estaba peor. A pesar de llevar un día sin probar bocado, no tenía apetito. Se alimentaba de las golosinas que Viktor guardaba en uno de los cajones de su mesilla. La mayor parte del tiempo miraba los objetos de la habitación, aprendiendo de memoria dónde estaban y qué forma tenían. Conforme el día avanzaba y la intensidad de luz iba cambiando, los objetos parecían alejarse hasta que desaparecían por completo en la oscuridad. Esa transformación lo distraía. El tiempo iba pasando sin más. El silencio de la habitación solo se alteraba por fragmentos de las conversaciones de los deportistas que pasaban por el pasillo. Viktor se marchaba temprano y no aparecía hasta la hora de meterse en la cama. No hablaban mucho. A Janik no le apetecía y su compañero iba a lo suyo.

El tercer día, sus pensamientos lo llevaron hasta un callejón sin salida. Si sus piernas decidían parar y no volver a iniciar la marcha, ¿qué le quedaba? En ese momento le llegó una imagen. Como un fogonazo en medio de la oscuridad, se vio de niño después de enterrar a su padre, huyendo de su dolor. Sobre él cayó la soledad del corredor, la soledad que lo había acompañado durante toda su existencia. Se sintió vacío, abandonado y a merced de un cronómetro. Necesitaba que alguien lo acariciase. Janik se dio la vuelta y abrazó la almohada. Estaba acostumbrado a sufrir, pero cada vez le pesaba más la ausencia de cariño. Las lágrimas comenzaron a mojar la funda de la almohada y hundió la cabeza en ella con más fuerza en un intento de detenerlas.

La mañana siguiente se levantó, recogió el ordenador portátil, el teléfono móvil, la cartera y las llaves del coche. Una ráfaga de aire frío arremetió contra él nada más dejar los muros protectores de la residencia. Le vino a la memoria la época en la que vivía con sus padres, cuando la vida era más sencilla. Arrancó el coche y no paró hasta ver la luz encendida de la cocina de su casa.

Lo despertaron las pisadas de su madre yendo y viniendo. El pánico que había sentido había desaparecido, pero la tristeza seguía acompañándolo. Era como si lo hubiesen vaciado de ilusiones. Le costó esfuerzo salir de la cama y vestirse.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó su madre.

—Si te molesto, me voy —contestó Janik dolido.

—¿Te ha pasado algo? —quiso saber ella.

—Nada que te interese. —Al instante se arrepintió de su respuesta.

—Ya veo que ha sucedido algo, cuando quieras me lo cuentas —dijo su madre saliendo de su habitación—. Si te entra hambre, en el frigorífico hay comida.

Su habitación estaba tal y como él la había dejado la última vez. La cama enorme ocupaba gran parte de la estancia. A uno de los lados de la cama, había una mesilla con dos cajones que hizo su padre especialmente para él. Lo primero que hacía cada vez que se tumbaba era pasar las palmas de las manos por sus patas, recorriendo cada veta, cada muesca de la madera. Eso lo reconfortaba. Enfrente de la cama había una estantería de tres cuerpos con los trofeos y las medallas que había ganado durante su carrera deportiva.

Se vistió y bajó a la cocina. Abrió uno de los armarios y el frigorífico. Le sorprendió que estuviesen repletos de comida. Cuando llegaba a casa, la despensa solía estar vacía.

—¡Podías haber avisado de que ibas a venir, hubiera limpiado un poco la casa! —gritó su madre desde su habitación.

—No pasa nada, estoy acostumbrado —respondió Janik—. ¿Te ayuda alguien con la compra?

—Sí, me la traen una vez a la semana. ¡No voy a esperar a que tú me ayudes! —volvió a gritar su madre.

Janik se preparó el desayuno, y se arrepintió de haber dejado la residencia. Subió a la habitación y marcó el número de la asistente social. Ella le comentó que su madre había rechazado el tratamiento médico, que se negaba a ir al hospital, y que fue a verla y no la dejó entrar.

—Por lo menos conseguí convencerla de que las vecinas le llevasen algo de comer —dijo con resignación.

—¿Qué puedo hacer por ella? —preguntó Janik.

—Lo mejor es llevarla a un centro especializado, pero son muy caros y el seguro no cubre más que una pequeña parte.

—¿Cuánto dinero se necesita?

La chica le dio una cifra aproximada. No tenía ese dinero. Le empezó a faltar el aire, colgó, necesitaba salir de casa. En la calle se acordó de cuando era todavía un adolescente y recorría el pueblo con sus amigos. Entonces su vida parecía estar pegada a aquellas casas, a esos muros en los que se había apoyado tantas veces mientras discutía sobre quién era el mejor esquiador o el mejor tenista del mundo. Cuando regresó, lo que más le apetecía era dormir. Cerró las cortinas y se echó sobre la colcha de la cama. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y llegaba hasta la nuca, se colocó en posición fetal y se agarró las rodillas con las manos.

Tenía que hacer algo con su vida. Podía estudiar de nuevo, aunque no tocaba un libro desde que su madre empezó a beber. El pánico creció otra vez. Se agarró con fuerza las rodillas y emitió un sonido gutural. En la residencia se había apuntado a un curso de yoga especial para atletas, donde había aprendido a relajarse repitiendo en voz alta «Om». Al parecer, tenía efectos beneficiosos; relajaba los músculos, oxigenaba el cerebro y, lo más importante, aparcaba los pensamientos por unos minutos. Cerró los ojos.

Ooooommmmm.

La cara de Irina aparecía en su mente como una sucesión de rápidos fotogramas sin sentido. Respiró profundamente.

Ooooommmmm.

El armario al fondo, las zapatillas de clavos colgadas en la barra por los cordones.

Ooooommmmm.

Su madre estaba sentada en la silla de la cocina con una botella de vino.

Despertó unas horas más tarde y bajó a la cocina. Su madre miraba por la ventana con la vista extraviada.

—Podemos cenar juntos. ¿Quieres que te prepare algo? —le preguntó en un intento de acercarse a ella.

—No, cenaré tarta de manzana y un vaso de café con leche. No tienes que esforzarte en ser un buen hijo.

—No empieces, mamá. Por una vez vamos a comportarnos como cuando estaba papá.

A su madre le cambió la cara.

—Eres una mala persona —dijo.

—No soy una mala persona. En todo caso, un mal hijo.

Su madre se dio cuenta de que había sido cruel y bajó la cabeza.

—¿Qué vas a hacer estos días? —le preguntó.

—Ver la tele, leer la prensa, no sé…

—Algo tendrás que hacer. La vida en el pueblo es aburrida, no hay muchas cosas con las que entretenerse.

—Ya me las arreglaré.

—Tú no has venido para estar conmigo, a ti te pasa algo —le dijo su madre. Por la voz y la mirada, se veía que había bebido—. ¿Te han echado de la residencia?

—No me han echado de ningún sitio.

—Hijo, ¿por qué no le cuentas a tu madre lo que te pasa? —insistió.

—No me pasa nada, solo quería estar en casa.

—¿De verdad has venido para cuidarme?

—De eso quería hablarte. He pensado que estarías mejor en un sitio donde…

—No necesito ir a un asilo —se adelantó su madre—. No dejan fumar ni tomar de vez en cuando una copita, y siempre tienes a alguien vigilándote.

—¿Y qué pasa si te caes y te haces daño?

—No necesito a nadie. Yo sé cuidar de mí misma, ¿entendido? Tú no eres el más indicado para dar consejos, no pasas ni un mes al año en casa.

—Mamá, no hables así. Estás enferma y necesitas cuidados. No puedes seguir comportándote como si estuvieses sola en este mundo.

—Desde que murió tu padre y te marchaste, estoy sola.

Janik se levantó de la mesa. Mientras subía las escaleras, oyó a su madre quejarse. No le apetecía hacer nada, además tenía dolor de cabeza y el nudo de su estómago se había vuelto más grande.

La Rote Fabrik era una antigua fábrica de seda situada a orillas del lago en Seestrasse. Sus paredes de ladrillo rojo estaban cubiertas de toda clase de grafitis. Era conocida como el templo de la música alternativa. Tenía cuatro salas donde se celebraban conciertos y performances de todo tipo. Aquella noche en la sala Aktion había un concierto de música electrónica. Pensó que tal vez la música sería un buen medicamento contra la angustia. Se puso un jersey de cuello alto, buscó la cartera y bajó al descansillo. Se cambió las zapatillas de estar en casa por las botas y descolgó el anorak de la percha. Su madre salió a su encuentro.

—¿Adónde vas?

Janik dio un portazo sin mirar atrás. Nunca había salido de noche solo. ¿Estaba iniciando una especie de travesía sin rumbo?, se preguntó.

La sala estaba a rebosar. Se situó en uno de los laterales, lejos de la barra. El primer DJ se presentó y la gente coreó su nombre. Los focos se apagaron y los aplausos llenaron la discoteca. De repente, las luces de colores iluminaron la sala. Después de unos segundos en silencio, la música empezó a sonar. Activada por una palanca imaginaria, la gente comenzó a moverse al unísono, como una manada de flamencos. Janik se dio cuenta de que estaba fuera de lugar. A su alrededor, bailaban y gritaban al ritmo de la canción. Lo empujaban como un barco a merced de la corriente. Acabó en la otra punta de la sala, cerca de la barra. Vio que todos pedían una bebida de color azul y los imitó. Se mezcló con la marea hasta que encontró un escondrijo vacío cerca de la pared. Aquella especie de líquido parecía un medicamento. Le dio unas vueltas con la pajita y lo aspiró. Para su sorpresa, era dulce y apenas sabía a alcohol. Lo terminó y pidió otro. Su cerebro empezó a notar el efecto. El dolor de cabeza desapareció. Por primera vez, se olvidó del nudo en el estómago y de las razones por las que había aparecido. Pidió otra copa y ya no volvió a su madriguera. Se sentía parte de aquel grupo de flamencos. Levantó los brazos y la bebida salió disparada del vaso. Su mirada se cruzaba con la de los demás, que lo observaban sonrientes. Janik comenzó a reírse sin parar. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien.